AS disensiones que desde el primer momento surgieron entre Bellarión y Carmagnolo retrasaron por algunos días los preparativos para la campaña. Esto permitió a Teodoro aumentar sus fuerzas y reforzar los bastiones y hacer hábiles trabajos de zapa.
La llegada de estas noticias a oídos de Bellarión y sus capitanes dio lugar a nuevas disensiones.
Carmagnolo abogaba porque se rompieran las hostilidades con la toma de Mortara, por considerarla un peligro para la retaguardia. Pero Bellarión opinaba que la amenaza era de escasa importancia, y el tiempo que allí perdieran lo aprovecharía Teodoro en parapetarse en Vercelli, mientras que atacando inmediatamente esta plaza, al obtener su rendición, la de Mortara iría incluida en ella.
Los capitanes se dividieron en dos bandos: Koenigshofen, Stoffel y Trotta se pusieron del lado del jefe, y Belluno y Ugolino, del de Carmagnolo. Bellarión se hubiera impuesto a todos, a no ser por los príncipes de Montferrato, que tomaban parte en todos los consejos y sistemáticamente daban la razón a Carmagnolo.
Por fin, llegaron a un convenio: un destacamento, a las órdenes de Koenigshofen, en el que se incluirían los mercenarios de Trotta, marcharían contra Mortara, para cubrir la retaguardia del grueso del ejercito, que seguiría a Vercelli, y hacia Vercelli avanzaron con rapidez los cuatro mil hombres a que habíase reducido la fuerza, pero que a juicio de Bellarión bastaban para la empresa.
Pero en Borgo Vercelli tuvieron que hacer alto, porque Teodoro había volado el puente sobre el Sesia, dejando la ancha e impetuosa corriente del río entre las fuerzas y la ciudad contra la que marchaban.
En Carpignano, veinte millas más arriba, había otro puente, de cuya existencia se aseguró Bellarión y dijo después que pasarían por él.
—Veinte millas arriba y luego veinte millas abajo —rezongó Carmagnolo—. Eso es cansar la tropa inútilmente.
—No lo niego —convino Bellarión—, pero no tenemos más alternativa que tomar el camino de Casale, que es aún más largo.
—La alternativa es constituir puentes sobre el Sesia y el Cerva, cerca de su unión, donde la corriente es más estrecha. Nuestras líneas de comunicación con el ejército de Mortara han de ser lo más cortas posible.
—¿Empezáis a daros cuenta de las desventajas de haber dividido las fuerzas?
—No hay tal desventaja, si se saben poner los medios.
—¿Y creéis que esos puentes sean los medios?… A veces me pregunto, Francesco, dónde habéis aprendido el arte de la guerra y, sobre todo, por qué os habéis dedicado a él.
La discusión tenía lugar en la cocina de una casa de labor que habían invadido para que la princesa tuviera albergue. Ella y su hermano eran los únicos testigos.
Al levantarse Carmagnolo furioso, Valeria lo hizo también, y poniendo su blanca mano sobre el brazo del vistoso capitán, le dijo para calmarle:
—No hagáis caso de sus mordaces bromas. Tenéis toda mi confianza, y yo deseo que se construyan los puentes.
Bellarión dirigió a Valeria una indefinible mirada.
—Si es Vuestra Alteza la que asume el mando, nada tengo que decir —y después de inclinarse tomó la puerta.
—El mejor día le daré a este perro advenedizo una lección de cortesía —murmuró entre dientes Carmagnolo.
—No es su falta de cortesía lo que le reprocho —contestó Valeria con tristeza—, sino lo tenebroso de sus maquinaciones —y como hablando consigo misma, añadió—: ¡Oh!, ¡si pudiera confiar en él!…
—Lo cierto es que goza de envidiable reputación como soldado —añadió Gian Giacomo, a quien no gustaban las teatrales maneras de Francesco, y menos aún sus continuas adulaciones a su hermana.
—Ha tenido mucha suerte —insinuó Carmagnolo—, y la inmerecida fortuna se le ha subido a la cabeza.
Al salir de la entrevista, Bellarión fue en busca de Stoffel, a quien despachó con quinientos ballesteros y otros tantos jinetes, a guardar el puente de Carpignano.
