Capítulo XI

EL plan concebido por Gabriello María para la restauración de la supremacía gibelina cayó al agua, como no podía menos de suceder, estando el tribunal compuesto en su mayoría de güelfos.

El arma que consumó la derrota de Gabriello fue la demanda que el marqués Teodoro impuso como condición para el tratado, de recibir ayuda en su pretensión de recobrar Génova para Montferrato.

Della Torre, con desdeñosa risa, observó:

—Y por consecuencia, incurrir en las iras del rey de Francia —y desarrolló el tema con tanta habilidad, que ninguno descubrió sus verdaderos fines al oponerse a la demanda.

—Quizá —observó Gabriello— bastará la devolución de Vercelli y algunas otras garantías para obtener la alianza de Montferrato.

Pero della Torre no deseaba tal alianza.

—¡Devolver Vercelli! —exclamó—. Ya hemos devuelto demasiado, y hora es de buscar alianzas que nos ayuden a recobrar parte de los territorios que han sido robados a Milán.

—¿Y dónde encontraréis esos aliados? —preguntó con cachaza Facino.

Della Torre vaciló; harto sabía que la precipitación en exponerlos había hecho fracasar muchos manejos. Si Facino se enteraba de su proyecto de alianza con Malatesta di Rímini, Facino haría cuanto pudiera por desbaratarla.

—No estoy preparado para contestar a esa pregunta dijo el siniestro güelfo —pero desde ahora puedo afirmar que no iré a buscarlos a Montferrato, al precio que exige su regente.

Se encargó a Gabriello María que diera las excusas que quisiera al marqués Teodoro. Éste las recibió displicente, añadiendo en tono significativo que Milán contaba ya con bastantes enemigos y no era prudente el aumentarlos. Y muy malhumorado regresó a Casale.

Las reticencias de della Torre vierónse pronto justificadas.

En los primeros días de junio, llegó un urgente y angustioso mensaje del hermano del duque, Filippo, conde de Pavía, pidiendo socorro contra Vignati de Lodi, que asolaba su territorio y ya había tomado la ciudad de Alessandría.

El duque estaba en su cámara con Lonate y della Torre cuando el pergamino llegó a sus manos, y después de entregárselo al sombrío cortesano, dijo con un gruñido:

—El diablo se lleve a quien lo haya escrito. ¿Puedes leer esos palos de mosca, Antonio?

—Son del hermano de Vuestra Alteza. Del príncipe Filippo María.

—¡Valiente pedazo de tocino! —exclamó con desprecio el duque—. Algo querrá, cuando se acuerda de mi existencia.

Con voz grave, Antonio leyó el mensaje. El príncipe comentó alegremente algunas palabras, jugueteando con la cabeza de un enorme mastín echado a sus pies. Su perversa naturaleza hallaba diversión en los apuros de su hermano.

—¡Por fin, su obesidad sale de su apatía! —exclamó al concluir la lectura—. Dejemos que ese bobo se arregle como pueda, a ver si consume parte de la grasa que lo sobra.

—La hilaridad no es oportuna, señor duque —y el enjuto y cetrino rostro de delta Torre estaba muy serio—. Siempre os advertí que desconfiarais de la ambición de Vignati, que no se daría por contento con la reconquista de Lodi, y si ahora se levanta en armas, no es tanto contra vuestro hermano, como contra la casa de Milán.

—¡Cuerpo de Baco! —y presa de irrazonada furia, Gian María, con los torcidos ojos desorbitados, pegó una cruel patada al perro que se separó aullando—. ¡Por el infierno!… ¿Hemos de hacer armas contra Vignati?

—Ése es justamente mi consejo.

—Cuando apenas se ha dado fin a la campaña contra Buonterzo…

¿He de pasar la vida entera entre guerras y bandolerismo?… ¡Por Baco!… Más quisiera ser duque en el infierno, que en Milán.

—Pues no hagáis nada, y pronto lo conseguiréis.

