Capítulo IV

EN el vasto parque de Pavía, los árboles despojados de hojas resaltaban sobre el suelo cubierto de espesa capa de nieve. Las impetuosas aguas del Tesino pasaban entre los cien pilares de granito qué sostenían su famoso puente cubierto, de 500 pies dé largo. Sobre éste, Pavía, la sabia, alzaba sus numerosas torres blanqueadas por la nieve hacia el grisáceo cielo de diciembre, y más alto aún veíase la formidable mole de su castillo, rojo como el coral, fuerte como él hierro, que era a la vez, inexpugnable fortaleza e incomparable palacio, cuyos esplendores merecieron ser cantados por Petrarca. Lo más notable del regio edificio era su biblioteca, amplia y cuadrada habitación, en una de las torres rectangulares, situadas en los cuatro ángulos del castillo. Entre un suelo de mosaico y un techo pintado al fresco, alineábanse los estantes, conteniendo unos 900 volúmenes de pergamino manuscrito, que merecían calificarse de compendio de la sabiduría humana.

Este aposento era el favorito del hijo menor del gran Gian Galeazzo, de Filippo María, conde de Pavía.

Allí le encontramos sentado junto a los troncos que ardían en la monumental chimenea, difundiendo calor por toda la estancia. Con él, jugaba al ajedrez el caballero Bellarión, conde de Gavi, uno de los nuevos amigos que hablan invadido la salvaje soledad en que se encerraba como en una concha. Los demás, la hermosa condesa Biandrate, la rubia princesa Valeria y su hermano, cada día más robusto y guapo, estaban algo apartados, delante de una ventana de las cuatro que daban paso a la luz en la biblioteca.

Valeria, inclinada sobre un bastidor, bordaba con sedas y oro un paño de altar destinado a San Pietro del Ciel d’Oro. Bostezaba Beatriz sobre una copia del Trionfo d’Amore, de Petrarca, y el mancebo ocioso seguía con mirada distraída los ágiles dedos de su hermana.

Levantóse el marquesito y arrastrando una silla fue a sentarse entre los jugadores para observar la partida.

Al lado de Bellarión había una muleta, y su Pierna izquierda, rígidamente extendida, explicaba el porqué estaba él allí, en aquel día de diciembre, en vez de hallarse en las montañas de Bérgamo, tomando parte en la campaña contra Malatesta. Había sufrido la pena en que suelen incurrir los precursores. Después de demostrar a sus contemporáneos el partido que se puede sacar de la infantería, volvió sus actividades a la naciente artillería. Instaló un par de baterías al pie de las murallas de Bérgamo, con intención de abrir brecha en ellas, pero reventó la lombarda durante la operación, matando a dos soldados y rompiendo una pierna a nuestro héroe. De este hecho concluyó Facino que la artillería sólo era peligrosa para los que la manejaban. El mismo Mombelli le entablillo la pierna, y cuidadosamente colocado en una litera, fue enviado a Pavía para restablecerse. Su marcha del ejército fue muy sentida, con dos excepciones: la de Carmagnolo, cuyo carácter le hacía estar en constante pugna con su afortunado compañero de armas, y la de Filippo María, que descubrió en el herido un formidable jugador de ajedrez que llegaba a superarle. La princesa Valeria recibió con desagrado la noticia de que el hombre que tanto desprecio y desconfianza le inspiraba habitaría durante una temporada bajo el mismo techo que ella. Gian Giacomo, que había concebido sincero afecto por Bellarión, pugnaba en, vano por combatir los arraigados prejuicios de su hermana.

Cuando él insistía en que, gracias a Bellarión, había escapado a la funesta, tutela de su tío, Valeria le reprochaba con vehemencia su excesiva credulidad.

—Eso es lo que ese intrigante nos quiere hacer creer. En ese caso, no hizo más que cumplir las órdenes del conde de Biandrate… Todos sus actos llevan el sello de la nativa doblez de su carácter.

—Vaya… vaya… Valeria, no negarás lo que toda Italia proclama: que es uno de los primeros capitanes de la época.

—¿Y cómo ha llegado a serlo?… ¿Por sus caballerosas cualidades o virtudes militares?… Todos sabemos que sólo ha sido por su habilidad en las trampas y ardides.

—Ya se conoce que has hablado con Carmagnolo Seguro estoy de que daría un ojo de la cara por tener la inteligencia de Bellarión.

—No eres más que un chiquillo —replicó ella con cierta aspereza.

—Y Carmagnolo es un hombre y además muy guapo.