No fue mala ventolera la que armó Francesco al enterarse de lo hecho. Quiso saber por qué se había tomado tal resolución sin previa consulta a él y la princesa, que estaba a su lado cuando lo preguntó.
—Tardaréis lo menos una semana en construir los puentes, y durante ese tiempo, tal vez se le ocurra a Teodoro destruir el de Carpignano.
—Los míos estarán listos antes de una semana.
—Cuando lo estén y los hayan atravesado dos mil hombres, mandaré volver a Stoffel y a los suyos.
—Pero, mientras tanto…
—Mientras tanto, no olvidéis que soy yo quien manda. Si a veces condesciendo con vos y con Su Alteza, por parecerme el camino más corto para convenceros de vuestros errores, no estoy dispuesto a consentir lo que va contra mi criterio.
—¡Vive Cristo! —juro Carmagnolo fuera de sí—. Medid vuestras palabras u os las haré tragar.
Bellarión miró fríamente a Francesco y a Valeria, que de nuevo había puesto la mano sobre la manga del matón.
—Por el momento estoy entregado a una tarea que me absorbe por completo. Cuando esté concluida, si volvéis a olvidar que soy yo quien manda, os echará del ejército.
Y dejó al espadachín echando chispas.
—Sólo por respeto a vos, madonna, he podido contenerme —afirmó el fanfarrón a la princesa—. Por vos me siento capaz de sufrirlo todo… y no habrá riña entre nosotros, hasta no haber puesto a vuestro hermano sobre el trono de Montferrato.
Con semejantes protestas de lealtad y abnegación, aumentaba la confianza que Valeria había puesto en él, y mientras que los soldados, actuando de leñadores cortaban árboles para los puentes, Carmagnolo y Valeria estaban siempre juntos.
La princesa le acompañaba diariamente a visitar las obras, y diariamente aprovechaba él la ocasión, no sólo para demostrar ante sus ojos su pericia en la construcción militar, sino para deslumbrar con el relato de proezas que le daban derecho a figurar entre los héroes de la mitología.
Una tarde en que hablaban sentados y solos, mirando cómo a lo lejos los soldados, cual enjambre de hormigas, construían el puente, atrevióse él a tocar una nota más íntima.
—Pero en ninguna de las empresas que mis rudas manos de soldado han concluido, he puesto el entusiasmo que en la presente. ¡Qué día tan, glorioso será para mí aquél en que os vea instalada en el Palacio de Casale!… ¡Tan glorioso como triste!
—¿Triste? —y los grandes ojos oscuros le miraron con expresión interrogadora.
—¿No ha de ser triste para mí el alejarme de vos… reanudar mi errante vida de mercenario y tener que hacer por un sueldo lo que aquí he hecho… por entusiasmo y… por amor?
Ella, un tanto confusa, contestó con una evasiva.
—¡Oh!… Seguramente no os faltarán ocasiones en que conquistar honores y fama.
—¡Honores y fama! —repitió él con amarga sonrisa—. Se los cedo voluntariamente a los intrigantes como Bellarión, que los conquista con facilidad por su falta de escrúpulos. Nada me importan los honores ni la fama, con tal de que pueda seguir los impulsos de mi corazón.
Tan pensativos estaban los grandes ojos, bajo las finas cejas fruncidas, que su dueña no se dio cuenta de que el atrevido galán había cogido su mano.
—Los impulsos del corazón… ¡Ay! —suspiró Valeria—. ¡Qué feliz debe ser el que pueda seguirlos!
—Pero el restablecimiento de vuestros derechos será la última aventura de mi vida… y una vez terminado mi servicio, me alejaré para siempre.
Siguió una larga pausa y, por fin, dijo Valeria:
—Cuando mi hermano sea soberano en Casale, necesitará un amigo fuerte y leal como vos, caballero de Carmagnolo.
—Pero ¿y vos, madonna… y vos?
Valeria le contempló cada vez más pensativa. Indudablemente era un hombre espléndido y sobre todo franco, leal y digno de confianza. Ella estaba tan sola y desprovista de amigos, que necesitaba un fuerte brazo en el que apoyarse.
Y con otro suspiro contestó:
—También os necesitaré, ¿qué duda tiene?
