Capítulo VI

FACINO CANE, conde de Biandrate, señor de Nevara, Dartóna, Varese, Rosate y Valsassina, así como de toda la comarca del Lago Maggiore hasta Vogagna, fue enterrado con gran pompa en la iglesia de San Pietro en Ciel d’Oro.

En la fúnebre comitiva figuraron sus capitanes, que acudieron desde Bérgamo, para rendir el último tributo de respeto a su difunto jefe. La presidencia del duelo correspondió al hijo adoptivo del muerto, Bellarión Cane, conde de Gavi a quien acompañaban Carmagnolo, Georgio Calperga, Nicolino Maraslla, Werner Stoffel y el borgoñón Vaugeois.

Koenigshofen y Trotta se quedaron en el campamento, al cuidado del ejército.

Terminado el entierro, los capitanes se reunieron en la sala de los Espejos para la lectura del testamento, llevada a cabo por el secretario de Facino, en presencia del notario ante quien, tres días antes, fue otorgado.

También acudió la viuda, vestida de riguroso luto y con el rostro cubierto por espeso velo.

El rico dominio de Valsassina lo legaba Facino a su hijo adoptivo Bellarión Cane, «como prueba de cariño y recompensa a su lealtad» y «valiosos servicios», y aparte de algunas mandas en dinero para sus capitanes, la totalidad de sus extensos bienes territoriales (adquiridos en su mayoría después de ser desposeído del favor de Malatesta), juntó con la enorme fortuna en dinero, recaía en la viuda. Expresaba su deseo de que Bellarión le sucediese en el mando de las tropas, y recordaba a los demás oficiales que la unión hace la fuerza, y que deseaba permanecieran unidos bajo el mando de Bellarión, y recomendaba a éste que amparara los derechos de su viuda, cuidando de establecerlos firmemente en los territorios que le legaba.

Concluida la lectura, levantáronse los capitanes, y Carmagnolo, siempre efectista, desnudó la espada y, con ademán teatral, la dejó sobre la mesa junto a la enlutada dama, diciendo:

Madonna, resigno el mando que me concedió mi difunto jefe, hasta que os sirváis devolvérmelo vos.

El ceremonioso gesto fue imitado por los demás.

Bellarión, a quien parecía innecesario el acto, fue el último que puso su acero sobre el roble de la mesa.

Levantóse la condesa y echándose el velo atrás, dio las gracias con voz muy conmovida y fue devolviendo las espadas a sus dueños, pero dejó sobre el tablero, la de Bellarión, quien, un poco sorprendido, se quedó, cuando salieron, los otros.

La condesa volvió lentamente a ocupar su sitial. Estaba densamente pálida por el contraste con el negro, pero, en su rostro no había trazas de dolor.

Sus felinos ojos se clavaban en el joven con las finas cejas ligeramente fruncidas, y en tono grave preguntó:

—Fuisteis el último en rendirme homenaje, Bellarión. ¿Os pesaba, acaso?

—Esos ademanes sientan bien a Carmagnolo, pero la sinceridad no los necesita. Harto sabéis, madonna, que mis servicios y mi vida están a vuestras órdenes, sin reservas.

Siguió una pausa. Beatriz, sin apartar los ojos de Bellarión, le dijo:

—Recoged vuestra espada.

Dio él un paso, mas se detuvo, diciendo:

—A los otros se la disteis vos misma.

—Los otros no son vos… Os corresponden las atribuciones de Facino… ¿Hasta qué punto haréis uso de su autoridad?

—Hasta el punto que habría deseado mi padre y señor… Ya habéis oído el testamento.

—Pero no como vos lo interpretáis.

—¿No he dicho ya que mi vida está a vuestras órdenes, como lo estaba a las del ilustre caudillo, a quien debo cuanto soy y tengo?

—Vuestra vida y vuestros servicios —repitió ella, con lentitud—; mucho es eso… ¿Y no deseáis algo en pago?

—Lo que yo ofrezco es en pago de favores ya recibidos… Yo soy quien tiene que pagar.

Siguió otra pausa durante la que suspiró Beatriz, y al cabo de unos momentos, dijo:

—No me ayudáis nada.

—¿En qué puedo ayudáros yo?

