OCO antes de medianoche salieron del viejo Bartello.
Facino llevaba a Bellarión por ayudante, un paje conduciendo una mula cargada con las armaduras y media docena de hombres de armas.
Facino iba taciturno y pensativo. En la despedida de su esposa no había encontrado la ternura que ambicionaba, el duque, por quien iba a pelear, ni siquiera salió a despedirle. Según le dijeron, no se hallaba en palacio. Esta ausencia la tomó el conde, como una nueva prueba de la malevolencia que el duque le demostraba de continuo.
Cuando el reducido grupo de jinetes llegaba al borde de Porta Giovia, a la clara luz de la luna vieron salir de una callejuela un hombrón, casi arrastrado por tres enormes perros, que olfateaban con la nariz pegada al suelo. Seguía una figura mucho menor, envuelta en una capa, que gritaba con petulancia.
—¡No corras tanto, Squarcia!… ¡Cuerpo del diablo!… Te digo que no corras… Estoy sin aliento.
La estridencia de la voz era inconfundible. Tras del duque, venían seis lacayos con armas dándole escolta.
Squarcia y sus formidables perros cruzaron la calle casi delante del caballo de Facino. El gigantesco jefe de jauría contestó sin detenerse:
—No puedo detenerlos, señor duque… Están sobre la pista y tienen más fuerza que mulas. ¡El diablo se los lleve!… —y desapareció por otro oscuro callejón.
El jefe de la pequeña escolta preguntó con voz de reto:
—¿Quién va a estas horas?
El conde soltó una carcajada de amargura, al contestar: Facino Cane, señor duque, que va a la guerra.
—¿Y eso os hace reír? —preguntó el obtuso príncipe sin comprender la amargura de la risa ni el motivo de la amargura.
—Sí, me río al ver que voy a batirme por el duque de Milán, que es mi diversión, mientras que dejo al duque de Milán entregado a las suyas.
—Bueno… pues, mucha suerte y traedme la cabeza de ese traidor de Buonterzo.
—Vuestra Alteza es muy bondadoso.
—Id con Dios —y reanudando la marcha gritó—: ¡Squarcia!… ¡Maldita sea tu alma!… ¡No tan de prisa! —y la negrura del callejón se los tragó a todos.
Volvió a reír Facino, diciendo:
—Id con Dios —es la despedida de su magnificencia el duque—. El diablo quede con él… ¿Qué nueva grosería estará haciendo esta noche? —y rozando su caballo con la espuela, gritó—: ¡Adelante!
Llegaron al castillo de Porta Giovia, la vasta fortaleza construida por Gian Galeazzo, cuyo puente levadizo fue bajado para recibirles, y entraron en el gran patio de San Donato, que hervía en soldados y carros con todos los pertrechos para la campaña. En la gran explanada delante de las murallas del castillo, estaba acampada la tropa de Facino, capitaneada por Carmagnolo.
El conde atravesó el castillo, dando aquí y allá breves órdenes al pasar. Ya en la explanada, revistó las fuerzas a la luz de la luna, reforzada por media docena de resinosas teas, y colocándose a un lado junto a Bellarión, seguido por Beppo, el paje, y su pequeña escolta particular, las dejó pasar por la vía de Melegnano.
El orden de ésta había sido acordado entre Facino y su teniente Carmagnolo que mandaba la vanguardia, compuesta de quinientos jinetes de la guardia cívica de Milán y trescientos germanos con infantería armados con las formidables picas teutonas, de quince pies de largo. Todos eran hombres corpulentos, y con barba, que al marchar entonaban canciones extranjeras de suave ritmo. Tenían por jefe a un tudesco llamado Koenigshofen.
Seguía de Cadillac, que mandaba los franceses: ochocientos jinetes armados de punta en blanco, y los doscientos restantes, formando una, compañía de ballesteros.
Tras de los franceses avanzaba una interminable fila de carros tirados por bueyes: en unos iba el bagaje de la tropa, tiendas, utensilios, municiones, etc., y en otros, el material de guerra, entre el que se contaba un resonante cañón.
Por último, venía la retaguardia, formada por la condotta de Facino, recientemente aumentada con mil doscientos hombres, y a la que se habían añadido los trescientos suizos a las órdenes de Werner Stoffel, armados con las cortas pero terribles alabardas suizas.
Cuando hubo desfilado el último soldado y la distancia apagó el eco de las canciones germanas, Facino, a la cabeza de su pequeño grupo, siguió en pos de la tropa.