—¡Oh!, entonces… si vos aceptáis mis servicios… nunca estaré a otras órdenes que las vuestras… ¡Valeria!… ¡Valeria mía!…
Y fogosamente llevóse a los labios la suave mano de la princesa, que la retiró sin brusquedad, pero con firmeza, dando claras señales de que juzgaba excesiva la familiaridad de aquellos besos y la del empleo de su nombre. Con seriedad lo dijo:
—¿Seréis siempre lealmente mi amigo?
—Sí, vuestro amigo… y mucho más que vuestro amigo, madonna.
—¿Qué más podéis ser?
—Todo lo que un hombre puede ser para una mujer. Mi corazón os pertenece desde el día en que me otorgasteis la palma de vencedor en las justas de Milán. El combatir por vos es un placer, y con gusto moriría, si fuera necesario, para probaros mi adoración.
—¡Qué facilidad de palabra tenéis! ¿Habéis dicho lo mismo a las anteriores reinas de los torneos?
—¡Oh, crueldad!… ¿Cómo podéis hacer tal pregunta, al que muere de amor por vuestra belleza que maravilla al mundo entero?
—Tengo las narices demasiado largas para eso —contestó; mas no queriendo ofenderle, añadió—: Sois tan impetuoso en amores como en las justas.
—Es una falta propia de todo buen soldado… Tendré paciencia si así lo deseáis… Pero en cuanto estéis en Casale…
—El hacer planes contando con lo que aún no es seguro suele traer desgracia —interrumpió ella.
—Pero… ¿me prometéis que entonces…?
—¿No os he dicho ya que eso trae desgracia?
Francesco, corriendo satisfecho, añadió:
—Esperaré, puesto que así lo queréis —y no dudó de que Valeria le adoraba.
La construcción de los puentes necesitó once días, y por fin, en la víspera de Todos los Santos, según escribió fray Serafín, Carmagnolo, acompañado por los príncipes, presentóse en la tienda en que Bellarión leía una copia de Vegetius, y puso en su conocimiento que un pelotón de cincuenta hombres estaba ya en la pequeña península que separaba los dos ríos, y que diera órdenes para que, al amanecer del día siguiente, el ejército pasara por los puentes.
—Eso, suponiendo que vuestros puentes duren hasta el amanecer —dijo Bellarión, que se había levantado para recibir la visita, sin soltar el libro que leía a la luz de dos faroles.
—¿Y por qué no han de durar? —preguntó Carmagnolo, ofendido por la duda.
—Preguntaos a vos mismo quién puede tener interés en destruirlos —contestó riendo Bellarión—. En vuestro lugar, me lo habría preguntado antes de darme el trabajo de construirlos.
—¿Cómo puede saberlo Teodoro estando como está encerrado en Vercelli, a ocho millas de aquí?
La pregunta quedó contestada por un infernal gritería que se alzó en la lengua de tierra, entre las aguas. Entre los gritos de terror se mezclaban voces de mando, choque de armas, golpes, gemidos, todas las inconfundibles señales de un choque violento en la oscuridad.
—Pues parece que lo sabe —observó Bellarión, siempre risueño. Carmagnolo permaneció un momento abriendo y cerrando los puños con la faz pálida de rabia. Después dio un brinco, y con un inarticulado grito salió de la tienda.
Valeria lanzó una llameante mirada de reproche al sardónico rostro de Bellarión, y cogiendo el brazo de su hermano, siguió con él a su adorador.
El joven jefe puso el libro sobre la mesa, cogió su capa y salió también, tomando a paso lento la orilla del río, hacia la cabeza del famoso puente.
Allí encontró un apretado corro de hombres en torno de unos cuantos, que parecían enloquecidos por el terror. Eran los únicos que volvían de los cincuenta que una hora antes había enviado Carmagnolo. Los demás habían sido hechos prisioneros. El último que pasó el puente, en el momento en que llegaba Bellarión, fue Belluno, a cuyas órdenes iba el destacamento. Era un irascible napolitano, que saltó a tierra jurando por todos los demonios del infierno que había habido traición.
A través de las aguas llegó el ruido de numerosos pasos en la orilla opuesta, así como el de hachas que muerden la madera.
—Ahí van vuestros puentes, Francesco —dijo Bellarión, riendo por tercera vez.
