No hay mayor tragedia que tener la misma intensidad, en una misma alma o en un hombre, del sentimiento intelectual y del sentimiento moral. Para que un hombre pueda ser distintiva y absolutamente moral, tiene que ser un poco estúpido. Para que un hombre pueda ser absolutamente intelectual, tiene que ser un poco inmoral. No sé qué juego o ironía de las cosas condena al hombre a la imposibilidad de que se dé esta dualidad tan grande. A mi pesar, ésta se da en mí. No fue el exceso de una cualidad, sino el exceso de dos, lo que me mató en vida.[11]
Siempre que en cualquier situación tuve un rival o la posibilidad de tener un rival, enseguida renuncié sin vacilar. Es una de las pocas cosas en la vida de las que nunca dudé. Mi orgullo nunca soportó que compitiera con otros, con el pavoroso añadido de la posibilidad de la derrota. Tampoco pude participar nunca en juegos de competición. Siempre perdía con rencor y despecho. ¿Por considerarme superior a todos? No, nunca me consideré superior en el ajedrez ni en el whist. Por simple orgullo, un orgullo desbordante y sanguinario, que ningún esfuerzo desesperado de mi inteligencia puede contener ni apaciguar. Siempre me aparté del mundo y de la vida, y el embate de cualquiera de sus elementos siempre me hirió como un insulto a media voz, la rebelión súbita de un lacayo universal.
Lo que realmente me indignaba de mí mismo en esos momentos de dolorosa duda, en que yo ya sabía desde mucho antes que no habría solución ninguna, era la intromisión del factor social en el juego desequilibrado de mis decisiones. Nunca pude dominar el influjo de lo hereditario y de la educación infantil. Siempre pude rechazar los conceptos estériles de nobleza y de posición social; nunca los pude olvidar. Son en mí como una cobardía que detesto, contra la que me rebelo, pero que me ata con lazos extraños[12] a la inteligencia y a la voluntad. Tuve un día la ocasión de casarme, acaso de ser feliz, con una muchacha muy sencilla, pero entre ella y yo se interpusieron en la indecisión de mi alma catorce generaciones de barones, la visión del pueblo riéndose de mi boda, el sarcasmo de los amigos que nunca fueron íntimos, un desaliento hecho de nimiedades, pero de tantas nimiedades, que me pesaba como si hubiera cometido un crimen. Y así fue cómo yo, hombre de inteligencia y desprendimiento, perdí la felicidad por causa de los vecinos a los que desprecio.
El modo en que vestiría, las maneras que tendría, cómo recibiría en mi casa, donde quizá no tendría que recibir a nadie, las torpezas de mis frases o de mi actitud, que su cariño no me podría hacer olvidar y que su dedicación no podría ocultar… todo esto se alzaba ante mí como una aparición de cosas serias, como si fuera un argumento, en las vigilias en que me debatía entre el deseo de tenerla y la vasta red de imposibilidades que siempre me ha enmarañado.
Recuerdo todavía, con una precisión en la que [se] entremezcla el perfume vago del aire de primavera, la tarde en que, meditando sobre estas cosas, decidí renunciar al amor como si renunciara a un problema irresoluble. Fue en mayo; un mayo de verano suave, florido con diversos colores en pequeñas extensiones de la quinta cuando la lenta caída de la tarde comenzaba. Yo paseaba mis remordimientos entre mis pocos arbolados. Había cenado pronto y caminaba, solo como un símbolo, bajo las sombras vanas y el susurro acompasado de las ramas oscilantes. De repente se apoderó de mí un deseo de intensa abdicación, de clausura firme y última, una repugnancia por haber tenido tantos deseos, tantas esperanzas, con tanta facilidad externa para realizarlos, y tanta imposibilidad íntima para poder quererlo. Data de ese momento suave y triste el principio de mi suicidio.[13]
… El ascetismo involuntario y débil[14] de los temperamentos en los que la inteligencia es como la sangre que circula, una condición fundamental, una base orgánica, de la vida.
El aire, en aquella tarde de otoño, era de una gran dulzura, y las sierras lejanas se recortaban con una claridad fría. Sin embargo, no pensé mucho en ellas, sino solamente en mis pensamientos; todo cuanto ocurrió me pareció más triste de lo que habría sido si no hubiera ocurrido.[15]
(de pequeño)
… la indulgencia de todos mis caprichos y voluntades —por otra parte, casi inexistentes, pues consisten, casi, en el único deseo de la soledad—.[16]
Como era rencoroso y vengativo en la infancia, perdí, durante la adolescencia, esa mezquindad del exceso de sensibilidad. (Supongo que de algún modo influyó en el resultado que surgiera en mí la capacidad del pensamiento abstracto.) Pero conservo de una forma distinta aquello que ella era. Aún me atormenta perder una idea, que se me escape de la memoria una frase pendiente de escribir, no retener un punto de vista. Sé muy bien que muchas veces no conseguiría dar un cuerpo real a esos esbozos. Pero existen unos celos de mí mismo, una avaricia de lo abstracto, y he notado que la avaricia y el espíritu de venganza, tal vez por ser dos formas de mezquindad, tienen parentesco y sangre comunes.[17]
Ideas bruscas, admirables, fraseadas en parte con palabras intensamente propias —pero desunidas, que se habrán de coser luego— que podrían erigirse en monumentos; pero la voluntad no las acompañaría si tuviera a la estética por compañera y no se quedara en párrafos para un cuento posible— no serían más que unas líneas de apariencia admirable, pero que en realidad solamente lo serían si en torno a ellas se hubiera escrito el cuento del que ellas eran momentos expresivos, expresiones sintéticas, relaciones… Algunas eran expresiones del espíritu, admirables, pero incomprensibles sin el texto que nunca se escribió.[18]
Pongo fin a una vida que me pareció que albergaba todas las grandezas, cuando sólo vi que albergaba la incapacidad de quererlas. Si tuve certezas, siempre recuerdo que todos los locos las tuvieron mayores.
