OMO ya había sucedido en casos anteriores, se cumplió lo que Bellarión había planeado, y el príncipe Filippo María, a los veintidós años de edad, llevó al altar a la condesa viuda de Biandrate, que iba a cumplir treinta y nueve.
En la flor de la juventud, se casó por ambición con un hombre que le llevaba veinte años, y por la misma razón, estando cerca de los cuarenta, aceptaba un marido que podía ser hijo suyo. La vanidad de su belleza le impidió ver que esa diferencia de años engendraría en el pecho de su joven marido los rencores que a ella le inspiró Facino, y que acabaría por sucumbir al odio del príncipe tímido, irresoluto, pero cruel, a quien ella había entregado su persona y bienes. Pero esto no forma parte de la historia que nos hemos propuesto narrar.
Estorre Visconti no pudo sostener sus usurpados dominios contra el legítimo sucesor de Gian María. Bellarión, envió al príncipe con Carmagnolo y siete mil hombres a poner cerco a Milán, mientras que él, con el resto de la fuerza, tomaba la plaza de Bérgamo, a cuyos defensores otorgó los honores de guerra. Pacificado aquel territorio, corrió a Milán donde se había adelantado durante su ausencia. Decidido a concluir, entró con escaso séquito en el castillo de Porta Giovia, que se sostenía contra el usurpador, y desde sus murallas hizo que los clarines atrajeran al pueblo, para proclamar como duque al príncipe Filippo María Visconti, añadiendo que no habría saqueo ni represalias si la ciudad se entregaba a su legítimo señor. Incidentalmente dijo que en el campamento esperaban la entrada en la plaza una larga serie de carros cargados de vituallas, para poner término a la escasez que se empezaba a dejar sentir.
El resultado fue que el pueblo aclamó con entusiasmo al nuevo duque, y que Estorre, con un grupo de secuaces, tuvo que huir a uña de caballo, saliendo por la Porta Comosina, a tiempo que se recibía al nuevo duque por el lado opuesto.
Filippo María entró a la cabeza de lucido acompañamiento, y los nutridos gritos de ¡Viva el duque!, disiparon su natural timidez, hasta llegar al castillo de Porta Giovia, donde fijó su residencia. Filippo María no gustaba de palacios ni de la alegre ociosidad de una corte. Su estudioso y pusilánime carácter necesitaba en torno suyo la seguridad de una fortaleza.
El nuevo duque fue generoso con cuantos le ayudaron, pero con nadie tanto como con Bellarión, al que atribuía toda la gloria de la jornada. Los extensos dominios de Valsassina fueron erigidos en principado independiente, cediéndolos a Bellarión para sí y sus sucesores.
El príncipe de Valsassina obtuvo además el cargo de jefe supremo del ejército y consejero del duque en materias militares, y gracias a su pericia y diligencia, en aquel verano y el otoño siguiente, quedó el territorio limpio de insurgentes y bandidos que amenazaban su integridad.
Consolidada la paz, volvieron, a florecer las industrias, trayendo la abundancia al país, cuyos habitantes no cesaban de bendecir al taciturno soberano, que tan poco se dejaba ver.
Es muy posible que el duque se hubiera dado por contento con lo obtenido, dejando las fronteras del territorio tal y como las había encontrado, a no ser por las reiteradas instancias de Bellarión, que le decía:
—¿Vais a permitir que sigan en posesión de sus dominios los que han despedazado la herencia que dejó vuestro ilustre padre?… ¿Vais a deshonrar su memoria, y a no cumplir los deberes que os impone vuestro esclarecido nombre, señor duque?
Ésta y otras parrafadas por el estilo eran puro histrionismo por parte de Bellarión, a quien importaba la integridad del territorio milanés, tanto como la del reino de Inglaterra. Lo que importaba era obtener la venia de obrar contra Teodoro de Montferrato. Entonces, por fin, podría acabar la obra que emprendiera cinco años antes y en la que había trabajado constantemente, aunque por oscuros y tortuosos caminos. Cediendo a sus instancias, el duque citó a los principales jefes civiles y militares para celebrar un Consejo extraordinario.
