ON el tórrido calor de la siguiente mañana, Bellarión fue a visitar a su amigo Stoffel, en Casalbagliano, y rebasando la línea de los centinelas avanzados, pasó algo más cerca de las murallas de lo que aconsejaba la prudencia.
La ciudad sitiada parecía dormida en el color estival, y ya debía estar medio muerta por la carencia de víveres.
Cabalgando al troto corto, Bellarión meditaba sobre lo turbulento de su destino, desde que poco más de un año antes dejara el convento.
Mucho se había separado de su primitiva intención, y no podía menos de maravillarse de la facilidad con que se había adaptado a cada fase de su nueva existencia. Las observaciones que había hecho en ella no contribuían a inspirarle el respeto a sus semejantes.
En aquella mañana, la ambición parecía al joven jinete el pecado que dominaba en la vida cortesana. La veía en toda su magnitud por donde quiera que mirara, pero jamás le dolió tanto verla impresa en su rostro, como la noche anterior en el de la condesa Beatriz.
Dos intrusiones de orden físico pusieron término a la divagación de su pensamiento; la primera fue una flecha que pasó rozando la grupa de su caballo y vino a recordarle la peligrosa proximidad de las murallas, y la segunda, un objeto brillante que relució a pocos metros delante de él.
Todo el ejército de Facino habría podido pasar por allí, sin ver en aquel objeto más que una vulgar herradura. Pero la mente de Bellarión era de orden distinto el de los demás, y leyó en él de corrido que pertenecía a la pata trasera de una mula, que había pasado por allí en las anteriores veinticuatro horas.
Dos días antes había habido tormenta, acompañada de chubascos. Si la herradura hubiera estado ya allí, su brillo estaría empañado por la herrumbre causada por la humedad. Mas ¿a quién podía pertenecer la mula? Eso preguntábase Bellarión sin acertar con la respuesta.
Habíase apeado, y recogió la herradura, a la que iba unido un trozo de correa rota. Llevando el caballo de la brida, siguió hasta que le dieron el «¡quién vive!», los centinelas de Casalbagliano.
Bellarión encontró a su amigo comiendo en la casa en que se alojaba, y por vía de saludo le dijo:
—Hay poca vigilancia entre aquí y Aulara.
—Siempre me estás dando sustos —quejóse Stoffel.
—Aquí está la prueba de lo que digo.
Y Bellarión puso la herradura sobre la mesa, dando cuenta exacta del sitio en que la había encontrado y sus razones para suponer la fecha aproximada en que fue perdida.
—No es todo —prosiguió—, un poco más lejos encontré un reguero blanco en la hierba, que resultó ser harina de trigo, caído sin duda de un saco roto, que debía pasar por allí anoche.
El suizo quedó consternado, confesando que no tenía bastantes hombres para vigilar toda la línea, añadiendo que las noches eran muy oscuras cuando no había luna.
—Ya cuidaré de que te envíen refuerzos —dijo Bellarión, y sin quedarse a comer, picó espuelas hacia Pavone.
Llegó a tiempo de tomar parte en el consejo de guerra, en que se debatía el asalto a la ciudad, cuyas fuerzas ya debían estar extenuadas por las privaciones.
Facino, en su actual impaciencia, no pudiendo aguardar el total restablecimiento de su pierna, decidió delegar el mando en Carmagnolo y acordar con éste, el tudesco y Trotta, las medidas que se habían de tomar para el asalto. Madonna Beatriz dormía la siesta en el aposento de arriba, que era el mejor de toda la casa.
Las noticias que trajo Bellarión fueron recibidas con evidente disgusto. Pero Carmagnolo, echándolas a un lado con ademán teatral, dijo:
—Poco importa eso, puesto que hemos decidido dar el asalto.
—Por el contrario, importa mucho a mi entender —replicó Bellarión, al que disparó una llameante mirada el magnífico teniente de Facino… Siempre habían de chocar estos dos jóvenes—. Vuestra decisión se basa en la supuesta debilidad de la hambrienta guarnición, y mi descubrimiento cambia la situación.
Facino asentía con silenciosos ademanes, pero Carmagnolo, que era tan atrevido en la guerra como en el juego, no queriendo perder la ocasión de distinguirse que le ofrecía la enfermedad del jefe, apresuróse a contestar:
—Nos arriesgamos a todo. Tenéis prisa de acabar aquí, y la dilación puede ser peligrosa.
—Más peligros puede haber en obrar precipitadamente —dijo Bellarión.
Fuera de sí, replicó el teniente:
—Hacednos gracia de vuestros prudentes consejos. Las opiniones de un novicio no cuadran a aguerridos hombres de armas.