El escrúpulo de la precisión, la intensidad del esfuerzo para ser perfecto, lejos de ser estímulos para actuar, son facultades íntimas para el abandono. Más vale soñar que ser. ¡Es tan fácil verlo todo conseguido en el sueño!
Mil ideas juntas, cada una un poema, que crecían en balde. De tantas, no podía ni acordarme de cuándo las tuve y menos cuándo ya la has había perdido.
Las pequeñas emociones permanecieron. Una brisa en una parte tranquila del campo parece que me turba [?] el alma. Una ráfaga lejana de la música de la filarmónica de la aldea me recuerda sonoridades más allá de los efectos de todas las sinfonías. Una viejecita en la puerta hace aflorar toda mi bondad. Un niño sucio, parado ante mí, me ilumina. Gozo de ver al gorrión posándose en la cuerda, y esto sucede ante mí, como una visión inextricable de la propia verdad.[19]
Pertenezco a una generación —suponiendo que esa generación sean más personas que yo— que ha perdido por igual la fe en los dioses de las religiones antiguas y la fe en los dioses de las irreligiones modernas. No puedo aceptar a Jehová, ni a la humanidad. Cristo y el progreso son para mí mitos del mismo mundo. No creo en la Virgen María ni en la electricidad.
Siempre he sido un milimetrista del pensamiento, escrupuloso en el lenguaje que utilizaba y en la disposición del pensamiento que tenía que exponer.
La muerte de mi madre rompió el último de los lazos externos que me unían todavía a la sensibilidad de la vida. Al principio quedé aturdido; es ese aturdimiento que no te confunde,[20] pero que parece un vacío muerto en el cerebro, un conocimiento intuitivo de[21] la nada. Después, el tedio que se volvió angustia degeneró en aborrecimiento.
El amor de ella,[22] que nunca tuve claro cuando vivía, se volvió nítido cuando la perdí.
Descubrí por la falta, como se descubre la valía de todo, eso que necesitaba el cariño; eso que, al igual que el aire, se respira y no se siente.
Tengo todas las condiciones para ser feliz, salvo la felicidad. Las condiciones están desligadas unas de otras.
Soy la madurez de la que René fue la adolescencia. No cambia el género, sino la especie; es como[23] la mente que se vuelve sobre sí misma, como la insatisfacción.
Los adolescentes tienen, detrás de todos sus desasosiegos, el impulso ciego que los conduce a la vida. Rousseau ◻, pero dirige Europa. Chateaubriand sufrió y soñó, pero fue ministro. A Vigny le representaron algunas de sus obras. Antero difundió el socialismo. Leopardi fue filólogo.[24]
Aparto la pena sin apartarla y veo, por la ventana abierta al campo nocturno, la luz de la luna alta y redonda que da al aire[25] un nuevo aspecto. Cuántas veces una vista como ésta me acompaña en meditaciones sin fin, en sueños sin propósito, en vigilias sin trabajo ni discurso.
Siento el corazón como un peso inorgánico.
En el silencio enteramente negro de las auroras quedas, su perfil se recorta como si hubiera verdad.[26]
La conducta racional en la vida es imposible. La inteligencia no establece reglas. Y entonces comprendí lo que hay oculto tras el mito de la Caída: me alcanzó la mirada del alma, como si un relámpago alcanzara la del cuerpo, el terrible y verdadero sentido de aquella tentación, por la cual Adán comió del Árbol llamado de la Ciencia.
Desde que existe inteligencia, toda vida es imposible.[27]
Mi abandono íntimo de toda especulación metafísica, mi náusea moral ante toda sistematización de lo desconocido, no proceden, como en la mayoría de los que coincidirían conmigo, de la incapacidad para especular. Lo he pensado, y lo sé.
Establecí, antes de nada, una especie de epistemología psicológica. Creé, para uso de mi entendimiento, dos sistemas, un criterio analítico de los productores. No quiero decir que haya descubierto que una filosofía no es más que la expresión de un temperamento. Esto, supongo que lo habrán descubierto otros. Pero descubrí, para mi orientación, que un temperamento es una filosofía.
La preocupación de un individuo por sí mismo siempre me pareció la introducción, en materia literaria o filosófica, de una falta de educación. Quien escribe no repara en que está hablando por escrito, y así hay muchos que escriben cosas que nunca osarían decir. Hay quienes se extienden, en páginas y páginas, en la explicación y el análisis de su ser, cuando ellos mismos —o algunos de ellos por lo menos— no se permitirían fatigar a un auditorio, ni siquiera a uno bien dispuesto hacia ellos, con un recital de sus personalidades.
Comprobé que el pesimismo es muchas veces un fenómeno de rechazo sexual. Así es, claramente, el de Leopardi y el de Antero. En esta construcción de un sistema sobre los fenómenos sexuales propios, no puedo evitar ver algo implacablemente grosero y vil. Todos los individuos groseros tienen la necesidad de hacer un comentario sexual; y éste incluso los distingue. No pueden contar anécdotas más allá de la sexualidad; no saben tener espíritu más allá de la sexualidad. Ven en todos sus semejantes una razón sexual de ser.