—¡Llévete el diablo, Antonio! —y cogiendo un señuelo de halcón que estaba sobre la mesa, empezó a arrancarle las plumas esparciéndolas por el suelo, a medida que hablaba—: Me aconsejas que le doblegue… ¡Cualquiera doblega a ese condenado ladrón de Lodi!… ¿Y cómo puedo doblegarle? Las lanzas francesas le han sido devueltas a Boucicault. Los avaros padres de la ciudad tenían prisa en devolverlas para ahorrarse unos ducados. ¡Así se condenen sus almas!

Pareciéndole al astuto della Torre la ocasión oportuna, insinuó:

—Vignati no puede contar con numerosas fuerzas, y la condotta de Facino será más que suficiente para echarle de Alessandría y meterle de nuevo en Lodi.

Gian María continuó su intranquilo paseo.

—¿Y si no bastara?… ¿Y si Facino fuese derrotado por Vignati?… Le tendríamos entonces a las puertas de Milán.

—Bien podría ser… si no pudiéramos prepararnos para esa eventualidad.

Gian María se detuvo, mirando con súbita curiosidad a su mentor.

—¿Y podemos?… Di… ¿podemos?… ¡Habla, hombre!

La repentina llama de odio y esperanza que brilló en los ojos del duque fue la mejor demostración de que tragaba el anzuelo.

—Una alianza con Malatesta daría bastante fuerza a Vuestra Alteza para desafiar a todos sus contrarios.

—¡Malatesta! —repitió el duque, dando un salto cual si le hubieran picado con un aguijón. Mas reportóse en el acto. Sus embrionarias facciones se contrajeron por la concentración del pensamiento, y dejándose caer en su amplio sitial, repitió una vez más con tono pensativo.

—Malatesta, ¿eh?

Della Torre se deslizó silenciosamente hasta ponerse a su lado, y bajando la voz, para hacerla más intensa, dijo:

—Vuestra Alteza verá si le conviene o no traer a Malatesta a Milán, en cuanto haya salido Cane.

El apuesto libertino Lonate, que había sido mero espectador de la escena, dejó la ventana en que se apoyaba, y para decidir la cuestión, añadió:

—Y así estaría seguro Vuestra Alteza, de que ese altanero advenedizo no volvería a molestarle.

La cabeza del duque hundióse aún más entre los hombros. Aquélla era la ocasión de libertarse para siempre de la tiránica tutela del condottieri, sostenido por la popularidad.

—Habláis como si estuvierais seguros de que Malatesta querrá venir.

Della Torre echó por último las cartas sobre la mesa.

—Lo estoy —dijo—. Tengo su palabra de que aceptará la propuesta de alianza con Vuestra Alteza.

¡Ah!… ¿y el precio?

Malatesta es ambicioso para su hija… Si la viera duquesa de Milán…

—¿Es una condición? —preguntó Gian María en tono seco.

—Una contingencia solamente —apresurase a contestar faltando a la verdad Antonio—. Mas si eso llegara a ser, la alianza quedaría consolidada como un asunto de familia.

—Dejadme respirar —dijo el duque, separando a los intrigantes, con ambos brazos, a tiempo que se levantaba.

Arrastrando los pies, la desgarbada figura vestida de rojo y blanco se acercó a una ventana, mientras que sus consejeros cambiaban una mirada de inteligencia. Sin casi transición, volvióse mostrando su grotesco semblante encendido.

—¡Por todos los demonios del infierno! —juró Su Alteza—. El caso no requiere más reflexión —y rió con estrépito al figurarse a Facino irremisiblemente derrotado, sin comprender, ¡pobre idiota!, que se disponía a cambiar un yugo por otro mucho más pesado.

Riendo aún, despidió a della Torre y Lonate, enviando a llamar a Cane. Cuando se presentó éste, puso en sus manos la carta de Filippo María, que el condottieri deletreó con dificultad, pues en punto a letras aventajaba poco al duque.

—Esto es grave —dijo al llegar al fin.

—¿Opináis que Vignati es peligroso?

—No mucho, mientras, esté solo. Pero ¿y si se reuniera con Estorre Visconti y otros descontentos? Cada uno de por sí, importan poco; reunidos, forman un enemigo formidable; y este atrevido ataque de Vignati puede ser la señal para una liga.