Ruborizóse la princesa por el malicioso tono de su hermano. En sus irregulares visitas a Pavía, el brillante oficial habíase mostrado muy rendido con la joven princesa, desplegando todas sus artes de pavo real para deslumbrarla.

—Es todo un caballero —replicaba calurosamente ella— y mejor es confiar en un soldado franco y valiente que en un tortuoso intrigante cuya falsedad ha sido tantas veces probada.

—Si sus manejos tienen por fin inutilizarme en provecho de mi tío, convengamos en que desperdicia muchas ocasiones.

Valeria miró al joven con lástima.

—Bellarión nunca, descarga el golpe en donde amenaza… No soy yo quien lo dice: lo afirman todos.

—¿Y dónde supones tú que lo quiere descargar?

La expresión de los profundos ojos se hizo más pensativa al decir:

—¿Y si se hubiera propuesto acabar con nosotros, y más tarde deshacerse de nuestro tío y ocupar él nuestro sitio?… ¿Y si, aspirara a un trono?

Gian Giacomo objetó riendo que la idea era tan fantástica como traída por los cabellos.

—Si hubieras estudiado sus procedimientos, Giannino, seguramente no te reirías. Mira cómo ha sabido manejar su propio avance. Cuatro años le han bastado para, de oscuro estudiante, sin nombre ni dinero, llegar a ser el caballero Bellarión Cane, jefe de la famosa «Compañía del Perro Blanco», y flamante conde Gavi.

Una persona había junto a ella que hubiera podido corregir su errado juicio, y ésta era la esposa de Facino, que conocía los móviles que habían dictado la conducta de Bellarión, pero la bella condesa guardábase muy bien de hacerlo.

Una vez que los dos hermanos discutían acerca de Bellarión en su presencia, dijo ella a Valeria:

—Mucho, le odiáis, según parece.

—¿No haríais vos lo mismo en mi lugar?

Y Beatriz, mirándola con sus verdes ojos, respondió con enigmática sonrisa:

—Sí…, en vuestro lugar haría lo mismo.

El tono y la sonrisa intrigaron a Valeria durante muchos días, pero el orgullo le impidió pedir explicaciones a la condesa.

Cuando, tras de cuatro semanas de cama, Bellarión empezó a moverse por el castillo. Valeria le mantuvo a distancia con una glacial cortesía, que es quizá, la peor de las hostilidades.

Si esta conducta ofendió a Bellarión, no dio la menor señal para demostrarlo. Era (y en esto residía gran parte de su fuerza) un hombre muy paciente, estaba seguro de que llegaría el día de la justicia para él.

Mientras tanto acomodaba su conducta a la de ella, no buscaba su compañía; ni la dé nadie, excepto la dé joven conde de Pavía, con quien entablaba frecuentes partidas de ajedrez o discutía sobre algún interesante manuscrito de la rica biblioteca.

Hasta la llegada de Bellarión, el conde se juzgaba a sí mismo invencible campeón del tablero, mas pronto se convenció de que sus conocimientos eran elementales. Había vencido con facilidad a sus anteriores adversarios, pero ahora sudaba y soplaba ante aquellas inexorables piezas, en cuyos movimientos leía su inevitable derrota.

Pero en el día en que le encontramos gruñía menos que de costumbre. Había dado un hábil ataque al flanco de su contrario, y por primera vez, después de varias semanas, veía la victoria al cabo de unas cuantas jugadas.

Aunque pasaba poco de los veinte años, tenía la figura de un cerdo. De mediana estatura, parecía alto cuando estaba sentado, por lo largo del adiposo y panzudo cuerpo. Sus extremidades eran cortas y mal formadas, y su rostro redondo y pálido como la luna llena, provisto de una enorme papada, que le caía en arrugas de grasa a lo largo del cuello. El pelo, negro y muy corto, parecía un gorro de terciopelo, y los ojos pequeños, muy negros y sin brillo, como los que tienen los lagartos, delataban la sádica crueldad, común a todos los hombres de su raza.

Para guardarse de un alfil, Bellarión avanzó un caballo, y la carcajada del príncipe resonó en toda la silenciosa habitación. Aquella risa, que pocas veces se oía, tenía un timbre casi femenino, y también era su voz de falsete, con la que dijo:

—No tratéis de dilatar lo inevitable, Bellarión —y se comió el caballo.

Pero el avance de éste, que al conde le pareció puramente defensivo, sirvió para dejar libre el campo a la reina. Avanzó Bellarión la mano, una hermosa mano de hombre en la que, brillaba un soberbio zafiro rodeado de diamantes, y llevando su reina al otro lado del tablero, dijo con voz tranquila:

—Jaque mate, señor príncipe.