¿Quién tiene el sistema del Universo con las deficiencias sexuales de cada cual?
Sé muy bien que en este mismo escrito me opongo al principio en el que me he basado. Estas páginas, sin embargo, son un testamento, y en los testamentos hay que hablar forzosamente del que testa. Suele darse cierta libertad de acción a los moribundos, y estas palabras son las de un moribundo.[28]
Nuestro mal no reside en el individualismo, sino en la cualidad de ese individualismo. Y esa cualidad consiste en que éste sea estático en vez de dinámico. Se nos valora por lo que pensamos, no por lo que hacemos. Olvidamos que, por aquello que no hicimos, no fuimos; que la primera función de la vida es la acción, del mismo modo que el primer aspecto de las cosas es el movimiento.
Al conceder a aquello que pensamos la importancia de haberlo pensado, al tornarnos, cada uno de nosotros a sí mismo, no, como decía el griego,[29] como medida de todas las cosas, sino como norma o modelo de ellas, creamos en nosotros, no una interpretación del universo, sino una crítica del universo —y, dado que no lo conocemos, no lo podemos criticar—, y los más débiles y desorientados de nosotros elevan esa crítica a una interpretación; pero una interpretación impuesta como una alucinación; no deducida, sino como una simple inducción. Es la alucinación propiamente dicha, pues la alucinación es la ilusión que parte de un hecho mal visto.
El hombre moderno, si es feliz, es pesimista.
Hay algo de vil, de degradante, en esta transposición de nuestras penas a todo el universo; hay algo de sórdido egotismo en suponer que, o bien el universo está en nuestro interior, o bien somos una suerte de centro y síntesis, o símbolo, de él.
El hecho de que sufro puede ser, en efecto, un obstáculo para la existencia de un Creador íntegramente bueno, pero no demuestra la inexistencia de un Creador, ni la existencia de un Creador malo, ni siquiera la existencia de un Creador imparcial. Sólo demuestra que existe el mal en el mundo, cosa que no supone un descubrimiento, y que a nadie se le ha ocurrido negar todavía.
Conceder valor e importancia a nuestras sensaciones sólo porque son nuestras —esto lo hacemos consciente o inconscientemente—, esta vanidad hacia dentro, a la que llamamos tantas veces orgullo, como llamamos a nuestra verdad las verdades de todas las especies.
El conflicto que nos quema, Antero lo expresó mejor que ningún otro poeta, porque tenía tanto sentimiento como inteligencia. Es el conflicto entre la necesidad emotiva de la creencia y la imposibilidad intelectual de creer.
Llegué, por fin, a estos breves preceptos, a la regla intelectual de la vida.
No me arrepiento de haber quemado todo el esbozo de mis obras. No tengo nada más que legar al mundo que esto.[30]
Cualquiera que sea el secreto del misterio de las cosas, es sin duda muy complejo o, si es muy simple, es de una simplicidad tal, que no tenemos la facultad para verla.
Contra la mayoría de las doctrinas filosóficas tengo la queja de que son simples; el hecho de que quieran explicar es prueba suficiente de ello, ya que explicar es simplificar.
Por fantasiosa que sea la teoría del mal de Soame Jenyns,[31] al menos no es absurda como la doctrina de un dios omnipotente y bueno, pero creador[32] del mal, porque es creador de todo. La hipótesis de Soame Jenyns tiene incluso la ventaja —acaso ilusoria, pero aparente— de la analogía; así como intervenimos —unas veces para bien, otras veces para mal; unas tal vez para bien suponiendo que es para mal, y viceversa— en la vida de seres inferiores a nosotros, puede concederse que así proceden con nosotros seres que son tan superiores a nosotros como nosotros lo somos al ganado de nuestros campos, o a las aves de nuestros cielos. Una vez se me ocurrió —más por especulación ociosa que por creencia[33]— que podría ser que, al igual que la vida es la ley de todo, la muerte siempre representara una intervención ajena, que no existiera sino muerte violenta. Unas son visiblemente violentas, y muchas las causamos nosotros mismos; otras, a las que llamamos naturales, serían igualmente violentas, pero por intervención de entes imperceptibles a nuestros sentidos. Del mismo modo que las naciones, aún cuando están en clara decadencia, no se extinguen sino por invasiones y actos violentos ajenos, las vidas no se extinguirían de otro modo. El propio suicidio —supuse en el transcurso de este desvarío lógico— sería tal vez un impulso ajeno; ninguna vida se mataría voluntariamente, pero con el suicidio se resolvía la muerte externa por sus propios medios. Me habría olvidado de toda esta especulación carente de rigor si ella no me hubiera salvado del suicidio una vez, hace ya tiempo, poco tiempo después de licenciarme. Mi vida era cada vez más angustiosa, pero la vaga posibilidad de que mi concepto fuera cierto —pues tanta posibilidad había de que éste fuera cierto como de que lo fuera cualquier otro— y mi renuencia, si aquel fuera cierto, a practicar un acto servil y proselitista, fue lo que en realidad me disuadió, no sabría decir si con utilidad, del paso[34] que al final se aplazó hasta ese momento.[35]
Nunca he podido convencerme de que podía, o de que alguien podría con seguridad aliviar profundamente, y mucho menos dar cura, a los males humanos. Pero tampoco he podido sacarlos[36] nunca de mi pensamiento; la menor angustia humana —es más, la más remota imaginación de ella— siempre me ha angustiado, me ha trastornado, me ha quitado el poder de concentrarme y de egoizarme.[37] El convencimiento de que cualquier terapéutica para el alma es fútil debería situarme, sin duda, en la cumbre de la indiferencia, donde las nubes de aquel mismo convencimiento ocultaran por completo las agitaciones de la tierra. Sin embargo, el pensamiento, poderoso como es, nada puede contra la rebeldía de la emoción. No podemos dejar de sentir, como podemos dejar de andar. Así, asisto y siempre he asistido, desde que recuerdo que siento, con las emociones más nobles, al dolor, a la injusticia y a la miseria que hay en el mundo, del mismo modo que un paralítico asistiría al ahogamiento de un hombre al que nadie, aunque fuese válido, podría salvar. El dolor ajeno provocó en mí otros dolores: el de verlo, el de ver que era irreparable, y el de saber que, sabiendo que es irreparable, empobrece incluso la inútil nobleza de querer repararlo. Al final, mi falta de impulso ha sido siempre el origen de todos estos males: el no saber querer antes de pensar, el no saber entregarme, el no saber decidir del único modo en que se decide —con la decisión, y no con el conocimiento—, el asno de Buridán que muere en la bisectriz matemática de la calidad de la emoción y de la paja del esfuerzo, pudiendo, si no pensara, morir, pero no de hambre ni de sed.
