Capítulo I

EN un día de septiembre del año de gracia de 1409, un jinete cubierto de polvo entró en el patio de un hermoso palacio de Florencia, y se anunció como correo, que traía cartas para el noble caballero Bellarión.

Fue conducido de soldado en soldado, hasta llegar al chambelán, que a su vez le acompañó a la presencia del secretario. Esto basta para dar a entender que Bellarión había ascendido mucho en la escala social desde que poco más de un año antes se había separado de Facino Cane.

A la cabeza de la condotta que se habla formado en el curso de ese año, había llevado a cabo media docena de empresas, que le trajeron honra y provecho.

Su condotta, conocida en toda Italia por la «Compañía del Perro Blanco» había llegado a constar de mil doscientos hombres, con preponderancia de Infantería, y su manera de emplearla había dado no poco que pensar a los demás caudillos. Su fama llegó a rivalizar con la de Sforza, bajo cuyas banderas había servido, y en sus verídicas crónicas nos dice fray Serafín de Imola que la emboscada en que dejó la vida Buonterzo fue planeada por Bellarión. Desde entonces había seguido al servicio de la República de Florencia, con un estipendio que fue aumentando a medida que creció la condotta, hasta llegar a veinte mil florines de oro mensuales. Como a todo personaje de importancia, no le faltaban detractores. Se le reprochaba el frío cálculo con que organizaba sus planes, y la falta de esas cualidades espectaculares con las que deslumbraban los guerreros del temple a lo Carmagnolo. Jamás se había puesto a la cabeza de una carga, estimulando a su tropa con el ejemplo personal. Es decir, que mientras se ensalzaban sus extraordinarios dotes de estratega, se murmuraba muy bajo de su falta de valor personal.

Sin prestar oído a la crítica, Bellarión proseguía recogiendo laureles en su triunfal carrera, y en esos laureles descansaba momentáneamente en la ciudad de las lilas, cuando se detuvo en el patio de su palacio un correo con cartas del conde de Biandrate.

El noble caballero Bellarión (como la gente llamaba el que pocos años antes era huérfano sin nombre), ricamente vestido de raso color púrpura y con gruesas cadenas de oro macizo en el cuello y cintura, en pie junto a una ventana, hacía esfuerzos por descifrar los desiguales caracteres con que Facino le escribía:

Querido hijo (escribía Facino): Te necesito, conque ven con cuantos hombres puedas traer. El duque ha llamado a los franceses. Boucicault está en Milán con seis mil hombres y ha sido nombrado gobernador. Si no ataco pronto, Milán será declarado territorio francés y su duque súbdito del Rey de Francia. Son lo mismos milaneses los que me llaman. La gota dé lo que, hace meses me veía libre, vuelve a causarme infernales dolores. Siempre se presenta cuando más necesito de todas mis fuerzas. Mándame recado con el dador, de cuándo podrás venir.

Bellarión dejó la carta, mirando distraído al espacioso patio lleno de sol. Su bronceado rostro, que en el año transcurrido había ganado en varonil belleza, se iluminó con la sombra dé una sonrisa. Divertíase al pensar en los apuros en que se habría visto el monstruoso Gian María para tener que dar el desesperado paso de acudir a los franceses.

Poco había durado la supremacía de Malatesta, que dominó la ciudad con garras de hierro, distribuyendo todos los cargos y honores entre sus güelfos. Las mismas garras subyugaron al duque, quien, al descubrir que había trocado un yugo llevadero por otro más pesado, en su inconsciente cobardía envió una embajada a Facino rogándole que volviera pero los embajadores cayeron en manos de los espías de Malatesta, y el mismo duque hubo de encerrarse en la fortaleza de Porta Giovia, para escapar a la furia del güelfo. Éste, acto seguido, llevó sus huestes a Brescia, que tomo por asalto, envaneciéndose: de que no pararía hasta ser duque de Milán, para enseñar al degenerado Gian María lo que costaba él romper la prometida alianza.

El terror llevó el joven duque a excesos de inhumanidad que, superaban a cuantos llevaba cometidos en su corta y desastrosa vida. Al salir de Porta Giovia para volver a su palacio, tan pronto como se desvaneció la inmediata amenaza, vióse rodeado por nutridos grupos da su desventurado pueblo, enloquecido por la general paralización de la industria que traía consigo los horrores del hambre.

—¡Paz, señor duque! —imploraba la muchedumbre—. Dadnos a Facino por gobernador y dadnos pan y paz.

Los bizcos ojos de Gian María despidieron venenosas miradas, y picando espuelas, atravesó la multitud seguido de su escolta, sin hacer caso de los infelices que caían bajo los cascos de los caballos. El atropello hizo que redoblara la gritería, y el perverso príncipe, deteniendo su corcel, levantóse en los estribos, diciendo a su capitán de guardias, que estaba tras de él:

—Ya que me ensordecen con sus clamores de paz, démosles lo que piden. Abridme paso con las lanzas entre esa compacta muchedumbre de idiotas, y que sean muchos los que alcancen la paz que ambicionan.

