Capítulo IX

HAY hombres a quienes la muerte rodea de una gloria que no habrían alcanzado si hubieran vivido; y Bellarión, en el presente caso, es un ejemplo de ello.

Facino, que era honrado, leal e incapaz de sentir envidia, habría dado su parte en la victoria a Bellarión, si éste cabalgara a su lado al entrar en Milán. Mas no es de creer que cediera por completo los honores del triunfo, como hizo creyéndole muerto.

Jamás registró la Historia entusiasmo tan delirante como el del pueblo de Milán, al recibir al victorioso condottieri que acababa de salvarlo de la terrible amenaza que sobre él pesaba.

Sin embargo las primeras palabras con que le recibió Gian María, delante de su corte, fueron de censura.

—Volváis dejando la tarea a medio hacer —le dijo—. Debíais haber perseguido a Buonterzo hasta Parma, y haber tomado la ciudad, para restaurarla a la corona de Milán. Mi padre os habría exigido estrecha cuenta del poco fruto que habéis sacado de la victoria.

Facino enrojeció hasta las sienes, y mirando al ingrato príncipe fijamente a los ojos, contestó airado:

—Vuestro padre, señor duque, habría estado junto a mí en el campo de batalla, para dirigir las operaciones que debían salvar su corona. Si Vuestra Alteza hubiera seguido su glorioso ejemplo, no habría lugar para un reproche que debe caer sobre vos mismo. Mejor parecería que Vuestra Alteza me diera gracias por un triunfo comprado a tan alto precio.

Los saltones y bizcos ojos se bajaron, como dé costumbre, ante la relampagueante mirada del condottieri. El desgarbado cuerpecillo se agitó en el amplio sitial que ocupaba, y acabó por cruzar la pierna roja sobre la blanca.

Della Torre, alto y sombrío como siempre, acudió en socorro de su amo, diciendo:

—Muy atrevido, sois, señor conde, al dirigimos en esa forma a vuestro soberano.

—Eso…, muy atrevido —gruñó el duque, envalentonado con la ayuda—. El mejor día… —interrumpióse en seco y desplegando los groseros labios en maligna sonrisa preguntó—: ¿De qué alto precio hablabais?

Ya se regocijaba el degenerado príncipe con la esperanza de tan numerosas pérdidas, que empañaran el brillo de la victoria.

Facino relató cómo la inteligencia de Bellarión concibió un plan cuyos resultados estaban patentes, y cómo su hijo adoptivo y sus cien suizos sacrificaron sus vidas para hacer posible el triunfo. Con voz insegura terminó con estas palabras:

—Encomiendo su memoria a Vuestra Alteza y al pueblo de Milán.

Si su narración no conmovió al duque, en cambio, enterneció a los cortesanos y más hondamente al pueblo cuando llegó la triste nueva a sus oídos, y la ciudad, después del Tedeum por la victoria, se vistió de luto por el martirizado héroe. Facino mandó que se cantara un solemne réquiem en San Ambrosio por el salvador de la Patria, cuyo nombre estaba en todos los labios. Se recordó el milagro de los perros, como testimonio del favor divino de que gozaba el difunto, y de ahí ya no había más que un paso para pedir su canonización.

Al regresar Facino, exasperado de la audiencia, salióle al encuentro su esposa, pálida y alterada.

—¡Vos le habéis enviado a la muerte! —fue la furiosa acusación con que le saludó.

Él, atónito ante estas palabras, y aún más por el tono en que fueron dichas, repitió:

—¿Que yo le he…?

—Si; ya sabíais a lo que se exponía, al mandarle a defender el vado.

—Yo no le envié; él se ofreció a ello.

—¿Qué sabe un pobre muchacho de los peligros a que se expone? Recordó el conde la protesta con que fue acogida por su esposa la marcha de Bellarión, y asiéndola violentamente por la muñeca, dijo con amenazador acento:

—¿Le llamáis muchacho?… Temiendo voy que le encontrabais muy hombre… ¿Qué era para vos Bellarión?

Por una vez la dama quedó aterrada y sólo prevaleció en ella el instinto de conservación.

—¿Para… mí? —tartamudeó Beatriz.

—Sí… para vos —repitió él, apretando aún más la delicada muñeca.

—¿Qué podía ser para mí?… ¿Qué disparates estáis soñando?

—No sueño… pregunto.

Con los labios blancos, respondió ella:

—Era un hijo para mí —el miedo que tenía hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos, y aprovechando esta circunstancia que reforzaba sus argumentos, siguió—: No teniendo hijos, le di entrada en mi vacío seno maternal.

La queja y el velado reproche cubrieron la falsedad.

Facino aflojó los dedos, retrocediendo un poco avergonzado.

—¿Qué otra cosa podíais suponer? —prosiguió ella con plañidero acento—. ¿Seguramente no llegaría vuestra locura a suponer que le deseaba como amante?

—No —dijo él con timidez—, no suponía eso.

—Entonces, ¿qué? —insistió ella.

Facino la contempló con febriles ojos.

—No lo sé… —dijo por último—. Me haréis perder el juicio, Bice.

Pero la sospecha entró como un veneno en su sangre, y silencioso y taciturno le encontramos al día siguiente en el festín con que se celebraba en palacio la venida del regente de Montferrato con sus sobrinos el marqués Gian Giacomo y la princesa Valeria. La visita obedecía a ciertas maquinaciones por parte de Gabriello María.

