Capítulo X

LA solemne misa de réquiem en San Ambrosio no llegó a celebrarse, y esto fue porque al mismo tiempo que doblaban las campanas llamando a los fieles, el propio Bellarión en carne y hueso, acompañado por Stoffel, entraba en Milán por la Puerta Tesinesa, a la cabeza de unos setenta suizos, que eran los supervivientes de los ciento.

Hubo cierta dilación en admitirlos. El oficial de guardia, al ver aquel grupo de hombres cubiertos de polvo, con las armas sucias y las vestiduras destrozadas, los tomó por una banda de merodeadores, de los que frecuentemente asolaban la ciudad.

En el tiempo que tardó Bellarión en hacer patente su identidad, la noticia de su llegada se difundió con rapidez vertiginosa, y cuanto más avanzaba el héroe, más difícil le era abrirse paso entre la apiñada muchedumbre que lo aclamaba con delirio.

En la plaza de la Catedral, el avance llegó a hacerse imposible. Las campanas habían dejado de doblar, y ahora repicaban alegremente.

Por fin, llegó Bellarión al Broletto y al Patio de Arrengo, que estaba casi tan concurrido como la calle. También las ventanas se venían abajo de gente, y en la galería de la derecha, Bellarión distinguió al duque entre la elevada y sombría figura, de della Torre y el arzobispo de Milán, revestido de la púrpura cardenalicia. Junto a éste, la condesa Beatriz, cuyo rostro parecía tallado en marfil bajo el brillante casco de sus cabellos de azabache, agitaba un pañuelo en señal de bienvenida.

Bellarión saboreó el momento, como epicúreo en fenómenos de la vida. Y según escribe fray Serafín, a esta circunstancia se debía el que de allí en adelante se le conociera como Bellarión el Afortunado.

Tampoco dejó de saborear el instante en que se presentó ante el duque y la corte, reunida en el salón de los frescos, más conocido por salón de Galeazzo.

El mismo Facino había bajado a buscarle al Patio de Arrengo, y ahora estaba allí, con el coleto de cuero cubierto de polvo y barro, y apoyado en la alabarda de ocho pies que le servía de sostén, sereno y tranquilo ante las miradas de tantos pares de ojos; dio cuenta del nuevo milagro (pues casi lo parecía) de su salvación y su relato fue tan claro y conciso como al narrar a Facino el milagro de los perros.

Cuando los jinetes de Buonterzo lograron pasar el vado, él, con dos terceras partes de su fuerza, estaba en la parte baja del bosque. Trepó a la cima, con objeto de salvar los treinta hombres que allí dejó apostados. Pero era demasiado tarde. Los vengativos soldados de Buonterzo ya perseguían a los escasos supervivientes al grito de: «¡No hay cuartel!». Como el socorrerles era imposible, Bellarión se impuso el deber de salvar a los de abajo. Había descubierto la entrada de una caverna a media altura de la colina, cuya boca estaba casi oculta por la hiedra y los jazmines silvestres. Allí condujo a sus hombres.

—Volvimos a colgar —prosiguió— las plantas trepadoras que había descompuesto nuestra entrada, y nos retiramos al fondo de la cueva, justamente cuando los primeros jinetes pasaban ante su boca. Desde la linde del bosque observaron la llanura y no viendo a nadie debieron suponer que ya habían matado a cuantos les hostilizaron, y picando espuelas, se fueron.

—Mas poco después volvió una tropa mucho más numerosa a nuestro parecer, pues sólo podíamos juzgar por el sonido.

—Luego he comprendido que debían ser los fugitivos que huían ante la caballería francesa enviada a socorrernos. Allí permanecimos escondidos no sé cuántas horas, y por último, no oyendo nada, salí de la cueva y trepé a lo más alto del bosque. Las riberas del Trebbia estaban desiertas, pero vi hombres que muy cerca se movían entre los árboles, y un instante después me encontré cara a cara con Werner Stoffel, quien me ha enterado de que la batalla fue ganada.

Prosiguió diciendo que llegaron a Travo medio muertos de hambre. La aldea estaba casi en ruinas por el impetuoso huracán de la guerra, pero aún encontraron algunas vituallas, y a la caída de la tarde emprendieron la marcha para reunirse con las tropas de Facino.

