L caballero Carmagnolo habíase encerrado en un aposento de la planta baja del castillo para escribir la carta al duque de Milán. La labor era muy dura para hombre de tan escasas letras, y más como en aquella ocasión echó de ver la necesidad de procurarse un secretario.
Los príncipes acababan de volver de misa; era domingo y habían pasado cuatro días desde la fuga de Bellarión. Los dos hermanos, sentados en la armería, discutían sobre su situación, siendo sus puntos de vista asaz diferentes, pues a Gian Giacomo no le inspiraban ninguna confianza las baladronadas ni la teatral apostura de Carmagnolo.
De súbito y casi sin ser anunciados, penetraron dos caballeros en la habitación, el uno era menudo, moreno y ágil como un mono, y el otro, por el contrario, corpulento, pesado y con la faz rubicunda.
La presencia de los dos recién llegados, que se deshacían en reverencias, hizo que ambos hermanos se levantaran.
—¡Oh! —exclamó Valeria, alargando las dos manos. ¡Barbaresco y Casella!
—Y casi quinientos emigrados de Montferrato, que hemos reclutado en Lombardia para engrosar las huestes con que el gran Bellarión va a saldar las cuentas con el regente.
Besaron la mano de sus príncipes y el impulsivo Casella miraba a Gian Giacomo sin poder dar crédito a sus ojos.
—¡Señor marqués!… —exclamó el feroz hombrecillo—. Estáis desconocido… ¡Qué alto y qué guapo! Somos, señor, leales servidores de Vuestra Alteza, que desde hace mucho tiempo trabajamos por su causa. Pero ya llegamos a la última etapa.
Su venida no podía ser más oportuna para disipar la depresión que sobre ellos pesaba. Así se lo dijo Valeria, poniéndoles al corriente del estado de cosas. La deserción de Valsassina y de su poderosa compañía mitigó su entusiasmo, pues cambiaba completamente la situación.
Frunciendo el ceño, preguntó Barbaresco:
—¿Y decís que Bellarión es agente de Teodoro?
—Tenemos pruebas de ello —dijo tristemente Valeria—. ¿Os sorprende?… Yo creí que lo sabíais hace mucho tiempo.
—Cierto es que hubo un momento en que dudé… en la noche en que Spigno murió a sus manos…, pero antes de que transcurriera aquella misma noche, ya supe la verdadera causa de la muerte de Spigno.
—¿Qué supisteis?… ¿Por qué lo mató? —fue la pregunta que hizo Valeria, pálida como una muerta. Gian Giacomo, inclinado sobre la mesa, seguía el diálogo con vivo interés. Con trémula voz prosiguió Valeria—: Lo mató para privarnos del mejor de nuestros amigos y…
Barbaresco, haciendo signos negativos, interrumpió a Valeria:
—Lo mató porque aquel Spigno, que a todos nos inspiraba tanta confianza, era un espía de Teodoro.
—¡Cómo!
La princesa creyó que la tierra vacilaba bajo sus pies, y la gruesa voz de Barbaresco vino a aumentar sus confusiones.
—Todo está claro como el agua —siguió diciendo el voluminoso caballero—. Nosotros creíamos culpable a Bellarión y estábamos dispuestos a obrar sumariamente con él. Pero a medianoche, Spigno subió para libertarle; este hecho le descubrió a los ojos del preso, que, haciéndose cargo del peligro, lo mató de una puñalada.
—Pero… ¿tenéis pruebas de la traición del conde o son meras suposiciones? —preguntó Valeria casi sin aliento.
—¡Suposiciones! —exclamó con sarcasmo Casella—. Aquella noche, antes de emprender la fuga, nos personamos en el domicilio de Spigno, y allí encontramos, entre otros comprometedores documentos, una carta dirigida al regente y que debía serle entregada en caso de su desaparición o muerte. En ella nos nombraba a cuantos tomábamos parte en la conjuración, y la forma en que estaba escrita no dejaba duda acerca de que el conde era uno de los agentes encargados de la destrucción física y moral del joven marqués. Siniestro proyecto que se habría logrado si Bellarión no hubiera intervenido.
Pero Valeria ya no escuchaba, habíase dejado caer sobre el sitial y con la cabeza baja y las manos caídas sobre el regazo, murmuraba: ¡Era verdad… todo verdad! —su acento parecía el gemido de un corazón desgarrado—. Y yo he desconfiado de él… ¡Oh, Dios mío!… Han estado a punto de ahorcarle con mi consentimiento… y ahora…
—Ahora —interrumpió el marquesito con brutalidad excusable en sus cortos años—, tú y ese imbécil fanfarrón de Carmagnolo le habéis alejado de nosotros, y a fuerza de injusticias se ha convertido en contrario.
