Capítulo XI

LOS capitanes votaron unánimemente por la muerte, siendo los únicos disidentes el marqués y su hermana. Esta última estaba consternada por la rapidez con que había sucedido todo aquello, y sentía invencible repugnancia a ser cómplice de la muerte de un hombre, aun siendo culpable. Su generosidad al renunciar a combatir con su hermano la había conmovido, y su calma y dignidad en toda la escena le hicieron por primera vez dudar de su traición. Con apremiantes razones pidió que fuera juzgado ante el duque.

Carmagnolo, al rehusar, asumió el aire de un alma grande, que sacrifica sus inclinaciones personales en aras del deber.

Porque vos me lo pedís, madonna y por demostrar mi perfecta imparcialidad, daría años de mi vida por poder lavarme las manos y dejar que Filippo María resolviera el asunto. Pero las consideraciones que debo guardar al porvenir de vuestro hermano y al vuestro, me lo impiden. Salvo los suizos, todo el ejército pide su muerte.

El silencio de los capitanes dio veracidad a la afirmación.

—Pues yo no creo en su culpa —afirmó el marqués, sorprendiendo a todos—, y no quiero ser parte en la muerte de un inocente.

—¿Lo quiere acaso alguno de nosotros? —preguntó Carmagnolo—. Pero su traición es evidente… Esa carta…

—Esa carta —interrumpió el mancebo calurosamente—, como ha dicho Bellarión, es una añagaza de mi tío para eliminar un terrible enemigo.

Estas palabras hirieron la vanidad de Francesco, reforzando sus propósitos.

—Según parece, las argucias de ese embaucador han seducido a Vuestra Alteza.

—Las argucias no, pero sí su conducta. Tenía derecho a combatir conmigo, que junto a él soy lo que una paja al lado de un pino, y no ha querido… ¿Es esta acción propia de un traidor?

—Ha sido un ardid para ganar vuestra gracia —replicó enfáticamente Carmagnolo—. Mas, podéis creerme, príncipe, no hay en toda Italia hombre que menos desee verter la sangre de Bellarión que yo —y añadió con aparente pena—: Pero mi deber me lo impone, y debo escuchar la voz del ejército, que pide su muerte.

Los capitanes confirmaron este deseo, lo que no impidió que repitiera el marqués su firme propósito de no votar por la muerte.

—Nadie os lo impone, señor. No tenéis más que manteneros al paño, dejar que la justicia siga su curso.

—Señores —apeló la princesa—. Me permito suplicamos que enviéis al acusado al duque; la responsabilidad de su muerte corresponde al jefe del Estado.

—Lo que pedís, señora —contestó Carmagnolo, levantándose—, tendría por consecuencia un motín. O mañana mismo envío la cabeza de Bellarión a su cómplice, o no podremos contar con las tropas para seguir la campaña. Recordad solamente su deseo de levantar el sitio para saber en provecho de quién trabaja.

—Pero no le preguntasteis lo que se proponía hacer —insistió Valeria con creciente angustia.

—¿Para qué? Nos habría vuelto a engañar con un tejido de falsedades.

Belluno, que hacía rato daba señales de impaciencia, preguntó:

—¿Puedo retirarme, puesto que la causa está fallada?

Ugolino siguió su ejemplo, diciendo:

—Los soldados dan pruebas de excitación y ya es hora de tranquilizarlos haciendo pública la sentencia.

—Id con Dios —contestó levantándose Carmagnolo—. Comunicad al ejército nuestra decisión, y que se hagan los preparativos para la muerte. Se le concede hasta mañana al romper el día, para que prepare su alma.

—¡Cielos piadosos! —gruñó Valeria—. ¿Y si nos equivocásemos?

Mientras los capitanes salían, Carmagnolo se acercó a la princesa, mirándola con expresión de reproche.

—¿No tenéis confianza en mí, Valeria?… ¿Obraría yo así, en caso de que fuera posible la duda?

—Podéis equivocaros… No sería la primera vez… recordad…

Pero él, sin querer recordar, la interrumpió diciendo:

—Y vos misma… ¿estáis también equivocada todos estos años… desde la muerte del pobre conde Spigno?

—¡Ah! —confesó ella—. Lo había olvidado.

Pues tenedlo presente… Ya sabéis que él mismo teme que el conde se levante de su tumba.

—Mas interroguemos al mensajero —propuso Gian Giacomo.

—¿A qué fin?… Este asunto está concluido, señor marqués.

Mientras tanto, Belluno fue en busca del acusado a los sótanos del castillo. Con perfecta compostura oyó su sentencia, a la que no dio crédito. Era imposible que los dioses le elevaran tanto para terminar su vida de modo tan injusto. Su única respuesta fue alargar las muñecas que tenía atadas, rogando que le cortaran la cuerda. Mas el brutal napolitano, lejos de acceder a ello, mandó que le ataran igualmente los tobillos, de modo que sólo podía andar a saltos cuando le dejaron.

