Capítulo XIII

CUANDO Bellarión anunció su propósito de levantar el sitio de Vercelli, acariciaba el plan de obligar a Teodoro a salir de su inexpugnable guarida por medio de un movimiento estratégico aprendido de Tucídides y que ya había aplicado varias veces con éxito.

Sus suizos, sin impedimenta, caminaron con comodidad y rapidez. Habiendo salido del campamento de Vercelli el miércoles por la noche, en la tarde del viernes llegaron con Bellarión a Pavone. Koenigshofen se alojaba donde lo estuvo Facino tres años atrás. Allí pasaron la noche, pero mientras que sus fatigados compañeros dormían, nuestro héroe pasó la mayor parte de la noche tomando las necesarias disposiciones para levantar el campo al amanecer. Y muy temprano, en aquel nebuloso día de noviembre, se puso en marcha con Koenigshofen, Trotta y toda la caballería, dejando que Stoffel con los infantes, bagajes y artillería, le siguieran más despacio.

Antes de anochecer, había llegado a San Salvador, donde descansó el ejército, y el domingo por la mañana, justamente a la hora que llegó Barbaresco a las cercanías de Vercelli, Bellarión Cane, príncipe de Valsassina, se acercaba al frente de su ejército a la Puerta de los Lombardos de Casale, por la misma carretera en que años atrás huyó, como vagabundo sin nombre ni dinero, cuya única ambición era aprender el griego en la Universidad de Pavía.

Muchos caminos había cruzado desde entonces, y tras de larga dilación llegó a Pavía, pero no como estudiante mendigo, sino como afamado condottieri.

Mucho había aprendido desde entonces, aunque no fuese el griego, mas la adquirida ciencia mundana de nada le sirvió para aumentar su amor al prójimo, ni su aprecio al mundo. Por eso le alegraba el pensar que tocaba a su término la tarea que se impusiera cinco años antes, al salir por aquella misma puerta. Una vez concluida, se despojaría de los arreos militares, abdicaría sus principescos honores, y a pie, solo y humilde, volvería a la paz de su convento en Cigliano.

Nadie intentó cerrarle el paso en la capital montferratina. El oficial que mandaba la plaza carecía de fuerzas para oponerse a la numerosa tropa que tan inesperadamente pedía entrada en Casale. Los pacíficos habitantes de la ciudad, al salir de misa, encontraron la plaza de la catedral y las principales calles invadidas por un ejército compuesto de italianos, gascones, borgoñones, sajones y suizos, cuyo jefe se proclamaba a sí mismo capitán general de las tropas del marqués Gian Giacomo de Montferrato.

Este título estaba muy lejos de tranquilizar a los ciudadanos, que temían la violenta rapacidad de la soldadesca.

El Consejo de los Ancianos, requerido por Bellarión, se reunió apresuradamente en el Palacio Municipal, a fin de conocer cuanto antes las intenciones del jefe de bandidos (tal le suponían) que tan atrevidamente había invadido las indefensa ciudad.

Llegó Bellarión, acompañado por nutrido grupo de oficiales. Su elevada estatura, sobresalía de todos los demás, y estaba muy bizarro y marcial, con, magnífica armadura completa, menos el casco, llevado por un paje. En su cortejo formaban desde el macizo y barbudo Koenigshofen, hasta el inquieto Giasone, con sus feroces ojos junto a la nariz de ave de rapiña, y el conjunto era lo más a propósito para llenar de pavor a los pobres montferratinos.

Pero el jefe, con voz clara y corteses maneras, dijo:

—Señores: Nada tiene que temer la ciudad de Casale de esta ocupación, porque no son sus habitantes contra los que guerreamos. Si os abstenéis de provocarnos, nada tendréis que sentir, y os invitamos a que nos ayudéis a restablecer los fueros de la justicia.

»El muy alto y poderoso duque de Milán, cansado de las agresiones que contra su poder ha cometido vuestro ambicioso príncipe, el marqués Teodoro, ha resuelto poner fin a la regencia que usurpó, puesto que el legítimo soberano, Gian Giacomo, ha entrado ya en la mayor edad.