Todo cuanto pienso o siento se vuelve[38] inevitablemente como una inercia. El pensamiento, que para otros es una brújula para actuar, es para mí un microscopio de ésta, que me hace ver universos que podría atravesar cuando un paso bastaría para recorrerlos; como si el argumento de Zenón sobre la intrasponibilidad de cualquier espacio —que por ser infinitamente divisible es por tanto infinito— fuera una droga extraña con la que me hubieran intoxicado el organismo espiritual. Y el sentimiento, que en otros se introduce en la voluntad como la mano en el guante, o la mano[39] en la guarnición de la espada, en mi caso siempre fue otra manera de pensar, fútil como una rabia que nos hace temblar hasta no podernos mover, una especie de pánico de la exaltación que, como el pánico, clava[40] al suelo al medroso a quien el propio miedo debería hacer huir.
Toda mi vida ha sido una batalla perdida sobre el mapa; ni siquiera tuve cobardía en el campo, donde tal vez no la habría tenido, sino en el despacho del jefe[41] del Estado Mayor, siempre aislado y con su convicción de la derrota. No se atrevió con el plan, porque habría de ser imperfecto; no se atrevió a hacerlo perfecto, aunque no habría podido serlo en realidad, porque la convicción de que no sería perfecto anuló la voluntad con que éste, aunque imperfecto, siempre se podría intentar. Tampoco se me ocurrió nunca que, aunque el plan fuera imperfecto, pudiera ser más perfecto que el del enemigo. Y es que mi verdadero enemigo, victorioso sobre mí en nombre de Dios, era aquella misma idea de perfección, que aparecía, más que como[42] todas las huestes del mundo, como la vanguardia trágica de todos los ejércitos del mundo.[43]
… cuando en París me batí (en duelo) con el marqués de Plombières.
Es cierto, considero el duelo un absurdo. Sin embargo, me pareció que, habiendo vivido siempre, como todo el mundo, bajo la aceptación, voluntaria o involuntaria, de las convenciones sociales —gozando, por el prestigio social de mi título, de sus ventajas— era [indecente][44] eludir el ejercicio de una de ellas por ser ésta la única que me hacía correr un riesgo.
Lo abstracto siempre ha sido para mí más impresionante que lo concreto. Recuerdo que de niño no tenía miedo de nadie, ni de los bichos;[45] pero sí que tenía miedo de los cuartos oscuros… Recuerdo que esa aparente singularidad desorientaba la psicología simple de lo que me rodeaba.
Asimismo, al contrario del hombre corriente, siempre he tenido más miedo a la muerte que a morir. Despreciaba incluso, y desprecio, el sufrimiento. Siempre sentí más aprecio por la conciencia que por las sensaciones agradables de mi piel. En la única operación quirúrgica, que me hicieron hace poco[46] (la amputación de la pierna izquierda), rehusé ser anestesiado. Sólo acepté una anestesia local.[47]
Si hoy me dirijo a una muerte voluntaria, es porque el […] del condenado ya se me hace imposible. El dolor moral no es lo que me lleva a matarme; es la vacuidad moral en que se basa el dolor.
El estado de mi alma es aquél en que se basan los grandes misticismos, las renuncias trascendentes; éstos, sin embargo, se basan en la fe, y yo no tengo fe. Incluso el no tener fe, o el no poder o no saber tenerla, constituye la base de ese vacío propio[48] de la conciencia del mundo.
Pero la consideración de que era mucho más probable ser herido que me mataran me hizo callar el comentario al respecto. Nunca he temido al sufrimiento; más bien lo despreciaba o, más bien, sólo me preocupaba. Es una de las peculiares formas de discordancia que encontré en mi propósito de comentar lo abstracto.