Los que estaban más cerca y oyeron la terrible orden imploraron:

—¡Señor, duque!… ¡Señor duque!…

Y el insensato rió con risa demoníaca ante la perspectiva de un espectáculo que halagara su inextinguible sed de sangre.

—¡Ja… ja! —comentó—. ¡Cómo se impacientan por obtener la paz! Pero el capitán de guardias, un joven de la noble familia de los Mantegazza, detuvo su caballo, aterrado, murmurando:

—¡Señor duque!… —no pudo decir más, porque Gian María dejó caer su férreo guantelete sobre el rostro del joven, exclamando ciego de ira:

—¡Sangre del diablo!… ¿Os ponéis a discutir cuando yo mando?

Mantegazza vaciló bajo el brutal golpe y hubiera caído de la silla, con la faz ensangrentada, a no sostenerle uno de sus hombres.

El duque, riéndose de su obra, tomó personalmente el mando, y dando la voz de:

—¡A ellos!… ¡Carguen! —lanzó contra los pacíficos e indefensos paisanos los mercenarios bárbaros, que indiferentes a cuanto no fuera la consigna, pusieron las lanzas, en ristre, haciendo de ellas el uso que se les mandaba.

Más de doscientos infelices encontraron en la muerte la paz que deseaban: los restantes huyeron poseídos de pánico, y el duque llegó al Broletto a través de calles que el terror había vaciado.

Aquella noche se publicó un edicto, prohibiendo el pronunciar la palabra «Paz», que hasta fue borrada de la misa.

Sí el pueblo no hubiera clamado por Facino, es lo más probable que el duque hubiera despachado una nueva embajada en su busca. Pero el duque no quería obedecer al pueblo, y sin prever que cavaba el pozo que le había de sepultar, llamó a Boucicault a Milán.

Cuando llegó el francés, la llamada a Facino, que debía partir del duque, partió de sus desesperados súbditos, dando lugar a que Facino llamara a Bellarión.

Éste no vaciló un segundo, ni había obstáculos que impidieran su marcha. Su compromiso con Florencia, había concluido hacía poco, sin haber sido aún renovado.

Sin perder instante, se despidió de la señoría, y pocos días después se hallaba con su gente en Alessandría, siendo cariñosamente abrazado por Facino.

Llegó en el preciso momento en que su padre adoptivo reunía su Consejo, formado por sus capitanes y por su aliado el marqués Teodoro, que había venido de Vercelli para enterarse del definitivo plan de campaña.

—He trazado mi plan —dijo Facino—. En la seguridad de que vendrías trayendo unos mil hombres.

—Traigo mil doscientos, perfectamente equipados.

—Muy bien, hijo mío, muy bien —y Facino, dando paternales palmadas era el hombro de Bellarión, añadió:

—Ven y nos dirás tu parecer.

Y se apoyó pesadamente en el brazo del que consideraba su hijo (pues la gota le atormentaba cada vez más), para subir la escalera de piedra que trepó Bellarión disfrazado de arriero para enfrentarse con Vignati.

—¿Conque también está aquí el marqués Teodoro? —preguntó Bellarión.

—Y muy contento de venir… desde que se le ha restituido Vercelli, no cesa de molestarme pidiendo que se le ponga en posesión de Génova. Pero yo lo he mantenido a raya… No confío en él lo bastante para concedérselo todo antes de que hay hecho algo. Es un zorro tan astuto como exento de escrúpulos.

—¿Y el joven marqués?

—No le conocerás —contestó Facino, riendo—. Ha cambiado mucho, y en punto a conducta, podría tomar la comunión sin confesar… Será todo un hombre.

—Ya sabía yo que estaba bien por vuestras cartas —observó Bellarión sorprendido— mas ¿cómo habéis logrado…?

—Despachando a toda la pillería que le acompañaba —contestó Facino, deteniéndose en la escalera—. Desde la primera mirada, comprendí lo justo de tus advertencias y extremé la vigilancia. Una noche, preceptor y gentil hombre emborracharon al muchacho, y al día siguiente se los envié a su tío, con una carta en la que le daba cuenta del abuso de confianza, remitiéndole los culpables para que les impusiera el merecido castigo. Le informaba al mismo tiempo de que con igual fecha había despedido al médico y los criados, pues mi tranquilidad exigía que el joven rehén estuviera rodeado de personas de mi confianza. A la fuerza tuvo que escribirme dándome las gracias… ¿Te ríes?… Yo también me reí, sin descuidar por ello la vigilancia.

Reanudaron la subida y Bellarión se informó de la salud de la condesa, como lo exigía la más elemental urbanidad. Facino contestó que la había enviado a Casale, por si el enemigo ponía sitio en Alessandría.

