A hacía tiempo que había entrado el nuevo año y el invierno iba retirando su mano de hierro de las sombrías selvas que rodean a Pavía, antes de que Bellarión estuviera en condiciones de abandonar el soberbio castillo de Filippo María. Pero la pierna se le había curado bien; la rodilla recobró todo el juego y sólo le quedaba una levísima y temporal cojera.
Entonces pensó en reunirse al ejército, desoyendo las objeciones del príncipe, que sentía separarse del que tanto animaba la soledad en que lo había dejado la marcha de la condesa y de los príncipes de Montferrato.
Pero estaba escrito qué, Filippo María no quedaría solo. Justamente en la víspera de la proyectada partida de Bellarión, fue traído Facino con un nuevo ataque de gota, cuando iba a recoger el fruto de su paciente labor.
El enfermo había perdido mucho en peso; su rostro estaba grisáceo y su cabello, casi blanco, pero su ánimo seguía indomable y protestando contra la forzada inercia de la carne.
Le acostaron en cuanto llegó, porqué le atormentaba la gota, a la qué dedicaba los epítetos más insultantes que sabía.
—¿Pero dónde está Mombelli? —preguntó Bellarión, que estaba junto con Filippo María, a la cabecera de la regia cama de caoba ocupada por el enfermo, en la amplia habitación destinada a éste.
—¡Cargue el diablo con su alma! —contestó el paciente—. Hace cosa de un mes, ya entonces estaba bien, que me dejó, llamado por Gian María que deseaba nombrarle médico de cámara. Ya he mandado por él; mientras tanto, traedme a cualquier matasanos que me alivie un poco —la fuerza de los dolores le hizo lanzar varios rugidos, y serenándose después, añadió—: Es una suerte el que ya estés restablecido, porque te necesito en Bérgamo. He dejado el mando a Carmagnolo, pero con orden de que te lo entregue en cuanto llegues.
Esta orden no estaba de acuerdo con la voluntad del brillante oficial, como lo demostró a la llegada de Bellarión, pero no se atrevió a desobedecerla.
El nuevo jefe examinó las disposiciones, y sin cambiar ninguna, llevó adelante el plan concebido por Facino. El cerco debía mantenerse como estaba y dado la escasez que reinaba en la plaza, no se perderían muchas vidas al dar el asalto.
Una semana había transcurrido desde que Bellarión llegó al campamento, cuando entró en éste un jinete que, por su cansancio, y el mucho barro que le cubría, demostraba venir de lejos.
Llevado por los guardias a la amplia tienda ocupada por el sucesor de Facino, el enlodado jinete resultó ser el menudo o impulsivo Posteria de Venegono.
Levantóse Bellarión del lecho, cubierto con rica piel de oso negro, cerró la copia de las Sátiras de Juvenal, principesco regalo de despedida de Filippo, y con un ademán despidió a los dos suizos.
—Malas nuevas traigo, señor, conde —dijo Pusterla en cuanto estuvieron solos—. Pero dadme de beber… Vengo sin descansar desde Pavía.
—¡Desde Pavía! —exclamó el joven, alarmado; pero sin olvidar las necesidades de su huésped— le condujo a una amplia mesa que ocupaba el centro de la tienda, sobre la que había un jarro de vino y varios vasos de oro; llenó uno de ellos, que Venegono apuró con ansia, después de decir:
—¡A vuestra salud!
Bellarión le ofreció una silla, y sentándose él sobre la piel de oso, preguntó:
—¿Qué ocurre en Pavía?
—Nada…, todavía no ocurre nada. Yo fui allí para advertir a Facino de lo que ocurre en Milán… pero el hombre está enfermo… No puede hacer nada y por eso he venido aquí —y deteniéndose un momento para respirar, añadió—: Della Torre ha vuelto a Milán, llamado por el duque.
Bellarión, que esperaba algo más, preguntó:
—¿Y eso es todo?
—¿No os parece bastante?… ¿No sabéis que ese condenado güelfo, a quien, debimos retorcer el pescuezo en lugar de desterrarle, es el principal enemigo de Facino, y por consiguiente, de los gibelinos? ¿Olvidáis que Gian María es una criatura venenosa?… En el caso de que le pasara algo a Facino…
—¿Qué le puede pasar a Facino? —interrumpió con violencia Bellarión—. ¿Qué queréis decir?… ¡Hablad!…
Venegono le miró entre enfadado y entristecido:
—¿Dónde está Mombelli? —preguntó a su vez—. ¿Por qué no está al cuidado de Facino que tanto le necesita?
