Capítulo IX

SOBREVIVE una carta del príncipe de Valsassina que éste escribió algún tiempo después a Filippo María, en la que, refiriéndose a sus compañeros de armas, decía:

Son buenos soldados, fuertes y valientes, pero rudos y sin cultura. Su mente es una tierra fértil, por la que no ha pasado el arado de la enseñanza, de modo que las escasas semillas de conocimientos que caen en ella echan pocas raíces.

Al llegar a Carpignano, tres días después de levantar el campo, encontraron que todo había pasado tal y cual lo predijo Bellarión. El destacamento de cien jinetes que fue enviado a toda prisa, para destruir el puente, cayó en manos de Stoffel, que lo desarmó.

Cruzaron el río, y tras de otros tres días de marcha, por la orilla derecha del Sesia, llegaron a Quinto, donde Bellarión asentó sus reales en el castillo de Girolamo Prato, que se hallaba en Vercelli con Teodoro.

En el mismo edificio se albergaron los príncipes y su inseparable Carmagnolo, que, repuesto de la pasada humillación, había vuelto a su habitual estado de propia complacencia.

Desde un principio Bellarión confiaba poco en el sitio que puso a Vercelli; tan ineficaz le parecía éste como los puentes; uno y otros no eran más que demostraciones estratégicas. La fortaleza de las murallas y las noticias que tenía de lo bien aprovisionada que estaba la plaza, le daba la impresión de que ésta, intomable por asalto, para ser rendida por hambre necesitaba un sitio mucho más largo de lo que él se proponía sostener allí.

Pero Carmagnolo, apoyado por la confianza de Valeria, aseguraba que la plaza podría ser tomada por asalto. Y tanto insistió, que Bellarión como en el asunto de los puentes, le dejó probar fortuna. Tres ataques fueron fácilmente rechazados por un enemigo que parecía extraordinariamente bien preparado.

Después de la tercera repulsa, Carmagnolo empezó a concebir sospechas que no expuso a Bellarión, sino a la princesa.

—¿Queréis decir que alguien de nuestro campo informa a Teodoro de nuestras intenciones?

Estaban solos en la sala de armas del castillo de Quinto, cuyas ventanas daban sobre el río, Valeria, vestida de terciopelo azul con pieles de lince, ocupaba un sitial con alto respaldo de madera tallada, y Carmagnolo, siempre fastuosamente ataviado, paseaba por el aposento sin poder dominar su excitación.

—Es lo que empiezo a temer —contestó él, sin interrumpir el paseo.

Siguió un silencio hasta que lo rompió Francesco para decir, mirando a su bella interlocutora.

—Me pregunto si después de todo no tendréis razón en vuestras sospechas.

—Las rechacé aquella misma noche —contestó ella sacudiendo la gentilísima cabeza—. Sus explicaciones fueron tan claras, que no dejaban lugar a dudas. Bellarión no es más que un ambicioso mercenario, que sirve a quien le paga, y que ahora nos será leal, porque la lealtad le resultará más productiva que la traición.

—Tenéis razón, señora… siempre y en todo la tenéis.

—No la tuve cuando sospeché de Bellarión… Así es que poned coto a los elogios.

Carmagnolo que se había parado ante la chimenea, con su majestuosa figura servía de pantalla al fuego, y Valeria se acercó a la lumbre con las manos extendidas, diciendo:

Estoy helada, entre las angustias de la espera y el frío de este desapacible día de noviembre.

Él, separándose un poco para dejarle sitio, la miró con ternura al decir:

—Animo, Valeria… ya vendrá la primavera para caldear al mundo y a vuestra alma.

La princesa le miró a su vez, y al verle tan fuerte, guapo y confiado, reprimiendo un suspiro, dijo:

—Siempre es consoladora la compañía de un hombre tan optimista como vos.

El fatuo soldado creyó ver en estas palabras una declaración de amor, y exclamó fogosamente:

—¡Con una mujer como vos a mi lado, me atrevo a conquistar el mundo! —ciñó entre sus brazos el flexible cuerpo de Valeria, a tiempo que una voz seca decía:

—Empezad por la conquista de Vercelli; el resto del mundo puede venir después.

La pareja se separó muy turbada ante la burlona mirada de Bellarión, cuya arrogante y noble apostura oscurecía por completo los soldadescos atractivos de Francesco.

Éste, para disimular su confusión y la de Valeria, se lanzó de cabeza a la disputa.

—Mañana mismo tomaría Vercelli si pudiera obrar por cuenta propia.

—Hacedlo… ¿quién os lo impide?

—Vos… El ataque de anoche…

—¿Volvemos a las andadas?… ¿Es que no me creeréis nunca?… Ya os predije que estaba destinado a fracasar.

—No, si se hubiera hecho como yo quería —y balanceándose cual de costumbre, encaminóse a la mesa y señaló el plano que en ella había—. Si se hiciera un falso ataque por el lado del río que distrajera la atención de los sitiados, un ataque verdadero por el lado opuesto podría asaltar la plaza.

Reflexionó unos momentos Bellarión, y por fin, dijo:

—No deja de tener su mérito esa idea del falso ataque.

—¿Aprobáis mi proposición?… ¡Qué condescendencia!

El jefe, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:

—Pero también tiene sus peligros. Las tropas encargadas de hacer la finta pueden ser arrojadas al río por una salida de los sitiados.

—La finta atraerá al enemigo en esa dirección; mas antes de que puedan organizar una salida, el verdadero ataque llevará las fuerzas contrarias al lado opuesto.

Volvió a reflexionar Bellarión y finalmente hizo un ademán negativo, diciendo:

—No me atrevo a correr el riesgo.