Filippo María quedóse mirando al tablero sin dar crédito a sus ojos y con las colgantes mejillas trémulas.

—¡Dios os confunda, Bellarión!… Siempre hacéis lo mismo. Yo planeo, medito mis jugadas, mientras que vos en apariencia sólo estáis a la defensiva, y de súbito me pulverizáis con un ardid.

La princesa levantó la vista del bastidor al oír esa palabra, y Bellarión intercepto la mirada que le dirigió. Comprendiendo su significado, la contestó al mismo tiempo que a Filippo:

—En el campo de batalla los enemigos me acusan con la misma palabra, pero los de mi campo celebran mi ingenio —y añadió riendo—: El aspecto de un hecho suele depender del punto desde que se mira.

El príncipe, seguía con la cabeza bajá, y el humor negro.

—No juego más por hoy anunció.

Levantóse la condesa, haciendo crujir el recio damasco negro y oro de su vestido, y se acercó diciendo:

—Recogeré el tablero ¡Qué juego tan pesado y aburrido! No sé cómo podéis perder tantas horas en él.

Filippo María levantó los opacos ojos, que chispearon al fijarse en las elásticas y provocativas líneas de Beatriz. No era la primera, vez que observaba esto el vigilante Bellarión, ni la primera ve que, la esposa de Facino desplegaba sus artes de coqueta, para provocar aquella mirada. Acercóse ella para recoger, el tablero, permitiendo que las miradas del príncipe se clavaran en el marfil de su garganta, revelada por lo bajo del escote.

—Es humano el despreciar lo que no se entiende —contestó Bellarión.

—Ya suponía yo que defenderíais el juego que domináis Eso es lo que os gusta, Bellarión, dominar en todo.

—¿Acaso no es un sentimiento natural?… Vos misma, señora, ¿no os complacéis con el poder que os da vuestra hermosura?

Mirando a Filippo, que bajó los pesados párpados, dijo Beatriz:

—Bellarión se vuelve cortesano, señor; me encuentra hermosa.

—Tendría que ser ciego sí no lo hiciera —contestó el obeso mancebo en un arranque de atrevimiento, cuya reacción fue un acceso de timidez que encendió la enfermiza palidez de su rostro.

La dama entorno los ojos, hasta que el doble arco de sus largas pestañas formó una línea negra sobre el terciopelo de sus mejillas:

—Es un juego muy propio de príncipes —intervino el marquesito.

—Por lo menos, enseña una moral amarga, —contesto Filippo—. Mientras que el Estado depende del príncipe, éste depende de los demás, y por sí solo tiene poco más poder que uno de sus peones.

—Para enseñar esa lección a un déspota —dijo Bellarión—, fue para lo que un filósofo oriental inventó el juego.

—Y la pieza más importante, lo mismo en el Estado que en el tablero, es la reina, es decir, la mujer —añadió Filippo, mirando de nuevo a la condesa.

—¡Ah!… Bien conocía el mundo ese viejo oriental —rió Bellarión.

Mas no siguió riendo al observar que, con el correr de los días, aumentaba la lascivia en la mirada del príncipe, y la provocativa coquetería de Beatriz.

Una mañana que encontró sola a la condesa en la biblioteca, descubrió las baterías que había preparado.

Acercóse a la ventana junto a la que Beatriz estaba sentada. La nieve había desaparecido barrida por la lluvia, y desde que ésta empezó a caer, una grisácea capa de escarcha cubría la tierra.

—Mucho frío deben tener en el campamento de Bérgamo —observó Bellarión, dando como siempre un rodeo antes de empezar el ataque.

—Seguramente… Facino debía haberse retirado a sus cuarteles de invierno.

—Eso significaría emprender de nuevo en la primavera una tarea que está medio hecha.

—Pero con la gota y con las dolencias propias de su edad, hubiera sido más prudente.

—Cada edad tiene sus achaques, madonna, y no sólo son peligrosos los de la vejez.

—De vos brota la sabiduría como el sudor de los demás mortales —dijo ella con mordaz impaciencia—. Si yo fuera vuestro cronista, os llamaría el erudito soldado, o el filósofo del ejército.

—Bellarión, apoyado en su muleta y en la pierna sana, la contempló un instante, diciendo con un suspiro:

—¡Sois muy hermosa, madonna!

—¡Dios nos asista! —exclamó Beatriz levantando la cabeza—. ¿Resultará al fin que el erudito no es más que un hombre?

—Y vuestra boca demasiado perfecta para destilar acíbar.

—La boca, ¿eh?… Veamos, ¿qué otra parte de mi persona halla gracia a vuestros ojos?

—Mis ojos son harto circunspectos para mirar con avidez al cercado ajeno.