Levantóse ella acercándose con timidez, hasta poner su blanca mano sobre el negro terciopelo que cubría el brazo de Bellarión. Alzando hacia éste su bello rostro, sobre el que había pasado el tiempo sin dejar huellas, dijo con cierta melancolía:

—Pensaréis que apenas enterrado mi esposo… no es el momento… para lo que voy a decir. Y no obstante, por el mismo hecho de su muerte, y por los términos de su testamento… es la hora de hablar… para saber a qué atenernos.

Erguida la elevada estatura, y fríamente severo, Bellarión contestó:

—Estoy a vuestras órdenes, madonna.

—¡Mis órdenes!… ¡Dios mío!… ¿qué puedo mandaros? —clavó ella atrevidamente los ojos en los del joven, y poniendo la otra mano sobre el otro brazo, dijo con la cabeza echada atrás y ruborizadas las mejillas:

Mi esposo me ha dejado grandes riquezas… podrían servirnos de plataforma para alcanzar altos destinos.

Una leve sonrisa entreabrió los labios de él, mientras que Beatriz esperaba palpitante su respuesta.

—Me ofrecéis…

—¿Podéis dudar de lo que os ofrezco?… Éste es el momento de las decisiones, Bellarión, para vos y para mí —acercóse aún más y su rostro había recobrado la marfilina palidez al añadir—: La unión hace la fuerza, nos ha recordado Facino en su última hora y ¿en qué unión puede haber más fuerza que en la nuestra? Juntos los dos tenemos detrás el ejército de Facino, el más fuerte de Italia; con eso y mis recursos, no hay nada que no esté al alcance de vuestra ambición. Podéis ser duque de Milán, si queréis, y aún realizar el sueño del gran Galeazzo, de llegar a coronaros rey de Italia.

Acentuóse la sonrisa de Bellarión, pero los ojos permanecieron tristes, y con voz suave dijo:

—Ni vos ni el mundo habéis sospechado jamás que yo no soy ambicioso. Habéis sido testigo de que, en cuatro años, desde el arroyo he llegado a ser caballero, conde después, y a tener honores y dinero, y os figuráis que yo he luchado para obtener estos dones de la fortuna. Os equivocáis, madonna. He trabajado para otros fines, que nada tienen que ver con mi adelanto personal. Todo eso no son más que vanidades, vacías pompas de jabón, en las que se deslumbran los mortales, pero que a mí, ni me engañan, ni las deseo.

—¡Dios mío! —exclamó ella retrocediendo un paso, y mirándole casi con espanto—. Habláis como un fraile.

—Nada tiene de particular, puesto que me he criado entre ellos. Me impuse una tarea, que es la que me retiene entre las pasiones mundanas. Cuando la termine, es lo más probable que vuelva a la celda, donde reina la paz.

—¡Vos! —exclamó Beatriz, dejando caer ambas manos—. Teniendo el mundo a vuestros pies… renunciar a todo… encerraros en la fría y solitaria vida claustral. ¡Bellarión, estáis loco!

—O muy cuerdo… ¿quién puede juzgar?

—Pero ¿el amor?… ¿Acaso no existe y no basta para dar realidad a todos los sueños de este mundo?

—Es innegable que existe —asintió él— y que debe ser grande su poder, según veo, puesto que vuelve a los mortales locos y los convierte en fieras. Por amor asesinan y traicionan.

—¡Hereje!

La palabra le sobresaltó. En otra ocasión fue acusado de herejía por una creencia que él tuvo por cierta, y cuya falsedad se encargó de descubrirle el mundo.

—No es la primera vez, señora, que hablamos de amor, y si vuestra belleza hubiera llegado a deslumbrarme, ¡qué infame y traidor habría sido yo a los ojos del que tuve por padre!

—Mientras Facino vivía, no digo… —Beatriz se alejó unos pasos y, apoyándose en la mesa, añadió—: Pero ahora…

—Ahora, como siempre, obedeceré sus órdenes como si viviera.

—Mas ¿qué hay en sus órdenes que se oponga a lo que yo os ofrezco?…

¿No me encomienda a vos en su testamento?… ¿No podéis considerarme como una parte de vuestra herencia?

—En serviros y protegeros, madonna, y no encontraréis servidor más leal que yo.

