Así viví, entregándome a esa locura, durante seis años más, hasta que me casé. Durante esa época viajé al extranjero. La vida en Europa y mi contacto con europeos eminentes y eruditos me confirmaron aún más en mi fe en el perfeccionamiento general, por el que yo vivía, puesto que encontré en ellos la misma creencia. Ésta adoptó en mí la forma que asume habitualmente entre la mayoría de las personas instruidas de nuestro tiempo. Esa creencia se expresaba con la palabra «progreso». En ese momento me parecía que esa palabra tenía algún significado. Atormentado como cualquier hombre por la cuestión de cómo tener una vida mejor, todavía no había comprendido que, respondiendo que uno debía vivir conforme al progreso, hablaba exactamente igual que una persona cuya barca es arrastrada por las olas y el viento, y que ante la única pregunta vital e importante —«¿Qué dirección tomar?»— dice, sin responder: «Somos llevados a algún lugar».
Entonces no me daba cuenta. Sólo de vez en cuando mis sentimientos, y no mi razón, se sublevaban contra esa superstición tan extendida en nuestra época, tras la cual esconde la gente su incomprensión de la vida. Así, durante mi estancia en París, la visión de una ejecución me reveló la precariedad de mi creencia en el progreso.
Cuando vi desprenderse la cabeza del cuerpo y los oí caer por separado dentro de la caja, comprendí, no con la inteligencia sino con todo mi ser, que ninguna teoría de la racionalidad de la existencia y del progreso podía justificar un acto semejante, y que aun cuando todos los hombres, desde la creación del mundo, hubieran creído conforme a cualquier teoría que algo así era necesario, yo sabía que era innecesario y equivocado, y por tanto los juicios sobre lo que era bueno y necesario no debían basarse en lo que otros decían y hacían, ni tampoco en el progreso, sino en mi propio corazón. La muerte de mi hermano fue otro caso que vino a probarme lo inadecuado de la superstición del progreso respecto a la vida. Hombre inteligente, bueno y serio, cayó enfermo siendo aún muy joven. Sufrió más de un año y murió en medio de tormentos sin comprender por qué había vivido y, menos aún, por qué moría. No había teorías que pudieran dar respuesta a esas preguntas, ni a las mías, ni a las suyas, durante su agonía, lenta y dolorosa.
Pero ésos sólo eran raros momentos de duda; en realidad, continuaba profesando únicamente la fe en el progreso. «Todo evoluciona, y yo también evoluciono; la razón por la cual yo evoluciono junto a todo lo demás se verá algún día». Así es como habría podido formular mi fe en aquel momento.
Cuando regresé del extranjero me establecí en el campo y me ocupé en la gestión de escuelas para los campesinos. Dicha ocupación era particularmente de mi agrado porque en ella no había aquellas mentiras que se habían vuelto evidentes para mí, aquellas mentiras que tanto me habían irritado cuando ejercía mi magisterio literario. Aquí también obraba yo en nombre del progreso, pero ya tenía una actitud crítica con respecto a él. Me decía que en algunas de sus manifestaciones no se realizaba como debiera, y que era necesario actuar con total libertad con los primitivos hijos de los campesinos, dejándoles escoger el camino del progreso que desearan tomar.
En realidad, siempre giraba en torno al mismo problema irresoluble, que consistía en enseñar sin saber lo que enseñaba. En las más altas esferas de la actividad literaria vi claro que no podía continuar haciendo semejante cosa, puesto que observaba que cada uno enseñaba de diferente manera y que sus disputas sólo servían para ocultarse a sí mismos la propia ignorancia; aquí, con los hijos de los campesinos, creía posible evitar esa dificultad dejándoles estudiar lo que quisieran. Ahora me hace gracia recordar cómo me las ingeniaba para cumplir mi deseo de enseñar, aunque en el fondo de mi alma supiera muy bien que no podía enseñar lo que era necesario porque no sabía lo que era necesario. Después de pasar un año ocupándome de la escuela, partí otra vez al extranjero para averiguar cómo podía enseñar a los otros lo que yo mismo no sabía.
Creí haberlo aprendido en el extranjero y, armado con toda aquella sabiduría, regresé a Rusia en el año de la liberación de los campesinos[2]. Acepté el nombramiento de árbitro mediador[3] y me puse a instruir al pueblo ignorante en las escuelas y a la gente cultivada a través de la revista que entonces comencé a editar. Todo parecía ir bien pero notaba que mi salud mental no era del todo buena y que eso no podría seguir así durante mucho tiempo. Tal vez ya entonces me habría sumido en esa desesperación que se apoderó de mí a los cincuenta años de no ser por otro aspecto de la vida que todavía no había experimentado y que me prometía la salvación: la vida de familia.