Al mediodía siguiente, hicieron alto en la aldea de Ospedaletto, habiendo cubierto veinticinco millas en aquella primera marcha. Era imposible mantener el paso, ni se habría mantenido, a no ser por la prisa del jefe en llegar a la orilla sur del Po, antes de que lo cruzara Buonterzo. Por eso, dejando el grueso de la fuerza de Ospedaletto, él, con quinientas lanzas, se adelantó hasta Placenza. Con ellas, en caso de necesidad, podía sostener la cabeza del puente, hasta que se le reuniera el resto del ejército.
En Piacenza aún no había noticias del enemigo, y en Scatti, que dominaba la ciudad por concesión del duque de Milán, encontró Cane un inesperado aliado, pues por miedo al saqueo, que acompañaba todas las acciones de Ottone, mostróse solícito con Facino, para que sus tropas le sirvieran de escudo.
Habiendo cruzado el Po sin accidentes, Facino reunió su ejército a las orillas del tributario Nure.
Destruyó el puente y quedóse esperando la venida del enemigo, que ya había avanzado hasta Pontnure, a unas diez millas de distancia.
Pero Buonterzo no siguió el camino recto, sino que, cruzando por las colinas, bajó al valle del Nure, amenazando caer sobre el flanco enemigo.
Esto fue el principio de una serie de marchas y contramarchas, que duraron una semana sin que llegaran a romperse las hostilidades.
Sorprendióse al principio Bellarión de que dos jefes que deseaban destruirse mutuamente parecieran tan empeñados en evitar el combate. Mas no tardó en comprender la causa que les hacía obrar así. Ambos combatían con tropas mercenarias, y sabido es que éstas no gustaban de hacerse matar. Combatían por interés y por coger prisioneros que pudieran valerles buen rescate, y cada bando exigía de sus jefes que les escogiera un sitio de tantas ventajas estratégicas, que el enemigo quedara a merced suya. De está regla general hay que exceptuar a los suizos que combatían en todos los terrenos. Mas los suizos eran una pequeña parte de la fuerza de Facino, y no había ni uno en la de Buonterzo.
Tres días llevaba Facino en San Nicole, cuando recibió la noticia de que el enemigo avanzaba por Aguazzano, y estaba ya a menos de ocho kilómetros, deseando entrar en inmediata acción.
En aquella hermosa mañana de mayo, en la mejor casa del pueblo, en la que había establecido su cuartel general, Cane reunió a sus principales jefes: Carmagnolo, Koenigshofen, Stoffel, y el francés De Cadillac.
En un reducido y sencillo aposento de la planta baja agrupáronse todos, incluso Bellarión, ante la mesa de pino sin pintar, a la que se sentaba el gran condottieri. Éste, con un trozo de yeso en la mano, trazó sobre la blanca superficie de la mesa un plano poco detallado, pero que se ajustaba bien a la escala. Bellarión gustaba mucho de estudiar estos planos.
—Buonterzo está aquí —dijo Facino señalando—, y la marcha forzada que acaba de hacer, le obligará a descansar unos días.
Carmagnolo intervino. Era un buen mozo. Algo pagado de sí mismo, y con más arrojo que inteligencia.
—El sitio es demasiado favorable para poder atacar desde la llanura. En Aguazzano está el enemigo parapetado en las colinas, desde las que caerá como un alud sobre la planicie.
—No me interrumpáis, Francesco —dijo Facino en tono seco—. No es mi intención atacar de frente, sino aparentarlo. He aquí mi plan: divido el ejército en dos partes. Una de ellas, compuesta de la caballería francesa, la milicia cívica, y las picas de Koenigshofen, mandada por vos, Francesco, marchará directamente sobre Aguazzano, como si quisiera atacar. Allí llamáis la atención de Buonterzo y le retenéis; mientras tanto, yo, con el resto de las fuerzas, tomaré el camino de Travo, y trepando a las colinas, caeremos sobre el campamento contrario. En ese instante iniciaréis vosotros el ataque a fondo, de manera que Buonterzo se verá cogido entre dos fuegos.
Un murmullo aprobatorio acogió la explicación.
Facino miró a cada uno de sus oficiales, y sonriendo, añadió:
—La posición no puede ser más favorable para esta clase de maniobra.
Entonces, Bellarión, el teórico del arte de la guerra, atrevióse a decir:
—La falta está en suponer que la situación se sostendrá hasta iniciarse la acción combinada.
Carmagnolo ahogó un bufido, el tudesco y el francés miraron al joven con altiva sorpresa, y Facino rióse a carcajadas de tamaño atrevimiento.