—¿Y qué se ha de hacer?

—Arrojar a Vignati de Alessandría, antes de que llegue a ser el cuartel general de vuestros enemigos.

—Manos a la obra… Ya tenéis los medios.

—Mi condotta asciende a unos dos mil hombres… Si se nos une la guardia cívica…

—Ésa es necesaria para la defensa de la ciudad.

Sin insistir, contestó Facino:

—Pues prescindiremos de ella.

Facino emprendió la marcha a la madrugada del siguiente día. Al anochecer, ya habían cubierto sus tropas la mitad de camino, y agobiadas por el calor de junio acamparon bajo las rojas murallas de Pavía.

La acción directa contra la misma plaza usurpada por Vignati era un procedimiento contrario a las ideas que Bellarión se atrevió a exponer ante el Consejo presidido por el jefe y compuesto por oficiales muy duchos en materias bélicas.

El curso que, según el joven, convenía seguir estaba calcado sobre los principios estratégicos empleados por los atenienses contra los tebanos en las guerras del Peloponeso.

Consistían estos principios en atacar sistemáticamente al enemigo por la parte más débil. Por eso, aplicándolos al caso presente, en vez de atacar Alessandría, convenía invadir el propio feudo de Vignati, el desamparado Lodi.

Facino acogió con una sonrisa la proposición de su hijo adoptivo, y envalentonado por ella, Carmagnolo tomó a su cargo el burlarse del novicio.

—Gustáis, según parece —dijo el buen mozo—, de eludir los ataques directos —con esto aludía a las justas de Milán, en que Bellarión rehuyó tomar parte—. Habéis de pensar que el título de caballero impone ciertas obligaciones.

—Supongo que no se contará entre ellas la de ser tonto —fue la desenfadada respuesta de Bellarión.

—¿Lo decís por mí? —preguntó Carmagnolo con tono de reto.

—Abogáis por el ataque directo, ésa es la táctica del toro. Pero nunca he oído que el toro se distinga por su inteligencia… ni aun entre los animales.

—Luego, ¿me comparáis con un toro? —bramó Carmagnolo, colorado como un pavo, al observar que Stoffel y Koenigshofen, hacían esfuerzos por contener la risa.

—¡Haya paz! —gruñó Facino—. ¿Estamos aquí para ventilar asuntos personales?… Bellarión, hijo, a veces tienes ideas insensatas.

—Lo mismo dijisteis en Travo.

—¡Basta ya! —exclamó Cane dejando caer su fuerte puño sobre la mesa—. Y no vuelvas a interrumpirme. Yo tengo mis planes, y ésos son los que se han de seguir. No por estar Vignati y sus tropas en Alessandría, dejaré de atacar la plaza.

Bellarión guardó prudente silencio, sin exponer el argumento de que la toma del mal guardado Lodi, y su devolución a la Corona de Milán, produciría un efecto moral de la más alta importancia para los destinos del ducado.

Después de una conferencia con el príncipe Filippo en su hermoso castillo de Pavía, Facino reanudó la marcha, con su tropa aumentada con seiscientos mercenarios italianos mandados por un aventurero llamado Giasono Trotta, que le alquiló Filippo María, quien añadió todo el material de sitio con que contaba.

Sin embargo, el gran condottieri no se acercó a Alessandría lo bastante para el empleo de catapultas, cañones y bombardas. Harto conocía él la fortaleza de aquellas murallas, construidas unos trescientos años atrás para ser fortaleza inexpugnable en las guerras entre la Iglesia y el Imperio.

Facino propuso establecer un amplio y riguroso cerco, a fin de reducir la guarnición por hambre.

Cruzando el Po, marcharon por la orilla izquierda hasta una aldea llamada Pavone, situada a tres millas justas de Alessandría. Allí estableció sus reales el conde, y extendió por ambos lados un cordón de tropas a través de aquellos insalubres campos, en los que sólo florecían arrozales.

Tan rápida fue la maniobra envolvente, que la primera noticia de que estaban sitiados fue llevada a Alessandría por los que, saliendo de ella, tropezaron al día siguiente con las líneas enemigas y fueron intimados a volver.