Es singular que en ese duelo, lo que más me preocupaba —esa preocupación alejó todas las otras— era poder ser «batido», quedar en una posición inferior en el campo frente a mi adversario. Siempre he reconocido como un rasgo inferior e indomable el que no supiera perder; y el recelo de que no fuera a saber esconder la emoción del despecho fue algo que siempre me alejó de juegos, de competiciones, de todo cuanto implicara medirme con alguien. Confieso que esto casi me llevaría a eludir el duelo si fuera posible o decente hacerlo.[49]
(La seducción de Maria Adelaide)
Ellos (los incontinentes) descubren facetas de los sentimientos humanos, arrojan luz sobre cosas sensibles que están entre tinieblas, a pesar del tacto carnal.[50]
Razones por las que el barón no sedujo a más muchachas.
A algunas las seduje después, y a mis propios ojos fui risible, sin disculpa ni ◻[51].
No había en mi casa una criada a la que no pudiera haber seducido. Pero algunas eran grandes o, si no lo eran, me lo parecían por la exuberancia vital, y ante éstas yo tenía una timidez anticipada, incluso asustadiza: ni en sueños me imaginaba seduciéndolas. Otras eran pequeñas, frágiles, y sentía pena. Otras eran feas. Y así pasé junto a la particularidad del amor casi como pasé junto a la generalidad de la vida.
El miedo de hacer daño a los demás, la sensualidad de las consecuencias, la conciencia del existir real de otras almas…, estas cosas fueron impedimentos en mi vida, y hoy me pregunto de qué me sirvieron o a quién le sirvieron. Las muchachas a las que no seduje fueron seducidas por otros, pues[52] alguien tenía que seducirlas. Donde yo tuve melindres, otros no los tuvieron; y después de ver lo que habían hecho, lo que al final era aquello, me pregunté: ¿para qué tuve que pensar tanto si dolió hacerlo?[53]
El escrúpulo es la muerte de la acción. Pensar en la sensibilidad ajena es estar seguro de no actuar. No hay acción, por pequeña que sea —y cuanto más importante, más cierto es esto—, que no hiera a otra alma, que no ofenda a nadie, que no contenga elementos de los que, si tenemos corazón, no nos tengamos que arrepentir. Muchas veces he pensado que la filosofía real del eremita acaso consistiera antes en evitar ser hostil, por el simple hecho de vivir, que en tener cualquier pensamiento directamente relacionado con aislarse.[54]
Cosas que me parecían banales, pero aparté de mi voluntad la iniciativa para acometerlas, vi a otros hacerlas y, al verlas hechas, eran lo más corriente del mundo.[55]
El secreto subconsciente del hombre normal:[56] el de vivir interesadamente lo romántico de las cosas, y románticamente lo ordinario de la vida.
No enseñes nada, ya que aún tienes que aprenderlo todo.
El sueño, cuando es demasiado vivido y familiar, se vuelve una nueva realidad; tiraniza como ella; deja de ser un refugio. Los ejércitos soñados acaban por ser derrotados, como los que se desmoronan en los encuentros y las batallas del mundo.[57]
El sueño, el devaneo —la fragilidad del alma que suele aquejar a los figurines felices, a los príncipes, a los amados, a las celebridades…— esa disposición ◻ siempre me ha parecido repugnante y vil.[58]
Repudié el sueño como un vicio de colegial o como algo propio de un loco. Pero también repudié la realidad, o más bien ella me repudió a mí, no sé por qué; por incompetencia, o por desaliento, o por incomprensión. No he servido para ninguna de las dos maneras de gozar: ni para el placer de lo real, ni para el placer[59] de lo imaginado.
No me quejo de los que me rodean o me rodearon. Nunca nadie me ha tratado mal de ningún modo, en ningún sentido. Todos me han tratado bien, pero con distancia. Luego comprendí que la distancia estaba en mí, que venía de mí. Por eso puedo decir, sin ilusión, que siempre fui respetado. Amado, o querido, nunca lo fui. Hoy reconozco que no podría serlo. Tenía buenas cualidades, tenía emociones fuertes, tenía ◻, pero no tenía lo que se llama amor.
… las personas de mi condición de espíritu: Rousseau, Chateaubriand, Senancour,[60] Amiel. Pero Rousseau perturba el mundo, Chateaubriand ◻. Amiel deja, al menos, un diario íntimo. Yo soy un ejemplo más perfecto que ellos del dolor que todos padecemos por tanto, no he dejado cosa alguna.[61]
Nunca he tenido añoranza, porque nunca he tenido que tenerla y siempre he sido racional en cuanto a mis sentimientos. Como nada he hecho de mi vida, nada tengo que recordar con añoranza; he podido tener esperanzas, porque lo que no existe puede serlo todo; hoy no tengo ni esperanzas, porque no veo razón por la cual el futuro tenga que ser diferente del pasado. Hay quien puede tener añoranza del pasado, sólo por el hecho de que haya pasado, y hay a quien incluso el mal pasado le parece algo bueno por el hecho de haber sido y, por tanto, por lo que éramos cuando sucedió. Nunca pude dar tanta importancia a la mera abstracción del tiempo, hasta el punto de tener que sentir pena por mi pasado sólo porque no puedo volver a tenerlo, o sólo porque era entonces más joven de lo que soy ahora. Esa forma de sentir pena por el pasado, cualquiera, aunque sea un inepto, puede tenerla; y yo repudio cuanto sea común a todos.
Nunca he tenido añoranza. No hay época en mi vida que no recuerde con sinsabor. En todas fui el mismo: el que perdió el juego o desmereció lo poco de la victoria.
Sí, tuve esperanzas, porque todo es tener esperanzas o morir.
