L sol de la mañana hizo brillar las armas de la vanguardia de Buonterzo en las alturas, cuando la retaguardia de Facino aún chapoteaba en el vado. Los últimos en cruzar fueron los cien suizos de Bellarión, con las ballestas en la cabeza, para que no se mojaran las cuerdas.
Buonterzo vio el grueso de la fuerza enemiga pasando a la orilla opuesta en aparente desorden, y persuadido de que se trataba de un ejército desmoralizado por el pánico, dio la orden de perseguirlo.
Un nutrido escuadrón de caballería bajó haciendo eses por la ladera, en tanto que un considerable contingente de infantería tomaba por los atajos de la montaña.
Apenas se habían perdido de vista los últimos regazos de la fugitiva tropa, cuando los primeros jinetes contrarios llegaban a la altura del vado. Mas antes de que alcanzara la cabeza de la columna el centro de la corriente, oyóse el siniestro quejido de las ballestas y cincuenta flechas vaciaron casi otras tantas sillas. Detúvose la columna, y mientras vacilaba, otra nube de flechas vino a aumentar la confusión.
Los que habían quedado vivos retrocedieron, y los que venían detrás pugnaban por avanzar, destrozándose unos a otros, con gran griterío y pataleo de caballos. Los hombres de Bellarión cargaron de nuevo las ballestas, y una lluvia de saetas cayó sobre la masa de jinetes en medio del río, que no podía avanzar ni retroceder.
Bellarión aprovechó la oportunidad para enviarles cien flechas de una vez, y esto produjo tal pánico, que dio al traste con todas las vacilaciones. Volvieron grupas los pocos que aún, podían hacerlo, y llevando por delante los caballos sin jinete, y recogiendo al paso los heridos que pudieron, ganaron aceleradamente la orilla.
El efecto que esto causó en Buonterzo fue el que había supuesto Bellarión, en su intuitivo conocimiento de los hombres. Su furia llegó a los límites de la insensatez.
Desde la altura en que estaba sobre su caballo, podía ver el fingido desorden de las tropas de Facino, y maldiciendo del retraso, bajó al valle con el resto de las fuerzas.
Los oficiales, excitadísimos, le aturdieron con el relato de los hechos que ya había presenciado.
—Ya os enseñará yo cómo se salva ese obstáculo —dijo el jefe, y mandó que fueran cien hombres a la aldea de Travo, y trajeran todas las puertas y postigos del lugar.
Tres horas justas se perdieron en esa medida preventiva, pero Buonterzo contaba con que las compensaría la rapidez con que limpiarían de bosque de los condenados ballesteros.
Terminados los preparativos, Buonterzo inició el ataque enviando un cuerpo de trescientos infantes, llevando sobre la cabeza los voluminosos o improvisados escudos, y arrastrando las picas sujetas al cinturón.
Desde la cumbre de la colina, Bellarión vio que avanzaba por la corriente lo que parecía un sólido techo de madera. La caballería estaba preparada para seguir a los infantes, en cuanto éstos hubieran despejado el camino.
Cambiando de táctica, el joven estratega apostó la tercera parte de sus fuerzas a lo largo de la orilla, para poder dar en la parte vulnerable. Volaron veinte flechas y aunque no todas hicieron blanco, el efecto moral fue tremendo sobre unos hombres que se creían seguros. Un segundo y más certero vuelo de flechas puso la columna en completo desorden.
Los muertos obstruían el paso, los heridos caían al agua pidiendo socorro a sus compañeros, y éstos despertaban los ecos del valle con sus juramentos y maldiciones, cual hicieron anteriormente los jinetes. Puertas y ventanas cayeron al agua, y rota la continuidad del techo de madera, los que bajo él se cobijaban quedaron expuestos a las flechas de arriba lo mismo que a las del flanco.
Un oficial a caballo entró en el río y a fuerza de gritos y amenazas logró se obedeciera la orden que traía. Los que aún conservaban los escudos de madera fueron puestos a vanguardia con ellos al brazo para proteger sus cuerpos contra los invisibles enemigos. Mas no bien fue ejecutada la maniobra, volaron las flechas desde arriba quedando clavadas en las descubiertas cabezas de los asaltantes. Por esta vez el desconcierto fue total. Retrocedieron, arrojando los inútiles armatostes, y una nueva lluvia de flechas hizo más rápida la huida, en la que varios, perdiendo pie, fueron arrastrados por la corriente.
Lívido de rabia y de pena, contemplaba Buonterzo el trágico resultado de la segunda tentativa. Mas, obrando con la terquedad prevista por Bellarión, aún quiso forzar el paso con un tercero y más fuerte contingente de soldados.
El sol llegaba al cenit y ya llevaban más de cuatro horas perdidas en aquel infernal vado. Comprendiendo el jefe, a pesar de su furiosa impaciencia, que la precipitación no hace ganar tiempo, Detúvose a reflexionar y envió algunos hombres a que siguieran la orilla, hacia arriba y hacia abajo, a ver si a corta distancia se encontraba otro paso. La infructuosa exploración hizo perder más de una hora. Pero mientras tanto, Buonterzo había organizado una tropa de quinientos jinetes con armadura completa, cuyo mando confió a un joven caballero llamado Warallo.