En aquel momento entró el imbécil fanfarrón con los dedos llenos de tinta y los cabellos en desorden. La frase que oyó a la entrada le hizo detenerse en el umbral en postura académica, preguntando con afectada dignidad:
—¿De qué se trata?
Gian Giacomo se lo dijo con tan explícita franqueza, que la hizo ponerse alternativamente colorado y pálido.
Después, envolviéndose en su dignidad ofendida como en un manto, avanzó diciendo:
—Nada sé de todo eso… ni tiene nada que ver conmigo. Lo que me importa es lo que ha pasado aquí; el descubrimiento de la traición de ése hombre, completada con su propósito de levantar el sitio… y no creo oportuna la ocasión de insultarme a mí… ¡a mí!,… que soy el único que aún puede evitar la derrota de vuestra causa.
El reproche iba dirigido a todos y especialmente a Valeria, que fue quien contestó:
—Olvidáis, caballero, que sólo el creer en sus anteriores traiciones fue lo que me predispuso a admitir vuestros asertos.
—Pero la carta…
—¡En nombre de Dios!… ¿Dónde está esa carta? —rugió Barbaresco.
—¿Quién sois para interrogarme?… No conozco vuestros derechos, ni aun vuestro nombre.
La princesa le presentó, lo mismo que a Casella, añadiendo:
—Son antiguos y buenos amigos, y han venido para servirnos con todos los hombres que han logrado reclutar. Enseñad la carta al caballero Barbaresco.
Sin disimular su angustia, Francesco sacó la misiva que llevaba en el cinturón de cuero carmesí.
Lentamente la deletreó Barbaresco, y alargándola después a Casella, miró a todos con asombro, que terminó en franca risa.
—¡Bondad divina! Señor de Carmagnolo, tenéis fama de valiente y sois hombre de buena estampa, pero antes confiaría yo en la fuerza de vuestro brazo que no en vuestro ingenio.
—¡Caballero!
—Sí, ya sabemos que podéis arquear el pecho, y aun dar buenos tajos con el mandoble, mas por una vez siquiera, esforzad un poco el seso —y la rubicunda faz tomó un aspecto severo, al decir—: Se conoce que Teodoro os había tomado la medida al escribir esta absurda epístola que tanto daño habría podido causar a ser Bellarión menos listo. ¡No infléis el busto ni sopléis!… Leed esta carta de nuevo, y decid si creéis que Teodoro firma y sella una carta semejante que no contiene nada que justifique la argucia.
—¡Los mismos argumentos que empleó Bellarión! —exclamó el marqués.
—Y a los que no dimos crédito —añadió con amargura Valeria.
—Son los argumentos que emplearía cualquiera en su caso —resopló Carmagnolo—. Esa carta era un incentivo destinado a avivar su celo, recordándole la recompensa.
Barbaresco, exasperado por la estupidez del buen mozo, exclamó:
—¡Vaya al diablo esta cabeza de cántaro!
—¿Cabeza de cántaro?… ¿A mí?… ¡Vive el cielo!…
—Calmaos, caballero —meditó la princesa—. ¿No veis que mi viejo amigo os dice lo que no se atreve a decirme a mí?… Yo soy a sus ojos la idiota y la cabeza de cántaro, pero él es demasiado cortés…
—¿Cortés? —rezongó el amostazado capitán—. Es el último calificativo que se me ocurriría aplicar a tan agreste sujeto… que ignoro con qué derecho viene aquí.
Con el que le da su antiguo afecto a mi hermano y a mí… y os ruego que en nuestro obsequio, toleréis la fogosidad de sus conceptos.
El arrogante soldado se puso la mano sobre el corazón inclinándose con histriónico[15] rendimiento, para darle a entender que, por ella, estaba pronto a todos los sacrificios.
—¿Cómo llegó esta carta a vuestras manos? —preguntó Barbaresco.
Gian Giacomo lo refirió, y su hermana dijo después:
—Y ese mensajero sigue sin que nadie le interrogue, aunque Bellarión quiso hacerlo.
—¿Me lo reprocháis, madonna? —preguntó Francesco—. Es un rústico rapaz que nada podrá decirnos y sólo conduce a perder tiempo…
—Perdámosle ahora, puesto que no tenéis mejor distracción que ofrecernos.
Conteniéndose, Carmagnolo contestó:
—Parece que os habéis propuesto, caballero, acabar con mi paciencia, y se necesita la ilimitada adhesión que profeso a Su Alteza para soportaros. ¡Que traigan al mensajero!
A petición de Valeria, se reunieron los capitanes que habían votado la muerte de Bellarión, y ante los que Barbaresco repitió lo que había dicho a la princesa. Ésta se encargó de interrogar al mensajero, que acababa de entrar entre dos guardias.