Werner Stoffel fue el único que reservó su opinión, y Facino, después de desahogar su desdén en risa, condescendió a dar una explicación:
—Mantenemos la posición por la rapidez de nuestra vanguardia, que no dará tiempo al enemigo para cambiar de sitio. La necesidad de reposo lo ha hecho tomar esa fuerte posición y su confianza en ella será la trampa en que le cojamos —levantóse para dar a entender que el Consejo estaba terminado y añadió: Los detalles que los arregle cada jefe por si mismo. Lo importante es qué nos pongamos en Movimiento dejando aquí la impedimenta y cuanto puede entorpecer la marcha… Ante todo, la premura.
Sin dejarse intimidar por el anterior desdén, insistió Bellarión, diciendo.
—Si yo estuviera en lugar de Buonterzo, tendría espías en las alturas, desde Rivergaro a Travo, y al enterarme de vuestras intenciones, caería primero sobre Carmagnolo, y una vez aniquiladas sus fuerzas saldría al encuentro de las vuestras, con el mismo fin. Esa división en que fundabais la victoria sería la causa de la derrota.
De nuevo reinó el silencio ante el aprendiz de fraile, que osaba discutir en materia de guerra con expertos soldados.
—Bendigamos al cielo —dijo Carmagnolo con cortante sarcasmo— de que no mandéis vos las tropas de Buonterzo, pues, de ser así estábamos perdidos —y lanzó una cruel carcajada, que por fin, redujo al silencio a Bellarión.
Las dos partes en que se dividió el ejército se pusieron en marcha al amanecer, dejando atrás la impedimenta, incluso el cañón, por entender el jefe que no precisaba para operaciones de aquella índole. Antes de medianoche, Carmagnolo había alcanzado el límite de su jornada, a una milla de Aguazzano, y Facino estaba en Travo, dispuesto a trepar a las alturas con la primera luz del alba, para caer sobre el campo de Buonterzo.
Mientras tanto, descansaban las tropas y el mismo conde se recogió un par de horas, en una tienda de campaña que precipitadamente se armó para él.
Pero Bellarión, demasiado excitado por la perspectiva del combate, intranquilo por la suerte de éste, púsose a pasear por la orilla del río, donde se le unió Stoffel.
—Yo no me he reído de vos —recordó el suizo.
—Os agradezco la cortesía —contestó el joven.
—No ha sido por cortesía.
Siendo el suizo un buen patriota y hábil guerrero, no tenía aspecto de ninguna de las dos cosas. De mediana estatura y cuerpo ligero, que vestía con esmerada elegancia, su fino rostro moreno y sus soñadores ojos cuadraban más a un poeta que a un soldado, y sin embargo, lo era y tan intrépido como resistente.
—Expusisteis una contingencia —dijo— que merecía ser tomada en consideración.
—Jamás he visto una batalla —declaró Bellarión pero no me parece buen estratega el que no prevé todos los movimientos que pueda hacer el enemigo.
—Y el que vos insinuasteis es, por desgracia, muy verosímil.
—Si tal es vuestra opinión —dijo el joven, mirando al suizo a la diáfana claridad de la cálida noche de verano—, ¿por qué no me apoyasteis?
—Los tres oficiales allí presentes son superiores a mí en edad y categoría, y no doy consejos a menos que me los pidan. Por eso no me atrevo a decir al jefe que repara su omisión y ponga espías en las alturas. Está demasiado seguro de la vulnerabilidad de Buonterzo.
—¿Y para eso me buscáis, esperando que se lo diga yo? —preguntó sonriendo Bellarión.
—Sería muy conveniente…
Bellarión reflexionó.
—Hagamos algo mejor, Stoffel… Vayamos nosotros mismos y haremos observaciones.
Poco más de una hora necesitaron para subir a la cima, y con las primeras luces del alba distinguieron todas las estribaciones que se extendían hasta Aguazzano, y lo que vieron a la grisácea luz del amanecer, fue algo muy parecido a lo supuesto por Bellarión. La diferencia consistía en que en lugar de batir primero a Carmagnolo y después a Cane, Ottone se proponía empezar por este último. En el acto comprendió nuestro estratega la enorme ventaja de este movimiento para el enemigo, que caería desde arriba sobre la posición de Facino, y una vez derrotado éste, se encontraba al mismo nivel que Carmagnolo, pudiéndole atacar por la retaguardia. Desde el picacho en que estaban Stoffel y Bellarión vieron ponerse en movimiento el grueso del ejército, mandado por Buonterzo.