—Tuvo razón en Travo —dijeron los guturales tonos de Koenigshofen y pudiera tenerla también ahora.
—Por mi parte —añadió Trotta, que conocía las fortificaciones de la plaza mejor que ninguno—, si existe la menor duda sobre el estado de la guarnición, considero una locura el ataque. Podríamos pagar muy caro el aclarar la duda.
—Pues, ¿de qué otro modo se puede resolver? —preguntó Carmagnolo, viendo en la dilación la pérdida de su oportunidad.
—Eso es lo que se ha de reflexionar —contestó con calma Bellarión.
—¡Reflexionar!… —repitió, y más habría dicho el atolondrado teniente, si la alzada mano del jefe no le hubiera impuesto silencio.
—Reflexionar, sí —asintió el condottieri—. La situación ha cambiado y se tiene que volver a estudiar.
El viejo guerrero doblegaba su impaciencia ante la necesidad. Mas no así el joven oficial, que exclamó:
—¿Y no puede haberse equivocado Bellarión? La evidencia, después de todo…
—No es necesaria —interrumpió Bellarión—. Si Vignati estuviera en la situación que suponemos, habría continuado sus esfuerzos por romper el cerco. Habiendo recibido auxilios de fuera, permanece inactivo, porque desea que tomándolos por moribundos los ataquemos. Cuando hayan quebrantado nuestras fuerzas obligándonos a retroceder, entonces caerán sobre nosotros, para completar la derrota.
—¿Todo eso veis en la herradura de una mula y en unos granos de trigo? —preguntó Carmagnolo en son de broma: y abriendo los brazos, exclamó—: ¡Ea!, señores, aprendamos nuestro oficio en la escuela del maestro Bellarión…
—Peores cosas pudierais hacer, Francesco —interrumpió agriamente Facino—. En punto a inteligencia, tenéis mucho que aprender de Bellarión. Cuando le oigo… ¡Dios me ayude!, me pregunto si tengo la gota en la pierna o en los sesos… Continúa, hijo… ¿Qué más tienes que decir?
—Nada más, hasta que atrapemos una de esas expediciones de víveres, que podrá ser esta noche si duplicáis las fuerzas de Stoffel.
—Corriente —asintió Facino—. Pero ¿qué te propones hacer?
Bellarión, cogiendo un pedazo de yeso, trazó sobre la mesa las líneas, necesarias para explicar su plan, que expuso con notable lucidez.
Facino le escuchó atentamente haciendo señales de aprobación.
—¿Tiene alguien un plan mejor que proponer? —preguntó.
Después de una pausa, fue Carmagnolo quien, haciendo de la necesidad virtud, contestó:
—El plan sirve lo mismo que otro cualquiera, y puesto que merece vuestra aprobación, señor, daré las órdenes para ponerlo en obra.
—Puesto que es Bellarión el que ha tenido la idea —dijo Facino, deteniéndole con un ademán—, que se encargue de ejecutarla él mismo.
Así fue cómo, antes de anochecer, Bellarión estaba de nuevo en el alojamiento de Stoffel. Después de anochecer llegaron a Casalbagliano doscientos germanos, de los que mandaba Koenigshofen en Aulara. Sólo entonces estableció Bellarión sus fuerzas en estratégica forma, que cogía en su centro la senda que estaba entre Casalbagliano y Alessandría, teniendo por un lado a Tanaro, y un afluente de menos importancia en el otro, Stoffel se puso a la cabeza del ala derecha, y otro suizo llamado Wenzel fue encargado de la izquierda.
La oscuridad hacíase más densa a medida que avanzaba la noche. Una nueva tormenta amenazaba descender desde las montañas de Montferrato, y los nubarrones cubrían las estrellas con oscuro manto.
A pesar de ello, Bellarión dio orden de que los soldados se echaran, para que sus siluetas no se recortaran contra el cielo.
Así transcurrieron las lentas horas, llegó y pasó la medianoche; las esperanzas de Bellarión empezaban a decaer, cuando, por último, llegó a sus oídos el leve ruido de cubiertos cascos que se hundían en la hierba. Apenas se había dado cuenta del rumor, cuando divisó casi inmediatamente una recua de mulas que avanzaba como visión fantástica.
El conductor del convoy, que debía haber hecho varias veces el camino, adelantábase con seguridad, hasta que de pronto encontróse detenido por una pared humana.
El osado arriero, sin perder ánimos, asió firmemente el ronzal de la primera caballería, haciendo retroceder la reata para encontrar el camino cerrado por una línea de picas. Los proveedores de los sitiados hicieron un desesperado esfuerzo para huir por el flanco, abandonando las vituallas, pero cada vez hacíase más estrecho el círculo que los envolvía, y sin que pudiera escaparse ni un ratón.