Beatriz volvió la espalda con ademán de impaciencia, quedándose pensativa.

Un pulido secretario vino a interrumpir el diálogo. El príncipe esperaba al caballero Bellarión en la biblioteca. Acababa de llegar un correo de Milán con graves noticias.

—Decid a Su Alteza que os sigo.

El secretario se retiró.

—¿Me dais licencia, madonna?

—Salid cuando gustéis —dijo ella apoyándose en la mesa y sin volver la cabeza.

—¿Y la espada, madonna?… ¿No queréis dármela con vuestra propia mano, para que la esgrima en servicio vuestro?

Volvióse ella con gesto desdeñoso.

—Creí que no os gustaban estas ceremonias —y sin aguardar su respuesta, concluyó—: Tomadla vos mismo, ya que sois tan dueño de vuestro destino —y salió arrastrando los crespones de la viudez sobre el alegre mosaico del pavimento.

Él quedóse donde estaba, hasta que la puerta se cerró tras la condesa; entonces lanzó un hondo suspiro y recogiendo la espada la metió en la vaina.

Su pensamiento albergaba las imágenes de Facino, frío y rígido en la tumba, la de su indigna esposa, que tan escasa fidelidad le guardaba, y la del joven y obeso príncipe que le estaba esperando. En el espejo de su memoria vio reflejada una escena que databa de algunos meses. Volvió a ver la lúbrica mirada de aquellos opacos ojos, fijos en las incitantes curvas de la esposa de Facino.

Una súbita inspiración le señaló el mejor medio de satisfacer sus ilimitadas y ambiciosas miras. Ella le había insinuado que la hiciera duquesa de Milán, y cumpliría su deseo.

Con este medio irónico pensamiento entró en la biblioteca, donde le esperaba el conde de Pavía.

Filippo estaba aún más pálido que de costumbre.

Sobre la mesa, junto a la que hallábase sentado, había varios pergaminos, recado de escribir, y un asta de unicornio de cerca de una vara de largo, que era uno de los más preciados tesoros de la biblioteca.

El príncipe, después de unas cuantas preguntas respecto al entierro, según exigía la urbanidad, y de excusar su ausencia por motivos de salud, cogió uno de los pergaminos, diciendo con voz trémula:

—Malas noticias… Estorre Visconti ha sido proclamado duque de Milán —sus ojillos negros se fijaron en la tranquila y arrogante figura de Bellarión y preguntó—: ¿Lo sabíais?

—No, señor.

—Como no os sorprendéis…

—Es un paso muy atrevido, que costará la cabeza a vuestro primo; pero era de esperar, según el curso que habían tomado las cosas.

—El obispo de Placenza ha predicado un sermón al pueblo, alabando el nombre de Estorre y prometiendo en su nombre una edad de oro para Milan. Y a renglón seguido entregaron a ese bastardo las llaves de la ciudad, el estandarte y el cetro ducal —y dejando caer el pergamino, recostóse en el sitial—. Esto requiere una acción rápida.

—Tenemos medios bastantes para traer a la razón a ese usurpador.

—¿Sí? —el fofo rostro, con expresión de alegría infantil, volvió a mirar al bizarro condottieri;, y dijo—: Servidme bien, Bellarión, y ya veréis hasta dónde llega mi gratitud.

El joven hizo un ademán para alejar la idea de recompensa, y viniendo al terreno de los hechos, dijo:

—Podemos retirar ocho mil hombres de Bérgamo. La plaza está a punto de rendirse, y con cuatro mil bastan para dar el golpe de gracia a Malatesta. Con ocho mil hombres podemos barrer a Estorre de Milán cuando queráis.

—Pues dad las órdenes cuanto antes. Según he oído, tenéis el mando supremo de las tropas y vuestra autoridad ha sido aceptada por vuestros compañeros.

Aquí empezó a trabajar el gran embaucador.

—No tanto, Alteza… Los capitanes de Facino han jurado fidelidad a su viuda y no a mí.

—¡Ah!… ¿sí? —dijo el príncipe, algo decepcionado—. Entonces, ¿qué lugar ocupáis vos?

—Yo estoy siempre al lado de Vuestra Alteza.

—Sí, bueno; pero me refiero al ejército.

—Pues yo estoy a la cabeza del ejército en todas las empresas que apruebe la condesa.