—¿Cómo?… ¿No ha llegado aún?
—Más, ¿por qué se ha marchado?… El duque le llamó para hacerle médico de cámara… Un pretexto para privar a Facino de sus servicios… ¿Sabéis que no se le ha visto desde que llegó a Milán… y que corre el rumor de que ha sido asesinado por el duque?
Tras de pensar un instante, dijo Bellarión:
—Si Gian María quisiera atacar a Facino, buscaría medios más eficaces… Pero aún no me habéis dicho lo que queréis de mí.
—Que tomando un fuerte destacamento de tropa os presentéis en Milán para dominar al duque, ahorcar a della Torre…
—Nada puedo hacer sin órdenes de mi padre y señor, que me ha enviado aquí para tomar a Bérgamo.
—Entonces será demasiado tarde.
Todos los apremiantes ruegos del fogoso gibelino fueron inútiles para sacar a Bellarión del estricto cumplimiento de su deber. Por fin se marchó Venegono desesperado, y repitiendo que el padre y el hijo estaban atacados de la ceguera que Dios envía a los que quiere perder.
Bellarión sólo vio en los lamentos de Venegono el deseo de emplearle en una venganza personal, y tres días más tarde recibió una carta que le confirmó en esa creencia.
Estaba firmada por Facino, pero escrita con la esquinada letra de Beatriz, que había acudido desde Melegnano para cuidar a su esposo. Se informaba a Bellarión de que había llegado Mombelli y de que Facino contaba con restablecerse pronto. Ya había experimentado una visible mejoría.
—Esto, para que diga Venegono que había sido asesinado —díjose Bellarión, riéndose de los rumores propalados por el exaltado gibelino.
Pero varió de opinión al recibir dos días después unas líneas escritas y firmadas por la condesa:
Facino desea veros sin tardanza —decía Beatriz—. Mombelli desconfía de salvar su vida. Acudid pronto, o llegaréis tarde.
Esta llamada le produjo hondísima emoción.
Los que le calificaban de calculador sin alma, hubieran cambiado de opinión al ver las sinceras lágrimas que brotaban de sus ojos a la sola idea de perder al hombre que tanto quería y respetaba.
En el acto mandó que se presentara Carmagnolo, a quien encargó del mando, pidiéndole que dispusiera un buen caballo para él y veinte lanzas de escolta. Éstas le siguieron a distancia, pues él galopó como si estuviera poseído por el diablo. En tres horas cubrió las cuarenta millas que separaban Bérgamo de Pavía, y dejando el caballo medio muerto en el patio del castillo, sin detenerse a saludar al príncipe, corrió a la cámara del enfermo.
Bajo las colgaduras de damasco del monumental lecho de caoba, encontró a su padre adoptivo inmóvil; las únicas señales de vida eran el estertor que alzaba su pecho y el fuego de los ojos que brillaban bajo las pobladas cejas.
Bellarión dobló la rodilla junto al lecho, y entre sus dos manos, tan calientes y fuertes, cogió la helada diestra que pesaba sobre la colcha.
La canosa cabeza rodó sobre la almohada; la sombra de una sonrisa animó fugazmente la rugosa faz, y los fríos dedos estrecharon las manos de Bellarión.
—Bien, hijo mío, no has perdido tiempo —dijo el moribundo con voz débil—, y no hay tiempo que perder… Esto va de prisa… Mombelli dice que la gota me sube al corazón.
El joven levantó la cabeza; al otro lado de la cama estaba Beatriz, pálida y turbada, el médico se apoyaba en los pies, y en el fondo había un criado.
—¿Es eso cierto? —preguntó en voz baja Bellarión a Mombelli.
—Dios sobre todo —formuló el facultativo de modo casi ininteligible.
—Diles que salgan —dijo Facino—. El tiempo es corto… y yo quiero hablar… contigo… y comunicarte mis últimas disposiciones.
Éstas fueron muy breves: rodujéronse a encargar a Bellarión que protegiera a la condesa y guardara fidelidad a la casa reinante en Milán.
—Al morir Gian Galeazzo —murmuró Facino— me encargué de sus hijos… y ya puedo ir a su encuentro… con la conciencia limpia. Acuérdate siempre de que Gian María es el duque de Milán, y sírvele con la lealtad que tú quisieras encontrar en tus capitanes.
Habiendo manifestado el enfermo deseos de dormir, Bellarión salió a la inmediata galería, donde encontró al médico.
—Volved al lado de mi padre —le dijo Bellarión—, yo me quedo aquí, llamadme si teméis algo.
