Capítulo XVIII

LA dorada luz del sol de la tarde se reflejaba en los jardines y terrazas, sobre el pabellón de mármol y el plácido lago, así como en las praderas de esmeralda en que Paseaban los pavos reales.

La princesa Valeria y sus damas, Dionara e Isolda, habían bajado a respirar la brisa vespertina, y también salieron el caballero Bellarión y el preceptor Corsario.

EL caballero hablaba al dómine[14] de Lucretia, y el dómine no ocultaba su aburrimiento. No era muy versado en letras, pero conocía bastante bien Apuleyo y Petronio, gustando de prodigar citas del Asno de oro y de La Cena de Trimalción.

Bellarión dejó a Lucretia y sé convirtió en atentó auditorio del pedante observando con disimulo la terraza en que paseaba Valeria. De pronto contradijo Bellarión a Corsario; la cita que hacía no era lo de Petronio, sino de Horacio. Corsario insistió y la disputa se hizo muy viva.

—Pero si esa cita es en verso —decía Bellarión— y La cena de Trimalción es en prosa.

—Cierto, pero también contiene algunos versos —replicaba el preceptor próximo a perder la paciencia, y para imponer silencio a la obstinación del ignorante caballero, tomó el camino de la biblioteca, a fin de confundirle con las pruebas en la mano.

Apenas volvió la espalda el dómine, Bellarión salvó apresuradamente la breve distancia que le separaba de la terraza.

La princesa le vio acercarse con mirada severa, y a tiempo que él la saludaba con profunda inclinación, dijo con glacial acento:

—No recuerdo haberos llamado.

Él no perdió la calma, pero la voz en que pronunció las siguientes palabras sonó extraña a sus propios oídos.

—Yo quisiera, madonna, persuadir a Vuestra Alteza de que soy su más leal servidor.

—Ya veo que vuestros procedimientos no han cambiado… ¿Por qué habían de cambiar, puesto que a ellos debéis fortuna y fama?

—Permitid que os hable a solas dos palabras. Maese Corsario volverá pronto, y tal vez no tenga otra oportunidad.

Tras de unos momentos de vacilación, Valeria hizo seña a sus damas con el abanico para que se retiraran.

—No en esa dirección, Alteza, sino en ésta —dijo él vivamente—. Estando en la misma altura, si alguien nos observa desde palacio, parecerá que estamos juntos los cuatro.

Sonrió desdeñosamente la princesa, pero dio la orden, añadiendo después:

—¡Qué fecunda es vuestra mente en artificios!

—Vine al mundo sin más fortuna que mi ingenio, y procuro servirme de él —cambiando de tono, dijo con palabra rápida—: Quiero haceros una advertencia, para que, dada vuestra predisposición a entenderlo todo al revés, no estéis inquieta por lo que pienso hacer. Si logro lo que me ha traído aquí, dentro de pocos días vuestro hermano será enviado a casa del conde de Biandrate, en Alessandría.

Valeria, que se habla puesto pálida, exclamó:

—¡Oh, Dios mío!… ¿Qué nueva villanía es ésta?

—Quiero alejarle del lado del regente y ponerle en sitio seguro, hasta que tenga la edad de reinar. Para ese fin estoy trabajando.

—¿Vos?… Esto es un lazo… estoy segura… —y se calló aterrada.

—Si fuera un lazo, ¿por qué os lo había de advertir? El saberlo vos, ni ayuda ni impide. Hago esto en servicio vuestro. He venido para hacer una alianza entre mi señor Facino y el regente de Montferrato.

—La alianza ha sido inspirada por mí, con dos objetos: servir las inmediatas necesidades del primero y poner al regente camino de la ruina, tan seguro como que todos hemos de morir. Para qué vuestro hermano esté seguro, mientras tanto, impondré la condición de que sea entregado como rehén al conde de Biandrate.

—¡Ah!… Ya empiezo a comprender…

—Lo que equivale a decir que ya empezáis a equivocaros. El regente creerá que Facino exige la entrega del joven marqués como garantía en el cumplimiento de lo pactado. Pero mi verdadero fin es que vuestro hermano esté en lugar seguro. Al lado de un hombre como mi padre y señor, el príncipe aprenderá cuanto debe saber un hombre de su alta jerarquía y olvidará las malas costumbres que le están envileciendo y matando… Yo… madonna, sólo deseo la paz de vuestro espíritu… Podéis creerme —el tono de Bellarión era grave y solemne.

—¡Creeros! —repitió ella, presa de mental tortura—. ¿Qué causa tengo para ello?… Mis anteriores relaciones con vos no acreditan vuestra sinceridad ni candor. Por la falsedad y el engaño habéis llegado adonde estáis… ¿Y me pedís que os crea?… ¿Por qué?… o, mejor dicho, ¿qué provecho pensáis sacar al engañarme?