Ella le miró entre sorprendida y alarmada, y la ola de sangre que invadió su rostro fue la prueba de que le había comprendido. Él se sentó en una silla, cuidando de no doblar la pierna herida.

—Decía, madonna, que debían sentir mucho frío en el campamento de Bérgamo —y tras una breve pausa, añadió—: Y que será muy duro para vos el cambiar las comodidades de Pavía por aquellas inclemencias.

—¿Deliráis acaso?… No he pensado en tal cambio.

—Pero yo lo he pensado por vos.

—¡Vos!… ¡Santa María!… ¿Qué derecho tenéis sobre mí?

—Allí hará mucho frío…, pero eso os sentará bien. Esperemos que el frío despierte en vos el sentimiento del deber hacia vuestro legítimo dueño y señor.

Levantóse ella, trémula de rabia, como si le quisiera pegar.

—¿Habéis venido aquí para espiarme? —preguntó.

—Naturalmente, y ahora ya sabéis por qué me rompí la pierna.

—Razón tiene la princesa Valeria en despreciaros como lo hace —balbuceó Beatriz.

Una tristeza infinita se reflejó en los ojos de Bellarión.

—Si fuerais generosa, madonna…, si fuerais por lo menos honrada, corregiríais esa opinión en vez de compartirla, pues bien sabéis que es injusta… Pero no sois honrada: sí lo fuerais, no necesitaría yo estar hablando ahora en defensa del honor de vuestro ausente esposo.

—¿Y sois vos el que me acusa de no ser honrada? —preguntó Beatriz con más pena que indignación mientras que el brillo de las lágrimas acentuaba el verde esmeralda de sus ojos—. Dios sabe que con vos siempre he sido leal, Bellarión… ¡Desgraciada de mi! —exclamó con un grito de alma herida, dejándose caer en una silla. La compasión, hacia sí misma borraba los demás sentimientos—. ¡Soy la mujer más digna de lástima de la tierra!… Vos. Bellarión…, vos que conocéis mi alma, no encontráis para mí más que crueles reproches.

El joven no se conmovió en lo más mínimo. La falta de lógica de aquellos lamentos le repelía como un defecto físico.

—Hablemos claro, madonna. La principal queja que tenéis de vuestro esposo es que no os ha hecho duquesa… Mas tal vez lleguéis a serlo, si tenéis paciencia.

Las lágrimas de Beatriz secáronse en el acto.

—¿Sabéis, algo? —preguntó ella con avidez.

El astuto mozo la engañó con esa ilusión, pero cuidando de no emplear palabras que le pudieran comprometer más tarde.

—Sería una lástima que perdierais esa oportunidad, y harto conocéis al conde para saber que al menor desliz os repudiaría. ¿Qué sería de vos entonces?… Por eso, yo, que soy vuestro amigo, os lo advierto y os aconsejo el campamento de Bérgamo.

Beatriz se enjugó los ojos, haciendo desaparecer toda traza de lágrimas, y acercándose a Bellarión, le cogió la mano, diciendo con tierno acento:

—Gracias, amigo mío… No temáis nada de mí —y cambiando de tono, preguntó—: ¿Qué os ha dicho Facino? ¿Cuáles son sus intenciones?

—¡No… no! —interrumpió el embustero—. No puedo hacer traición a su confianza —y cambiando el tema, añadió—: Me decís que nada tema de vos, ya lo sé…, pero los príncipes son gente sin escrúpulos ni consideraciones… y no quiero veros en peligro.

—¡Oh!… Pero Bérgamo… Un campamento en invierno…

—No necesitáis ir tan lejos, ni dormir bajo una lona. El castillo de Melegnano está a vuestra disposición…

—Estaré tan sola…

—Llevaos a los príncipes de Montferrato. Vamos, madonna… ¿Vais a jugar ahora con la suerte?… No comprometáis un glorioso destino por las galanterías de un príncipe gordinflón.

Ella le miró, palpitante de ambición, y con tono de ruego, le dijo:

—Pero…, ¿qué sabéis de las intenciones del conde?… Decidme…

—¿No os he dicho ya bastante?

La entrada de Filippo María evitó nuevos esfuerzos a la imaginación del joven, que aguantó imperturbable el mal gesto que puso el príncipe al ver a la condesa y a él tan juntos y al parecer en tan íntimo coloquio.

En Beatriz la ambición superaba a la vanidad, y por no malograrla se retiró al castillo de Melegnano cual aconsejó Bellarión. Éste se quedó muy satisfecho de haber ganado la batalla, sin importarle haber obtenido el triunfo por medio del engaño.