Media hora más tarde volvió Mombelli, diciendo:
—Se ha dormido, y la condesa está con él.
—¿No será el fin?…
—Aún no… Tal vez dure un par de días.
Bellarión clavó los ojos en el médico, mirándole atentamente, por la primera vez después de su llegada.
Mombelli era hombre de unos treinta y cinco años. Había sido de recia figura, un poco inclinado a la corpulencia, de tez rubicunda, grandes y blancos dientes y brillantes ojos oscuros. Ahora Bellarión contemplaba un cuerpo flaco que se perdía entre los pliegues de su negra hopalanda. La tez estaba marchita, los ojos apagados, pero lo más extraño de todo era que hasta las líneas del rostro habían cambiado; la boca estaba hundida y los narices y la barbilla casi se tocaban, como las de un viejo decrépito, que silba con dificultad las palabras entre sus desdentadas encías.
—¡Por el Santo Sacramento!… ¿Qué os ha pasado? —preguntó Bellarión.
Mombelli se estremeció, ante la perspicaz mirada que parecía querer investigar su alma, y tartamudeó:
—Yo… he… he… estado… enfermo…, muy enfermo…
—Pero ¿y los dientes?
—Los perdí… ya lo veis… consecuencias de la enfermedad.
Una horrible sospecha nació en la mente del joven, aumentada por los rumores a que aludió Venegono. Asió al médico por un brazo y a pesar de su manifiesta resistencia, le llevó ante uno de los ventanales de la galería.
—¿Qué nombre tiene vuestra enfermedad? —preguntó.
Mombelli, que no estaba preparado para la pregunta, contestó titubeando:
—Mi enfermedad… era… algo así… de carácter…
Sin darle tiempo a terminar, preguntó de nuevo Bellarión:
—¿Y el pulgar?… ¿Qué tenéis en ese dedo?
Los ojos del médico expresaron terror. Chocaron sus desdentadas encías, y apenas él pudo contestar:
—No es nada… un rasguño… sin importancia.
—Quitaos la venda…
—¿Oís?… y sea pronto.
Mombelli, temblando, obedeció, y el dedo quedó descubierto.
Bellarión se puso pálido y sus ojos lanzaron terrible mirada.
—¡Os han dado tormento! —exclamo—. Gian María os ha hecho sufrir su Cuaresma.
La Cuaresma inventada por el duque era un tormento que duraba cuarenta días. Cada día se arrancaban dientes a la víctima, seguían las uñas, después los ojos y, por último, la lengua. No pudiendo ya el atormentado declarar, se le concedía por fin, la merced de la muerte.
Los lívidos labios de Mombelli se movieron frenéticamente sin que de ellos saliera ningún sonido, y ante aquella irresistible mirada, que parecía arrancarle las palabras, retrocedió hasta tropezar con la pared.
—¿Para qué os ha torturado?… ¿Qué exigía de vos?
—Yo no he dicho que me haya torturado… No es cierto.
—No lo habéis dicho…, pero yo lo veo… ¿Por qué ha sido? —y poniendo su fuerte mano sobre el hombro del médico, le sacudió diciendo: ¡Responded!
—¡Oh, Dios mío! —gimió el infeliz, que parecía próximo a desmayarse. Pero en el rostro de Bellarión no había piedad, y llevando casi a rastras al desgraciado, le obligó a bajar la escalera que conducía al patio, y al primer grupo de soldados que encontró les hizo entrega del harapo humano y dijo:
Llevadle a la cámara del tormento.
Mombelli, al cabo de sus fuerzas, lanzaba inarticulados gemidos que, a pesar de ser desgarradores, no conmovieron al joven. Hizo éste una seña, y los soldados llevaron en volandas a Mombelli a un cuarto de piedra bajo la torre del Este. En el centro alzábase el fatídico artefacto conocido por el nombre de potro.
Bellarión dio, la orden de desnudarle y extenderle sobre la cruel máquina. Los soldados no gustaban de ejercer de verdugos, mas atemorizados por el terrible aspecto del joven condottieri, obedecieron sin replicar. Ya tenían al médico medio desnudo, cuando éste se les escapó dé las manos, y fue a arrojarse a los pies dé Bellarión, exclamando:
—¡En nombre del dulcísimo Jesús!, señor, tened piedad de mí… No puedo más… Ahorcadme si queréis… pero basta de torturas.
Bellarión le miró con el alma lleno de compasión, mas sin que su rostro ni su voz lo demostrara, contestó:
—Confesad la verdad y se os ahorcará sin nuevos sufrimientos. ¿Por qué os ha atormentado duque y por qué ha suspendido la tortura?… ¿A qué os habéis comprometido?
