Capítulo XIV

FALTABA menos de una hora para amanecer, cuando la recua de mulas llegó a la puerta del sur de Alessandría, y su único conductor interrumpió el silencio de la noche con un agudo silbido, repetido por tres veces.

Un instante después una luz aparecía tras de la verja y una voz preguntó en tono de reto:

—¿Quién vive?

—Mensajero del señor cardenal —respondió el arriero.

—Venga el santo y seña.

—«Lodi triunfante».

Desapareció la luz y un momento después sonó el metálico arrastre de cadenas, a tiempo que una gran masa negra, apenas visible en la oscuridad, bajaba lentamente, y con suave golpe vino a descansar casi a los mismos pies del arriero. Éste y sus mulas cruzaron el puente, y en el cuerpo de guardia de la orilla opuesta un oficial echó la luz de una linterna sobre el rostro del primero, diciendo:

—¡No sois Lorenzaccio!

—¡Lléveos el diablos! —contestó el arriero, que si bien era aún más alto que el bandido, tenía menos años y mejor apostura, a pesar de lo humilde del traje—. Para decirme eso no necesitáis quemarme las narices.

Su desenfado acalló las sospechas. Además, ¿cómo sospechar de un hombre que trae una recua de mulas cargadas con provisiones a una plaza sitiada?

—¿Quién sois?… ¿Cómo os llamáis?

—Me llamo Beppo y por esta noche soy el sustituto de Lorenzaccio, que ha sufrido un accidente donde probablemente dejará el pellejo. No necesitáis decirme vuestro nombre, mi capitán; ya me advirtió Lorenzaccio que encontraría aquí un buen perro de guardia que se llama Chrisóforo que pretendería comerme crudo. Al veros, me parece la descripción exagerada… ¿Tenéis algo que beber, mi capitán?… ¡Hace una noche de sed!

Y el arriero se pasó la mano por una frente despejada, que dejó parcialmente limpia del polvo que desfiguraba su rostro.

—Llevad las mulas al Municipio —contestó secamente el capitán, resentido de la familiaridad.

Ya apuntaba el día al entrar recua y arriero en el patio del palacio municipal, donde se hicieron cargo de la primera, que ya estaban esperando. Era un grupo mixto, compuesto de oficiales y representantes del gobierno cívico. Los primeros estaban bien, nutridos y vigorosos; los últimos, flacos y macilentos, de lo que infirió el arriero que, en punto a raciones, los ciudadanos de Alessandría debían estar sacrificados al elemento militar.

Maese Beppo, que para arriero parecía harto atrevido, pidió que le llevaran sin tardanza ante el propio Vignati.

Al principio no le hicieron caso, mas supo dar tal tono de amenaza a su voz, que, por fin, un oficial le condujo a la ciudadela.

Por un pequeño puente levadizo pasaron al patio central de la gran fortaleza güelfa, y subiendo por una angosta escalera llegaron a un aposento cuyas pétreas paredes estaban desprovistas de todo adorno. El abovedado techo era tan bajo, que el arriero, dada su alta estatura, hubiera podido tocarle con sólo alzar el brazo. Una conventual mesa de roble, un banco y un alto sitial de la propia madera, componían todo el mobiliario, siendo un almohadón de terciopelo rojo la única nota de lujo en aquella glacial austeridad.

Dejando allí al forastero, el oficial pasó por una puerta baja a la estancia inmediata. Poco tardó en presentarse un hombre muy recio, cargado de espaldas y con las piernas torcidas, mas con aire de gran importancia. Vestía ropón de púrpura que dejaba arrastrar sobre el desnudo suelo de piedra. Le acompañaban un monje con hábito negro y un oficial, largo y flaco, armado de espada y daga.

Los altaneros ojos del personaje se fijaron en el arriero.

—Supongo que traes un mensaje para mí —dijo sentándose en el sitial. El monje, que era gordo y viejo, se acomodó en el banco; el capitán se colocó detrás del sitial de Vignati, mientras que el oficial que había acompañado a Beppo quedóse en el fondo, recostado en la pared.

En cuanto al arrogante arriero, permaneció ante la mesa, sin demostrar la menor timidez ante el severo tirano de Lodi.

—Su Excelencia, el cardenal de Desana, me manda haceros saber, señor, que las provisiones por mí traídas serán las últimas que os envíe.

—¿Cómo? —y apoyándose en los brazos del sitial, Vignati se incorporó, en fuerza de la sorpresa.

—No es posible, señor. Lorenzaccio, que era el encargado de estas expediciones, ha sido cogido por Facino y tal vez esté ya ahorcado. Eso importa poco, pero lo importante es que el cordón se ha reforzado y que sería locura el intentar atravesarlo.

—Sin embargo, tú…

—He pasado merced a una estratagema que no puede repetirse: puse yesca a una docena de mulas y las lancé contra las filas, aprovechando la confusión que produjeron para pasar con mi recua.

—Muy ingenioso el ardid —murmuró el capitán.