—La condesa —el príncipe movió su voluminosa persona con inquietud—. Pero ¿y si…?, ¿y si la condesa, no…? —y terminó la frase con un ademán de impotencia.

—No es probable que la condesa se oponga a los deseos de Vuestra Alteza.

—¿Que no es probable?… ¡Cielos!…, pero puede ser posible —y levantándose nervioso y agitado, añadió—: Yo tengo que saber… tengo que… Voy a enviar por ella —y quiso coger la campanilla que había encima de la mesa, pero Bellarión lo impidió diciendo:

—Un momento, señor príncipe. Antes de llamar a la condesa… ¿no sería mejor que meditarais lo que le diréis?

—¿Qué he de decir? Solamente que quiero conocer sus disposiciones hacia mí.

—¿Y podéis dudar de ellas, señor? —y Bellarión sonrió casi maliciosamente—. Las disposiciones de la condesa hacia Vuestra Alteza, a mi entender… no pueden ser mejores, tanto que… hablando con franqueza, me creí obligado a recordarle sus deberes hacia su esposo.

—¡Ah! —fruncióse el ceño en la cara de luna llena. Recordó el príncipe la súbita frialdad de la condesa y su precipitada marcha a Melegnano—. ¡Por San Ambrosio!… A mucho os atrevisteis.

—Suelo ser muy atrevido, señor.

—Sí… sí —los opacos ojos se bajaron ante el brillo de la firme mirada—. Pero entonces… si ella está favorablemente dispuesta…

—Sé que lo estaba…, y puede que vuelva a estarlo… aunque ahora tal vez sea más difícil que antes.

—¿Por qué?

—Como viuda de Facino, por la riqueza y el poder, está a la altura de muchos príncipes de Italia. Sus dominios son muy considerables…

—Arrancados por Facino a la herencia de mi padre —exclamó el príncipe con una indignación que hacía temblar las masas de grasa de su cuerpo, como si fueran gelatina.

—Podéis reintegrarlos a la corona de Milán por medios pacíficos.

—¿Qué medios son ésos?… ¿Queréis explicaros de una vez?

Aún no había llegado el momento de las explicaciones claras.

—No sólo posee la condesa vastísimos territorios, sino una fortuna en dinero que asciende a más de cuatrocientos mil ducados. Vuestra Alteza necesita mucho dinero para pagar el ejército que tenemos en Bérgamo… y no creo pueda obtener fondos del Tesoro… habría que imponer nuevos tributos… y esto no hace popular a un flamante soberano. Es decir, que la condesa os trae, además de territorios y dinero, los soldados que necesita Vuestra Alteza —y acentuando la sonrisa, añadió Bellarión—: Creo no podrá encontrar Vuestra Alteza novia con tan rico dote.

—¿Novia? —y el joven sorprendido, casi aterrado, repitió—: ¿Novia?

—Supongo que no os contentaréis con menos, señor, y que apreciaréis las ventajas de tener una mujer hermosa y un riquísimo patrimonio que unir al vuestro.

El príncipe le había escuchado con ojos y boca abiertos. Cerró por fin los labios, y lamiéndoselos con gesto pensativo, observó:

—Me aconsejáis que me case con la viuda de Facino, pero es que me dobla la edad.

—Yo no aconsejo nada, Alteza —contestó Bellarión riendo—. Nada tengo que aconsejar… ni aún conozco la opinión de la interesada. Pero si ella tiene ganas de ser duquesa de Milán, debe facilitarnos los medios para que vos seáis duque de Milán.

Filippo María se incorporó de súbito; su frente estaba perlada de sudor, que enjugó, sin cuidarse de descomponer el flequillo que tan mal le sentaba. Tras de una breve vacilación, durante la que sus ojos tomaron inusitada brillantez, llevó de nuevo la mano a la campanilla, sin que por esta vez se lo estorbará Bellarión, que en el ademán de conde vio que rendía la fortaleza a la avaricia y la lujuria que él había logrado despertar.

Despidióse, con el triste convencimiento de que la ambición y la vanidad harían ceder a la viuda.

Su tarea estaba cumplida: Beatriz realizaría el sueño que desde tanto tiempo atrás acariciaba, y en el mismo hallaría su castigo.