—Ya veo que habéis adivinado, señor, y por eso me tratáis así. Pero bien, sabe Dios qué no es justo… ¿Qué no soy más que un pobre hombre dé ciencia, cogido en el férreo engranaje de los intereses ajenos?… Mientras que Dios me ha dado fuerzas, he resistido… pero no pude más. Yo hubiera soportado sin vacilar la muerte…, pero, llegué al cabo de mi resistencia… ¡Ay, señor!… Si yo hubiera sido un miserable no me habrían torturado. Me ofrecieron mucho más de lo necesario para deslumbrar a un hombre de mi esfera. Cuando rehusé, me amenazaron con la muerte si no prestaba ayuda a sus infames deseos.
Desafié las amenazas, Entonces me sometieron a esa prolongada agonía que el duque impíamente llama su Cuaresma. Me arrancaron los dientes con despiadada violencia, dos cada día, hasta que no quedó ninguno. Quebrantado y muerto de hambre como estaba, por quince días de continuos padecimientos, empezaron con las uñas, pero al arrancarme la del pulgar izquierdo… no pude más… y transigí con la infamia, que me proponían.
Bellarión hizo una seña a los soldados, que levantaron y sostuvieron al infeliz.
—Es decir, que accedisteis a envenenar a mi padre y señor, bajo el pretexto de asistirle… ¿Quién os exigió ese crimen?
—El duque y Antonio della Torre.
Bellarión recordó las advertencias de Venegono.
—Vuestros sufrimientos —dijo— merecen compasión, y no os faltará con tal de que reparéis el daño causado.
¡Ay, señor! —gimió Mombelli, retorciéndose las manos con desesperación—. No hay antídoto para ese veneno. Obra lentamente, pero es infalible… Ahorcadme, señor, y concluyamos de una vez…, ya debía haberlo hecho yo, si fuera menos cobarde… El duque me aseguró que mi muerte no salvaría al señor conde, pues le sobraban medios para despacharle.
Bellarión, vacilaba entre el asco y la compasión, mas ni por un momento pensó en ahorcar a la desdichada víctima del infernal Gian María. Con voz mesurada, dijo:
—Ponedle sus ropas y tenedlo encerrado hasta nueva orden —y salió de la cámara subterránea, tomando lentamente el camino del piso principal.
Al llegar al patio, su resolución estaba tomada. Aunque arriesgará la cabeza, el duque pagaría su, crimen, y por la primera y única vez en su azarosa carrera, tomaría una decisión qué no se relacionaba con los fines a que había consagrado su vida.
Firmemente dispuesto a ejecutarle sin haber comido, ni descansado un instante, el mismo día por la tarde le encontramos de nuevo a caballo camino de Milán.
Pensaba Bellarión que sería el primero en llevar las nuevas del desesperado estado de Facino, pero los rumores llegaron un día antes que él, y no decían que estuviera moribundo, sino que estaba muerto.
En todos los casos que describe la Historia de la justicia que alcanza a los que ofenden a Dios, no hay ninguno tan convincente como el de Gian María Visconti.
Ya éste, el día anterior había recibido noticias no sólo de Mombelli, sino también de un espía colocado entre la servidumbre de su hermano, dando cuenta de que el veneno obraba y los días de Facino estaban contados. La seguridad de verse libre del que durante tantos años le había tenido sujeto, como San Miguel al diablo, causó tan insensata alegría al desnaturalizado muchacho, que, incapaz de reprimirla, habló aquel mismo día de la próxima muerte de Facino. La noticia pasó de la corte al pueblo, y el sábado por la mañana lo sabía todo Milán, llevando la consternación a la ciudad entera, Facino ausente y desposeído de poder, aún seguía siendo la esperanza de los milaneses, que esperaban con ansia su vuelta, sabiendo que tenían en él su más firme apoyo contra los brutalidades y criminales locuras del duque. Pero Facino muerto equivalía a sufrir la desatada bestialidad del sádico inconsciente que tenían por soberano… era el fin del mundo. La desesperación se asentaba en todos los corazones. Si alguien se lo hubiera contado al duque, tal, vez habría reído, pues le faltaba la inteligencia para comprender que los hombres desesperados son los que traen las catástrofes.
Y en el acto, mientras que las masas aletargadas de estupor permanecían en sombría inercia, unos cuantos, haciéndose cargo de la situación, decidieron obrar sin demora.