Bellarión propuso que se rompieran las hostilidades con el ataque a Vercelli, por ser una de las más importantes fortalezas.
Levantóse a protestar Beccaria, el ministro de Hacienda.
—La proposición es muy singular, y más partiendo de vos, que de acuerdo con el difunto conde de Biandrate fuisteis el que dio posesión de Vercelli al marqués Teodoro.
Bellarión le aplastó con su lógica.
—No es singular, sino natural. Entonces estábamos en el lado opuesto, y me pareció conveniente que Teodoro ocupara Vercelli. Mas ahora que estoy en contra de él, estimo igualmente conveniente que sea arrojado de allí.
Hubo una pausa, y la soñolienta voz de Filippo María preguntó:
—¿Qué aconseja el elemento militar?
La primera respuesta fue la del rudo Koenigshofen.
—Mis opiniones están siempre de completo acuerdo con las de Bellarión. Hace tiempo que sirvo a sus ordenes y tengo plena confianza en él.
Giasone Trotta expresó los mismos sentimientos.
Volviéndose el duque hacia Carmagnolo, que estaba silencioso y pensativo, preguntó:
—Y vos, ¿qué decís?
Francesco alzó su rubia cabeza, y Bellarión se aprestó para la lucha; mas, con gran sorpresa suya, por la primera vez desde que militaban juntos, el oficial de caballería fue de su opinión.
—Digo lo mismo que nuestro jefe, magnífico señor. Los que hemos servido a las órdenes de Facino cuando se alió con el regente de Montferrato, conocemos su ambición, y el que siga en Vercelli es una amenaza para la paz del ducado.
Los demás capitanes abundaron en las mismas ideas, de modo que la opinión militar fue firme y unánime.
El duque, después de meditar un instante, dijo:
—No olvidéis, señores, que tengo un valioso rehén para garantizar la lealtad del marqués… ¿Os reís, Bellarión?
—Ese rehén se trajo más que para garantizar la lealtad de marqués, para asegurar la vida del legítimo soberano de Montferrato. Carmagnolo ha dicho a Vuestra Alteza que Teodoro es ambicioso, y yo añado que es pérfido y malvado. Parte de su ambición es llegar a ser soberano de donde ahora es regente. Juzgad, señor duque, lo que podrá importarle el daño que ocurra a su sobrino.
Los debates duraron aún buen rato: después, Filippo María dijo que ya les comunicaría su decisión cuando estuviera tomada y les despidió.
Al salir del Consejo, los capitanes miraron sorprendidos la reciente cordialidad que reinaba entre Bellarión y Carmagnolo. El primero cogió al segundo por un brazo y se apartó con él.
—Me haríais un señalado servicio, amigo Francesco —dijo Bellarión—, si os encargarais de pedir a la princesa Valeria y a su hermano que vengan sin demora a Milán y pidan al duque su ayuda para colocar a Gian Giacomo al frente de su Estados. Ha entrado en la mayor edad y sólo su ausencia de Montferrato justifica la regencia de su tío.
Carmagnolo le miró con desconfianza, y preguntó:
—¿Y por qué no le enviáis vos el mensaje?
—No gozo de la confianza de la princesa y desconfiaría de un mensaje mío.
—¿Se puede saber qué juego es el que jugáis? —preguntó Francesco acentuando la desconfianza.
—Veo que sospecháis de mí.
—Siempre lo he hecho.
—Eso es un cumplido.
—No lo entiendo yo así.