El esfuerzo cada vez más difícil, la esperanza cada vez más tardía, la desemejanza entre lo que soy y lo que supuse que podría ser se acentúa cada vez más en la noche de mi futilidad implacable.[62]
La primera vez que tuve una noción clara de este terrible interés que tengo por mí mismo y por lo que antiguamente consideré mas propio, fue cuando un día, estando lejos de casa, oí el estruendo de un fuego que me pareció que venía de la parroquia. Se me ocurrió que tal vez el fuego hubiera prendido en mi casa, pero, por otra parte, no fue así. Y así como antiguamente, el pavor de que pudieran perderse mis manuscritos se habría apoderado de toda mi alma, noté con doble asombro que la posibilidad de que el fuego hubiera prendido en mi casa me dejaba indiferente, casi feliz ante la idea de que, al destruirse esos manuscritos, mi vida se simplificaría. Antiguamente, la pérdida de mis manuscritos, de la obra fragmentaria más cuidada de mi vida, me habría llevado a la locura; ahora ya la contemplaba como un incidente azaroso de mi destino, no como un golpe mortal capaz de aniquilar mi propia personalidad al aniquilar sus manifestaciones.
Entonces empecé a comprender cómo acaba por cansar de todo el esfuerzo continuo de la perfección inalcanzable, y comprendí a los grandes místicos y a los grandes ascetas, que reconocen en el alma la futilidad de la vida. ¿Qué habría de mí en aquellos papeles escritos? Antes habría dicho: «todo»; hoy diría: «nada», o «poco», o «algo extraño».
Me había vuelto objetivo para conmigo. Pero no alcanzaba a distinguir si con esto me había encontrado o me había perdido.[63]
¿Sería el fuego en mi casa? ¿Correrían el riesgo de arder todos mis manuscritos, la expresión de toda mi vida? Antes, con el simple hecho de que se me ocurriera esta idea, un enorme pavor me aterrorizaba siempre. Y ahora me he dado cuenta, de repente, ya no sé si con asombro o sin asombro, no sé decir si con pavor o sin pavor, de que no me importaría que ardieran. ¿Qué fuente —qué fuente secreta, pero tan mía— se me había secado en el alma? Me percaté entonces de que tantos años de cansancio estéril habían transmitido a lo íntimo de mi alma un cansancio estéril y profundo. Me había adormecido, y conmigo se habían adormecido todos los privilegios de mi alma: los deseos que sueñan alto, las emociones que sueñan con intensidad, las angustias que sueñan al revés.[64]
…una cosa difícil de definir, salvo como una náusea física de la vida.[65]
Pensar como espiritualistas, actuar como materialistas. No es absurda la doctrina: es, al fin y al cabo, la doctrina espontánea de toda la humanidad.
¿Qué es[66] la vida de la humanidad sino una evolución religiosa sin influencia sobre la vida cotidiana?
La humanidad es atraída por el ideal, y cuanto más elevado y antihumano sea el ideal, más será atraída la práctica (si es progresiva) de su vida civilizada, que por esto se transmite de pueblo a pueblo, de época a época, de civilización a civilización. La humanidad civilizada[67] abre los brazos a una religión que predica la castidad, a una religión que predica la igualdad, a una religión que predica la paz. Pero la humanidad normal siempre procrea, se enfrenta y lucha; y así lo hará siempre hasta que se extinga.[68]
En la misma época, en la misma sociedad, el hombre ateo procede en todo [lo] social como el hombre normal teísta; con todo, podría parecer que en pocas cosas debería proceder de forma paralela. No hay tesis ni teoría que afecte a la atmósfera que se respira. La astrología vive aparte, como los sueños. La astrología —teniendo en cuenta que creo en ella— es solamente el nombre que damos a una forma más de la imaginación; la novela y el tratado de astrología son historias sobre asuntos diversos que difieren entre sí menos que la comedia de capa y espada[69] de la novela de costumbres, o que la novela policíaca de la novela amorosa.[70]
No obstante, cuando leo a Rousseau, o a Chateaubriand ◻, siento con horror que todo mi culto a lo objetivo, a lo real, a lo ◻ no me despojan de una horrorosa identidad sustancial con ellas. Hay páginas de algunos de ellos que me angustian;[71] parecen escritas, no diría por mí —aunque serían para mí un absurdo familiar— sino por un hermano gemelo que no tuve, alguien que es lo mismo que soy yo de forma diferente.
Con todo, no admiro a los griegos. Siempre me han dado la impresión, no diré de falsedad hostil, sino de simplicidad excesiva. Son niños en comparación con nosotros, con encanto, si bien con lo incompleto, propio de los niños. Su misma superioridad es aquélla en la que los niños —salvo en las diferencias […]— aventajan a los adultos. Al crecer ganan complejidad, que no siempre es todo ventaja. Al adquirirla pierden la espontaneidad de la emoción y de la sensación del niño, la misma que nadie ha tenido como los griegos; pierden el raciocinio límpido e implacable del niño, el mismo que los griegos tenían como nadie; pierden el egoísmo simple y directo, la imaginación fresca y humana, la elaboración cuidadosa de los hechos, lo que distinguía a los griegos en la vida, el pensamiento y el arte. Hay incluso contribuciones griegas que parecen un juego de niños inventado por ellos, como la elección a suertes, la deliberación demócrata de los soldados de un ejército en igualdad con los comandantes, y sobre cuestiones propias de la campaña.[72]
¡Pensar que consideré como una obra este montón incoherente de cosas que al final han quedado por escribir! ¡Pensar que, en este momento definitivo, me creía con fuerzas para sistematizar todos esos elementos en una obra acabada y visible! Si el poder sistematizador del pensamiento bastara para crear la obra, si la sistematización fuera algo que la intensidad de la emoción pudiera conseguir, como un breve poema o un ensayo corto, entonces mi obra se habría realizado con certeza, ya que se habría realizado de verdad en mí, y no yo en ella, como determinante.
