L resto de este asunto, es decir, la campaña contra el ambicioso vicario del Rey de Francia, es materia histórica, que puede leerse en las crónicas de Maese Coiro y en otras varías.
A la cabeza de un poderoso ejército de nueve mil hombres, Facino avanzó sobre Génova, que se rindió sin resistencia. Al principio, la probabilidad del saqueó alarmó a los genoveses, que empezaron por enviar sus bienes y mujeres a los barcos del puerto, y después salieron parlamentarios para asegurar a Facino que sería muy bien venido si los libertaba del yugo francés, siempre que las tropas no entraran en la ciudad.
—El único motivo que me obligaría a ello —contestó Facino desde la litera en que le tenía recluido la gota (muy empeorada desde que salió de Alessandría)— sería el reforzar las justas aspiraciones del regenté de Montferrato. Pero si le aceptáis por príncipe, mis huestes no necesitan dar ni un paso más. Al contrario, dispondré que se retiren hacia Novi, para que os sirvan dé escudo contra la furia del mariscal francés cuando venga.
Así fue cómo Teodoro de Montferrato, con una fuerza de quinientos hombres, hizo su entrada triunfal en la ciudad, siendo aclamado como, libertador, en tanto que Facino y su ejército retrocedían hasta Novi para esperar al francés. Su paciencia no fue puesta a prueba.
La noticia de la toma de Génova cayó sobre Boucicault como un trueno cuando el cielo está despejado. Entre rabia y pánico, salió de Milán, llegando a marchas forzadas a las llanuras de Novi, en los que, su fatigado ejército halló cortado el paso. De allí en adelante el mariscal acumuló error sobre error. Habiendo sabido que Facino había tenido qué ser llevado a Génova y que el ejército estaba mandado por su hijo adoptivo, decidió atacar antes de que volviera el primero.
El terreno era excelente para la caballería, que formaba la principal fuerza francesa. Poniéndose a la cabeza de sus cuatro mil jinetes, Boucicault cargó a fondo sobre la infantería enemiga que constituía el centro. Poseída de pánico, sin duda, ante la furiosa acometida de las lanza francesas, empezó a ceder terreno, antes de estar en contacto con el enemigo. Los franceses, en su ciega exaltación, no se dieron cuenta de lo bien ordenada que era aquella pretendida fuga, ni de que sólo retrocedía el centro, mientras que ambos flancos, compuestos por la caballería manteníanse firmes, mandada el ala derecha por él piamontés y la izquierda por Carmagnolo, quien descontento por no, haberle sido confiado él mando supremo, no cesaba de criticar está disposición de fuerzas, contraria a todas las reglas conocidas.
Cada vez era más rápida la retirada de la infantería y cada vez aumentaba la fanfarrona confianza de los franceses, que a grandes voces se burlaban de un enemigo que huía como las liebres al sentir los cazadores.
Bellarión que cabalgaba a retaguardia de su fugitiva infantería, dijo una sola palabra al trompeta de órdenes que llevaba al lado, y éste dio un solo toque.
Antes de que se apagara el sonido, habíase interrumpir instantáneamente la retirada y los hombres de Koenigshofen hicieron frente doblando la rodilla los de las primeras filas y enristrando todos les picas germanas dé quince pies de largo. Contra ese muro vino a estrellarse el confiado ímpetu de los jinetes franceses, y en el primer contacto, más de un centenar quedaron fuera de combate, produciendo instantánea confusión en toda la carga.
—Esto —díjose Bellarión con sangre fría— enseñará al mariscal a tener en lo futuro más respeto a la infantería. Toca a la carga.
El trompeta dio un nuevo toque repetido tres veces, y cual había previsto Bellarión, su caballería atacó simultáneamente ambos flancos del enemigo. Sólo entonces, pudo apreciar Boucicault adónde le había llevado su exceso de confianza.