»Si, como creo, sois súbditos leales del que tiene todos los derechos para gobernaros, espero que esta tarde, a la hora de Vísperas, juréis en mis manos la fidelidad debida al marqués Gian Giacomo Paleólogo, en la catedral de Casale.

La indicación era una orden, que fue puntualmente obedecida por los que no tenían medios para resistir. Mientras tanto, las proclamas de Bellarión habían tranquilizado los ánimos. En ellas les recordaba a las tropas que ocupaban una ciudad amiga, a la que debían amparar y defender, y que cualquier acto de pillaje o atropello sería castigado con pena de muerte.

Bellarión se hospedaba en el palacio de los príncipes de Montferrato, y ocupando el mismo sitial en que se sentaba Teodoro cuando tan desdeñosamente recibió al pobre estudiante que por primera vez se veía ante aquellas augustas paredes, escribió la siguiente carta a la princesa Valeria. Este documento, perfecto desde el punto de vista caligráfico, es uno de los pocos fragmentos que han sobrevivido al ser extraordinario que reunió las cualidades de aventurero, hombre de Estado, militar y humanista.

Empezaba la carta:

Reveritissima et Carissima Madonna[16]

Desde que por invitación vuestra, hace cinco años, entré a vuestro servicio, éste ha sido el constante objeto de mis afanes. Esta tarde he vuelto a pasear por vuestros jardines, reviviendo los instantes más hermosos de mi vida.

He seguido caminos tortuosos desconocidos para vos, y que os han dado ocasión de desconfiar de mí. Creo inútil expresamos lo hondamente que me han herido vuestras sospechas, pero los hechos parecían justificar vuestra desconfianza, y los hechos no se destruyen con palabras. Por eso, en vez de perder el tiempo intentándolo, seguí adelante para, al llegar al término de la misión voluntariamente impuesta, poder demostramos sin necesidad de palabras el verdadero impulso de mis actos durante los pasados cinco años. La fama que he obtenido, los honores que me han prodigado y el poder que la suerte ha puesto en mis manos, nunca ha sido a mis ojos más que armas para emplearlas en obtener los fines que me propuse. Sin ese servicio que os dignasteis aceptar en estos mismos jardines, mi vida habría sido muy diferente de lo que ha sido. Para serviros, he empleado la astucia y la doblez, habiendo llegado hasta el asesinato.

Mas no me avergüenzo por ello, ni vos, adorada señora, tenéis tampoco motivos para avergonzaros. El asesinato no fue más que la ejecución de un villano, y sí delaté la conspiración, fue por libraros, a vos y a vuestro augusto hermano, de la red en cuyas mallas os habríais visto envueltos ambos. Si en mis relaciones con el marqués Teodoro ha predominado la duplicidad, no he hecho más que engañar a un falsario y traidor, que no merece ser combatido por medios leales. También se me acusa de que tanto en el Consejo como en el campo de batalla, apelo a los subterfugios y nunca voy por el camino recto. Mas poco importa lo que haga o diga un hombre, con tal de que la causa que sirva sea buena. De la filosofía porque me guío, forman parte las doctrinas de Platón, que distinguen entro la mentira de los labios y la del corazón.

En mis labios y en mis hechos he empleado muchas veces la mentira, pero a mi corazón no ha llegado jamás.

Si en algunas ocasiones me he valido de medios que puedan parecer desleales, los fines han sido invariablemente puros y honrados, y al llegar al término de mi tarea, no puedo menos de mirarla con orgullo y con la legítima satisfacción del deber cumplido.

Si dais crédito a lo expuesto (y los hechos no os permitirán dudarlo, a menos de que por esta vez me abandone la suerte en la campaña), no necesito añadir detalles. A la luz de la fe en mí, y por lo que os escribo y por lo que estoy haciendo, leeréis vos misma esos detalles entre líneas…

Seguía un conciso informe de lo ocurrido desde que saltó de Quinto, y el ruego de que viniera sin pérdida de tiempo a Casale con su hermano, contando con la protección de sus tropas y la lealtad de los habitantes, que esperaban llenos de entusiasmo la presencia de su legítimo soberano.