Por desgracia, lo contradictorio de los informes les hizo errar la ruta, y decidieron tomar el camino de Milán.

Cruzaron el Po en Piacenza, donde fueron detenidos por orden de Scatti bajo pretexto de haber entrado en la ciudad sin licencia. Por espacio de dos días, Bellarión y su pequeña tropa no pudieron salir de Piacenza. Pero al llegar las nuevas de la victoria, les dejaron marchar en el acto, para no incurrir en las iras del victorioso Facino.

—Desde entonces hemos venido a marchas forzadas —concluyó el héroe— y celebro haber llegado a tiempo para impedir que se celebre la misa de Réquiem, cuya solemnidad habría quedado comprometida por mi tenaz empeño en vivir.

Con esta nota cómica terminó el relato, hecho en el más elegante toscano.

La ocurrencia final fue celebrada con risas, pero entre la concurrencia hubo dos que no se rieron. El uno fue el arrogante y vanidoso Carmagnolo, qué no gustaba del triunfo de un advenedizo en quien ya veía un rival; la otra, la princesa Valeria, que, oculta entre la muchedumbre de cortesanos, sólo vio en este relato una descarada confesión de artificios y engaños, propios de uno que siempre fue embustero. Casi llegó a suponer que voluntariamente esparció la noticia de su muerte, para establecerse como héroe por medio de aquella sensacional resurrección.

Gabriello María, siempre afable fue el primero que se acercó a Bellarión para estrecharle la mano. Tras de él vino el duque con della Torre, saludándole obsequiosamente, como vencedor de Travo.

—Ese título, señor duque, pertenece a mi padre y señor el ilustre Facino Cane.

—Bien sienta la modestia en los héroes —comentó della Torre.

—Si no tuviera tanta mi padre y señor, no cometeríais vos tal equivocación. Mucho debe haber exagerado, en perjuicio suyo, mis pobres merecimientos.

Pero no había medio de eludir las adulaciones de una corte que prodigaba las alabanzas a todo el que merecía la aprobación del duque. Con profunda sorpresa, por su parte, encontró allí al marqués Teodoro, quien le saludó con urbanidad, sin hacer la menor alusión al pasado.

Por fin, Bellarión logró escapar, refugiándose en las habitaciones de su protector. Allí encontró a la condesa sola. Levantóse en cuanto le vio; corriendo a él con tal ligereza, que parecía deslizarse sobre el pavimento.

—¡Bellarión!

Su rostro, habitualmente pálido estaba encendido; una llama animaba sus rasgados ojos, y tendiéndole ambas manos, repitió en voz dulcísima:

—¡Bellarión!

Él, muy inquieto, rozó con sus labios una de las manos ofrecidas, y separándose un paso, dijo:

—A vuestras órdenes, madonna.

—Bellarión —por esta vez, había algo de reproche en el dulcísimo acento. Cogiéndole por el brazo para impedirle retroceder, prosiguió—: ¿Sabéis las lágrimas que he vertido por vuestra muerte…? ¡Creí que se me despedazaba el corazón!… Mi vida entera parecía haberse ido con la vuestra… y al encontrarme, en un momento como éste, ¿sólo se os ocurre ese frío y militar saludo?… ¿De qué pasta estáis hecho, Bellarión?

—¿Y de qué pasta estáis hecha vos, madonna? —preguntó el joven, indignado y desasiéndose con violencia—. ¿Es que no hay lealtad en el mundo?… Abajo me ha asqueado el duque con bajas adulaciones que sólo eran deslealtad hacia mi padre y señor, y escapo de aquélla para encontrar otra deslealtad que me hiere infinitamente más.

Beatriz había retrocedido, volviendo la cabeza, mas de pronto le hizo frente con el rostro muy pálido y los rasgados ojos más entornados que nunca.

—¿Qué osáis presumir? —pregunto con voz que distaba mucho de ser dulce—. ¿Tan vano y presuntuoso os ha hecho la vida de soldado? —y con provocativo desprecio, añadió—: ¿Habéis podido figuraros?… ¡Imbécil! ¿Debo participar a mi esposo vuestros torpes pensamientos y el insulto que os habéis atrevido a inferirme?