Él la miró con infinita pena en sus grandes ojos negros.

—Si yo tuviera el menor designio, de perjudicar a vuestro hermano, vuélvoos a recordar, madonna, ¿por qué os lo había de decir?

—Y ¿por qué me lo decís?

—Para que estéis tranquila si lo consigo, y si fracaso, que conozcáis al menos mi firme propósito de serviros, a pesar de lo duro que me hacéis este servicio.

Maese Corsario se acercaba velozmente, con un libro en la mano.

Valeria permaneció silenciosa y rígida, sin saber qué pensar, deseando ardientemente creer a Bellarión, pero retenida por su falso conocimiento del pasado. Bajando la voz, dijo él, con sentido acento:

—Si vivo, madonna, día llegará en que me pidáis perdón por vuestra cruel desconfianza.

Y dio un paso al encuentro del pedante, para que éste le convenciera de su voluntario error.

—No es tan versado en letras como se figura serlo el caballero Bellarión —informó Corsario a la princesa, y a Bellarión le dijo—: En lo sucesivo, disputad con vuestros soldados, si queréis que os den la razón… Aquí tenéis la cita… podéis leerla con vuestros propios ojos.

Bellarión, muy confuso, al parecer, dijo:

—Recibid mis excusas por haberos dado la molestia de buscar el libro… Habéis ganado la partida.

Valeria pensó que la partida había consistido en el temporal alejamiento del pedagogo; por consiguiente, la había ganado Bellarión.

Alejóse la princesa con sus damas, dejando al joven disfrutar de la compañía del pedante maestro hasta la hora de la cena.

Ya entrada la noche, el regente llevó a su huésped a su propia cámara para discutir a solas los detalles de la propuesta alianza.

Su Alteza había reflexionado y estaba dispuesto a concluir el tratado. Esperaba que sus palabras fueran acogidas con franca satisfacción, pero el forastero le decepcionó:

—Seguramente Vuestra Alteza habla con plena aprobación de Consejo.

El regente frunció las cejas y Bellarión continuó:

—Como las consecuencias pueden ser muy graves, el señor conde desea que todas las condiciones del tratado sean aprobadas por vuestro Consejo, para mutua garantía.

—En ese caso, caballero, lo mejor será que asistáis al Consejo de mañana y presenciaréis sus deliberaciones.

Esto era precisamente lo que deseaba Bellarión, y habiendo obtenido un punto, cuya importancia el astuto marqués estaba muy lejos de sospechar, ya no le quedaba nada que hacer por aquella noche.

A la mañana siguiente asistió al Consejo de los Cinco, que era la forma de gobierno de Montferrato. Presidía la mesa del Consejo el marqués Teodoro, sentado en un trono franqueado por dos secretarios. A ambos lados de la mesa, y en sillas más bajas, sentábanse los cinco consejeros, pertenecientes todos ellos a la más rancia nobleza montferratina.

Después de exponer el regente el objeto que había traído al caballero Bellarión, se hizo un breve recuento de los recursos con que contaba Montferrato, y se impuso la condición de que Vercelli había de ser el primer paso de la campaña.

Cuando, por fin, Bellarión fue oficialmente informado de que estaba aceptada la alianza y daban gracias al conde de Biandrate por haberla propuesto, levantóse el joven para felicitar a los miembros del Consejo, y lo hizo en términos que transformó su tibio entusiasmo en devoradora llama. La reintegración de Vercelli y la subsiguiente conquista de Génova, no habían de ser el término, sino el comienzo. Fortificado Montferrato, podría extender sus fronteras por el norte hasta los Alpes, y por el sur hasta el mar. Entonces serian realizables sus antiguos sueños de llegar a ser la potencia más importante en el norte de Italia.

El discurso se les subió a la cabeza a los consejeros, y al sentarse el orador, todos estaban de acuerdo en firmar inmediatamente el tratado. Los secretarios, pluma en ristre, trasladaron al pergamino las diversas cláusulas, y a juzgar por sus alborozados rostros el regente y, sus consejeros estaban convencidos de que les correspondía la mejor parte.

Pero, al final, cuando ya estaba, completo el documento, Bellarión pronunció una frase que hizo el efecto de un jarro de agua fría en tan ardiente entusiasmo.

—Sólo queda por debatir la garantía que ofreceréis a…

—¿Garantía? —la palabra fue repetida en varios tonos: el del regente fue muy severo, al añadir:

—¿Garantía de qué, señor, caballero?

—De que Montferrato cumplirá las condiciones del tratado.

—¡Vive Dios!… ¿Supone eso una duda de nuestro honor?