En vano trató de reorganizar sus huestes, que estaban copadas y deshechas. Luchando desesperadamente logró salvar su vida junto con otros cuantos, que emprendieron velozmente la fuga y se reunieron con la retaguardia de su ejército que avanzaba en socorro de los agredidos. Pero ya era demasiado tarde y nada quedaba por socorrer. Los sobrevivientes de la flor de las tropas francesas arrojaron las armas, aceptando el cuartel que se les ofrecía, y los reservas hallaron un ejército compacto y lleno de entusiasmo que las acuchilló sin piedad, hasta que el mariscal, derrotado en toda la línea, hubo de retirarse con los escasos resto de sus fuerzas.
—Una acción rápida, que ha sido un modelo de la armoniosa colaboración de las armas —así describió el propio Bellarión la batalla de Novi, que fue el punto culminante de su siempre creciente fama.
En cuanto a Boucicault, que según dijo Bellarión, había abarcado más de lo que podía sostener, en Novi perdió a un tiempo Génova y Milán. Cubierto de ignominia, tomó el camino de Francia, sin que se volviera a saber de él en Italia.
En palacio Fragoso de Génova, en el que Teodoro de Montferrato había fijado su residencia, y que también albergaba al doliente Facino, dábase un gran banquete la noche, siguiente, para celebrar la derrota de los franceses y el advenimiento de Teodoro a príncipe de Génova. Asistieron representantes de las más nobles familias genovesas, así como Facino (cojeando y apoyado en una muletilla) y sus capitanes. Si el héroe oficial fue el nuevo príncipe, el verdadero héroe fue Bellarión.
Sin orgullo ni cortedad, recibió éste las alabanzas que le prodigaban hombres ilustres y encantadoras mujeres, escuchó con deferencia el laudatorio discurso de Teodoro, y aceptó sonriente los plácemes de sus compañeros. El espléndido Carmagnolo le dijo con dejo malicioso:
—Bien merecéis llamaros Bellarión el Afortunado, pues yo me pregunto qué habría sucedido si Boucicault se hubiera dado a tiempo cuenta del ardid.
Bellarión, fríamente cortés, respondió.
—Ese pequeño ejercicio intelectual os será muy provechoso y podéis preguntaros al mismo tiempo qué habría pasado si Buonterzo hubiera sospechado nuestras intenciones en Travo, o Vignati en Alessandría —y se alejó del grupo dejando que el magnífico oficial se mordiese los labios de despecho, entre las carcajadas de sus hermanos de armas.
La entrevista que tuvo más tarde con el príncipe Teodoro fue más seria. Desde un principio había desconfiado de la aduladora cortesía del regente, y cuando al cabo de mil halagüeñas frases le propuso tomarle junto con su compañía al servicio de Montferrato, con una paga mucho más crecida que la de Florencia, no le causó sorpresa, pero claramente vio dos cosas: primera, que Teodoro deseaba aumentar sus fuerzas con algún oculto designio, y segunda, que le tomaba por un venal aventurero, desprovisto de todo sentimiento de honor.
Hallábanse ambos en una solitaria galería que daba sobre el puerto, en el que numerosas embarcaciones dormitaban bajo la luz de las estrellas. Una gigantesca galera se deslizaba sobre las aguas, agitando suavemente los remos, que el reflejo de la luna cubría de plata.
Con los ojos puestos en ese barco, y muy observado por la sagaz mirada del regente, murmuró el joven:
—Tentadora es la oferta, señor príncipe.
—No suelo equivocarme al apreciar el valor de los hombres. Sois un gran soldado, Bellarión… Vuestra fama es de las que no se discuten.
Sin contradecirle, Bellarión añadió:
—No adivino para qué necesita Vuestra Alteza por ahora aumento de fuerzas. La proposición parece que emana de un plan previamente concebido. Pero, a menos de que yo sepa algo de él, y pueda juzgar de la extensión del servicio requerido, vuestra generosa oferta no pasará de ser una ilusión.
Teodoro respiró satisfecho. La manera de hablar del afortunado condottieri estaba en relación con el carácter que le suponía, pero deseando conocer mejor el terreno, preguntó:
—Según creo, no os une por el presente ningún contrato con el conde de Biandrate, ¿eh?
La respuesta de Bellarión fue pronta.