Por los informes que de ellos se obtuvieron, bajo amenaza de tortura, se supo que la populosa ciudad estaba escasamente aprovisionada, y, por consecuencia, incapaz de resistir un prolongado sitio. Esta opinión fue confirmada por los desesperados esfuerzos que durante la primera semana hizo Vignati, que estaba como enfurecido lobo cogido en la trampa. Cuatro veces intentó en vano romper el cerco. La ventaja estaba de parte de Facino, pues la caballería, con la que principalmente contaba el jefe sitiado, no podía maniobrar en aquel pantanoso terreno, y si los jinetes lograron escapar, fue porque Facino había dado orden de no hacer prisioneros. No quería restar ni una sola baja a la ciudad, con objeto de que la falta de víveres anticipara la capitulación. Esta idea le obligó a recomendar a sus oficiales que economizaran las vidas.

—Es decir: las vidas humanas —observó Bellarión, alzando por primera vez su voz en el Consejo desde que fue reprendido.

—¿Cuáles otras pueden ser? —preguntó Carmagnolo.

—Las de los caballos, que conviene, por el contrario, sacrificar, para que no se los puedan comer en el último extremo.

A este principio se atuvieron, al hacer Vignati su próxima salida. El conde no esperó el ataque, como lo hizo en las primeras veces, sino que lanzando los ballesteros sobre el enemigo, tanto en el avance como en el desordenado retroceso, consiguió hacer una verdadera carnicería en los caballos.

Fuera porque Vignati se diese cuenta de esta razón, o porque se convenciera de que el terreno era poco favorable a la caballería, su siguiente salida por el norte fue a base de infantería. Contaba con unos dos mil hombres, y bien dirigidos tal vez hubieran logrado romper el cerco, pero Vignati no estaba acostumbrado a manejar infantería, e incurrió en el mismo error que los franceses en Agincourt: empleó hombres a pie, cargados con todas sus armas, y sufrieron la misma suerte que los franceses en tiempos anteriores. Cansados por el peso de las armas, ya estaban al cabo de sus fuerzas el llegar a las líneas de Facino, donde fueron fácilmente rechazados, volviendo a la ciudad tan sorprendidos como alborozados de haber escapado al cautiverio o a la muerte.

Después de esta nueva derrota, tres representantes del Municipio de Alessandría y uno de los capitanes del tirano se presentaron en el campo contrario y fueron conducidos a casa del cura de Pavone, temporalmente habitada por Facino.

La sala en que entraron no tenía más adorno en sus blanqueadas paredes que un crucifijo de talla. Una gran mesa en el centro, un banco y varias sillas, todo de pino sin pintar, a más de una butaca de cuero, componían el moblaje. El único detalle que suavizaba un poco la ruda austeridad del aposento era la espesa capa de hierbas aromáticas que cubría la terrosa desnudez del suelo.

Carmagnolo, fastuosamente vestido, como siempre, habíase apropiado de la única butaca y parecía llenar la estancia con su decorativa presencia. Stoffel, Koenigshofen, Giasone Trotta y Vougeois, que mandaba a los borgoñones, ocupaban las sillas sirviendo de fondo, mientras que Bellarión se mantenía en pie, junto al banco en el que se recostaba Facino, grave y ceñudo, oyendo la invitación de los mensajeros para que impusieran las condiciones de rendición.

—El señor conde de Pavía —fue la respuesta de Facino— no quiere castigar con dureza la deslealtad de Alessandría, teniendo en cuenta que habrá sufrido en las últimas semanas, y se contenta con imponer un tributo de cincuenta mil florines de oro, para indemnizarle de los gastos de la campaña —los enviados respiraron con más libertad, pero aún no había concluido Facino—. Yo quiero la misma suma, como compensación del saqueo.

—¡Cien mil florines! —exclamaron consternados los parlamentarios—. Eso, señor, es…

Facino alzó la mano reclamando silencio.