Los observadores, sin esperar más, emprendieron velozmente el regreso llegando sin aliento a la tienda donde aún descansaba Facino. Las nuevas que traían le despabilaron en el acto. Sin perder tiempo en discusiones el jefe llamó a sus oficiales comunicando órdenes para ponerse inmediatamente en marcha por el valle, a fin de reunirse con Carmagnolo.
—Esa maniobra no podrá llevarse a cabo —observó tranquilamente Bellarión.
Facino le lanzó una fulminante mirada y después de despedir a los oficiales, al quedarse con su hijo adoptivo y Stoffel, dijo al primero:
—¿Qué mil diablos te propones con dar siempre tu opinión, que nadie te pide?
—Si hubierais atendido, señor, la opinión que manifesté ayer, no estaríais ahora en tan desesperada situación.
—¿Cómo que desesperada? —exclamó Facino.
—Dignaos seguirme, señor.
El conde le siguió maquinalmente. Stoffel fuese tras ellos en silencio. Al aire libre, como si río, valle y montañas fueran un inmenso mapa, Bellarión habló, cual pedagogo que explica una tesis a sus discípulos:
—La actual posición de Buonterzo ya ha hecho imposible el que os reunáis por el valle con Carmagnolo. En menos de una hora coronará el enemigo las alturas, y os aniquilará, señor, como los suizos a los austríacos en Morgarten.
La impaciencia y el enojo de Facino habíanse trocado en asombro y abatimiento. Lo que más le consternaba era no haber previsto él una situación adivinada por uno cuyos conocimientos del arte de la guerra eran puramente teóricos.
Sin responder, y acariciándose la barbilla, esforzábase el conde por dominar su amarga humillación.
—Si me hubierais escuchado ayer…
—¡Basta! —interrumpió Facino—. Lo hecho, hecho está, y ahora hemos de tratar de lo que se ha de hacer —dirigiéndose a Stoffel, añadió—: Hemos de retirarnos a la orilla opuesta del río antes de que nos arroje a él Buonterzo. Cerca de Travo tenemos un vado.
—Eso —atrevióse a insinuar el suizo— es aumentar la distancia que nos separa de Carmagnolo.
—¿Acaso no lo sé? —tronó Facino furioso consigo mismo y con el mundo entero—. ¿Creéis que no veo nada? Que se envíe inmediatamente un mensaje a Carmagnolo mandándole que vadee el río a la altura de las islas, y venga a reunirse conmigo.
—Mas si Buonterzo carga sobre nosotros mientras vadeamos el río…
—Eso hay que impedirlo —interrumpió Bellarión—. Justamente la vista de esas colinas bajas, que dominan el vado y están cubiertas de bosque, me ha inspirado un plan.
—¿Qué plan?…
—Servíos oírme, señor. Hay que incitar al enemigo a que os persiga al otro lado del río. Lo que sucederá infaliblemente si lo cruzáis sin cautela y fingiendo desorden. Un ejército que huye, es un cebo irresistible. Así ganó su última victoria el duque Guillermo de Normandía, en Senlac. La perspectiva de obligaros a pelear antes de que llegue Carmagnolo hará que Buonterzo se obstine en alcanzaros, aunque se dispute el paso. De eso me encargo yo con cien ballesteros. No necesito más. El fin será que se abrirá camino, o desistiendo de pasar querrá caer sobre Carmagnolo. Pero antes de que suceda lo uno o lo otro, ya tendréis reunidas vuestras fuerzas, y bien esté aún aquí, intentando cruzar, o bien marche por el valle, le pillaréis desprevenido si obráis con rapidez. Yo, con cien arqueros, me comprometo a entretenerle hasta la puesta del sol.
Atónito por la concisa exposición de este admirable plan, Facino, tras de largo silencio, preguntó:
—¿Y si sucumbes?
—Siempre habré podido detenerle lo bastante para permitiros salir del atolladero en que ahora estáis.
Sonriendo con amargura, volvióse el conde al discreto suizo y dijo:
—Mal debe andar mi cerebro, Stoffel, cuando un muchacho —puede darme lecciones en el arte que he practicado toda mi vida. Y vos, ¿le confiaríais cien ballesteros a este servicio?
—Con la mayor confianza.
Pero Facino vacilaba.
—Una acción como la que propones puede dar lugar a una carnicería… Buonterzo estará impaciente por cruzar, y pegará de firme a los que se lo impidan.
Sonriendo, contestó Bellarión:
—Cuento con esa impaciencia, para detenerle aquí cuando debiera estar en otra parte.