—Absolutamente ninguno. En pago de antiguos favores, le he ayudado en la presente campaña contra Boucicault. Ésta, ha concluido, y con ella mis obligaciones… Soy dueño de mí mismo, y estoy a la venta.
—Así lo presumía, y por eso os he hecho mi oferta, proponiendo una como no la ha tenido ningún condottieri.
—Pero no habéis dicho por cuánto tiempo. Por eso deseaba conocer vuestros planes, para juzgar más o menos.
—El compromiso durará tres años —interrumpió Teodoro.
—Repito que la oferta es tentadora.
—¿Es aceptable?
—Muy ambicioso sería si no me lo pareciera —contestó sonriendo Bellarión.
Comprenderá las condiciones usuales… para esta clase de servicios… es decir, el ayudarme contra todo el que yo juzgue contrario a mis intereses.
—Naturalmente dijo Bellarión algo pensativo —y sin embargo…— añadió vacilante —preferiría que se exceptuara combatir contra mi señor, el conde de Biandrate.
—¿Lo preferís, o lo imponéis como condición? —preguntó el príncipe.
Bellarión, como quien combate entre el interés y los escrúpulos, añadió con voz débil:
—No me gustaría hacer armas contra Facino.
—Lo comprendo, pero no contestáis a mi pregunta. ¿Lo imponéis como condición?
—¿Haría esa condición imposible mi empleo?
Esta vez fue Teodoro quien vaciló.
—Sí —dijo por último, añadiendo después—. No es probable que combata contra Facino, mas ya comprenderéis que no puedo emplear un condottieri dándole el derecho de abandonarme si ocurriese esta contingencia.
—¡Oh, si!… Ya comprendo…, y obraría como un tonto si vacilara en aceptar tan ventajoso ofrecimiento… —y suspiró como hombre cuya conciencia no está en paz.
Para concluir estas dudas, insinuó Teodoro:
—Además, os daré garantías.
—¡Ah!… ¿Garantías?…
—Todo el territorio de Asti, desde Revigliasco a Margaria, se constituirá en condado, que se os confiará con el título de conde de Asti.
Bellarión se pasó la mano por los ojos como si tal perspectiva le deslumbrara, mas tras breve reflexión, miró de frente a su tentador, diciendo:
—Señor… prometéis lo que no es vuestro.
—Para que sea mío requiero vuestros servicios… Ya veis que soy franco.
Aún vio más Bellarión. Vio el infernal plan de aquel astuto zorro. Sus intenciones debían ser la conquista de los ricos territorios situados entre el alto y el bajo Montferrato y que pertenecía a Milán. Inevitablemente, eso traería una guerra contra Facino, que hasta el fin combatiría por la integridad del ducado, y Teodoro ofrecía al joven condottieri, cuyos servicios anhelaba, una brillante recompensa, que sólo obtendría cuando sus fines estuvieran cumplidos.
Bellarión puso una mano ligeramente trémula sobre el brazo del redactor.
¿Realmente es esa vuestra intención, señor?… ¿Debo considerar como formal la promesa?
Teodoro conservó difícilmente la gravedad. ¡Qué bien había juzgado a este ambicioso sin conciencia!
—Vuestra patente se extenderá y firmará, al mismo tiempo que el tratado —le contestó.
Bellarión miró al mar, murmurando:
—¡Conde Bellarión de Asti!… —por último soltó una carcajada que barría sus últimos escrúpulos, y preguntó—: ¿Cuándo, firmamos, señor?
—Mañana temprano, señor conde —contestó Teodoro muy satisfecho del éxito de la entrevista, y saliendo de la galería, se separaron:
Volvierónse a reunir a la mañana siguiente en la propia cámara del príncipe, para la firma de los documentos, en presencia del notario que los había extendido, de dos caballeros de Montferrato, y de Werner Stoffel, que siendo el teniente de Bellarión, se consideraba parte interesada.
El notario dio lectura del contrato, que Bellarión aprobó en todas sus partes, y después del pergamino en que Teodoro creaba el Condado de Asti, en beneficio de Bellarión Cane. El documento ya estaba firmado y sellado, y sólo faltaba en él la firma del favorecido, a quien el notario alargó la mojada pluma de ave.