La carta fue despachada al día siguiente a Quinto, pero no llegó a Valeria hasta una semana más tarde, en el camino de Alessandría a Casale.

Entretanto, por la mañana muy temprano, cundió la alarma en la ciudad al ver acercarse una fuerte columna de caballería. Era Ugolino da Tenda, al frente de su condotta, que a toque de trompeta renovó su adhesión al príncipe de Valsassina. Ya en presencia de éste, le contó lo ocurrido en Quinto y la llegada de Barbaresco.

Bellarión le abrumó a preguntas, particularmente respecto a la salud de la princesa, a lo que ésta había dicho, y a lo que pasó entre ella y Carmagnolo. Cuando Ugolino hubo contestado a todo, en lugar de los severos reproches que esperaba, encontróse de repente entre los brazos de un Bellarión mucho más alegre de lo que nunca había visto el sardónico soldado.

Este alborozo acompañó a Bellarión en los siguientes días. Parecía transformado, desplegaba la jovialidad de un chiquillo, cumplía sus múltiples tareas con una canción en los labios, y con el menor pretexto reía a carcajadas, mientras que en sus grandes ojos, generalmente sombríos, chispeaba la alegría.

Verdaderamente se multiplicaba, para llegar a todo en aquellos días de incesantes preparativos para llegar, al final. Acompañado por un par de oficiales (uno de ellos era siempre Stoffel) salía diariamente a caballo para observar las condiciones del terreno, y cada mañana recibía informaciones de los numerosos espías que tenía, acerca de lo que pasaba en Vercelli.

Con la clara presciencia que en todas las épocas ha sido cualidad de los grandes capitanes, adivinaba el curso que pensaba seguir Teodoro, y por eso, el miércoles de aquella semana, hizo salir a Da Tenda y su condotta, con armas y bagajes, durante la noche (para que la maniobra no llegara a oídos del enemigo) y le dio orden de acampar en los tupidos bosques de Trino, hasta nuevo aviso.

En la mañana del viernes llegaron, por fin, los príncipes a Casale, a los que daban escolta los emigrados montferratinos reclutados por Barbaresco y Casella, y el pueblo pudo saludar, no sólo a su nuevo soberano y a su bella hermana, sino a muchos parientes y amigos.

Bellarión, con sus capitanes y una escolta de honor de cien lanzas, recibió a los príncipes en la Puerta de los Lombardos, y los acompañó hasta Palacio, donde ya estaban dispuestas sus habitaciones.

El entusiasmo de la muchedumbre que llenaba las calles enrojeció las mejillas del joven marqués y humedeció las mejillas de la princesa. Aún brillaban lágrimas en ellos, cuando se presentó Valeria en el despacho de Bellarión con objeto de hacerse perdonar sus injustas sospechas y desconfianza.

—Vuestra carta, caballero —dijo ella—, me ha conmovido más hondamente de lo que podría esperar. Pensad que soy una necia por cuanto ha pasado, mas no me juzguéis ingrata. Mi hermano os demostrará que nuestro agradecimiento no tiene más límites que los de su poder.

Madonna, yo no busco ni deseo esas pruebas. El serviros no ha sido para mí un medio, sino un fin, como ya veréis por vos misma.

—Ya veo muy claramente vuestra abnegación y desinterés.

Sonrió él con cierta melancolía al besar la mano de Valeria y contestó:

—Pues aún lo veréis mejor.

El diálogo fue interrumpido por Stoffel, que irrumpió en el aposento anunciando que acababa de llegar un espía a galope tendido desde Vercelli, para anunciar que el marqués Teodoro había hecho una salida al frente de sus tropas, y abriéndose paso a través de las de Carmagnolo, avanzaba hacia Casale, con un bien equipado ejército de unos cinco mil hombres.

La nueva se había ya extendido por la ciudad, llevando la inquietud y el temor a todos los corazones.

La perspectiva de un sitio y la probabilidad de la venganza de Teodoro, por haber acogido favorablemente a sus enemigos, eran justas causas de pánico entre el vecindario.

—Que salgan los pregoneros y que proclamen en cada calle que no habrá sitio, y que el ejército saldrá al encuentro del enemigo, más allá del Po —fue la orden que dio Bellarión.