Durante un año me ocupé de mi labor como árbitro mediador, de las escuelas y de la revista, y pronto me venció el agotamiento, sobre todo por mi confusión, y tan pesada se me hizo la lucha que libraba como árbitro mediador, tan turbia se me antojaba mi actividad en las escuelas, tan repugnante se había vuelto el subterfugio de la revista, motivados por el mismo deseo de instruir a todo el mundo y de disimular que no sabía qué estaba enseñando, que caí enfermo, más espiritual que físicamente, y lo abandoné todo, partí a las estepas, entre los bashkirios, para respirar aire fresco, beber kumís[4] y vivir una vida animal.
A mi regreso me casé. Las nuevas circunstancias de una vida de familia feliz me distrajeron por completo de cualquier búsqueda del sentido general de la vida. En esa época, toda mi vida se concentraba en mi familia, en mi mujer, en mis hijos y, por tanto, en los desvelos por aumentar nuestros medios de vida. Mi aspiración al perfeccionamiento personal, que ya antes había sido reemplazada por mi aspiración al perfeccionamiento general, mi aspiración al progreso, ahora se había convertido en una aspiración por conseguir todo lo mejor para mi familia y para mí.
Pasaron quince años más.
A pesar de que durante ese tiempo consideré la actividad literaria como una ocupación banal, seguí escribiendo. Había probado ya la tentación de la escritura, la tentación de una enorme recompensa monetaria y de los aplausos por un trabajo insignificante, y me entregué a ello como un medio para mejorar mi situación económica y para sofocar en mi alma todos los cuestionamientos acerca del sentido de mi vida y de la vida en general.
Cuando escribía, enseñaba lo que para mí era la única verdad: que era preciso vivir para dar lo mejor posible a uno mismo y a su familia.
Y así lo hice hasta que hace cinco años comenzó a sucederme algo extraño: primero empecé a experimentar momentos de perplejidad; mi vida se detenía, como si no supiera cómo vivir ni qué hacer, y me sentí perdido y caí en la desesperación. Pero eso pasó y continué viviendo como antes. Después, esos momentos de perplejidad comenzaron a repetirse cada vez con más frecuencia, siempre en la misma forma. En esas ocasiones, cuando la vida se detenía, siempre surgían las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Qué pasará después?
Al principio me pareció que esas preguntas eran inútiles, que estaban fuera de lugar. Creía que todas esas respuestas eran bien conocidas y que si algún día quisiera ocuparme de resolverlas, no me costaría esfuerzo; que sólo me faltaba tiempo para hacerlo, y que, cuando quisiera, daría con las respuestas. Las preguntas, sin embargo, cada vez me asaltaban con más frecuencia, exigiendo una respuesta cada vez con más insistencia, y esas preguntas sin responder caían como puntos negros siempre en el mismo sitio, acumulándose hasta formar una gran mancha.
Me ocurrió lo que le ocurre a todo aquél que contrae una enfermedad mortal. Al principio se presentan síntomas de malestar insignificantes a los que el enfermo no presta atención; después estos síntomas se repiten más a menudo y acaban por confluir en un único sufrimiento ininterrumpido. El sufrimiento crece y el enfermo, antes de tener tiempo de volver la vista atrás, se da cuenta de que lo que tomó por un malestar es para él la cosa más importante del mundo: la muerte.
Lo mismo me sucedió a mí. Comprendí que no era un malestar fortuito, sino algo muy serio, y que si se repetían siempre las mismas preguntas era porque había necesidad de contestarlas. Y eso traté de hacer. Las preguntas parecían tan estúpidas, tan simples, tan pueriles… Pero en cuanto me enfrenté a ellas y traté de responderlas, me convencí al instante, en primer lugar, de que no eran cuestiones pueriles ni estúpidas, sino las más importantes y profundas de la vida y, en segundo, que por mucho que me empeñara no lograría responderlas. Antes de ocuparme de mi hacienda de Samara, de la educación de mi hijo, de escribir libros, debía saber por qué lo hacia. Mientras no supiera la razón, no podía hacer nada. En medio de mis pensamientos sobre la administración de la hacienda, que entonces me mantenían muy ocupado, una pregunta me vino de repente a la cabeza: «Muy bien, tendrás seis mil desiatinas[5] en la provincia de Samara y trescientos caballos, ¿y después qué?». Y me sentía completamente desconcertado, no sabía qué pensar. O bien, cuando empezaba a reflexionar sobre la educación de mis hijos, me preguntaba: «¿Por qué?». O bien, meditando sobre cómo el pueblo podría llegar a alcanzar el bienestar, de repente me preguntaba: «¿Y a mí qué me importa?». O bien, pensando en la gloria que me proporcionarían mis obras, me decía: «Muy bien, serás más famoso que Gógol, Pushkin, Shakespeare, Molière, y todos los escritores del mundo, ¿y después qué?».
Y no podía responder nada, nada.