Por fin, llegaron a la cámara en que estaba reunido el Consejo. Era la misma sala de techo bajo en que Vignati recibió a Bellarión, pero los tapices que ocultaban la piedra de las paredes y la riqueza del mobiliario, daban fe de que Facino era más sibarita que el austero tirano de Lodi.

En torno de la mesa de macizo roble sentábanse cinco hombres; cuatro de ellos se levantaron. Sólo el regente de Montferrato permaneció sentado, como correspondía a su rango. Al profundo saludo del recién llegado contestó con una ligera inclinación de cabeza, diciendo:

—¡Hola!…, el caballero Bellarión.

—Que nos trae mil doscientos hombres bien equipados, señor —se apresuró a añadir Facino.

—Eso le asegura una buena acogida —dijo el príncipe, sin entusiasmo.

Al parecer, estaba de tan mal humor que se apartaba de su habitual y fingida suavidad.

Los demás se acercaron a saludar a Bellarión, siendo el primero el magnífico Carmagnolo, quien, como siempre, atraía las miradas por el esplendor de su ropaje, su marcial apostura, y lo bien peinado de la rubia cabeza. Mostróse más cordial que de costumbre, pero con tono ligeramente protector, al celebrar las últimas campañas de su joven colega.

—Puede que aún llegue éste a ser tan gran soldado como vos, Francesco —gruñó Facino al ocupar la presidencia de la mesa.

Sin comprender la ironía de la frase, contestó el apuesto guerrero inclinándose:

—Vuestra Señoría me favorece.

Siguió el rudo y barbado Koenigshofen, dando a Bellarión una efusiva bienvenida, acompañada de tan enérgico apretón de manos, que por poco si no le aplasta los dedos. Detrás vino el altivo y menudo piamontés llamado Giasono Trotta, y por último, se acercó un espigado y elegante muchacho, de rostro serio y saludable, en quien Bellarión no habría reconocido a Gian Giacomo, a no ser por su acentuada semejanza con su hermana Valeria. Tan grande había llegado a ser este parecido, que Bellarión no pudo reprimir un estremecimiento al recibir la mirada de aquellos penetrantes y melancólicos ojos color de avellana.

Se hizo sitio para el recién llegado, informando a éste de la situación y de las resoluciones tomadas.

Con el nuevo refuerzo y los tres mil hombres que aportaba Montferrato, Facino contaba con un total de ocho mil hombres, unos doce cañones y diez bombardas, que arrojaban balas de doscientas libras.

—¿Y el plan de campaña? —preguntó Bellarión.

Era muy sencillo; se reducía a marchar sobre Milán y tomarlo. Todo estaba preparado y no había más que dar la orden de marcha.

Bellarión reflexionó un momento antes de hablar.

—Hay una alternativa que tal vez hayáis tenido en cuenta; Boucicault, en este momento, abarca más de lo que puede sostener. Para ocupar Milán, cuyo pueblo es hostil a la dominación francesa, ha tenido que desguarnecer Génova, donde se ha hecho aborrecible por sus excesivos rigores. ¿Por qué os empeñáis en dar el golpe en el corazón, protegido por coraza y escudo, cuando podéis descargarlo en la cabeza, que ha quedado descubierta?

Las miradas de todos le pidieron que contestara él mismo a la pregunta:

—Marchar, no sobre Milán, sino sobre Génova, que tan imprudentemente ha quedado expuesta a cualquier ataque. Los genoveses, entregados a sí mismos, no opondrían resistencia, y seréis dueños de la plaza casi sin usar las armas.

El marqués Teodoro apresuróse a expresar su más calurosa aprobación, que interrumpió Facino diciendo:

—Calma… calma… ¿Qué ventajas nos ofrece la posición de Génova para la toma de Milán?

—Traerá a Boucicault ante Génova —contestó Bellarión—, obligándoles a combatir en circunstancias desfavorables, y con tropas reducidos, puesto que habrá de dejar algunas en Milán.

Tan estratégico pareció el plan a Facino, que venció su repugnancia a poner al regente de Montferrato en posesión de Génova.

Esta repugnancia la expresó a Bellarión, a solas.

—No lo hacéis por él, sino porque os conviene a vos —contestó el joven, quien, sonriendo, añadió: En cuanto a Teodoro, poco le durarán las glorias… Ya le llegará el ajuste de cuentas.

Facino miró fijamente a su hijo adoptivo.

—Oye, muchacho —dijo en tono de curiosidad—. ¿Se puede saber que hay entre el regente y tú?

—Sólo mi conocimiento de que es un canalla.

—Si te propones limpiar Italia de canallas, no tendrás poco trabajo… Ése es una idea de caballero andante.

—Llamadla como queráis —contestó Bellarión, quedándose pensativo.