Bellarión la oía lleno de asombro e indignación: impulsado por ésta, contestó agitado:

—Vuestras palabras señora… —callóse de súbito y cambiando de tono dijo—: Bien habéis dicho, madonna. Soy un imbécil. ¿Permitís que me retire? —y se dispuso a salir. Pero ella no había acabado aún:

—¿A qué palabras aludís? ¿Qué he dicho para caer en tal error?… Que he llorado vuestra muerte… ¿No ha de llorar una madre por un hijo?… Pero vos… ¡Haber llegado a suponer!… ¡Salid de aquí… y esperad a mi esposo y señor en otra parte!

Bellarión salió sin añadir ni una palabra. No vio a Facino hasta el día siguiente, que para él fue muy ocupado.

En su aposento le esperaba el conciliador Gabriel María, que venía en su busca de parte del Municipio para conducirle al Palacio Regional a recibir las gracias de los representantes del pueblo.

—No quiero gracias ni las merezco —dijo en tono casi brusco el héroe del día.

—Pues las recibiréis mal que os pese. Desatender tal invitación será una ingratitud.

Y el hermano del duque se llevó a Bellarión, el hijo de nadie, para recibir el homenaje de una ciudad. En el Palacio Municipal oyó un discurso, del presidente, elogiando sus, altas prendas y sus aún más altos servicios, por los que en nombre de Milán se le ofrecía la bonita suma de diez mil florines dé oro, como débil prueba de agradecimiento popular.

Después de esto el asombrado Bellarión fue conducido por su brillante acompañamiento a recibir el espaldarazo qué te armaba caballero. Para la ceremonia le revistieron con la magnífica armadura que le regaló Boucicault y así le llevaron procesionalmente al patio de Arrengo, donde le esperaba el duque en traje de solemnidad, con la más lucida nobleza de Milán. Facino, muy grave, recabó para sí el derecho de armar caballero al que tanto se había distinguido en su servicio. Y cuando Bellarión, después de recibir los espaldarazos de rodillas, se levantó, fue la bella condesa de Biandrate, por indicación de su esposo, la que calzó las espuelas de oro en los talones del nuevo caballero.

Cuando le invitaron a que escogiera su escudo de armas, declaró que elegía una variante del de Facino: la cabeza de un perro en plata, sobre campo azul.

Al final, un heraldo proclamó que se celebrarían justas en la explanada del castillo de Porta Giovia, para dar oportunidad al caballero Bellarión de probar públicamente lo digno que era el honor que se le había concedido.

Esta perspectiva no fue del agrado del favorecido. Conocía su escasa habilidad en el manejo de las armas, del que sólo había, tenido un elemental aprendizaje durante la breve temporada de Abbiategrasso.

Ni aumentó sus ánimos el que Carmagnolo, guapo y fanfarrón como nunca, viniera a su encuentro y entre sonrisas y felicitaciones, reclamara el honor de romper una lanza con su nuevo hermano de armas.

—Me honráis con exceso, caballero —respondió Bellarión, con sonrisa tan falsa como la de su interlocutor—, y haré cuanto pueda por corresponder a la distinción.

No se le escapó el relámpago de alegría que brilló en los ojos del fatuo buen mozo, y en cuanto quedó libre, fue en busca del suizo, que había llegado a ser su amigo íntimo.

Dime Werner —le preguntó—, ¿has visto a Carmagnolo en alguna justa?

—Una vez… el año pasado.

—¡Ah!… Sin duda arremeterá como un toro, ¿eh?…

—Has hallado la comparación exacta; como un toro. Ganó el premio a todos y el señor Genestia salió con dos costillas rotas.

—Ya… ya —dijo Bellarión pensativo—, y mañana se propone romperme la cabeza… Lo he leído en su sonrisa.

—Es un matasiete, que el mejor día se encontrará chasqueado.

—¿Tienes que contender con él? —preguntó Stoffel, con súbita preocupación.

—Eso se figura él. Pero yo creo que mañana no estaré en situación de batirme con nadie. Las privaciones… el exceso de fatiga… En una palabra, me parece que me ronda una enfermedad, y mañana pasare el día en la cama.

Werner le miró con gravedad al preguntar:

—¿Le tienes miedo?

—Naturalmente.

—¡Y lo confiesas!

—Se necesita valor, ¿eh? Eso te demostrará que se puede tener miedo sin ser cobarde. La vida está llena de paradojas.

Stoffel se echó a reír.

