N la armería del castillo de Quinto, Carmagnolo paseaba cual enjaulada fiera, quejándose de traición ante los príncipes de Montferrato y los capitanes que, con él, habían tomado parte en la desdichada empresa.
La princesa ocupaba el sitial junto a la mesa; su hermano se apoyaba en el alto respaldo de aquél. En el fondo y formados en fila, estaban Ugolino, Belluno, Stoffel y otros tres. Bellarión, con las largas piernas aún cubiertas de barro, ocupaba otro sitial junto al fuego, y escuchaba desdeñosamente las fogosas parrafadas del vanidoso que tanto había prometido para cumplir tan poco.
El comprender la amargura del vencido hizo que le escuchase con relativa paciencia, pero habiéndose agotado ésta, atajó su charla diciendo:
—Las palabras no sirven de nada, Francesco.
—Impedirán que se repita el…
—No se repetirá, porque no consentiré una nueva intentona. No debiera haberla permitido, a no ser por vuestra insistencia.
—Y habría triunfado, si vos hubierais hecho lo que os tocaba —bramó Carmagnolo, Procurando echar la culpa, a otro de su fracaso—. ¡Vive Dios, si Teodoro hubiera tenido que dividir sus fuerzas, no habría sucedido lo pasado!
Bellarión no se inmutó por la acusación ni por las miradas de reproche de todos los presentes, excepto Stoffel, que, incapaz de contenerse, dijo con firmeza:
Si nuestro jefe no hubiera obrado como lo ha hecho, a estas horas no estaríais vivo. Gracias a su cambio de plan, y a la carga que dio a la retaguardia de Teodoro, pudimos organizar la retirada, impidiendo que el desastre fuera completo.
—Y ya que hablamos de ello —añadió Bellarión—, también es digno de tenerse en cuenta que si Stoffel no hubiera alineado su infantería para recibir la carga del ala derecha enemiga, y formado después el cuadro, no estaríais discutiendo aquí. Se me ocurre que un voto de gracias y un sincero elogio a Stoffel sería tan cortés como justo.
Mirándolos alternativamente, contestó Carmagnolo:
—¡Qué bien os ayudáis uno a otro! No faltaría más, si no que os diéramos las gracias por un quebranto debido a vosotros.
Bellarión, impasible, observó:
—La acusación corresponde a vuestra inteligencia.
—¿Ah?, ¿sí?… Pero ¿dónde está ese hombre que salió de la plaza para advertiros que Teodoro estaba preparado?
Bellarión se encogió de hombros.
—¿Qué sé yo?… No me he preocupado…
—Un hombre se acerca a vos para daros tal mensaje y ¿no sabéis qué ha sido de él?
—Tenía cosas más urgentes que hacer… por ejemplo, ayudaros a salir de la trampa en que habíais caído… Pero parece que trato de defenderme.
—Tal vez sea necesario —dijo Carmagnolo, que en dos zancadas se puso su lado.
—De lo único que se me podría acusar es de falta de previsión al autorizar el ataque de anoche. Había alguna probabilidad de éxito, y puesto que la rendición por hambre es demasiado larga, quise probar fortuna. No nos ha favorecido la suerte y vuelvo a la idea que ya tenía. Mañana levanto el sitio.
—¿Qué levantáis el sitio? —le pregunta fue hecha a coro.
—No sólo de Vercelli, sino también de Mortara.
—¿Y qué os proponéis hacer después, caballero? —quien hizo esta pregunta fue Gian Giacomo.
—Eso se decidirá en el consejo de mañana… Falta poco para amanecer… Madonna, señores… deseo a todos buenas noches —hizo una inclinación general y se encamino a la Puerta.
Carmagnolo le interceptó el camino, diciendo:
—Esperad, Bellarión.
—Hasta mañana —replicó éste con duro acento—. Espero que entonces tendréis la cabeza más clara. Si queréis reuniros aquí al mediodía, os enteraré de mis planes… ¡Buenas noches! —y salió.
Allí se reunieron no a las doce, sino una hora antes, llamados por apremiantes mensajes de Carmagnolo, que fue el último en entrar, dando señales de viva agitación. Estaban presentes los mismos de la noche anterior menos Bellarión, que no había sido citado, por razones que las palabras de Carmagnolo hicieron comprensibles.