—¿Os burláis de mí? ¡Dios os condene! —vociferó el espadachín, que un instante después se separó llamando a gritos a los ballesteros. Tres o cuatro hombres fueron en su busca a carrera tendida.
Valeria se volvió de pronto hacia Bellarión, cuya elevada figura, envuelta en la capa, estaba a su lado.
—¿Por qué os reís? —preguntó ella, preocupada por una sospecha que acababa de nacer en su mente.
—Soy humano y a veces olvido el amor al prójimo.
—¿Es esa vuestra única razón? —y con creciente acritud añadió—:
Vos sabíais que los puentes serían destruidos esta noche… lo habéis dicho… ¿Cómo lo sabíais?
—¿Qué queréis dar a entender, madonna? —preguntó aterrado Carmagnolo, que al volver la había oído. A pesar de su hostilidad contra Bellarión, estaba muy lejos de creerle traidor.
—Su Alteza se sorprende de que yo tenga perspicacia —dijo siempre sonriente el joven.
Belluno iracundo por el percance sufrido, intervino para exponer:
—La madonna quiere decir más que eso… quiere decir que nos habéis vendido a Teodoro de Montferrato.
—Y vos, ¿lo decís también? —preguntó Bellarión, y en su tono vibraba una nota que Valeria jamás había oído y que hizo estremecer al napolitano—. Hablad claro, y tened entendido que si soy tolerante con una dama, quiero saber a qué atenerme respecto a mis soldados.
Belluno, que era tan tozudo como valiente, armóse de energía para decir:
—Claro está que nos han hecho traición.
—¿Con que está claro, imbécil? —y Bellarión dominó su justo enojo, de hombre a hombre—. ¿Tan inepto sois en vuestra profesión, que no comprendéis que un caudillo como Teodoro tiene en todas partes espías para saber cuanto hace el enemigo? ¿Sois hasta ese punto idiota? Entonces tendré que buscar quien os reemplace en el mando.
Carmagnolo intervino agresivamente, más que por proteger a uno de sus tenientes, por sacudir la culpa de impericia que de rechazo caía sobre él.
—¿Pretendéis que habíais previsto este movimiento de Teodoro?
—Pretendo que todo el que no sea un tonto lo habría previsto.
—¿Por qué no nos lo dijiste hace diez días?
—Porque no me gusta discutir con los que sólo aprenden por la experiencia.
De nuevo intervino Valeria.
—¿No tenéis mejor motivo que aducir? ¿Habéis consentido en perder material, tiempo y energías, más un destacamento de hombres, sólo por el gusto de poder decir al caballero de Carmagnolo que se ha equivocado?… ¿Es esto lo que os proponéis hacernos creer?…
—Nos tomáis por excesivamente crédulos. ¡Por Baco! —juró el fracasado.
Bellarión, sin perder la paciencia, explicó:
—Tengo, además, una razón militar que expondré para probaros lo corto de vuestros alcances. Para llevar todo el ejército de aquí a Carpignano se necesitan dos días, y con ellos tenía Teodoro tiempo sobrado para enviar un destacamento y destruir el puente. Esta operación habría sido funesta para nosotros. Por eso os dejé construir los puentes, que si no han servido para el objeto que los dedicabais, han servido para engañar al regente, dándole la seguridad de que no pensábamos en Carpignano. Ahora seguramente enviará el destacamento, que será copado por los mil hombres de Stoffel y servirá para compensar los hombres que aquí hemos Perdido.
Un profundo silencio de confusión y derrota siguió a estas palabras. En el grupo de oficiales sonaron algunas carcajadas que fueron interrumpidas por fuertes crujidos de madera, seguidos del ruido sordo que causa un voluminoso cuerpo que cae al agua y por un instante intercepta la corriente, hasta que ésta salta por encima, despedazando y arrastrando lo que trataba de oponerse a ella.
Carmagnolo, cabizbajo, devoraba su humillación lo mejor que podía al lado de la princesa, también silenciosa.
Belluno, que no había dejado de jurar entre dientes, soltó de súbito una carcajada un poco amarga, exclamando:
—¡Es más profundo que un pozo!… ¡Por San Jenaro! Nunca hace lo que parece que está haciendo, ni apunta adonde mira.