—Cruzaréis el río sin reparar en pérdidas —fueron las instrucciones de su jefe—. Los emboscados no pasan de doscientos. Sus flechas no pueden traspasar vuestras armaduras y sólo tendréis que sufrir algún rasguño. Ya en la otra orilla, no deis cuartel a nadie. No quiero prisioneros. Pasad a cuchillo a cuantos haya.
Por esta vez, las flechas resbalaron sobre él acero de cascos y corazas, y Warallo, animado por su ineficacia, incitó a sus hombres al avance. Pero Bellarión, aleccionado por la experiencia, mandó que se apuntara a los caballos. El resultado fue un concierto de ensordecedores relinchos, y una docena de guerreros que cayeron al agua, a cuyo fondo les arrastraba la pesada armadura.
Sin desalentarse por la momentánea confusión, Warallo reorganizó su tropa, consiguiendo tomar tierra. Una nueva remesa de flechas mató una docena de caballos y varios hombres, antes de que Warallo, al frente de su fuerza, trepara ladera arriba, hacia el bosque de su cima.
Todo el ejército de Buonterzo, a lo largo de la orilla izquierda, aplaudió con entusiasmo, repitiendo:
—«¡No deis cuartel!… ¡No deis cuartel!…».
Estos gritos llegaron a los oídos de Facino Cane, al subir a la montaña, en cuya falda se extendía todo el ejército contrario. Tan aprisa había seguido el plan que le trazó Bellarión, que, volviendo a pasar el río por Rivergaro, se reunió con Carmagnolo y junto con él, emprendió la subida, habiendo cubierto doce millas en cinco horas.
Allí, bajo sus pies y a merced suya, tenía el ejército de su enemigo, mantenido en jaque por la serenidad y arrojo de Bellarión y de sus cien suizos. Mas si estaba seguro de haber llegado a tiempo para cantar victoria, tal vez sería demasiado tarde para salvar a Bellarión.
En el acto mandó al De Cadillac que se abriera paso y procurara salvar a los cercados. Como un alud bajó la caballería francesa y cayendo sobre un enemigo harto asombrado, para tomar ni aun las medidas de defensa que le ofrecía el terreno.
Entre la aterrada masa, abriéronse paso las fuerzas francesas, hiriendo a unos, pisoteando a otros y lanzando a no pocos al río. Cruzaron el vado sin aflojar el paso, y subieron la colina en que estaba Warallo y sus quinientos hombres.
Cuando el joven jefe se vio atacado por una fuerza doble que la suya, hubo de apelar a la fuga, y con Cadillac y los suyos pisándoles el terreno, bajaron en insensata carrera por el lado opuesto de la colina, siguiendo por la llanura. El francés los persiguió algo más de una milla, pero temiendo que su caballería pudiera hacer falta en la batalla, mandó dar la vuelta.
Al pasar, hicieron un somero registro en el bosque, mas sólo encontraron grupos de suizos muertos, con excepción de uno, que aún vivía a pesar de sus horrorosas heridas, y al que tomaron consigo.
Cuando pasaron nuevamente el vado, la famosa batalla de Travo, conocida en la Historia por este nombre, había concluido.
La brecha que en las fuerzas de Buonterzo abrió la carga de Cadillac no volvió a cerrarse. Conscientes del inminente peligro que les amenazaba, las dos partes del roto ejército emprendieron la huida, unos hacia el pueblo, y otros a lo largo del valle; entre estos últimos se contaba el mismo Buonterzo.
Facino, con su tropa, bajó de la montaña emprendiendo la persecución de los fugitivos. Sólo Buonterzo y unos doscientos jinetes lograron salvarse haciendo un desesperado esfuerzo. Los restantes, cuyo número ascendía a unos mil hombres, arrojaron las armas y se rindieron antes de que se lo mandaran.
Koenigshofen, que mandaba una de las tres partes en que el ejército se había dividido, obtenía el mismo resultado de los que huyeron hacia el pueblo.
Dos mil prisioneros, mil quinientos caballos, cien carros bien cargados, y muchas armas, tal fue él botín que la batalla de Travo puso en manos de Facino Cane.
Al acercarse Carmagnolo agitado y radiante para darle cuenta de lo completo del triunfo, y de la riqueza del botín, el caudillo lo interrumpió, preguntando:
—¿Y Bellarión?
De Cadillac le contestó diciendo lo que había visto en el bosque, y Stoffel, con la pena reflejada en su juvenil semblante, repitió el relato del suizo herido, que acababa de morir. Según él, la tropa que recorrió el bosque gritando: «No hay cuartel», no había perdonado ninguna vida. Por lo tanto, no era dudoso que Bellarión había perecido con los demás.
El vencedor hundió la barbilla en el pecho, y las arrugas de su rostro hiciéronse más profundas.
—A él se debe esta victoria —dijo con lento y apenado tono—. Suya fue mente, que transformó en triunfo la derrota, y su denuedo y abnegación han hecho posible que el plan se ponga por obra —volviéndose hacia Stoffel, que entre todos los presentes era el más amigo de Bellarión, le dijo—: Tomad los hombres que necesitéis, para recoger su cuerpo. Traedlo a Milán. La nación entera ha de rendir honores a su memoria.