Por fin, hízose la luz. Una docena de linternas fueron descubiertas, para que Bellarión pudiera apreciar el valor de la presa que acababa de hacer. El convoy consistía en varias mulas cargadas con sacos, y media docena de hombres capitaneados por un jayán[13] de patibularia catadura y rostro muy marcado por las viruelas, es cuanto dejaba ver la poblada barba oscura. Torvos y silenciosos permanecían bajo la luz de las linternas, sin intentar huir, cual si ya sintieran el roce de la soga en los respectivos cuellos.
Bellarión, sin hacer preguntas, dio breves órdenes a Stoffel, que se había acercado al estrecharse el cerco. Muy sorprendentes eran los órdenes, pero Werner era de los que obedecían sin comentarios. Cien hombres, al mando de Wenzel, debían quedar allí custodiando las mulas en el mismo sitio; veinte soldados se encargarían de llevar los arrieros sin armas y maniatados a Casalbagliano. Los demás podían retirarse a sus habituales cuarteles.
Media hora más tarde, Bellarión y el jefe del convoy se encontraban frente a frente en la cocina de la casa en que el jefe suizo tenía su alojamiento.
El prisionero, con las manos atadas, estaba entre dos ballesteros, en tanto que Bellarión, con una luz en la mano, contemplaba aquella innoble fisonomía que no le parecía desconocida.
—Creo que ya nos hemos visto antes —dijo por último el joven—. Eres el falso fraile que llegó conmigo a Casale… es decir: el bandido Lorenzaccio da Trino.
Los ojillos de azabache parpadearon de terror:
—No lo niego… pero ya recordaréis que me porté bien con vos… y, sin aquel condenado granjero…
—¡Silencio! —mandó Bellarión, y dejando la luz sobre la mesa, que era de encina maciza y muy recia, se sentó en el sillón que había junto a ella. El prisionero contemplaba con medroso asombro la riqueza del atavío y el aire de autoridad del que antes era tímido y pobre estudiante. Su pánico le impedía hacer reflexiones sobre las mudanzas de este mundo.
De repente, los magníficos ojos negros de Bellarión se clavaron sobre él, y el bandolero se estremeció a pesar del calor que hacía.
—Ya sabes la suerte que te espera.
—Conozco los riesgos a que me expongo… pero…
—La cuerda, amigo mío… Te lo digo para disipar tus dudas.
Las rodillas del falso arriero temblaban de tal modo, que los guardas tuvieron que sostenerle Bellarión, que le observaba casi sonriendo, tras de una larga pausa, dijo:
—Pretendes haberte portado bien conmigo en tiempos atrás… No sé hasta dónde habría ido esa bondad, pero lo cierto es que me robaste cuanto llevaba. Tal vez tenías intención de devolvérmelo…
—Tenía… sí que tenía —apresuróse a decir el miserable—. ¡Por la sagrada Madonna, que os hubiera devuelto hasta el último…!
—Soy tan cándido que me permito creerlo… Y no olvides que tu vida está en mis manos. Fuiste el instrumento elegido por el Destino para cambiar el curso de mi vida… y deseo mostrarte mi buena voluntad.
—¡Dios os lo pague!… ¡Dios…!
—¡No me interrumpas!… Ante todo, exijo una prueba de tu deseo de servirme.
—¿Prueba? —preguntó Lorenzaccio confuso—. ¿Qué pruebas puedo dar yo?
—Responde a mis preguntas con sincera claridad. No pido más… Pero a la primera señal de engaño o traición, sufrirás más que la muerte, para acabar por ella. Sé franco, y te prometo respetar tu vida, y aun puede que te conceda la libertad.
Siguieron las preguntas, y las respuestas fueron tan rápidas, que no dejaban duda de su sinceridad. No incurrió en ninguna contradicción, y su juez quedó satisfecho de que aquel apego a la vida había traído la verdad a los labios de Lorenzaccio. Así, Bellarión obtuvo los informes que necesitaba. El bandolero estaba a sueldo de Girolamo Vignati, cardenal de Desana, hermano del sitiado tirano, quien desde Cantalupo enviaba provisiones a Alessandría, todas las noches que la ausencia de la luna, lo permitía. Las mulas se quedaban allí, para ser comidas con las demás vituallas, y los hombres volvían a pie desde las puertas de la ciudad. Sólo el bandido penetraba en ella, para salir al día siguiente provisto del santo y seña para la próxima vez. En las últimas tres semanas, según confesó, había cruzado las líneas más de una docena de veces. Además obtuvo el joven minuciosas descripciones de los hermanos Vignati, de cuantos les rodeaban, así como de la topografía de la plaza. Bellarión tomó las notas que le parecieron necesarias.