—Preciso era pasar —continuó Beppo—, no sólo para traer los víveres, sino para que supierais eran los últimos.

Desde un rostro que había tomado color grisáceo, los ojos del tirano seguían fijos en el joven, cuyo aplomo y escogido lenguaje le intrigaban.

—¿Quién sois? —preguntó de pronto—. Vos no sois arriero.

—Vuestra Señoría es muy perspicaz —fue la respuesta—. Después de caer prisionero Lorenzaccio, nadie quería encargarse de conducir la expedición… Yo soy un soldado de fortuna, Beppo Farfalla, para servir a su magnificencia, y mando una compañía de trescientas lanzas, por ahora, el servicio del señor cardenal, en Cantalupo. Por indicación suya me encargué de la aventura, con la esperanza de que tal vez me dierais alguna plaza fija.

—¡Vive Dios!… ¿Qué plaza he de dar yo cuando estoy a punto de morirme de hambre?

—El señor cardenal espera que no aguardaréis hasta ese extremo.

—¿Qué entiende mi buen hermano en materia de guerra?

—En cuanto a eso… Al señor cardenal no le faltan ideas… —repuso el aventurero.

—Quisiera yo saber qué ideas…

—Una de ellas es que el enviar provisiones a Alessandría ha sido tan inútil como pretender llenar el tonel de las Danaides.

—¿Danaides?… ¿Quiénes son ésas?

—Supuse que lo sabía Vuestra Señoría, yo no… Me limito a repetir la frase del señor cardenal.

—Es una alusión pagana tomada del Appolodorus —explicó él monje.

—Lo que quería decir con ello el señor cardenal —declaró Beppo es que era inútil gasto aprovisionar la plaza para que os estuvierais en ella sin hacer nada.

—¡Sin hacer nada! —repitió indignado Vignati—. Que se meta en su misa y su breviario, y deje lo que no entiende.

—Entiende más de lo que vuestra magnificencia supone.

El tirano soltó una carcajada sarcástica, que fue coreada por el capitán, pero no por el monje, y Beppo añadió:

—Piensa mi señor que las nuevas que le traigo serán el espolazo que necesitáis.

—¡Cargue el diablo con vos y con él! —exclamó Vignati perdiendo los estribos—. Yo no necesito espaldarazo; y si he permanecido inactivo, ha sido por esperar la ocasión.

—Mas ahora que el hambre no os permitirá esperar, tendréis que salirle al encuentro.

—¿Cómo al encuentro? —preguntó Vignati cada vez más ceñudo. No estaba acostumbrado a que los aventureros se tomaran con él tales libertades—. Hablad claro, y os perdonaré el atrevimiento.

—El señor cardenal opina que la suerte os espera en el campamento de Facino, en Pavone.

—¡Oh, sí!, o en las Indias, o en el infierno. Cuatro salidas llevo hechas… y todas desastrosas, sin que la culpa haya sido sólo mía.

—¿Estáis, señor, bien seguro de eso? —preguntó sonriendo Beppo.

El grisáceo rostro del tirano se puso color de púrpura y tartamudeando de rabia, preguntó:

—¿Hay… quién… se atreva a suponer… que he obrado mal?

—El señor cardenal se atreve… y no lo supone: afirma.

—¿Y sin duda vuestra impertinente presunción está de acuerdo con él?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —los tres pares de ojos le miraron atónitos, y Beppo, con sin igual frescura, prosiguió—: Habéis hecho las salidas en pleno día y a la vista del enemigo, que puede concentrarse en el punto atacado. El señor cardenal piensa que seguramente haréis ahora lo que ya debierais haber hecho antes, es decir, atacar de noche.

—Consejo muy propio de él rezongó Vignati encogiéndose de hombros.

El capitán, con más seriedad, expuso:

—Bien estaría el consejo si tratáramos de romper el cerco y escapar, dejando a Alessandría en poder del enemigo; pero tan cobarde propósito no se albergó jamás en la mente de un guerrero como Vignati —y con ademán de desaliento añadió—: Tal vez ahora impulsado por la necesidad…

—Con necesidad o sin ella, ya hace semanas enteras que tenéis a Facino Cane y a su ejército a merced vuestra —interrumpió Beppo, riendo.

—¿Qué decís? —preguntó el tirano reteniendo el aliento.

—He dicho a merced vuestra… Basta para ello un atrevido golpe de mano. Él cordón, que mide unas dieciocho millas de extensión, es muy tenue y no hay más puestos fuertes que Morengo, Aulara, Casalbagliano y San Miguel.

—Si… Sí… ¡Ya, lo sabemos!

—Morengo y San Miguel han quedado debilitados por haber llevado fuerzas a Aulara, al descubrir que por allí se aprovisionaba la plaza. Aulara y Casalbagliano son los puntos más alejados de Pavone, que es el más fuerte de todos, por ser el cuartel general de Facino.