El hermano natural del duque dábase exacta cuenta de lo poco seguro que estaba el tronó de éste.

También le preocupaba el incremento que iban tomando los güelfos, gracias a la influencia de della Torre, hasta el punto de que ya se hablaba de un posible matrimonio entre el duque y la hija de Malatesta de Rímini, que era considerado como el jefe del bando güelfo. Gabriello, aunque débil e inepto, era sincero en su deseo de servir al duque, así como deseaba conservar su puesto de gobernador, y nada podía ser más funesto para ambos que la preponderancia de los güelfos.

Por esa causa, propuso una alianza entre Gian María y el antiguo aliado y amigo de su padre, el gibelino príncipe de Montferrato. El celoso temor que inspiraba al duque la popularidad de Facino le hizo acoger favorablemente la proposición, y se enviaron cartas al embajador de Milán en Casale.

Teodoro, por su parte, ansiaba reconquistar la ciudad de Vercelli, que arrancó a Montferrato el gran conquistador Gian Galeazzo, y también tenía puestos los ojos en el señorío de Génova, que anteriormente fue dominio de su regencia, y pensó imponer como condición del tratado la devolución de la primera, que podría conducir a la conquista de la segunda.

En consecuencia, apresuróse, en respuesta, a ponerse en camino para Milán, acompañado de sus sobrinos, que iban incluidos en la invitación de Gabriello. Éste contaba con la presencia de la hermosa Valeria para desbaratar el temido matrimonio con la hija de Malatesta. Si se sabía excitar un poco la ambición del regente, éste impondría el matrimonio de su sobrina y el duque como precisa condición del tratado.

Durante el festín, Gabriello observaba a su hermano, que tenía a Teodoro a la derecha y a Valeria a la izquierda, para ver si descubría señales de que su plan era realizable. No faltaban señales para animarle por parte de Gian María, cuyos pálidos ojos bizcos devoraban la nívea belleza de Valeria, coronada por sus admirables cabellos de oro rojizo. Jamás se había visto al duque hacer tantos esfuerzos por agradar a una dama.

Quizá porque la princesa permanecía impasible y serena, casi distraída, sin corresponder más que sonriendo levemente a sus chabacanas salidas, crecía el empeño de él en retener su atención y, por fin, a ciegas, dio sobre un tema que despertó su interés.

—Aquél que está enfrente es Facino Cane, conde Biandrate —informó Gian María a Valeria—, y la dama que está junto a él es su esposa. Él es un soldadote, lleno dé vanidad y de orgullo por una victoria que no le pertenece.

La frase llamó la atención del marqués Teodoro.

—Pues si no le pertenece a él, Alteza, ¿quién ha sido el vencedor?

—Uno que pasó por hijo adoptivo suyo… Un sujeto que se llamó Bellarión.

—¿Bellarión? —repitió el regente con súbito interés, compartido por Valeria, que por primera vez levantó sus profundos ojos de color avellana sobre su odioso interlocutor. Mientras tanto, el duque, en voz tan alta que no podía menos de llegar a oídos de Facino, siguió diciendo:

—La verdad es que Facino, por su falta de reflexión, estaba a punto de perder la batalla cuando ese Bellarión discurrió un ardid que convirtió en triunfo la derrota.

—¿Un ardid? —preguntó ella con tan singular tono, que Gian María, encantado de la atención con que le escuchaba, refirió detalladamente la maniobra estratégica a que se debió la decisión de la batalla.

—Sí… un ardid, como dice Vuestra Alteza, pero no un hecho de armas del que haya razón para sentir orgullo:

El duque la miró sorprendido, y el marqués dijo riendo:

—Mi sobrina es romántica. Se perece por los poemas heroicos, y de ellos saca la idea de que la guerra es una especie de caballeresco torneo, en el que se conceden iguales ventajas a cada combatiente.

—Pues siendo aficionada a proezas, madonna —prosiguió el duque—, no podría menos de gustaros el saber que ese tunante, con cien hombres, defendió el vado contra las fuerzas de Buonterzo todo el tiempo que requería la ejecución del ardid.

—¿Hizo él eso? —preguntó ella en tono de incredulidad.

—Y aún hizo más: perdió la vida en el empeño. Él y sus cien compañeros fueron acuchillados a sangre fría. Por eso el miércoles se cantará en San Ambrosio una solemne misa de réquiem por el alma del que, según el pueblo, merece un lugar en el calendario junto a San Jorge.

El duque, en sus alabanzas, más que aumentar laureles, sobre Bellarión, intentaba quitárselos a Facino.

—Probablemente el pueblo está en lo cierto —prosiguió el duque—, pues la verdad es que ese Bellarión tenía excepcionales dotes.

Para demostrarlo, relató el incidente que se conocía en Milán por «el milagro de los perros», sin avergonzarse de la parte que había representado él, y como si el cazar hombres con perros fuera un entretenimiento muy propio dé príncipes.

Mientras Valeria le escuchaba, el sentimiento dominante en ella era el horror que le producía aquel monstruo de forma humana, pero una vez en la soledad de la hermosa cámara destinada a ella, meditó cuanto dijo el duque.

Aquel Bellarión había sacrificado su vida por servir a su padre y a su patria adoptiva, como un héroe y como un mártir, y el hecho le parecía tan incomprensible en un hombre de las condiciones de carácter de Bellarión, como el milagro de los perros.