—No necesitas hacer protestas de valor conmigo… Me acuerdo de Travo.

—Allí tenía algunas probabilidades de ganar y aquí no tengo ninguna.

El que a sabiendas acepta las de perecer, no es valiente, es insensato.

No me gusta que me destrocen los huesos, y menos la reputación. El que me desmonten mañana en plena fiesta, no es cosa propia de un héroe.

—Siempre serás un endiablado calculador.

—Eso es lo que me distingue de Carmagnolo, que me supera como hombre de armas. Cada cuál a su oficio, Werner, y el mío no es el de romper lanzas, por muy caballero que me hagan. Por eso, te repito que mañana tendré calentura.

Esta resolución, sin embargo, estuvo a punto de irse a pique aquella misma noche.

En el gran salón de Galeazzo, el duque daba audiencia, que debía ser seguida de un festín. Invitado a ambos el nuevo caballero, llegó luciendo soberbia hopalanda de terciopelo azul, bordeada de armiño y sujeta a la cintura por cadena de plata. Deliberadamente había escogido los colores de su nuevo blasón para vestirse.

Por su arrogante estatura y la juvenil y airosa naturalidad con que llevaba el pesado y riquísimo ropaje, atrajo todas las miradas de la Corte al avanzar para ofrecer sus respetos al duque.

Della Torre y el arzobispo le acogieron amistosamente, y al escaparse de ellos, encontróse de pronto ante los profundos y serenos ojos de la princesa Valeria, de cuya presencia en Milán, no tenía la menor noticia.

La sobrina del regente manteníase un poco apartada del bullicio, en uno de los huecos que daban salida a la galería, sin más acompañamiento que la linda Dionara.

La sorpresa del inesperado encuentro le hizo enrojecer primero y ponerse pálido después. Aquellos indescifrables ojos le causaban la impresión de que le arrancaban a pedazos sus ricas vestiduras, dejándolo con sólo unos harapos, como cuadra al hijo de nadie que osa codearse con los grandes.

La turbación fue instantánea. Recobrando al punto su habitual aplomo, acercóse con dignidad haciendo una profunda inclinación en la que nada había de rústico.

Valeria se ruborizó levemente y chispearon sus grandes ojos. Volvióse como disponiéndose a partir, y sus labios murmuraron:

—¡Qué audacia!

—Señora, os doy gracias por esa palabra. Mi blasón carece de lema y pondré: «Audacia», recordando que Audaces fortuna juvat[12].

Valeria habría dejado de ser mujer si no hubiera contestado:

—La fortuna os ha favorecido ya bastante. Mucho habéis prosperado.

—Con la ayuda de Dios, princesa.

—Me parece que más se lo debéis a vuestras propias artes.

—¿Mis artes? —preguntó él sorprendido del tono.

—Sí, las artes que empleó Judas… No olvidéis que tuvo mal fin. La actitud con que respondió él detuvo a Valeria, que ya había dado un paso.

Madonna, si tales artes he usado, ha sido en vuestro servicio y mala paga es el reprochármelo.

—¡En mi servicio! —repitió ella con relampagueantes ojos—. ¿Fue en mi servicio el que os acercaseis a mí como espía, para hacerme traición? ¿Fue en mi servicio que asesinasteis a Enzo Spigno? —y sonriendo con amargura, añadió: Ya veis que no conservo ilusiones sobre vuestros servicios.

—¡Dios poderoso! —exclamó él con voz pensativa al ver que ella razonaba como él temió que razonara—. ¡Qué tejido de falsedades os habéis forjado! Ya os advertí, madonna, que la deducción no es vuestro fuerte.

—¿Os atrevéis a negar que asesinasteis a Spigno?

—Muy al contrario: lo afirmo.

La afirmación la dejó parada, pues esperaba una negativa.

—¡Lo confesáis!… ¡Osáis confesarlo!

—Para que en lo sucesivo podáis también afirmar con conocimiento de causa lo que no habéis vacilado en afirmar por meras sospechas. ¿Queréis que os diga al mismo tiempo el motivo? Maté al conde porque era el espía mandado por vuestro tío para perderos y consumar la ruina de vuestro hermano.

—¡Spigno!, —exclamó ella tan alto que su dama le tocó suavemente el brazo para recordarle la cautela—. ¿Decís que Spigno?… ¡Era el mejor y más leal de mis amigos… y su asesinato será castigado, si es que hay justicia en el cielo!… ¡Basta ya!