Sé de buen grado que yo podría, ciñéndome a lo que era posible para mi voluntad, que tan poco abarca, escribir breves ensayos a partir de los fragmentos previos para una gran obra irrealizable; podría escribir varios libros de fragmentos, donde cada uno[73] fuera en realidad uno; podría escoger entre las muchas frases dispersas de mis notas, en vez de escribir un libro de pensamientos, que no sería superficial ni poco novedoso.[74]
Sin embargo, mi orgullo nunca soportó que yo me permitiera menos de lo que mi inteligencia podría hacer. Nunca pude consentirme el término medio, poner en la obra nada menos que toda mi personalidad y todo mi deseo.[75] Si yo hubiera reconocido en mi inteligencia una incapacidad para la obra sintética, habría contenido mi orgullo y lo habría reconocido como locura. Pero la deficiencia nunca estuvo en mi inteligencia, que siempre ha sido capaz de grandes síntesis y de poderosas sistematizaciones. Mi mal estaba en la tibieza de mi voluntad ante el esfuerzo pavoroso que implicaban esas enterezas.[76]
Tal vez, con este criterio, ninguna obra se habría escrito nunca en el mundo. Lo reconozco; reconozco que, si todas las grandes mentes tuvieran la grandeza escrupulosa de querer escribir sólo algo perfecto o, sin sostener ya una tesis imposible, algo enteramente conforme con el total de su individualidad, habrían renunciado como yo renuncio.
Sólo participa de la vida real del mundo quien tiene más voluntad que inteligencia, o más impulsividad que razón. «Disjecta membra», dijo Carlyle, «es lo que queda de cualquier poeta, o de cualquier hombre». Pero un orgullo intenso, como el que me mató, y me matará, no puede soportar que sea expuesto a la vergüenza imaginada de los siglos el cuerpo mutilado y deforme de la inevitable imperfección del alma en quien habita, y que define.
Entre el asceta y el hombre vulgar no conozco, en la esfera de la dignidad del alma, uso intermedio o término medio. Quien usa, que use; quien renuncia, que renuncie. Que use con la brutalidad del uso; que renuncie con lo absoluto de la renuncia. Que renuncie sin lágrimas, sin consuelos para sí mismo, que sea al menos, dueño de la fuerza de su renuncia.[77] Que se desprecie, sí, pero con dignidad.
Llorar ante el mundo —y cuanto más bello es el llanto, más vasto se le hace el mundo y más pública la vergüenza—, he aquí el último acto indigno que puede practicar sobre su vida íntima un hombre vencido que no conserva la espada para el último deber del soldado. Todos somos soldados en este regimiento instintivo de la vida; tenemos que vivir con la ley de la razón o con ninguna ley. El placer es para los perros, la queja para las mujeres; el hombre solamente tiene como algo suyo[78] y propio el honor o[79] el silencio. Sentí esto más que nunca en las llamas de la chimenea en la que acabé para siempre con mis escritos.
Hay algo de sórdido, y tanto más sórdido cuanto que es ridículo, en la costumbre que tienen los débiles de erigir en tragedias del universo tristes comedias de sus propias tragedias.
El reconocimiento de este hecho siempre me estorbó —reconozco que era injusto— para recibir la perfecta emoción de los versos de los grandes poetas pesimistas. Peor fue el descontento que sentí cuando conocí sus vidas. Los tres grandes poetas pesimistas del siglo pasado —Leopardi, Vigny y Antero— se me hacen insoportables. La base sexual de su pesimismo me dejó, desde que la entreví en sus obras y la confirmé al conocer sus vidas, una sensación de náusea en la inteligencia. Reconozco qué clase de tragedia puede suponer para cualquier hombre —y sobre todo para un hombre de gran sensibilidad como cualquiera de estos tres poetas— que se le prive, sea cual sea la razón, de relaciones sexuales, como en los casos de Leopardi y Antero, o bien de poder disfrutar de cuantas quiera, como en la circunstancia de Vigny. Estas cosas, sin embargo, forman parte de la vida íntima y por eso no deben trasladarse a la publicidad del verso expuesto; forman parte de la vida particular y no deberían traerse a la generalidad de la literatura, ya que ni la privación de relaciones sexuales, ni la insatisfacción de las que se tienen, representan algo típico o abundante en la experiencia de la humanidad.
Aun así, si estos poetas hubieran cantado directamente sus males inferiores —porque inferiores son, sea cual sea el uso poético que se les haya dado—, si hubieran desnudado sus almas —pero al desnudo de desnudez y no de maillot con rellenos—, la propia violencia de la causa del dolor podría arrancarles gritos dignos, en cierto modo, y así, al no ocultarse, acabarían con el ridículo social que, con justicia o sin ella, pesa sobre ese tipo de pobrezas de la emoción común. Si un hombre es cobarde puede no hablar de ello —que es lo mejor—, o bien decir «soy cobarde», con la palabra propia y brutal. En un caso tiene la ventaja de la dignidad, en el otro la de la sinceridad; en ambos casos se librará de lo cómico: pues en un caso no ha dicho nada y, por tanto, nada hay de risible, y en el otro no hay nada que descubrir, porque él mismo lo ha revelado. Pero el cobarde que cree que necesita demostrar que no lo es, o decir que la cobardía es universal, o confesar su debilidad de un modo confuso y figurado, que nada revela, pero nada vela, es ridículo en general e irritante para la inteligencia. Sobre esta clase concibo a los poetas pesimistas y a todos aquéllos que erigen en universales los males particulares que los afligen.
