Capítulo XVI

EL caballero Bellarión, montado en brioso corcel, paseaba solo en el calor de la tarde estival por las húmedas y fértiles praderas, entre Alessandría y San Miguel. Sentíase deprimido por lo vacuo y fútil de todas las empresas mundanas, que una vez logradas se deshacen como humo entre las manos. Lo único verdadero, pensaba el gallardo mozo, era el estudio, que nunca tiene fin en este mundo de engaño y oprobio.

Al abandonar el camino que le llevaba a Pavía, y a la cátedra del sapiente Chrisolaris, le parecía haber perdido la verdadera orientación de su vida.

Abismado en tan místicos pensamientos avanzaba el apuesto jinete hacia el bosque, a tiempo que salía de él una dama montada en rico palafrén blanco, ricamente enjaezado de azul y plata. Iba acompañada por un halconero y dos criados, luciendo todos los colores del conde de Biandrate, actual tirano de Alessandría por derecho de conquista y propia elección. Al aceptar el tácito despido del duque de Milán, había depuesto las obligaciones que le ligaban a su casa, y por fin obraba por cuenta propia.

Bellarión hubiera tomado otro camino, pues tal era la táctica que observaba cada vez que veía a la condesa, pero ésta, pasando la encaperuzada ave a la muñeca del halconero, que junto con los lacayos se quedó a respetuosa distancia, adelantóse hacia el joven diciendo.

—Si vais hacia casa, Bellarión, haremos el camino juntos.

Desazonado el caballero, murmuró una frase de gratitud, qué sonó todo lo forzada que él se propuso.

A medida que avanzaban juntos, ella, dirigiéndole miradas de soslayo, hablaba de la caza: el terreno era muy a propósito, pero aquel día había estado de desgracia… ¡no descubrió ni una garza!… quizá el mucho calor tendría acobardados a los volátiles…

Bellarión la dejaba charlar en silencio, hasta que ella también se calló. Después de un largo silencio, dirigiéndole una expresiva mirada, preguntó ella en voz muy queda:

—¿Estáis enfadado conmigo, Bellarión?

Sobresaltóse él, mas reponiéndose en el acto, contestó:

—Sería inconcebible pretensión por mi parte, madonna.

—En vos casi sería condescendencia… Estáis tan pensativo… y me evitáis tan claramente siempre que os busco…

—¿Cómo habría yo de suponer que me buscabais?

—Podíais haberlo visto.

—Si no me hubiera parecido más prudente no verlo.

Con un suspiro, añadió ella:

—Me demostráis que sois incapaz de perdonar.

—Esa particularidad no cuadra a mi carácter… yo soy incapaz de guardar rencor a nadie.

—¡Sois la perfección en persona!… Me sorprende que no os canonicen en vida —estas frases no fueron más que un involuntario despliegue de garras, que instantáneamente volvió a esconder—. No… no… ¡Dios me guarde de burlarme de vos!… pero, sois tan frío… Así no se conquista el amor de los pueblos, Bellarión.

—No recuerdo haber pretendido nunca conquistar el amor del pueblo.

—Ni tampoco el de las mujeres… ¿eh?

—Los padres me enseñaron a huir de ellas.

—¡Los padres… los padres! —repitió ella con despecho.

¿Por qué, en nombre de Dios, dejasteis el convento?

—Esa misma pregunta me estaba haciendo al tropezar con vos.

—Y… ¿no encontrasteis la respuesta al verme?

—No, madonna.

Un poco más pálida y con la respiración agitada:

—¿Sois insensible? —preguntó ella con estridente risita.

—No… pero vos sois la esposa de mi padre y señor.

—¡Ah! —exclamó ella cambiando de tono—. Ya sabía yo que llegaríamos ahí… pero… ¿y si no lo fuera?… decid… ¿y si no lo fuera?

Bellarión, con el rostro muy grave y la mirada perdida en el vacío, contestó:

—Una de las cosas más inútiles de este mundo es perder el tiempo calculando lo que serían las cosas si no fueran como son.

No encontrando respuesta inmediata, callóse Beatriz y continuaron el camino en silencio, con el acompañamiento fuera del alcance de la voz… Por fin, dijo ella:

—Segura estoy de que me perdonaríais, si yo os explicara…

—No necesito explicaciones, madonna.