—Esto en cuanto al municipio de Alessandría. Ahora tratemos del señor Vignati, que tan imprudentemente ha cometido la agresión; se le permite que hasta mañana al mediodía salga de la ciudad con todo su acompañamiento, pero dejando detrás los caballos y todo el material de guerra que posee. Además, pagará de sus propios fondos, o de los del Municipio de Lodi, cien mil florines al señor conde de Alessandría para indemnizarle de las pérdidas y molestias que ha causado en ella la ocupación. Por último, el señor Vignati habrá de consentir que una fuerza de dos mil hombres ocupe Lodi, alojados y mantenidos por la ciudad, hasta que esté pagada la indemnización, teniendo entendido que si el pago se retrasa más de un mes, el ejército de ocupación lo hará efectivo con el saqueo de la ciudad.

El oficial enviado por Vignati, hombre de austero aspecto y barba negra, sonrojase de indignación y dijo:

—Las condiciones son muy duras.

—Son necesarias —corrigió Facino— para demostrar a vuestro jefe que los actos de bandolerismo no siempre salen bien.

—¿Suponéis que las aceptará? —preguntó el capitán con aire desabrido. Los tres ediles se miraban alarmados.

Facino, con cruel sonrisa, contestó:

—Si puede hacer otra cosa mejor, que lo aproveche. Pero hacedle comprender que estas proposiciones sólo duran veinticuatro horas. Después, no le trataré con tanta benignidad.

—¡Benignidad llamáis…!

—Podéis retiraros —interrumpió el conde, despidiéndolos con ademán regio.

No volvieron dentro de las veinticuatro horas, ni en los días siguientes.

Vignati no dio señales de vida. El tiempo empezó a parecer largo a los sitiadores y cada día aumentaba el enojo de Facino, sobre todo desde que un nuevo ataque de gota le obligó a recluirse en la triste rectoría de Pavone.

Una noche, cerca de un mes después de comenzado el sitio, cenaba Facino con sus oficiales, excepto Stoffel, que estaba de guardia en Casalbagliano, y dejó recaer su mal humor sobre la calidad de los manjares.

Contestó Giasono Trotta, cuyos jinetes eran los encargados del aprovisionamiento.

—¡Por vida mía! Si el sitio se prolonga, seremos nosotros los que pereceremos de hambre. Mis hombres han limpiado ya las cercanías en diez millas a la redonda.

La respuesta, algo exagerada, provocó una explosión por parte de Facino.

—Dios me confunda, si comprendo cómo se sostiene ese gente. Con más de dos mil hombres en la plaza… en menos de una semana han debido pasar hambre.

Koenigshofen murmuró entre su moderada barba roja:

—Es un misterio colosal.

Justamente, ese misterio es el que me intriga y me hace pensar que reciben provisiones de afuera.

—Eso es imposible —replicó enfáticamente Carmagnolo, a quien correspondía la vigilancia del cordón sitiador.

—Pues no hay otra alternativa —insinuó Bellarión—, a menos de que se coman unos a otros.

Los ojos de Carmagnolo lo lanzaron una mirada de malevolencia por la duda acerca de su vigilancia.

—Habláis en cifras —dijo con desdén el guapo mozo.

—Y vos no sabéis descifrarlas. Debí recordarlo —contestó Bellarión risueño.

Incorporándose, Carmagnolo exclamó:

—¡Cuerpo de diablo!… ¿Qué os habéis propuesto?

Los oídos del displicente Facino habían distinguido un ruido lejano.

—Callen todos y escuchen —mandó—. ¿Oís?… ¿Quién viene a estas horas con tanta prisa?

Era una bochornosa noche de julio, y la ventana estaba abierta, para dar paso a la escasa brisa, los cuatro hombres aguzaron los oídos, y llegó a ellos el rumor de lejano galope de caballos.

—No viene de Alessandría —dijo el tudesco.

—No… —asintió Facino. Y volvieron a escuchar en silencio.

Carmagnolo se encaminó a la puerta, a tiempo que dos jinetes enfilaban la calle, y al ver su elevada silueta acortaron el paso.

—¿Dónde se aloja el señor conde de Biandrate? —preguntó uno— de ellos.

—Aquí —respondió Carmagnolo. Y a esta sola palabra detuviéronse los caballos, arrancando chispas de las piedras con los cascos.