Bellarión se sentó en una de las dos sillas que, junto con una mesa, componían todo el moblaje de tan desapacible lugar. Miró a las desnudas paredes de piedra y, por último, a la ventana provista de reja.

Andando a saltos llegó hasta ella. La repisa, que le llegaba al pecho, era de granito.

—¡Imbéciles! —exclamó el encarcelado, volviendo a su asiento, donde se abismó en profundas meditaciones hasta que entró un soldado trayendo un trozo de pan y un jarro de vino.

Extendiendo sus atadas muñecas hacia el hombre de armas que actuaba de carcelero, preguntó el prisionero:

—¿Cómo podré comer?

—Arreglaos como podáis —fue la ruda contestación.

Usando ambas manos como si fueran una sola, pudo comer y beber. Acercóse después a la ventana y sometió las cuerdas que ligaban sus muñecas a un prolongado frote con el filo del granito, haciendo las necesarias pausas para restablecer la circulación de sus entumecidos brazos. Este penoso trabajo le ocupó varias horas.

Hacia el anochecer, púsose a llamar a gritos, y al cabo consiguió atraer al guardia a su calabozo.

—¿Tenéis prisa por morir? —preguntó insolentemente el rufián—. Estad tranquilo, ya está dispuesto lo necesario y al amanecer seréis colgado.

—Pero ¿me dejarán morir como un perro? —preguntó el sentenciado—. ¿No tendré ni un sacerdote que me encomiende el alma?

—¡Ah!… ¿Un sacerdote? —y el soldado fue en busca de Carmagnolo, pero éste hallábase, en el campamento, previniendo a sus hombres contra las tentativas de los suizos para libertad a Bellarión. En el castillo sólo quedaban los príncipes de Montferrato.

—El caballero Bellarión pide un cura —les dijo el soldado carcelero.

—¿No le han enviado ninguno? —preguntó el marqués.

—Quedaron en enviárselo una hora antes de la ejecución.

Valeria se estremeció de horror, llevándose las manos a los oídos. Gian Giacomo prorrumpió en un juramento, y dijo:

—Que se envíe uno al punto a ese desgraciado. Id a buscarlo a Quinto.

Una hora después, un fraile predicador de la orden de Santo Domingo, envuelto en amplia capa negra sobre el blanco hábito, penetró en la cárcel de Bellarión.

El guardián, antes de retirarse, puso una linterna sobre la mesa y echó una ojeada al preso, que seguía en el mismo sitio atado de pies y manos. Mas, en ese intervalo de tiempo, algo había sucedido a las cuerdas, pues apenas salió el hombre, el buen fraile quedóse mudo de estupor al ver que las cuerdas caían de las manos que antes sujetaban como telas de araña, y que estas mismas manos, ya libres, se ceñían a su cuello con la fuerza de férreas tenazas.

—Guardad silencio, y escaparéis con vida… Si os comprometéis a ello, dad dos veces con el pie en el suelo.

La señal fue echa con verdadero frenesí.

—Pero tened presente que al menor intento de grito os mato como Bellarión me llamo.

Separó las manos y el medio asfixiado fraile tartamudeó:

—¿Por qué me atropellas, hijo… cuando yo vengo?…

—Ya sé a lo que venís, pero ahora se trata de algo más urgente.

Una hora después, el hombre de Dios, con la austera figura inclinada, salió del aposento llevando la luz.

—He traído la linterna —dijo en voz baja— porque el prisionero quiere estar a solas con sus pensamientos.

El soldado cogió la linterna con una mano a tiempo que echaba el cerrojo con la otra. Mas pareciéndole que aquel fraile era más alto ahora que antes, levantó la linterna a la altura de la capucha.

Un instante después estaba boca arriba con el cuello entre las vigorosas manos del que se arrodillaba sobre su pecho. El guardia comprendió entonces que sus sospechas eran fundadas, y otro instante después ya no comprendió nada, pues un violento choque de su cabeza contra el suelo de piedra le privó del conocimiento.

Bellarión apagó la linterna y tras de retirar el inanimado cuerpo a un oscuro rincón, salió precipitadamente con la capucha calada. Los soldados que estaban en el patio sólo vieron en Bellarión al fraile confesor, que pasó entre ellos murmurando Pax vobiscum, y cruzando el puente levadizo, se halló en libertad.

Después, al amparo de las sombras de la noche, siguió andando muy de prisa con el hábito remangado. Mas pronto hubo de acortar el paso y proceder con cautela, para evitar los grupos de soldados puestos por Carmagnolo con objeto de malograr cualquier intento de los suizos.

Ya era casi medianoche cuando llegó, por fin, al campamento de Stoffel, situado al sur de Vercelli. Allí reinaba la excitación. Fue detenido por una patrulla del cantón de Uri, a cuyo jefe se dio a conocer, siendo conducido sin demora a la tienda de Werner.