—Sí…, aquella noche… en Milán… la última vez que hemos hablado solos… Debisteis encontrarme muy cruel.

—No más cruel de lo que merecía un hombre a quien juzgabais más sensible a la belleza, que a las leyes del honor.

—Ya sé que es el honor lo que os hace tan duro —y alargando la mano para tocar la que él había apoyado en el arzón, continuó—: Os comprendo… y por eso no puedo enfadarme con vos.

—Pues parecíais enfadada.

—Lo parecía… Ésa es la palabra… y era necesario porque vos no sabíais que Facino estaba tras el tapiz de la puerta de escape.

—Yo esperaba que vos lo ignorarais.

Esto fue como un golpe dado entre las cejas.

Ella retiró la mano y mordiéndose los sensuales labios preguntó con voz ahogada:

—¿Lo sabíais vos?

—Vi oscilar el tapiz, esto me llamó la atención y, al fijarme, descubrí la punta del zapato de mi padre y señor bajo su borde.

Con refinada malicia preguntó ella:

—¿Le visteis antes, o después de hablarme… como lo hicisteis?

—¿Tan poco crédito os merece, mi entendimiento? Si le hubiera visto antes no hubiera hablado en términos que tan poco os favorecían… Le vi después.

La aclaración no fue del agrado de Beatriz, que, aún se atrevió a añadir:

—Casi había llegado a creer que empleasteis tales palabras por estar enterado de la presencia de Facino.

—Después de esto —pensó Bellarión— no hay tortuosidades del alma humana que puedan sorprenderme, y en voz alta añadió:

—¿Me juzgabais tan miserable y cobarde, que empleara a una mujer como escudo para guarecerme de la justa cólera de un esposo? —y como ella no contestara, él prosiguió: Ambos hemos visto defraudada nuestra esperanza, señora. La mía era que vos, sin sospechar la presencia de vuestro esposo, hablasteis movida por la fidelidad qué le debéis.

Al comprender el sentido dé esas palabras, el pálido rostro de Beatriz se cubrió de un rojo vivo, lágrimas de humillación nublaron sus verdes ojos, y con voz cortante, aunque trémula dijo:

—No me evitáis nada. Vuestro brutal desprecio me desnuda, para cubrirme de fango… He sido vuestra amiga… pudiera haberlo sido aún más,… Pero ahora se acabó…

—Si os he ofendido, madonna

—¡Callad! —interrumpió ella en tono imperioso— y oíd lo que os digo… Tenéis que separaros de Facino, porque adonde vaya él, voy yo.

—¿Me pedís que deje su servicio?

Ella, aunque falta de inteligencia, por instinto se valió del arma favorita de su sexo, y en tono plañidero contestó:

—Es un favor que imploro… el último… Después de lo que ha pasado…

—El silencio es lo que mejor os cuadra… Comprendo vuestros deseos… Pero… ¿a dónde iré? —la pregunta iba más dirigido al destino que a la condesa, pero ésta fue la que contestó:

—Lo pensaré —fue la respuesta.

En el patio de la ciudadela apeóse él para tener el estribo a la condesa, quien al estar muy junta a él, murmuró:

—Os marcharéis, sí, porque sois generoso… Ésta es ya mi despedida. ¡Qué la suerte os acompañe!

Él se inclinó hasta rozar con sus labios la mano que la condesa le tendía.

Al incorporarse de nuevo, divisó la, cuadrada figura de Facino en el gótico marco de la puerta, pareciéndole que su rostro estaba más preocupado que de costumbre. Este pequeño detalle fue el que le decidió a tomar una resolución.

El conde se acercó a saludarle. Mostrabase como siempre, risueño y afectuoso, hizo mil preguntas sobre la caza, informándose de cuantos pájaros traían para cenar. Pero la fina percepción del joven diose cuenta de que las sonrisas que prodigaban los labios no llegaban a los ojos. Durante la cena que, como de costumbre, compartía Facino con su esposa y los capitanes, estuvo preocupado y silencioso, escuchando distraído el relato de Carmagnolo, que refería la llegada de un nutrido grupo de gibelinos, refugiados de Milán, que venía a reforzar las huestes de Facino para la próxima campaña contra Malatesta y el duque.