—A entenderlo, no me lo haríais. Me preguntáis qué juego es el mío. Una partida que empecé hace mucho tiempo, y que ya se acerca a la última jugada. Una de las primeras fue la alianza que conseguí entre el regente y Facino. A ésta siguió el poner en salvo la persona de Gian Giacomo, convirtiéndole en rehén. La toma de Vercelli y el poner al regente en posesión de Génova fueron dos de las más notables. El fin que perseguía yo era despertar su ambición, hasta que llegara a ser un peligro para el duque, y entonces, cumpliendo con mí deber, aconsejar a éste su definitiva ruina.
El florido rostro de Carmagnolo expresaba la más profunda estupefacción.
—¡Huesos de San Ambrosio!… ¡Vaya un jugador profundo!… Bellarión, sonriendo, añadió:
—Ya veis que por una vez soy franco, y si os digo la verdad, es para desvanecer vuestra desconfianza y alcanzar el que me ayudéis.
—¿Queréis hacer de mí un peón de vuestra partida?
—La comparación es injusta. No cuadra a un hombre como vos.
—¡Vive Dios!… Celebro el que os deis cuenta… Mas ¿con qué fin habéis hecho ese tejido de intrigas?
—Para entretenerme —contestó Bellarión, suspirando—. Mi difunto padre y señor decía que yo había nacido estratega… y esa vasta estrategia en el ancho campo de la vida satisface mis inclinaciones… —de pronto, preguntó—: ¿Enviaréis el mensaje?
—Iré personalmente a Melegnano —fue la respuesta.
Su presencia disipó la angustia en que vivía la princesa Valeria, que ya casi desesperaba de alcanzar justicia.
Las palabras de Carmagnolo no hicieron honor a la franqueza que en él admiraba Bellarión.
—Princesa, vengo a ofrecemos la ocasión de ayudar a la restauración de vuestro augusto hermano.
Sólo se necesita que se lo pidáis vos al duque, para dar el paso que yo he aconsejado: ponernos en marcha contra el usurpador Teodoro, y arrojarle del trono.
—¿Vos habéis aconsejado eso? —exclamó Valeria, agitada—. Dejad que llame a mi hermano, para que os abrace y sepa que cuenta al menos con un amigo fuerte y leal en el mundo.
—Su amigo y vuestro servidor, madonna —y llevó a sus labios la nívea mano de la bella princesa, diciendo después—: Mis esperanzas, mis planes, y mis proyectos por vos, ya empiezan por fin a dar su fruto.
—¡Cómo!… ¿Tanto habéis trabajado por nosotros? —preguntó ella con lágrimas de gratitud en los admirables ojos oscuros.
Con sonrisa de suficiencia, contestó Francesco:
—Lo bastante para conseguir que el duque proceda contra Teodoro. Ha llegado la hora, y no se necesita más que vuestra petición para que las tropas se pongan en marcha. Si se me confía el mando, ya me cuidaré yo de que se os haga justicia.
—¿Quién puede disputaros ese mando?
La radiante faz de Carmagnolo se oscureció al decir:
—Está Bellarión Cane…
—¡Ese miserable!… Es un agente de mi tío… Él le ayudó a conquistar Vercelli y Génova.
—Lo que nunca habría hecho, si no se lo hubiera exigido yo… pero desde un principio comprendí que era el único medio de tener después una razón para hacer que el duque le atacara…
—¡Oh!… sois por demás avisado.
—Sí… la partida ha sido muy profunda… pero ahora ya estamos en la última jugada… y si desconfiáis de ese Bellarión…
—¡Que si desconfío! —y con dejo de amargura en la voz, contó Valeria cómo Bellarión llegó a ella para espiarle por cuenta de su tío, y cómo después asesinó a su más leal y abnegado amigo el conde Spigno.
Alimentando su desconfianza, y consiguiendo que su hermano participara de ella, Francesco los condujo a Milán, y obtuvo para ellos una audiencia del duque.
Filippo María los recibió en, un cuarto en el centro de la fortaleza, al que los numerosos manuscritos y el unicornio sobre la mesa, habían traído algo de la atmósfera de la biblioteca de Pavía.