—Nada temas, muchacho —dijo Valeria al mozuelo, cuyo rostro estaba alterado por el terror—. Quiero nada más que me digas la verdad, y cuando lo hayas hecho, si no has tratado de engañarnos, recobrarás la libertad.
Carmagnolo, que se había puesto al lado de Valeria, preguntó en voz baja:
—¿No os parece imprudente…?
—Imprudente o no, está prometido —contestó ella con un tono seco al que no estaba acostumbrado el galán, y dirigiéndose al campesino, prosiguió—: Cuando te entregaron la carta, ¿recibiste instrucciones expresas para su entrega?
—Sí, magnífica señora.
—¿Qué instrucciones fueron ésas?
—Un caballero me llevó a los baluartes, donde había varios soldados, y me señaló a las líneas que estaban enfrente, diciéndome que a los que me detuvieran les pidiera ser conducido ante el caballero Bellarión.
—¿Te encargaron que fueras con cautela?
—Al contrario, me recomendaron que procurara llamar la atención… Tan verdad, madonna, como el Evangelio.
—¿En qué lado estabas de la plaza cuando te mandaron que fueras a las líneas de enfrente?
—Junto a la puerta del Sur… Bien sabe Dios que no miento.
La princesa se inclinó hacia adelante, y varios de los presentes imitaron el movimiento.
—¿No te dijeron quién mandaba los soldados adónde te dirigían?
—Sólo me encargaron que anduviera todo derecho, y que no fuera a meterme en otras líneas…
—¿Qué dices? —interrumpió Ugolino da Tenda, con un movimiento brusco.
—¡La verdad, la verdad; así Dios me salve! —gritó aterrado el rapaz.
—Cálmate —le tranquilizó Valeria—. Bien sabemos que dices la verdad… pero ¿no oíste algún nombre…?
—Como oír, sí que oí…, los soldados hablaban de un tal Carmanolo o Carmaldolo…
—Es decir, Carmagnolo —exclamó Ugolino, pegando un puñetazo sobre la mesa—. Todo está claro, y ya veo que la carta de Teodoro ha servido para el objeto que se propuso su autor.
—¿Qué es lo que está claro? —preguntó destempladamente Francesco.
—Todo, después de oír al mensajero. ¿Por qué fue éste enviado a la sección Sur? ¿Suponéis que Teodoro ignora el lugar en que se alojaba Valsassina y sus tropas? —y con voz cada vez más recia, preguntó—: ¿Por qué no se ha interrogado antes al mensajero? —y fijando una amenazadora mirada en el rojo y ceñudo rostro de Carmagnolo, añadió—: ¿Sería acaso…?
—¿Qué mil diablos queréis insinuar? —bramó Carmagnolo.
—Ya sabéis lo que quiero decir. Nos habéis puesto al borde de cometer un asesinato. ¿Lo habéis hecho por ser necio o villano?
Carmagnolo, bramando como un toro, quiso precipitarse sobre él, mas los otros capitanes lo impidieron, y la princesa, con tono imperioso, mandó que cada cual volviera a su puesto. De pie, erguida y con el rubio cabello formando marco de oro al pálido rostro, dijo con leve acento de reproche:
—No culpéis sólo al caballero de Carmagnolo, capitán Da Tenda. La culpa nos corresponde a todos por igual, pues dimos crédito con harta ligereza a las suposiciones que perjudicaban a Valsassina.
—Ahora es cuando aceptáis con ligereza las suposiciones… Pero hablemos de los hechos… Si sus intenciones son buenas, ¿por qué ha levantado Bellarión el sitio? ¿Podéis contestarme? —el reto que Carmagnolo dirigía a todos fue contestado por Ugolino:
—Por alguna razón parecida a la que le hizo enviar los suizos a Carpignano, mientras construíais los famosos puentes. Las intenciones de Bellarión Cane son demasiado complicadas para que las descubran ojos tan faltos de perspicacia como los vuestros y los míos.
Con una mirada malévola, contestó Francesco:
—Ya discutiremos eso en otro lugar, Ugolino. Habéis empleado palabras que son difíciles de olvidar.
—Para que las recordéis las he pronunciado —contestó el joven guerrero sin amedrentarse—. Mientras tanto, madonna, dignaos acoger mi despedida. Levanto el campo y dentro de una hora me pondré en marcha con mi condotta.
Valeria le miró con desconsuelo, y él, en respuesta a la mirada, dijo:
—Lo siento mucho, princesa, pero mi deber me obliga a reunirme con Valsassina. La alucinación colectiva que hemos sufrido me alejó de él, Pero al recobrar la razón, vuelvo a mi puesto —inclinóse profundamente, y recogiendo la capa, se dispuso a salir.
—¡Deteneos! —tronó Carmagnolo siguiéndole—. Antes de que os marchéis, tengo cuentas que arreglar con vos.