—¿El riesgo de qué? —preguntó, exasperado, el capitán—. ¡Cuerpo de Baco!… Encargaos de dirigir el falso ataque y dejadme a mí el mando del verdadero, y con tal de que desempeñéis bien vuestra parte, prometo que al romper el día la plaza estará tomada y Teodoro entre mis manos.

Valeria permanecía de espaldas, con ambos codos apoyados en la chimenea. La entrada de Bellarión y el haber presenciado éste el atrevimiento de Carmagnolo hacía que sintiera profunda turbación, la cual se disipó al oír las palabras con que aquél prometía arreglar la cuestión, más pronto de lo que ella se había atrevido a esperar.

—¿Y si os falla el plan? —preguntó Bellarión.

—No puede fallarme. Vos mismo lo habéis aprobado.

—No recuerdo haber llegado a tanto, y hablando con franqueza, os diré que temo más a Teodoro de Montferrato, que a ningún otro enemigo.

—¿Qué le teméis? —preguntó Francesco en tono burlón.

—Sí, le temo —repitió gravemente Bellarión—. Yo no ataco ciegamente como un toro; me gusta saber a dónde voy.

Separándose de la chimenea, Valeria se acercó lentamente a ellos, y dijo:

—Permitid, al menos, que se haga la prueba, señor príncipe.

Bellarión miró alternativamente a los dos jóvenes.

—Cedo por esta vez, Francesco. Puede que os acompañe la suerte; mas si perdéis, no pretendáis persuadirme de nuevo a intentar lo que yo no vea claro.

Valeria, en su gratitud, llegó a estar casi afectuosa, pero Bellarión acogió sus frases de agradecimiento con fría austeridad.

Aquella empresa estaba planeada por Carmagnolo, y éste fue el encargado de hacer todos los preparativos. Se fijó para llevarla a cabo al cerrar la noche siguiente. Justamente cuando el reloj de San Vittore diera las siete, comenzaría el falso ataque, y tras de un intervalo suficiente para atraer a los sitiados, comenzaría el verdadero.

Embutido en su brillante armadura y llevando el empenachado casco al brazo Carmagnolo fue a pedir su bendición a la princesa.

Ésta, combatida por emociones contrarias, quiso darle las gracias, pero el campeón la interrumpió:

—No me las deis todavía —dijo—. Antes del amanecer, si Dios me ayuda, pondré el estado de Montferrato a vuestros pies… Y entonces pediré mi recompensa.

Evitando las ardientes miradas del magnífico guerrero, Valeria le tendió la mano, diciendo:

—Rogaré por vos.

Francesco llevó la mano a sus labios, se inclinó, y contoneándose salió del aposento.

Bellarión no se despidió de Valeria. Sin más armadura que peto y espaldar, y yelmo en la cabeza, condujo a sus hombres a través de las sombras de la noche, dando un extenso rodeo para no ser oídos desde Vercelli.

Puesto que la movilidad era la primera condición necesaria, tomó consigo nada más que ochocientos jinetes.

Según había calculado Bellarión, ya estaban cerca del sitio indicado cuando al extremo de la línea ocurría una súbita conmoción. Había sido detenido un hombre que venía hacia ellos y que pidió ser llevado ante el jefe.

Cumplióse su voluntad, y en tinieblas, porque no se atrevían a encender ninguna delatora luz, Bellarión supo que aquel hombre era un leal súbdito del duque de Milán, que había osado descolgarse de la plaza para advertir que el marqués tenía conocimiento del ataque y estaba preparado por rechazarlo.

Bellarión prorrumpió en juramentos, cosa muy rara en él, que estaba acostumbrado a dominar sus impresiones.

Si Teodoro estaba preparado, ¿quién podía prever las medidas que habría tomado?… A esto conducía el hacer caso de becerros como Carmagnolo.

Furioso dio la orden de ponerse en marcha; costó algún trabajo reorganizar la expedición en la oscuridad, y en aquel momento el reloj de San Vittore dio las siete campanadas. Aún se perdieron algunos momentos en el cambio de dirección antes de que la caballería tomara un atajo para llegar cuanto antes a advertir a Carmagnolo.

Estaban a medio camino, cuando ya oyó el fragor del combate.

Teodoro había permitido que la tropa de Carmagnolo pasara el pantano, y aun colgara algunas escalas de la muralla antes de caer sobre ella. El marqués había dividido su ejército en dos columnas, la una salió por la puerta del Norte, y la otra por el lado opuesto, cargando por los flancos a Carmagnolo con intención de envolver todas sus fuerzas.

Sólo dos cosas salvaron a Francesco de una tremenda derrota: la primera, que el contraataque de Teodoro fue algo prematuro, y la segunda, que, Stoffel, obrando por iniciativa propia, al oír el avance de la caballería por el Norte, formó su infantería según el sistema de Bellarión. La carga costó a Teodoro muchas lanzas, que en la oscuridad no pudieron romper aquella muralla humana.

Rechazada la carga, Stoffel reunió rápidamente sus hombres formando un cuadro erizado de picas, que salvó todo lo que pudo del desastre que les había caído encima.

Entretanto, el otro ataque procedente de la puerta del Sur, mandado por el mismo Teodoro, había caído sobre el cuerpo que Carmagnolo y Belluno en vano trataban de dominar, y habría terminado mal la contienda, si Bellarión con sus jinetes no hubiera atacado la retaguardia del marqués.

Cogido éste entre dos fuegos, e impidiéndole la oscuridad combinar otra maniobra, dio orden de que los trompeteros tocaran retirada.

Cada bando pudo darse por contento con lograr retirarse en buen orden.