El duque acogió afectuosamente a los príncipes, y oyó su petición con la inmovilidad de un panzudo ídolo asiático. Después hizo lentamente un signo afirmativo y mandó llamar al príncipe de Valsassina. Nada dijo este nombre a Valeria, pues no había oído hablar del último título concedido a Bellarión.
—Sabréis mi decisión más tarde… ya está medio tomada y en el sentido que deseáis; luego que haya conferenciado con el príncipe de Valsassina, os mandaré llamar. Mientras tanto, el señor Carmagnolo os conducirá a la cámara de la duquesa, que se alegrará mucho de veros.
Inclináronse los dos hermanos, y ya se disponían a salir, a tiempo que un secretario abrió la puerta y levantando el tapiz que la cubría, anunció:
—¡El príncipe de Valsassina!
Entró altivo y derecho como un magnífico modelo de belleza masculina. Vestía de terciopelo negro, con brillantes pieles del mismo color, y su única joya era una gruesa cadena de oro al cuello.
Desde la puerta saludó profundamente a los príncipes. Valeria, que le miraba aterrada, contestó sin darse cuenta a su reverencia y se apresuró a salir con su hermano y Carmagnolo.
Valeria sentía una montaña de plomo sobre el pecho; ¿qué podía esperar, si la acción contra el regente dependía de aquel hombre? Carmagnolo procuró tranquilizarla, diciendo:
—Después de todo, no es omnipotente. Nosotros hemos jurado fidelidad a la duquesa Beatriz y no a él. Ganadla para vuestra causa, y todo irá bien, principalmente si mando yo las tropas.
Mientras, el hombre de quien tanto desconfiaba hallábase encerrado con el duque y obtenía la resolución de éste, diciendo:
—En Teodoro tenéis un vecino a quien la ambición hace peligroso. Gian Giacomo, en cambio, es un muchacho de carácter suave y bondadoso. Ponedle en el trono de sus mayores, y tendréis un vecino pacífico y un agradecido servidor.
—¡Ah!… ¿Creéis vos en la gratitud?
—Naturalmente, Alteza, puesto que la practico.
Aquella misma noche, celebróse un nuevo consejo al que asistieron los capitanes, y como se consideraba a éstos al servicio de la que fue viuda de Facino, la duquesa Beatriz estuvo presente, así como los príncipes de Montferrato, ya que iba a tratarse de la iniciativa contra su tío.
El duque, sentado a la cabeza de la larga mesa, con su esposa a la derecha y Bellarión a la izquierda, dio a conocer su intención de atacar sin demora al regente de Montferrato, por las dos causas siguientes: la indebida ocupación de la fortaleza y territorio de Vercelli, y usurpación de la regencia, por ser ya mayor de edad el legítimo soberano.
Deseaba que sus capitanes le dieran cuenta exacta de los medios con que contaba el enemigo, así como de las tropas que habían de tomar parte en la operación.
Carmagnolo traía la cifra de las fuerzas que podría oponer el regente, y éstas ascendían a cinco mil hombres. Discutióse después las que se habrían de oponer a ellas, y por fin las fijó Bellarión, en la forma siguiente: marcharían los germanos al mando de Koenigshofen, Stoffel y sus suizos. Trotta con los mercenarios italianos, y Marsilio con su condotta, quedando de reserva los de Valperga y Carmagnolo, a cuyas órdenes servían Ercole Belluno y Ugolino da Tenda.
En contra de esta disposición, y con pretexto de que el duque podría necesitar al príncipe de Valsassina, Carmagnolo rogó que se le otorgara el mando de la empresa contra Montferrato, y que su condotta substituyera por consiguiente a la de Bellarión.
El duque, al oír la proposición, volvióse hacia la izquierda y preguntó:
—¿Tenéis algo que oponer, Valsassina?