Éste hallábase armado de punta en blanco al entrar Bellarión, que en el acto se despojó de los hábitos quedando con su ropaje usual.

Disipada la primera sorpresa, dijo Stoffel:

—Estábamos a punto de ir a buscarte.

—Mala empresa, Werner —contestó Bellarión, estrechando enérgicamente la mano de su amigo, en señal de gratitud por tal prueba de adhesión.

—Algo habríamos logrado: hay en nuestro campo un entusiasmo que falta en el otro.

—¿Y las murallas de Quinto? Os habríais roto la cabeza en ellas. No es poca suerte que os haya librado del mal paso.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Stoffel.

—Da la orden de levantar el campo con premura. Marchamos a Mortara, a reunirnos con la «Compañía del Perro Blanco», de la que no debía haberme separado. Ya enseñaré a Carmagnolo y a esos príncipes montferratinos de lo que es capaz Bellarión.

En aquellos momentos ya tenían nociones de ellos los augustos hermanos. La alarma de la fuga circuló por todo Quinto, y corrieron en busca de Carmagnolo, que supo los detalles por un fraile medio desnudo y un hombre con la cabeza entrapajada. Se había perdido algún tiempo en buscarle, y él perdió aún más hasta llegar a la conclusión de que debía haber huido al campamento de los suizos. Contra ellos marchó Carmagnolo a la cabeza de su ejército, mas lo encontraron desierto. Bellarión se había llevado los hombres sin detenerse a recoger las tiendas.

Carmagnolo volvió a Quinto para comunicar a la agitada princesa las nuevas del fracaso. La encontró sola en la armería, hundida en un gran sitial junto a la lumbre.

—Sin duda ha ido a reunirse con su condotta —dijo—, pero no sabiendo el camino, y a oscuras, es imposible la persecución.

A esto siguió un derroche de juramentos, maldiciéndose a si mismo por no haber tenido más vigilancia, sabiendo la casta de pájaro con quien tenía que habérselas, así como al fraile y al centinela.

Valeria le contemplaba encontrándole menos admirable que en otras ocasiones. Involuntariamente comparaba aquella soldadesca desesperación con la calma y el dominio de sí mismo que tanto la sorprendieron en Bellarión, y ahogando un suspiro, se dijo que si Bellarión tuviera el alma leal, no habría caudillo que pudiera comparársele.

—Los denuestos no ayudan a nada, caballero —dijo Valeria con algo de aspereza.

—Si me expreso con vehemencia —dijo él deteniéndose junto a Valeria—, es sólo por vuestra causa.

—¿Por mi causa, decís?

—¿Podéis dudar de lo que vendrá?… ¿Os figuráis que sólo hemos perdido a Bellarión y a los suizos? El ejército de Mortara está compuesto casi en su totalidad por su famosa «Compañía del Perro…».

El nombre le cuadra bien, a fe mía. Total, que reunirá más de cuatro mil hombres.

Valeria la miró alarmada.

—¿Queréis dar a entender que vendrá contra nosotros?

—¡La duda es superflua!… ¿No conocéis aún a quién sirve? ¡Por todos los Santos! —y siguió otra retahíla de juramentos—. ¡No podían haberse arreglado las cosas mejor para ese solapado demonio de los infiernos!

Pero si viene, estamos perdidos —dijo ella sin perder de vista lo principal—. Estamos cercados entre su ejército y el de mi tío.

La inmensa vanidad del arrogante capitán le impedía admitir la posibilidad de un total quebranto.

Pavoneándose con suficiencia, dijo:

—¿Tan poca fe tenéis en mí, Valeria?… ¿Pensáis que animado por vos, me dejare derrotar? Mañana mismo escribiré al duque de Milán informándole de la traición y fuga de Valsassina y pidiendo refuerzos que vendrán sin duda alguna. No es Filippo María hombre que deje impune la sedición de un jefe rebelde.

Parecía tan fuerte y seguro de sí mismo, que Valeria, contagiada con su ciega confianza, le tendió la mano, diciendo:

—Olvidad mis dudas, amigo mío. No volveré a desanimaros con mis temores.

Él cogió la mano y la apretó contra sus labios, diciendo sin soltarla:

—Ese espíritu valeroso es uno de los principales encantos de vuestra adorable persona… ¡Os amo, Valeria, y sois mía!… ¡Dios nos ha hecho el uno para el otro!

—No es ahora ocasión de hablar de eso —contestó ella evitando aquellas ardientes miradas, y los brazos que trataban de estrecharla.

—¿Pues, cuándo? —fue la fogosa pregunta de él.

—Cuando Teodoro haya sido arrojado de Montferrato.

—¿Eso es una promesa, Valeria?…

Dejándose llevar por la exaltación, contestó ella:

—El hombre que consiga el triunfo de nuestra causa, podrá pedirme lo que quiera. ¡Lo juro!