Cuando el joven jefe llegó, a las doce en punto, para celebrar consejo, quedó muy sorprendido al encontrar a los capitanes ya sentados en torno de la mesa, y discutiendo con vehemencia muy semejante a un altercado.
Su entrada fue acogida con profundo silencio, y todos los ojos se fijaron en él. Bellarión saludó sonriendo; pero al avanzar diose cuenta de que aquel silencio era desusado y amenazador. Se acercó al único asiento vacío que había a los pies de la mesa, y desde allí miró a Carmagnolo, sentado a la cabecera entre los dos augustos hermanos.
—¿Qué se debate? —preguntó sentándose.
—Justamente os íbamos a llamar —contestó Carmagnolo con acento duro y altanero, pero sin atreverse a sostener la firme mirada de su rival—. Ya esta descubierto el traidor que revelaba nuestros planes al de Montferrato, y que ha causado el fracaso de anoche.
—Eso ya es algo, aunque llega en un momento que puede importarnos poco… ¿De quién se trata?
Nadie contestó. Exceptuando a Stoffel, que, rojo de ira, miraba a sus compañeros y a la princesa, que tenía los ojos bajos; todos los demás seguían clavados en Bellarión, a quien empezaba a molestar la insistencia de aquellas miradas. Por fin, Carmagnolo empujó hacia él un pergamino que tenía el sello roto, y dijo:
—Leed eso.
Bellarión, con gran sorpresa por su parte, leyó que estaba dirigido «Al magnífico señor Bellarión Cane, príncipe de Valsassina». Levantó la cabeza preguntando con severidad:
—¿Quién se ha permitido romper el sello de una carta dirigida a mí?
—Seguid leyendo —dijo Francesco en tono imperioso. Bellarión leyó:
Señor príncipe y querido amigo:
Vuestra fidelidad a nuestros intereses salvó anoche a Vercelli de un ataque que tal vez nos habría obligado a la rendición; pues sin vuestro aviso, es seguro que nos habría cogido por sorpresa. Deseo expresaros mi gratitud y daros una vez más la seguridad de la alta recompensa que os espera si seguís sirviendo con la misma lealtad que hasta ahora a Teodoro Paleólogo de Montferrato.
Bellarión levantó la cabeza, y con más desprecio que enojo, preguntó:
—¿Dónde se ha elaborado esto?
La respuesta de Carmagnolo fue rápida.
—En Vercelli, en la cámara del marqués Teodoro. Está escrita de su puño y letra, como ha afirmado la madonna y sellado con su propio sello… ¿Os sorprende que lo haya roto?
Profundo asombro reveló el rostro de Bellarión, que a quien primero miró fue a Valeria.
—La letra es de mi tío —dijo ella, volviendo a bajar los ojos.
Bellarión, sin perder la calma, dijo:
—Procedamos con orden… ¿Cómo ha llegado esta carta a vuestras manos, Francesco?
Éste hizo una seña a Belluno, quien con manifiesta hostilidad, respondió:
Un rústico rapaz, que venía por el camino de la ciudad, se metió en mis líneas esta mañana, pidiendo que se le condujera ante vos. Mis hombres, como es natural, me lo trajeron. Al preguntarle qué quería, contestó que era portador de un mensaje. Le pregunté qué clase de mensaje podía traer para vos desde la plaza, y se negó a contestar, le amenace y sacó la carta. Conociendo el sello, entregué la carta a mi jefe inmediato, el caballero Carmagnolo. Y Carmagnolo, a la vista del sello, lo rompió para obtener la prueba de lo que hace tanto tiempo sospechaba.
—Eso mismo.
Bellarión, completamente sereno, miró a todos uno por uno, y por fin a Carmagnolo, y echándose a reír le dijo:
—Dios os ayude, Francesco… A veces me pregunto cuál va a ser vuestro fin.