—Después de retirarse la condesa, el condottieri dejó en libertad a sus oficiales, pero Bellarión permaneció sentado. La resolución estaba tomada.

Lo que la condesa le pedía, como un sacrificio a, su lastimado amor propio le parecía a él un deber para la tranquilidad de su padre adoptivo.

Éste se recostó en el respaldo de la silla y sus primeras palabras delataron los pensamientos que ocupaban su mente.

—Mucho celebro, hijo mío, que estés en buenas relaciones con Bice. Se me figuraba que existía entre vosotros cierta frialdad…

—Siempre, he sido el más leal servidor de la, condesa, como lo soy vuestro, señor.

—Si… si —gruño Facino llenándose el vaso—. Ella gusta de tu compañía… Se puso furiosa cuando te envié a Génova… Me acuerdo de ello porque estoy a punto de repetir la ofensa.

—¿Vais a enviarme al francés en busca de hombres? —preguntó sorprendido Bellarión.

—¿Te molestaría el ir? —preguntó Facino, mirándole con fijeza—. ¿O crees que no querrá ayudarnos?

—¡Oh, sí!… Se apresurará a ir con nosotros a Milán para arrojar a Malatesta, y después hará lo posible por arrojaros a vos, y tomar posesión del ducado en nombre del Rey de Francia.

—¿Te han enseñado política los frailes?

—Ejercito el ingenio.

—Y con provecho, muchacho… con verdadero provecho. Pero nunca he pesado en enviarte a Boucicault. Los hombres que necesito, habrá que buscarlos en otra parte. ¿Dónde podrías procurármelos?

Bellarión comprendió. Facino deseaba alejarle de allí. En su ciego amor por su indigna esposa no tenía confianza en ella, pero la seguía queriendo; y trataba de apartar el peligro. Ya hacia tiempo que venía observando con inquietud las relaciones entre Beatriz y Bellarión, y aunque estaba seguro de que no tenía nada que vengar, no lo estaba de que no tuviera nada que temer.

Una inmensa pena invadió el alma de Bellarión. Cuanto era y cuanto tenía, incluso la vida, lo debía a la ilimitada generosidad del condottieri, y él, en pago, había llegado a ser una, espina clavada en su corazón.

—La verdad, señor —expuso el joven, con sonrisa de bien fingida timidez—, justamente vengo pensando en ese trabajo de reclutamiento…

Para ser franco… quisiera formarme una condotta propia.

Incorporóse Facino impulsado por la sorpresa. Su primer sentimiento fue de desagrado.

—¡Oh!… Veo que el orgullo se te ha subido a la cabeza.

—Estoy en la edad de las ambiciones.

—¿Cuánto tiempo hace que las tienes? Ésta es la primera noticia que llega a mis oídos.

Bellarión le dirigió una cariñosa mirada, y con mansedumbre respondió:

—He madurado el plan, mientras paseaba a caballo esta tarde.

—¿Mientras paseabas… esta tarde?

Los dos hombres cruzaron las miradas, y Bellarión sostuvo la suya, sin que perdiera nada de su expresión cariñosa. Ambos se comprendieron, y Facino miró a otro lado, diciendo con voz insegura:

—Te deseo la suerte que mereces, hijo mío… A mi lado te has conducido bien… muy bien… Nadie lo sabe mejor que yo… Pero accedo a que te marches… ya que supones que esto es mejor… para ti.

El color había desaparecido del varonil rostro de Bellarión, y tuvo que tragar saliva antes de poder contestar:

—Os agradezco que no me neguéis vuestra licencia, señor… Pero yo… dondequiera que esté, seré siempre el mismo para vos.

Y se pusieron a discutir los detalles del plan. Bellarión se proponía partir para los cantones, a fin de reclutar un cuerpo de suizos, que eran los mejores soldados de infantería del mundo, y como último favor pedía que se le cediera a Stoffel, para llevarlo como garantía cerca de sus compatriotas. Facino prometió cederle no sólo a Stoffel, sino cincuenta jinetes de la caballería suiza recientemente reclutada, para que sirvieran de núcleo a la nueva condotta.