—Aún no, madonna. Recordad la circunstancia que tanto intrigó al Podestá. El que en medio de la noche, estando todos acostados en casa de Barbaresco, sólo el conde y yo estuviéramos vestidos. Dejando aparte la mentira que dije al Podestá, ¿queréis saber la causa?

—¿He de escuchar a quien confiesa ser embustero y asesino?

—¡Ay!… Ambas cosas en servicio de una ingrata dama. No importa… Oíd la verdad.

Y resumió en pocas y claras palabras lo sucedido.

—¿Cómo he de creeros? —preguntó ella, desdeñosamente—. ¿Tan falsa ha de ser a la memoria de quién me sirvió con lealtad, que dé crédito a su traición sin más garantía que la palabra de un hombre como vos? Ese relato, suponiendo que fuera cierto, basta para calificaros de fiera. Aquel hombre, aunque hubiera sido como fuera en aquel momento venía a salvaros de una muerte cierta, y en pago de esta obra de misericordia, le apuñalasteis.

—¡Qué perverso raciocinio! —exclamó él, juntando las manos con desesperación—. Calificadme de fiera, si queréis, pero convenid al menos que obré por abnegación. Juzgad de los resultados; maté a Spigno. Le maté por vuestra seguridad, y segura habéis quedado… Si yo llevaba otros fines, si hubiera querido perderos, ¿quién me impedía declararlo todo ante el Podestá?

—La certeza de que vuestras palabras no bastaban para perjudicar a personas de nuestra condición.

—Que es justamente la razón por la que maté al conde. Si le hubiera dejado vivo, habría podido confirmar mi declaración. ¿Empezáis a ver claro?

—¿Queréis que os diga lo que veo claro? Que habéis matado a Spigno en defensa propia cuando él descubrió lo traidor que erais… ¡Oh, si!, veo claro. Para abrirme los ojos tengo vuestras innumerables mentiras, vuestra afirmación de que sólo erais un desconocido estudiante que para acercarse al marqués Teodoro fingió ser hijo de Facino Cane. Entonces me dijisteis que era un pretexto. ¿Lo recordáis? Seréis capaz de negarlo.

Perdiendo algo de su aplomo, contestó él:

—No… no lo niego.

—Quizá me digáis que habéis engañado al señor conde con el mismo pretexto —y sin esperar respuesta y descubriendo las baterías de su desdén, aún dijo—: Todo sería creíble en un embustero como vos, hasta el haber fingido perder la vida en la batalla, para resucitar después y recoger la abundante cosecha producto del ingenioso ardid.

—¡Debierais avergonzamos! —exclamó él exasperado por tan ofensiva sospecha.

—¿No habéis sido recompensado gracias a la emoción que produjo vuestra supuesta muerte? Mañana, según he oído, daréis pruebas de que sois digno de calzar la dorada espuela de la caballería. Será interesante.

Y le volvió la espalda, dejándole el alma llena de heridas que tardaron mucho en curarse. Cuando, por fin, se alejó Bellarión de aquel lugar, unos perspicaces ojos observaron su palidez y falta de seguridad: los verdes ojos de la esposa de Facino, que se acercó a él, dando el brazo a su marido.

—¡Qué pálido estáis, Bellarión!, comento Beatriz con maligno acento, pues había observado su largo diálogo con la joven princesa de Montferrato.

—Cierto es, madonna… Me encuentro algo indispuesto.

—¿Estáis enfermo, hijo? —le preguntó Facino, con visible alarma.

El astuto muchacho cogió la ocasión al vuelo, y pasándose la mano por la frente, dijo:

—No será nada… pero tantas emociones después de las fatigas.

—Lo mejor es que te acuestes —aconsejó Facino.

—Puede que tengáis razón.

Y cediendo, al parecer, a las instancias del conde, se retiró.

Su repentina enfermedad fue objeto de sentidas frases en el festín donde todos lamentaron el que su silla permaneciera vacía, y, por consiguiente, no sorprendió a nadie el que al día siguiente no pudiera tomar parten en las justas de Porta Giovia.

Con el mismo doctor que le asistía, envió un mensaje a Carmagnolo expresando su profundo pesar por verse impedido de romper una lanza con él.