—Pues yo ya no tengo que preguntarme cuál va a ser el vuestro —contestó Carmagnolo con una furia que aumentó la jovialidad de Bellarión, quien preguntó a los demás:
—Y vosotros, ¿estáis también equivocados? ¿No habéis podido resistir a la carta comentada por la elocuencia de Carmagnolo?
—A mí no me ha engañado —protestó el suizo.
—No te había incluido en la pregunta, Stoffel.
—Necesitáis algo más que insultos para justificamos —contestó agriamente Ugolino.
—¡Vos también, Tenda!… Y vos, madonna… y vos, señor marqués… Ya veo que necesitará mucha para justificarme, pero los medios me los ofrece esta misma carta. En cada una de sus líneas resplandece la falsedad.
—¿Cómo, caballero? —interrumpió la princesa—. ¿Negáis que esté escrita por mi tío?
Vos habéis reconocido la letra y basta… Pero leed de nuevo esta carta —y la empujó hacia ellos—. Pobre idea tiene el marqués Teodoro de vuestra inteligencia. Carmagnolo. ¿Creéis que un hombre de la profunda sagacidad del regente va a estampar su firma en carta tan comprometedora, y a sellarla con sus armas, para que la primera persona en cuyas manos caiga se entere de lo que él escribe a su cómplice?
—Esperaban, sin duda, que los soldados que cogieran, al campesino lo llevaran directamente a vuestra presencia —contestó Carmagnolo.
—¿Y no os parece singular que el portador fuese a parar a vuestras líneas, en lugar de venir a las mías, que estaban más próximas a la ciudad? Pero ¿a qué perder tiempo en estas menudencias? Leed la carta vos mismo. ¿Hay en ella una sola comunicación urgente, algo que no sea el intento de hacerme sospechoso a vuestros ojos? Lo que Teodoro demuestra en su misiva no es más que el deseo de anular un peligroso enemigo.
—Los mismos argumentos que yo he empleado —murmuró Stoffel.
—¿Y no te han creído? —preguntó con sorpresa Bellarión.
—No hemos creído, miserable traidor —tronó Carmagnolo—. Vuestras argucias revelan el ingenio, pero de nada sirven para uno que está cogido como vos.
—Vos sí que estáis a punto de caer en las redes que os tiende Teodoro… ¿Es posible que seáis tan tonto, Francesco?
—Entonces, todos somos tontos, puesto que pensamos como él —afirmó Belluno.
—Sí —dijo tristemente Bellarión—; todos tenéis la cabeza igualmente vacía… En fin, traed aquí al mensajero.
—¿Para qué?
—Para conocer con exactitud qué instrucciones traía.
—El contenido de la carta lo hace innecesario. Olvidáis que no es la única prueba que tenemos contra vos.
—¿No?… Pues, ¿qué más hay?
El fracaso de anoche, seguido de vuestra intención de levantar hoy el sitio, ¿qué significa esto?
—Si os lo dijera no lo entenderíais y tal vez creyerais que era una nueva prueba de mi alianza con Teodoro.
—Es lo más probable… Llama a la guardia, Ercole.
—¿Qué es esto? —preguntó Bellarión, levantándose; todos le imitaron, Stoffel llevó la mano a la espada, pero fue sujetado por Ugolino y otro capitán, mientras que los dos restantes se apresuraron a ponerse a cada lado del jefe, que mirando a todos con sorpresa, preguntó de nuevo—: ¿Os atrevéis a arrestarme?
—Mientras deliberamos lo que hemos de hacer con un traidor como vos… No os haremos esperar mucho.
—¡Vive Dios! —su viva inteligencia comprendió rápidamente la situación. De los cuatro mil hombres que allí había sólo eran suyos los ochocientos suizos de Stoffel; los demás seguirían a sus respectivos capitanes. Las tropas con las que podía contar estaban en Mortara. Dándose por fin cuenta de la magnitud del imprevisto peligro, volvióse hacia Valeria.
—Madonna —dijo—. A vos es a quien sirvo. Ya desconfiasteis de mí cuando la cuestión de los puentes, pero los hechos os demostraron vuestro error.
La princesa levantó lentamente sus incomparables ojos, mirándole de frente y dijo con tristeza:
Mi desconfianza tiene vivos motivos más antiguos…, por ejemplo, la muerte del conde Spigno.