Ugolino se volvió desde el umbral:
—Ya os ofreceré la oportunidad —dijo—, pero no antes de que respondáis a mi pregunta de si sois necio o villano, y sólo cuando me entere de qué sois lo primero —y salió.
Los capitanes formaron una barrera para impedir el paso a Carmagnolo, quien lívido de enojo y humillación, volvióse a la princesa, diciendo:
—Permítame Vuestra Grandeza que vaya tras de él… No podemos consentir que se vaya.
Valeria agitó la dorada cabeza, diciendo:
—No quiero que se detenga a nadie contra sus inclinaciones, y el capitán Da Tenda tiene razón en seguir las suyas.
—¡Razón!… ¡Justo Dios!… ¡Razón! —repitió Carmagnolo, apostrofando al techo. Volvióse a los demás capitanes, y dijo—: ¿Y vosotros?… ¿Encontráis también razones para sublevaros?
Belluno, que era su teniente, contestó sin vacilar:
—Si se ha cometido un error, todos hemos sido culpables y tenemos la honradez de reconocerlo.
—Me alegro de que aún queden honrados en el ejército.
—Pero olvidamos a este pobre muchacho —dijo la princesa. Carmagnolo le echó una mirada en la que se leía el gusto con que le hubiera retorcido el pescuezo.
—Vete, pobrecillo —le dijo Valeria—. Que le acompañen hasta la salida del campamento.
El chico salió con los guardias, y también se marcharon los capitanes.
Carmagnolo, muy quebrantado moralmente, miró a Valeria, que había vuelto a hundirse en el sitial.
—De cualquier modo que se mire —dijo Francesco—, los intereses de Teodoro son los que han salido ganando… Y ahora, ¿qué hacemos?
—Si yo me atreviera —insinuó Barbaresco, más suave que la seda—, os aconsejaría que imitarais a Ugolino, y os reunierais a Bellarión.
—¿Cómo? —exclamó Carmagnolo irguiéndose en toda su altura—. ¿Reunirme?… ¿Dejar Vercelli?
—¿Por qué no?… Ya sabéis que las intenciones de Bellarión eran levantar el sitio.
—Nada me importan sus intenciones. Yo obedezco las órdenes del duque de Milán, y éstas fueron ayudar en el sitio de Vercelli.
—Puede ser —dijo Valeria pensativa— que Bellarión tenga algún otro plan para vencer a mi tío.
Francesco le dirigió una dolorosa mirada, y con voz que temblaba, dijo:
—¡Oh, madonna!… ¡A qué irreparables errores os arrastra vuestro buen corazón!… ¿Cómo podéis, en un soplo, confiar en un hombre que durante tantos años habéis tenido por falso y traidor?
—Es lo menos que puedo hacer, una vez descubierto lo injusto y cruel de mi error.
—¿Estáis segura de que no es ahora cuando cometéis el error? Ya oísteis lo que de él dijo Belluno, cuando destruyeron mis puentes.
—«Bellarión nunca apunta adonde mira».
—Eso es justamente, y para vergüenza mía, lo que me ha ofuscado.
—¿No será ahora cuando os ofuscáis?
—Ya habéis oído lo que ha dicho el caballero Barbaresco.
—Yo no necesito oír al caballero Barbaresco ni a otro alguno. Yo juzgo por lo que ven mis ojos y por lo que me dicta mi entendimiento.
Éste fue el golpe de gracia a su pasión por Valeria, así como a las esperanzas que había fundado en ella. Como esposo de la princesa, creyó que le estaba reservando el primer lugar en la corte de Montferrato. La decepción hería su vanidad, que era la parte principal de su persona.
Pálido hasta en los labios y con la faz descompuesta, retrocedió un paso diciendo con voz insegura:
—Ya veo, madonna, que habéis tomado partido contra mí. Mis oraciones os acompañarán para que no tengáis ocasión de arrepentiros. Las fuerzas de estos caballeros de Montferrato os acompañarán hasta Mortara. Yo, aunque sea con la mitad de las fuerzas que requiere la empresa, me quedó aquí para tomar Vercelli, como es mí deber. Así, aún tendréis que deberme el triunfo de vuestra causa… ¡Dios os guarde! —y se inclinó profundamente.
Tal vez esperó algunas palabras que le detuvieran, algo que templara la injusticia de que él creía ser víctima, pero Valeria se limitó a decir cortésmente:
—Gracias por vuestra buena intención, caballero. Id con Dios.
Mordiéndose los labios, levantó Carmagnolo su hermosa y vana cabeza, destinada a rodar algunos años más tarde en la Piazetta de Venecia. Pero eso no nos incumbe. Dadas las circunstancias, la retirada fue honrosa, y Valeria no volvió a saber de él.
Apenas cerrada la puerta, Barbaresco sujetó con ambas manos su abundante vientre y prorrumpió en sonoras carcajadas.