Alguna vez contaré la historia de mi vida, lo conmovedora e instructiva que fue durante esos diez años de mi juventud. Creo que muchas, muchas personas han experimentado lo mismo. Deseaba con toda mi alma ser bueno; pero era joven, tenía pasiones, y estaba solo, completamente solo, en mi búsqueda del bien. Cada vez que trataba de expresar mis deseos más íntimos, esto es, que quería ser moralmente bueno, no encontraba más que desprecio y burlas; pero cuando me entregaba a las viles pasiones, los demás me elogiaban y alentaban.
La ambición, el ansia de poder, la codicia, la lascivia, el orgullo, la ira, la venganza; todo eso era respetado. Sucumbiendo a esas pasiones, parecía más adulto, y sentía que todos estaban contentos conmigo. Mi buena tía, con la que yo vivía y que era el ser más puro del mundo, siempre me decía que no había nada que deseara tanto para mí como que mantuviera una relación con una mujer casada: «Rien ne forme un jeune homme comme une liaison avec une femme comme il faut». Me deseaba también otra felicidad: que me convirtiera en ayudante de campo, preferiblemente del emperador. Por último, el colmo de la dicha, a sus ojos, era que me casara con una joven muy rica y que ese matrimonio me aportara el mayor número posible de esclavos.
No puedo recordar aquellos años sin horror, sin repugnancia y sin un dolor en el corazón. Mataba a hombres en la guerra, retaba a otros a duelo para matarlos, perdía dinero jugando a las cartas, dilapidaba el fruto del trabajo de los campesinos, los castigaba; fornicaba, me valía de engaños. La mentira, el robo, la promiscuidad de todo tipo, la embriaguez, la violencia, el asesinato… No existe crimen que no hubiera cometido, y por todo ello me alababan, y mis coetáneos me consideraban, y aún me consideran, un hombre relativamente moral.
Así viví diez años.
En esa época comencé a escribir por vanidad, codicia y orgullo. En mis escritos hacía lo mismo que en la vida. Para obtener la gloria y el dinero por los que escribía, era preciso disimular el bien y exhibir el mal. Así lo hice. Cuántas veces me las ingenié en mis escritos para esconder, bajo una apariencia de indiferencia e incluso de ligera burla, mis aspiraciones al bien, que constituían el sentido de mi vida. Y lo conseguí y fui elogiado.
Después de la guerra[1], a la edad de veintiséis años, volví a San Petersburgo y comencé a frecuentar a escritores. Me acogieron como a uno de los suyos, me adulaban. Antes de que pudiera darme cuenta ya había asimilado las opiniones acerca de la vida que sostenían los escritores con los que me juntaba, y todos mis esfuerzos precedentes por mejorar se esfumaron. Aquellas opiniones ofrecían un fundamento teórico al desorden de mi vida y lo justificaban.
Según la visión del mundo de mis compañeros de pluma, la vida, por lo general, sigue su propia evolución, y nosotros, hombres de pensamiento, tenemos un papel fundamental en esa evolución, y, entre los hombres de pensamiento, los más influyentes somos nosotros, los artistas y los poetas. Nuestra vocación es instruir a los hombres. Para evitar enfrentarnos a una cuestión obvia —qué sé yo y qué puedo enseñar a los otros—, la teoría explicaba que no era necesario saberlo, y que el artista, el poeta, enseña inconscientemente. Yo era considerado un artista y un poeta maravilloso, por eso me resultó muy natural abrazar esta teoría. Yo, artista y poeta, escribía e instruía a los demás sin saber lo que estaba enseñando. Y me pagaban dinero por hacerlo, disfrutaba de buena comida, alojamiento, mujeres, sociedad; tenía fama. Debía de ser que lo que enseñaba era muy bueno.
Esa creencia en la importancia de la poesía y en la evolución de la vida era una religión, y yo era uno de sus sacerdotes. Ser uno de sus sacerdotes era muy ventajoso y agradable. Viví bastante tiempo profesando esa fe sin dudar de su autenticidad. Pero al segundo año de llevar ese tipo de vida, y en especial durante el tercero, empecé a dudar de la infalibilidad de esa fe y comencé a examinarla. La primera cosa que me llevó a dudar fue el haberme percatado de que no todos los sacerdotes de esa fe estaban de acuerdo entre sí. Unos decían: «Nosotros somos los mejores profesores y los más útiles porque enseñamos lo que es necesario, mientras que los otros enseñan falsedades». Y los otros replicaban: «No, nosotros somos los verdaderos maestros, y vosotros sois los que enseñáis falsedades». Discutían, se enemistaban, se injuriaban, mentían, se engañaban entre sí. Además, había muchas personas entre nosotros que no se preocupaban por saber quién llevaba razón y quién se equivocaba, sino que se limitaban a conseguir sus fines egoístas mediante nuestra actividad. Todo eso me obligó a poner en tela de juicio la autenticidad de nuestra fe.