Éstos eran miembros de las primeras familias gibelinas. Entre ellos se contaba a Mantegazza, el capitán de guardias que aún llevaba en el rostro la señal del guantelete del duque; y el más fogoso entre todos ellos era el impetuoso Pusterla de Venegono, cuya familia tanto había sufrido por las injusticias ducales.
Nadie sospechaba que el mismo duque fuera responsable de la muerte de Facino. Era sencillamente que la muerte de Facino creaba una situación que sólo se podía resolver con la supresión de Gian María, y éste mismo había creado la situación con sus inicuos manejos.
Resumiendo en pocas líneas una página de la Historia, diremos que en la mañana del lunes, al salir el duque para ir a la Iglesia de San Gotardo, bizarramente ataviado con sus alegres colores rojo y blanco, halló su antecámara invadida por un grupo de caballeros de los que no solían frecuentar su corte. Mantegazza, a quien estaba encomendada la guardia de la puerta, era el responsable de su presencia en tal sitio.
Antes de que el duque pudiera darse cuenta de la desacostumbrada concurrencia, tres de sus miembros saltaron sobre él.
—¡Toma, en nombre de los Pusterla! —exclamó el feroz Venegono, clavando su daga al duque en un ojo, y aun antes de caer, Antonio Bagio le hundió su acero en el muslo derecho, y con eso, la pierna, cubierta con media blanca, pronto estuvo tan roja como su compañera. Consecuencia de lo ocurrido fue que Bellarión encontrara cerrada la Puerta Tesinesa y sólo obtuviera entrada después de probar que era lugarteniente de Facino; entonces le enteraron de lo ocurrido.
La ironía del acontecimiento le arrancó una amarga sonrisa.
—¡Pobre loco! —fue su comentario—. No sospechó que al torturar a Mombelli estaba firmando su sentencia de muerte.
Bellarión siguió por calles cuajadas de una multitud armada y excitadísima. Antes la puerta rota de una casa medio derruida colgaban algunos sangrientos despojos de lo que había sido un hombre. Era todo lo que quedaba del gigantesco Squarcia, del infame jefe de jauría, que la tarde anterior había sido despedazado por el populacho, y cuyos restos colgaban ante su destrozada vivienda.
Antes de entrar en Palacio, Bellarión pasó por la Iglesia de San Gotardo: en el centro de su nave principal yacía el cadáver del duque, bajo el montón de rosas que dejó caer sobre él una mujer. De allí entró en el Broletto por la puerta de las caballerizas, y dándose a conocer, obtuvo un buen caballo con el que, por segunda vez en las mismas veinticuatro horas, galopó las veinte millas que separan Milán de Pavía.
Ya era más de medianoche, cuándo tan cansado que le costaba trabajo tenerse en pie, entró en el dormitorio de Filippo María, precedido por un criado que encendió la luz.
El príncipe se sentó en la cama mirando con sorpresa aquella arrogantísima figura, casi totalmente cubierta de lodo.
—¡Ah! ¿Sois vos, caballero Bellarión? Ya habréis oído que Facino ha muerto… ¡Dios haya acogido su alma!
La respuesta fue dada en voz ronca y dura.
—Y ya está también vengado, señor duque.
Un estremecimiento agitó el redondo rostro desde la colgante papada hasta el gorro de terciopelo negro. Con emoción que hacia temblar el falsete de su voz, preguntó:
—¿Qué decís?… ¿Señor… duque… a mí?
—Vuestro hermano ha muerto, señor, y sois duque de Milán.
Duque de Milán… yo… —y la grotesca faz reveló a un tiempo sorpresa, confusión y temor—. Y Gian María… ¿habéis dicho que ha muerto?
Bellarión contestó sin ambages.
—Unos cuantos caballeros de Milán le han enviado al infierno.
—¡Jesús María! —exclamó el príncipe dejándose caer temblando en la almohada; mas volviéndose a incorporar, añadió en tono de reproche—: Y vos, ¿cómo os atrevéis?…
Bellarión dejó oír una risa extraña… Se le habían anticipado… Quizá valía más así y no era necesario revelar sus intenciones.
—Ha sido asesinado cuando se disponía a ir a misa, a la hora aproximadamente en que yo llegué aquí de Bérgamo.
—Por un momento pensé… —murmuró el obeso príncipe—. Y Giacomo ha muerto… Dios le haya perdonado… Contadme cuanto sepáis.
Así lo hizo Bellarión, y después fue a descansar al aposento que le habían preparado.
¡Qué mundo éste! —díjose a sí mismo por el camino—. Razón tenía el buen abad: Pax multa in celle, foris autem plurima bella.