Sin tomarla, dijo Bellarión:
—Bien están los documentos, señor, pero son materia perecedera, y dada la gravedad de lo que éstos contienen, yo quisiera tener un testigo para que pudiera dar fe de vuestros propósitos.
El marqués frunció el ceño, y señalando al suizo, dijo:
—No me opongo a que Micer Stoffel…
—Perdonadme, señor —interrumpió Bellarión—, pero el testigo que necesito está en vuestra antecámara —y Bellarión, seguido por la sorprendida mirada del regente, abrió la puerta y en su umbral apareció la cuadrada y arrogante figura de Facino, que, apoyado en su muletilla, miraba a todos con expresión severa.
El príncipe ahogó un grito al ver que Facino cogía el documento que le alargaba Bellarión.
Después reinó un pavoroso silencio, al que Teodoro, incapaz de contenerse, puso término exclamando:
—¡Miserable traidor!… ¡Indecente Judas! ¡Jamás debí fiarme de tan artificioso carácter!… ¡Zorro maldito!
Facino, mirándole con fieros ojos, interrumpió para decir:
—Pensad algún epíteto más denigrante, señor, a fin de que pueda aplicároslo, pues todos ésos son demasiado suaves para lo que merecéis.
Teodoro se desconcertó, pero sólo por un instante.
Al siguiente, se arrojó furioso hacia Facino - Toda su aparenté suavidad había desaparecido, y dejando las palabras estaba dispuesto a llegar a vías de hecho, si no hubiera tropezado con la burlona mirada de Bellarión, que con la mano derecha en la espada le dijo:
—¿Queréis calmaros, señor?… En la antecámara tengo seis hombres, por sí preferís la violencia.
Retrocedió haciendo esfuerzos por serenarse, pero era muy difícil, en presencia del desprecio con que le miraba Facino, al decir:
—¡Vil traidor!… Os he puesto en posesión de Vercelli, os he colocado en el trono de Génova, sin que deis un solo golpe a favor mío, y ya tratáis de emplear el recién adquirido poder en contra mía. ¡Ya intentáis seducir al mejor de mis capitanes, para que haga armas contra mí, en favor vuestro! Si Bellarión hubiera sido otro ingrato como vos, yo no habría sabido nada de esto, hasta que fuera demasiado tarde para guardarme. Pero, gracias a su lealtad, ahora ya os conozco, bastardo usurpador… ¿Queríais prepararos para guerrear contra Facino? ¡Preparaos, pues, por el diablo, porque no os faltará guerra!
Teodoro, blanco hasta los labios, permanecía entre sus dos consternados caballeros, sin atreverse a decir palabra.
Facino le midió de arriba abajo con desdeñosa mirada, y prosiguió:
—Jamás lo hubiera creído, a no verlo por mis propios ojos —y devolviendo el pergamino a Bellarión, añadió—: Dáselo y vámonos… la vista de ese hombre me da asco —volvió la espalda y se alejó cojeando.
Bellarión se detuvo para rasgar el pergamino en menudos trozos, que arrojó sobre la mesa. Inclinóse irónicamente, y ya se disponía a salir, cuando Teodoro recobró la palabra para decir:
—¡Tramposo, con el corazón falso como el de un gato! ¿Qué suma habéis arrancado a Facino por esta traición?
—Ninguna suma, señor —contestó Bellarión deteniéndose y con la mayor calma. Nada más que la promesa de que tan pronto como arregle los asuntos en Milán, defenderá los derechos del marqués Gian Giacomo, que ya ha entrado en su mayor edad.
Su profundo asombro se tradujo en la siguiente pregunta.
—¿Y qué interés tenéis vos en Gian Giacomo?
—Un interés muy grande, Alteza, o nunca habría planeado él que fuera entregado como rehén, para que estuviera seguro. Llevo trabajando por él más tiempo del que supone Vuestra Alteza.
—No comprendo… ¿Quién os ha pagado?
—Me suponéis un mercader —contestó Bellarión con un suspiro—, cuando, en realidad, tengo mucho de caballero andante —y salió seguido de Stoffel.