—Ésta no es cuestión de honor, Alteza, sino de un contrato, cuyas condiciones están claramente estipuladas, para evitar subsiguientes discordias. La palabra nada tiene de ofensiva, puesto que fue Vuestra Alteza el primero que la empleó entre nosotros.

Los consejeros miraron al regente, que parecía estar violento.

—Anoche, Vuestra Alteza me preguntó qué garantía ofrecía Facino, y yo, sin exclamaciones ni mostrarme ofendido, contesté que la inmediata ocupación de Vercelli sería la mejor garantía. A mi vez, señores, espero no tomaréis a mal el que yo, en nombre de mi padre y señor, pida algo tangible como prueba de que una vez tomado Vercelli marcharéis con nosotros contra Milán.

Uno de los consejeros insinuó que convenía saber que clase de garantía deseaba Facino.

—Asintió Teodoro, y Bellarión dijo al impaciente auditorio:

—Se trata de una especie de rehén, que puede resolver varias eventualidades. Por ejemplo: si el marqués Gian Giacomo subiera el trono antes de que se hubieran obtenido todos estos fines, podría no sentirse ligado por nuestro contrato, y esta probabilidad además de otras varias que seguramente no se escaparán a los ilustres miembros del Consejo, bastaría para justificar el que mi padre y señor pidiera, como lo hace, que le fuera entregada la persona del marqués Gian Giacomo en calidad de garantía para el cumplimiento del tratado.

Teodoro, pálido y pensativo, hacía visibles esfuerzos por conservar la serenidad. Otro en su lugar habría prorrumpido en denuestos y palabras duras, que después no podría hacer olvidar; pero el regente no era impulsivo y dejó que sus consejeros se desahogaran mientras él pensaba.

En un principio, naturalmente, la hostilidad fue general. Alegaban la falta, de precedentes a lo que Bellarión contesto con una lluvia de ellos, tomados de la historia antigua. Abandonando este aserto, Los consejeros manifestaron desconfianza insistiendo, en que nunca se dejarían conducir por ese camino.

El regente seguía pensativo. ¿Encerraría la rotunda negativa de sus consejeros alguna sospecha contra él? ¿Habrían llegado a abrigar, a despecho de su cautela, cierta desconfianza de su proceder respecto a su sobrino y pensarían que la proposición emanaba de él y encubría malos designios para el muchacho?

Uno de ellos le dirigió la palabra preguntando:

—¿Y Vuestra Alteza, no dice nada? —los demás, a una voz, le pidieron su opinión.

Teodoro, con la faz muy grave, contestó:

—Estoy tan sorprendido como vosotros, y mi opinión es la misma que ya habéis expuesto.

Bellarión sonrió como quien presencia algo absurdo.

—Permitidme, señores, que os diga el asombro que me causa, vuestro proceder. El señor conde pensaba que su proposición sería bien acogida.

—¿Cómo, bien acogida? —preguntó el consejero Carreto.

—El visitar cortes y campamentos es parte principalísima en la educación de un príncipe, Esta ocasión se le ofrece ahora al joven marqués, de modo que simultáneamente se llenan dos objetivos.

Esta sencilla explicación apaciguó un poco los ánimos.

—Pero ¿y si le sucede algún mal, mientras está en poder de Facino? —preguntó uno.

—¿Os figuráis, señores, que Facino temerá menos que vosotros las consecuencias que pudiera traer tal desastre? ¿Suponéis que no se tomarán todas las medidas conducentes a la seguridad y bienestar del augusto rehén?

Pareciéndole que sus palabras habían mitigado la primera desconfianza, prosiguió:

—Mas ya que vuestra negativa es tan categórica y unánime, seguro estoy de que mi padre y señor no me permitirá insistir.

Algunos rostros revelaron inquietud, el del regente permaneció indescifrable.

—Y sólo falta, señores, que ofrezcáis otra garantía comparable.

—Habrá —que consultar con el conde— observó uno.

—Con eso se perderá tiempo —deploró el venerable Carreto. Los demás movieron expresivamente las respectivas cabezas, y en todos volvió a reinar el deseo de concluir cuanto antes el pacto que tan ventajoso era para Montferrato.

—Nosotros no tenemos tiempo que perder —contestó Bellarión—, por eso traigo facultades para firmar el tratado. Pero si la firma se dilata, mis instrucciones me obligan a salir de aquí mañana mismo con dirección a los Cantones, para reclutar las tropas que necesitamos.

La consternación se pintó en todos los semblantes, y el regente, por fin, hizo una pregunta:

—¿No ha insinuado el mismo conde de Biandrate otra posible garantía, en la eventualidad de que se negara ésa?

—No se le ocurrió que pudierais rehusar. Francamente, señores, al negar lo que él ha propuesto, debéis exponer vuestras razones para que él no lo tome como desaire personal.