¿Cómo voy a enfrentarme con seriedad y tristeza al ateísmo de Leopardi, si sé que ese ateísmo se curaría con la cópula? ¿Cómo voy a respetar de buen grado y con comprensión la quimera, la tristeza, la desolación de Antero, si reconozco que todo ello corresponde al desaliento del alma que no tuvo un complemento real, psíquico o físico, poco importa? ¿Cómo va a impresionarme el pesimismo de Vigny contra la mujer, la declamación admirable y excesiva de la «Colère de Samson»,[80] si en el propio exceso de la composición el «peu ou mal aimé et en souffrant cruellement», como lo llamó Faguet, se proyecta solemnemente lo que el pueblo llama sin solemnidad el «dolor del cornudo»?
¿Qué clase de seriedad se puede adoptar ante este argumento, que está en el fondo de la obra de Leopardi: «soy tímido con las mujeres, por tanto Dios no existe»? ¿Cómo no repugnar la conclusión de Antero: «tengo pena de no tener una mujer que demuestre amor, por tanto el dolor es universal»? ¿Acaso he de aceptar sin desprecio involuntario la actitud de Vigny: «No soy amado como quiero, por eso la mujer es un ente bajo, mezquino, vil, que contrasta con la bondad y la nobleza del hombre»? Son principios absolutos, y por ello falsos; son ridículos, y por ello antiestéticos. Raro es, dicho sea de paso, que aquello que causa la risa pública contenga en sí absoluta seguridad y dignidad. O bien tiene una cualidad que impone a las masas, aunque éstas no lo comprendan, o bien una cualidad que se deriva de éstas, de modo que éstas no se fíen por la simple razón de que no ven.[81] La plebe no se ríe de la Crítica de la razón pura.[82]
La dignidad de la inteligencia está en reconocer que es limitada y que el universo[83] existe fuera de ella. Reconocer, con disgusto o no, que las leyes naturales no se someten a nuestros deseos, que el mundo existe independientemente de nuestra voluntad, que el hecho de estar tristes nada demuestra sobre el estado moral de los astros, ni siquiera de la gente que pasa por delante de nuestras ventanas: en eso está el verdadero uso de la razón y la dignidad racional del alma.
Desde mi ventana, incluso en esta hora en que sólo la muerte me atrae, y sobre ella —que ni siquiera es «ella»— presuroso me inclino, veo regresar a los grupos felices de campesinos, cantando casi religiosamente, al aire plácido de la tarde. Reconozco que su vida es alegre. Lo reconozco junto a la sepultura que voy a cavar, y lo reconozco con el último orgullo de no dejar de reconocer.
¿Qué tiene que ver mi propia tristeza, que me abate, con el verdor universal de los árboles, con la alegría natural de estos muchachos y muchachas? ¿Qué tiene que ver el final del invierno en que me hundo con la primavera que hay en el mundo, en virtud de leyes naturales cuya acción sobre el curso de los astros hace florecer a las rosas ahora, y cuya acción sobre mí hace que ponga fin a mi vida?
Cómo me rebajaría ante mí mismo y, con justicia, ante todo y todos, si ahora dijera que la primavera es triste, que las flores sufren, que los ríos gimen de tristeza, que en la propia canción de los campesinos hay ansia y angustia, ¿por qué? ¡Porque Álvaro Coelho de Athayde, decimocuarto[84] Barón de Teive ha descubierto con pena que no puede escribir los libros que quisiera!
Circunscribo a mí la tragedia que es mía. La sufro, pero la sufro de frente, sin metafísica ni sociología. Me confieso vencido por la vida, pero no me confieso abatido por ella.[85]
Tragedias, muchos las tienen; todos, incluso, si entre ellas contáramos las ocasionales. Pero lo que a cada cual compete, como hombre, es no hablar de su tragedia; y lo que a cada cual compete, como artista, es o ser hombre y callar sobre ella escribiendo o cantando sobre otras cosas, o extraer de ella, con firmeza y grandeza, una lección universal.[86]
He alcanzado, creo, la plenitud en el empleo de la razón. Y por esto voy[87] a matarme.[88]
Gladiador siervo y obligado, la espada que sirviendo será mi derrota, será, al repudiarla, libertad y elevado saludo al Destino con el penúltimo gesto, el gesto anterior a aquel con el que, confesándome vencido, me instituyo vencedor.
En la arena en que el César nos arrojó para que digladiáramos, el que muere es vencido, y el que mata vence.[89]
Como el gladiador en la arena donde lo puso el destino que de esclavo lo expuso condenado, saludo, sin que tiemble el César que está en este circo rodeado de estrellas. Saludo de frente, sin orgullo, pues el esclavo no puede tenerlo; sin alegría, pues no puede fingirla el condenado. Pero saludo para que no falte a la ley aquél a quien toda la ley falta. Pero, tras acabar de saludar, me clavo en el pecho la daga que no me servirá en el combate. Si el vencido es el que muere y el vencedor, quien mata, con esto, confesándome vencido, me declaro vencedor.[90]