Brindaron el uno por el otro con una copa final, y se fueron: Facino a la cama y Bellarión en busca del suizo.

Stoffel, en cuanto oyó la proposición, apresuróse a aceptarla sin preocuparse del precio.

—Y en cuanto a hombres —añadió— todos los que combatieron a tus órdenes en la colina de las orillas de Trebbia querrán venir con nosotros.

Éstos eran sesenta, y con el consentimiento de Facino, todos partieron al día siguiente con Bellarión. Una vez decidida la marcha, no había por qué diferirla.

Apenas se levantó Bellarión, fue a casa de un banquero de Alessandría donde había depositado el rescate de Vignati, para buscar vales negociables en Berna. Después pasó a despedirse de Facino y a exponerle una idea que se le había ocurrido en el desvelo de la noche.

No ignoraba que se hacía culpable de doblez al servir fines muy diferentes de los que declaraba, pero su conciencia estaba tranquila, pues si utilizaba a Facino como instrumento de sus secretos designios, era favoreciendo los inmediatos propósitos de aquél.

—Tal vez al pasar podré prestáros un servicio —dijo Bellarión, al despedirse—. Estáis haciendo levas, que son una carga pesada para vuestro propio peculio, señor.

—No todos tenemos la suerte de hacer prisioneros como Vignati.

—¿No habéis pensado en la conveniencia de buscar alianzas? Facino, que se mostraba predispuesto a la hilaridad, preguntó:

—¿Con quién?… ¿Con los perros que aúllan en torno de Milán?… ¿Con Estorre, Gian Carlo y otros bandidos por el estilo?

—Ahí tenéis a Teodoro de Montferrato —dijo tranquilamente Bellarión.

—¿Ese astuto zorro?… Buen precio pediría por la alianza…

—Quizá os convenga pagarlo. Como yo, el marqués Teodoro es ambicioso. Sus miras se extienden a la posesión de Vercelli y a la señoría de Génova. El primero os pilla de paso para una guerra contra Milán.

—Eso es verdad… Podríamos romper las hostilidades con la ocupación de Vercelli… pero Génova…

—Génova puede esperar, hasta que vuestra obra esté hecha… En esas condiciones Montferrato estaría a vuestro lado.

—¡Por vida de Dios!… Eres omnisciente…

—No tanto… Pero sé muchas cosas; sé, por ejemplo, que Teodoro fue a Milán por invitación de Gabriello, para concertar una alianza con el duque en esos términos, y que partió de allí muy enojado por la negativa de Gian María. Es tan vengativo como ambicioso, y vuestra proposición satisfará ambas pasiones.

La idea era sensata y Facino la admitió sin rodeos.

—¿Queréis que pase por Montferrato y negocie esa alianza con el regente?

—Si la consigues, te quedaré muy agradecido.

—Eso mismo dirá el marqués cuando se la proponga.

—Muy felices te las prometes.

—Estoy seguro de lo que digo… Tan seguro, que de antemano sé la condición que impondré al regente: la de que envíe a vuestro lado al joven marqués Gian Giacomo.

—¿Y qué diablos voy yo a hacer con esa criatura?

—Hacer de él un hombre y retenerlo como garantía. Teodoro empieza a estar viejo… en campaña son frecuentes los accidentes… y si llegara a faltar antes de lo que suponemos, tenéis a vuestro lado al soberano de Montferrato para continuar la alianza.

—¡Vive Dios!… muy lejos miras.

—Con esperanza de ver algo… algún día… Ya os he dicho, señor, que el marqués Teodoro es muy ambicioso. Las ambiciones no gustan de que el poder pase a otras manos… y en un año el joven Gian Giacomo entrará en la mayor edad… Tened mucho cuidado con él, cuándo esté a vuestro lado.

Facino le miró inflando los carrillos… y después dijo:

—A veces me desconciertas… Ves cien cosas al mismo tiempo… y no siempre son consoladores tus pensamientos.

—Mis pensamientos —contestó Bellarión con un suspiro— toman el color del asunto que los inspira.