Pues bien, una vez comencé a dudar de la veracidad de la religión de los escritores, me puse a observar más de cerca a sus sacerdotes y me convencí de que casi todos los sacerdotes de dicha fe —los escritores— eran personas inmorales, la mayoría de carácter malo y ruin, muy por debajo de las personas que había conocido durante mi vida anterior, mi vida militar y mi vida disipada, pero estaban seguros de sí mismos y se sentían satisfechos como sólo pueden estarlo los santos o los que ignoran qué es la santidad. Esa gente terminó por repugnarme, así como yo mismo me repugnaba, y comprendí que esa fe no era más que un engaño.
Pero lo extraño es que, si bien comprendí pronto toda la mentira de esa fe y renegué de ella, no renuncié al título que me habían otorgado esos hombres, el título de artista, poeta, maestro. Continuaba imaginando cándidamente que yo era un poeta, un artista, y que podía enseñar a todos sin saber lo que enseñaba. Y eso seguí haciendo.
Como consecuencia de frecuentar a esos hombres, adquirí un nuevo vicio: desarrollé un orgullo enfermizo y la demente convicción de que mi misión era enseñar a la gente sin saber lo que enseñaba.
Ahora, cuando recuerdo esos tiempos, mi estado de ánimo de entonces, así como el de esas personas (cuyos semejantes, por cierto, se cuentan hoy también por miles), siento lástima y miedo, y además, me entran ganas de reír: afloran en mí los mismos sentimientos que se apoderan de uno en una casa de locos.
En ese momento todos estábamos convencidos de que teníamos que hablar sin cesar, escribir y publicar lo más pronto posible y cuanto más fuera posible; y de que todo eso era necesario para el bien de la humanidad. Y miles de nosotros, contradiciéndonos y criticándonos mutuamente, publicábamos y escribíamos con el objetivo de enseñar a los otros. Lejos de percatamos de que no sabíamos nada, de que éramos incapaces de responder a la pregunta más sencilla de la vida —¿qué es bueno y qué es malo?—, hablábamos todos a la vez sin escucharnos; a veces, nos adulábamos y elogiábamos los unos a los otros esperando, a su vez, ser adulados y elogiados; pero otras, irritados, nos gritábamos, como en una casa de locos.
Miles de operarios trabajaban noche y día, hasta el límite de sus fuerzas, reuniendo e imprimiendo miles de palabras para que fueran distribuidas por correo a través de toda Rusia. Y nosotros continuábamos enseñando más y más, pero nunca lográbamos enseñarlo todo, y siempre estábamos enfadados porque no se nos escuchaba lo suficiente.
Es terriblemente extraño, pero ahora lo comprendo: nuestro verdadero objetivo, nuestro deseo más íntimo, era obtener la mayor cantidad de dinero y de alabanzas posible. Para lograrlo no sabíamos hacer otra cosa que escribir libros y publicar en los periódicos. Y a eso nos dedicábamos. Pero para ocupamos en algo tan inútil y al mismo tiempo mantener la convicción de que éramos personas muy importantes, necesitábamos un razonamiento que justificara lo que estábamos haciendo. Y encontramos lo siguiente: todo lo que existe es racional. Y todo lo que existe evoluciona. Y esa evolución depende de la instrucción. La instrucción se mide por la difusión de libros y periódicos. Nos pagan y nos respetan porque escribimos libros y publicamos en los periódicos: somos, por consiguiente, las personas más útiles, los mejores. Este razonamiento habría sido muy bueno si todos hubiéramos estado de acuerdo; pero cada idea expresada por uno suscitaba en el otro el pensamiento diametralmente opuesto, y eso debería habernos hecho reflexionar. Sin embargo, no reparábamos en ello. Nos pagaban, y la gente de nuestro círculo nos elogiaba; por lo tanto, cada uno de nosotros creía estar en lo cierto.
Ahora veo claro que no había ninguna diferencia entre nosotros y la gente que vive en un manicomio; entonces sólo lo sospechaba vagamente y, como todos los locos, pensaba que todo el mundo había enloquecido excepto yo.