Los ojos de Vignati empezaban a chispear; era bastante soldado para con profundo interés la clara exposición del aventurero. Éste continuó:

—Protegido por la noche, un fuerte contingente de infantería puede salir por la Puerta del Norte, cruzar el río por el vado, y siguiendo la orilla caer sobre Pavone antes de que se haya dado la alarma. Primero que lleguen refuerzos, ya estará quebrantada la fuerza allí existente. La captura de Facino y sus primeros capitanes será tan cierta como lo es que está amaneciendo, y desde ese instante vuestros enemigos no serán más que un cuerpo sin cabeza.

Siguió un silencio, Vignati se mordió los gruesos labios murmurando: —¡Vive Dios!… ¡Vive Dios!— y miró a su capitán.

—El plan está bien concebido —dijo el larguirucho oficial.

—En vuestra presente situación, no podéis hacer cosa mejor —afirmó el desenfadado Beppo—. Es convertir una derrota en victoria.

Su confianza empezaba a ser contagiosa. Vignati preguntó:

—¿Qué fuerzas tiene Facino en Pavone?

—De cuatrocientos a quinientos hombres. Con la mitad basta para derrotarlos, si los cogéis por sorpresa.

—No quiero correr riesgos inútiles; llevaré seiscientos.

—Luego, ¿está V. S. decidido?

—¿Qué otra —cosa podemos hacer, Rocco?

Rocco retorcíase el áspero mostacho, diciendo:

—Si pudiéramos hacer la maniobra envolvente, sin producir alarma…

—Ésa es la dificultad —interrumpió el audaz Beppo—. Pero puede vencerse, y en eso estoy a vuestro servicio. Tengo trescientas lanzas. Durante el día avanzaremos hasta colocarnos detrás de Pavone, a la hora convenida; vos atacáis por delante, nosotros por detrás, y ya está hecha la maniobra envolvente.

—Mas ¿cómo reconocernos en la oscuridad? —objeto Rocco—. Nuestras respectivas fuerzas pueden atacarse, creyendo cada cual que la otra es la de Facino.

—Mis hombres llevarán la camisa sobre la coraza; que hagan los Vuestros lo mismo.

—¡Dios poderosos! —exclamó Vignati—. Este hombre tiene salida para todo.

—Es mi costumbre… Y así venzo siempre.

Vignati se levantó, con la resolución pintada en su ancho rostro.

—Sea esta misma noche… No hay que esperar a que nos debilite el hambre… ¿Supongo que se puede contar con vos, capitán Farfalla?

—Si nos avenimos en las condiciones —declaró Beppo con descaro—. Ya comprenderéis que no me expongo por amor a las aventuras.

El tirano frunció las cejas, como quien se dispone a regatear, y preguntó:

—¿Y esas condiciones…?

—Un año de empleo para mí y mi gente a razón de quince mil florines mensuales.

—¡Dios de los cielos!… ¿Nada más? —fue la irónica respuesta a la proposición.

—Vuestra Señoría puede rehusar.

—Y vos podéis ser razonable… ¡Quince mil!… Veamos… Yo no necesito vuestras lanzas por un año.

—Pero a mí me conviene tener asegurado el pan por un año.

—Eso es aprovecharse de la situación.

—Y lo otro olvidar que yo he arriesgado el pescuezo por venir aquí.

Siguió media hora larga de chalaneo, en la que Maese Beppo hizo gala de la tenacidad con que defendió sus pretensiones. Cedió a ellas por fin el señor de Lodi, no sin ciertas reservas mentales, no obstante el contrato que extendió el monje secretario. Con el pergamino en el bolsillo, el aventurero almorzó alegremente con Vignati, y después de despedirse salió subrepticiamente de la ciudad para llevar al cardenal la nueva de la decisión y prepararse para la parte que le correspondía en ella.

La mañana estaba hermosa, no quedaba la menor traza de tormenta y el aire era suave y puro. Maese Beppo sonreía sin dejar de andar. Quizá porque da gusto vivir en una mañana tan espléndida. Aún sonreía, cuando entró como una tromba en el alojamiento de Facino, en Pavone.

El jefe estaba comiendo con su esposa y sus capitanes, y levantó la cabeza al ver que el recién llegado ocupaba el único sitio vacío.

Muy tardé llegas, Bellarión —le dijo—. Te hemos estado esperando. ¿Hubo anoche algún intento de aprovisionar la plaza?

—Hubo.

—¿Y los cogisteis?

—Los cogimos… mas, no obstante, la recua de mulas cargada de provisiones ha entrado en Alessandría.

Todos le miraron con estupefacción, y Carmagnolo, riendo desdeñosamente, preguntó.

—¿A despecho de envaneceros de haberlo cogido?

Bellarión fijó en él los ojos algo enrojecidos por la falta de sueño y afirmó:

—A despecho de ello —añadiendo después—: Y entró en la plaza, porque la conduje yo.

Tras de una pausa, causada por el asombro, preguntó Facino:

—¿Dices que has estado en Alessandría?

—En la propia ciudadela. He almorzado con el severo tirano de Lodi.

—¿Quieres explicarte de una vez?

Bellarión obedeció.