—Nada, si Vuestra Alteza lo aprueba. Mas le ruego tenga presente que Teodoro es uno de los más hábiles guerreros de Europa, y si la expedición ha de ser fructuosa, Vuestra Magnificencia hará bien en poner a su cabeza el mejor de vuestros jefes.
Una sonrisa animó aquel singular rostro de siniestra placidez, al decir:
—Es decir, vos.
—Por mi parte —dijo Koenigshofen—, yo no sirvo con gusto bajo otras órdenes.
—Opino lo mismo —añadió Stoffel.
—¿Lo oís? —dijo el duque mirando a Carmagnolo.
Éste enrojeció de despecho; mas aún se atrevió a insistir.
—Es que yo tengo puesto especial interés en esa campaña, señor duque.
—Con vuestro permiso, Alteza —intervino Valeria—, ¿tengo yo voz en, este asunto?
—Seguramente, madonna, lo mismo que vuestro hermano.
—Entonces, señor, mi voto y mi ruego es que se confíe el mando al caballero de Carmagnolo.
El duque abrió sus dormidos ojos para mirarla con sorpresa. Bellarión permaneció impasible.
La demanda de Valeria le hería sin sorprenderle. Harto conocía la invencible desconfianza que le inspiraba.
Había esperado, sin embargo, que llegaría a disiparla, y poder probarle su cruel injusticia. Pero si faltaba la ocasión para ello, tampoco importaba gran cosa. Lo importante era que ella lograra sus deseos, y Carmagnolo no carecía de condiciones para el mando.
Los opacos ojos del duque fijáronse en Valeria, al decir:
—¿Tenéis dudas sobre la capacidad del príncipe?
—¿De su capacidad?… ¡Oh, no, señor!
—Pues entonces, ¿de qué?
La pregunta la dejó confusa, y su hermano contestó por ella.
—Mi hermana recuerda que el príncipe de Valsassina fue antes amigo del marqués Teodoro.
—¿Cuándo? —preguntó el duque.
—Cuando, siendo su aliado, le ayudó a conquistar Génova y Vercelli.
—El aliado era el difunto conde de Biandrate, y Bellarión servía a sus órdenes, lo mismo que Carmagnolo. ¿Qué diferencia veis entro ambos?
—El caballero de Carmagnolo obra con el deseo de servir posteriormente a mi hermano —contestó la princesa—. El ayudar a la ocupación de Vercelli fue sólo a fin de que el marqués diera causa para que el duque de Milán obrara directamente contra él.
Bellarión, no pudo reprimir la risa al comprender la situación.
—¿Os burláis de esa declaración, caballero? —preguntó el rubio Francesco en tono de reto—. ¿Os atreveréis a negar que tales eran mis intenciones?
—No hace mucho dije que os apreciaba por lo franco, mas ya veo que también podéis ser sutil.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Carmagnolo poniéndose en postura de gallo de pelea.
—Que os favorecéis suponiendo que pensabais en algo al atacar Vercelli.
—Señores… señores… no divaguemos —observó el duque— y veamos de resolver el asunto.
—He aquí una solución que me parece se dignará aceptar Vuestra Alteza —propuso Bellarión—. En vez de Valperga y sus tropas, llevaré a Carmagnolo y las suyas; así, ambos participaremos de la campaña.
—Pero a menos de que Bellarión tenga el mando supremo, ruego humildemente a Vuestra Alteza se digne enviar otras tropas en lugar de las mías —dijo el germano.
Stoffel estaba a punto de unir su voz a la de su rudo compañero; pero el duque, perdiendo la paciencia, exclamó:
—¡Basta!… Yo soy el duque de Milán y no quiero que me dejéis sordo, gritando cada cual lo que quiere o lo que no quiere hacer. Se hará lo que ha propuesto Valsassina, y, naturalmente, él ejercerá el mando supremo. Con esto está concluida la cuestión y podéis retiraros.