—Las razones, caballero, ya las habéis oído… Nos duele exponer a nuestro futuro soberano a los peligros de una campaña —dijo el regente.

—Esos peligros, desde luego, no existirán para él. Pero acepto la razón de Vuestra Alteza, y no hablemos más. Es inútil debatir sobre un asunto ya resuelto.

—Completamente inútil —asintió el marqués—. No podemos dar ésa garantía.

—No obstante… —empezó Carreto.

—No hay «no obstante» en esta cuestión —interrumpió el regente.

De nuevo se agitaron los consejeros, mirándose unos a otros. Los inmediatos provechos y las futuras glorias se desvanecían como un espejismo.

Todo esto lo adivinó Bellarión en la penosa pausa que siguió. Se puso en pie.

—Respecto a la elección de la nueva garantía, me parece, señores, que preferiréis deliberar a solas —y se inclinó para despedirse. Hizo una breve pausa y dijo—: Sería muy de lamentar que un tratado tan conveniente para ambas partes, y tan rico en promesas para Montferrato, se malograra sin verdadero motivo —y con nueva inclinación concluyó—: Señores…, a vuestras órdenes.

Uno de los secretarios le abrió la puerta, por la que salió. Antes de dar doce pasos llegó a sus oídos el eco de la nueva Babel en que se había transformado el Consejo. Sonrió complacido, y encaminóse a su aposento.

Más de una hora transcurrió antes de que fuera llamado para saber la decisión del Consejo. Esa decisión la sabremos mejor sí copiamos la carta que el propio Bellarión escribió a Facino aquella misma noche, y es uno de los pocos escritos que le han sobrevivido, y se conserva en la Biblioteca del Vaticano.

Querido padre y señor:

Recibiréis ésta, de manos de Wenzel, a quien enviare mañana con diez suizos a Alessandría, escoltando al joven príncipe de Montferrato. Para que la escolta fuera digna del personaje que la llevaba, el marqués Teodoro ha añadido diez lanzas montferratinas. También os entregará Wenzel el tratado que he concluido en vuestro nombre. Las condiciones son las que ya os dije. No poco trabajo me ha costado el obtener como rehén la persona del joven marqués. Creo que el regente habría preferido enviaros su mano derecha, mas se vio obligado a ello por la decisión del Consejo, entusiasmado por las ventajas que ofrece al Estado la alianza con vuestra Señoría. El regente ha insistido en que acompañen al muchacho su preceptor Corsario, un bribón que sólo le ha enseñado torpezas, y su gentil hombre Fenestrella, que aunque joven, es maestro en toda clase vicios. Como es propio de un príncipe el viajar acompañado por preceptor y gentilhombre, no he puesto objeción a ello, pero os ruego, señor que consideréis a esos dos como agentes del marqués Teodoro, vigilándolos muy de cerca y obrando contra ellos enérgicamente a la primera señal de que hacen algo que perjudique al joven príncipe. Haríais una buena obra a los ojos de Dios si retorcierais el pescuezo a ese par pillos. Pero esto crearía dificultades con el regente de Montferrato.

En cuanto al príncipe, Vuestra Señoría le encontrará delicado de cuerpo y con la cabeza vacía, vacía el menos de cuanto no sean vicios. Si a pesar de vuestras muchas tareas y preocupaciones quisierais, señor, tomaros el trabajo de corregir a ese pobre niño, o de confiarle a manos dignas, vigilándole al mismo tiempo, haríais una obra de caridad por la que Dios os recompensaría.

No necesito recordamos, querido padre y señor, que la seguridad de un rehén es cosa sagrada, y si me permito traerlo a vuestra memoria, es porque ya hice presente a V. S. mis razones para temer que el joven marqués se vea rodeado de más peligros de los que suelen amenazar al resto de los mortales. Además de los dos canallas ya nombrados, acompañan al joven príncipe un médico y dos criados. Nada sé de éstos, pero sujetadlos a estrecha vigilancia, sin permitir que el médico administre ninguna poción que no pruebe primero.

Mucho siento molestar vuestra atención con tan desagradables detalles mas la alianza con Montferrato creo lo vale, pues pone en el campo de batalla seis mil hombres bien equipados, entre jinetes e infantes. Ahora tenéis fuerzas suficientes para obrar a vuestra guisa con ese traidor duque y su acompañamiento de bandidos güelfos.

Por Wenzel, que se me reunirá en Lucerna, podéis enviarme vuestras ordenes. Yo me pondré en camino mañana, tan pronto como el marquesito haya salido para Alessandría, y pronto daré a Vuestra Señoría noticias mías.

Beso, humildemente las manos de mi señora la condesa, y en cuanto a vos, señor, que Dios os bendiga y, acompañe, como lo pide en sus oraciones vuestro hijo y servidor.

Bellarión