—¡Spigno! —repitió Bellarión palideciendo por lo penoso del recuerdo. ¿Es que se levanta de su tumba pidiendo venganza?
—No se trata de venganza, caballero, sino de justicia, y a ella se atendrá el señor de Carmagnolo al sentenciaros.
—¿Cómo sentenciarme?… ¿Sin formación de causa?
Nadie contestó. Durante la pausa entró Belluno con los cuatro guardias, que a una seña de Carmagnolo rodearon a Bellarión, y uno de los capitanes le quitó la daga, echándola sobre la mesa. Perdiendo la calma, exclamó por último el acusado:
—Pero esto es una locura, ¿qué pretendéis de mí?
—Sobre eso vamos a deliberar… pero no abriguéis engañosas esperanzas.
—¿Vais a decidir mi suerte?… ¿Vosotros?…
Incapaz Stoffel de aguantarse por más tiempo, exclamó furioso:
—Sólo a Su Magnificencia el duque corresponde el juzgar a Bellarión.
—Su culpa es tan clara, que no necesita justicia… Sólo basta dictar la sentencia.
—Nadie aquí tiene poder para dictarla —insistió Stoffel.
—Os engañáis, capitán… Según las leyes militares…
Repito que carecéis de facultades. Sólo el duque puede resolver…
—Y enviadle de paso el único testigo que existe… Ese campesino que trajo la carta. Vuestra negativa a ponerle en mi presencia demuestra la mala voluntad de que estáis animado —observó Bellarión.
—Si la forma en que os hemos juzgado no os satisface —dijo Carmagnolo arqueando el pecho—, podéis requerir el encuentro personal.
Una expresión de desdén se extendió sobre el pálido semblante de Bellarión, al contestar.
—Que vos tengáis mayor maestría en el manejo de la lanza y más práctica en ese ejercicio no prueba nada.
—Dios defiende la justicia.
—¿Estáis seguro de ello? Pero vuestra fundamental estupidez os hace olvidar que al acusado corresponde el derecho de elegir el contrario, y si yo ejerciera ese derecho, escogería a la persona por quien combato: al marqués Gian Giacomo.
—Yo soy vuestro acusador y no el marqués.
—Vos no sois más que su portavoz —contestó el acusado.
—Tiene razón —asintió el joven príncipe, levantándose muy pálido, pero firme—. No puedo negarle ese derecho.
Bellarión miró sonriendo a Carmagnolo, que estaba muy confuso y aturdido.
Siempre pecáis de atolondrado —le dijo, y volviéndose al marquesito, añadió—: Ya sé que no me lo negaríais si yo lo pidiera, pero sólo quise demostrar las consecuencias que podía tener la oferta de Carmagnolo.
—Aún conserváis algo de caballerosidad —dijo Francesco.
—Mientras que vos… En fin, Dios os hizo tonto, y ése es un mal irreparable.
—¡Llevadle fuera de aquí!
Los guardias pusieron las manos sobre el prisionero, que se dejó llevar sin oponer resistencia.
Apenas se cerró la puerta, estalló el suizo.
Rogó, argumentó, vituperó a todos, sin excluir a los príncipes, amenazo con sublevar las tropas o, al menos hacer con sus hombres lo imposible por impedir sus perversas intenciones.
—¡Escuchad! —gritó severamente Carmagnolo imponiéndose silencio. Entonces se oyó una furiosa gritería en el patio—. Ésa es la voz del ejército que responde a la vuestra. La de los que vieron neutralizados sus esfuerzos por la traición. Fuera de vos y de vuestros suizos, no hay un solo soldado en el campamento que no pida a gritos la muerte de Bellarión.
—Confesáis que habéis publicado la noticia antes de que mi jefe tuviera conocimiento de ella.
Sois un villano, un engreído fanfarrón, que aprovecháis la oportunidad para dar rienda suelta a la envidia que siempre tuvisteis a Bellarión. Mas tened cuidado… Aún puede que perdáis en este asunto vuestra vacía cabeza.
Y salió furioso. Los demás pusiéronse a deliberar sobre la suerte de Bellarión.