L haber hecho lo que hizo Bellarión no era, después de todo, cosa para despertar el interés de la Corte, pero el haber recibido públicamente las gracias de Milán, por boca de las primeras autoridades cívicas, más un regalo de cinco mil florines, era hacerse notable de un solo golpe. Además, era el hijo del ilustre Facino Cane (lo de adoptivo pasaba, por eufemismo, de natural) y sus admirables dotes físicas e intelectuales le aseguraban el respeto de los hombres y la admiración de las hembras. Con el amor que todo artista siente por lo bello, cuidaba de su atavío, que siempre era irreprochable, y en aquellas dos o tres semanas que pasó en la corte milanesa, logró ser para todos persona grata. Gabriello María le tomó sincero afecto, el duque le puso buen semblante, y olvidó por completo el incidente de los perros. Hasta della Torre, el mortal enemigo de Facino, mostróse con él conciliador.
Bellarión, cuyos grandes y atrevidos ojos lo veían todo sin que sus correctas facciones demostraran nada, ayudado por el fondo filosófico de su conventual educación, iba secretamente aumentando sus conocimientos sobre los hombres y, las mujeres.
En aquellos días en que se hospedaba en la parte de palacio destinada a su padre adoptivo, le causaron malestar las asiduidades de la condesa Beatriz, que muy quejosa de su esposo, tomaba a Bellarión por confidente de sus desavenencias conyugales.
—Tengo veinte años menos que él (se equivocaba en cinco años); y por la edad, tanto podría yo ser su hija como vos su hijo.
—Sin embargo, madonna —replicó él, cortésmente—, ya hace diez años que es vuestro esposo. ¿Por qué os casasteis?
—Hace diez años no parecía tan viejo.
—No lo era tampoco… vos también erais más joven.
—No se veía tanto la diferencia, hasta que ha empezado a padecer de la gota. Nuestro matrimonio fue de pura conveniencia. Mi padre me obligó, diciéndome que Facino llegaría muy lejos… Sé que llegaría, si no fuera porque se ha propuesto fastidiarme.
—¿Fastidiaros?
—Si quisiera, podría ser duque de Milán, y al no aceptar lo que le ofrecen, ya sabe que me fastidia, pues no ignora que me casé por ambición.
—Si eso fuera así, no sería más que daros vuestro merecido, por engañarle el casaros con él. ¿Se lo dijisteis antes de la boda?
—¡Como si se dijeran tales cosas!… A veces, parecéis tonto, Bellarión…
—Tal vez…, pero si no se dicen, ¿cómo se saben?
—¿Qué otra cosa pudo moverme a tomar por marido un hombre que me doblaba la edad? ¿Qué amor puede aportar una muchacha a unión semejante?
Pregúntaselo a otros, madonna —fue la glacial respuesta—. Nada sé de muchachas, y menos aún de amor. Esas ciencias no forman parte de mis estudios.
Encontrando la condesa que las insinuaciones se embotaban en la armadura de ingenuidad del joven, armadura voluntariamente puesta, cambió de táctica y atacó de frente.
—Yo puedo reparar esa omisión —dijo Beatriz en voz tan baja como un murmullo, y entornando los verdes ojos.
Bellarión se sobresaltó como si le hubieran dado un pinchazo, mas reponiéndose en el acto, contestó sereno:
—Sí, podríais… a no existir vuestro esposo.
Ella le dirigió una mirada de enojo, poniéndose aún más pálida que de costumbre. Bellarión continuó:
—Tengo con él una impagable deuda de gratitud, y creo que vos también. No sé aún mucho de los hombres, pero me parece que hay muy pocos como Facino Cane. Si no satisface vuestra ambición, es porque se lo impide su lealtad.
Sorprende el que la condesa aún se atreviera a insistir…, pero así lo hizo:
—¿Lealtad a quién?
—Al duque, su señor.
—¿Acaso puede ese monstruo inspirar lealtad?
—Pues a sus propios ideales, entonces.
—Sí, a cualquier cosa menos a mí —replicó ella en tono quejumbroso—. En fin, puede que tengáis razón, pero esto prueba que él es demasiado viejo para mí, y yo sobrado joven para él. Recordad esto cuando me juzguéis, Bellarión, y sed comprensivo.
—Dios me guarde de juzgaros, señora… No soy quién para eso… Yo lo único que puedo es recordar que todo cuanto soy lo debo al conde, mi señor, que es para mí un verdadero padre.
—Supongo no desearéis que yo sea también una madre para vos —insinuó burlonamente Beatriz.
—¿Por qué no, señora?… Es un adorable parentesco.
Ella se alejó enojada, mas volvió al día siguiente, para solicitar un afecto que él no estaba dispuesto a conceder. Tan directas se hicieron sus pretensiones, y tan continuos los asaltos a las defensas tras de las que se parapetaba, que Bellarión, al cabo de su paciencia, decidió concluir de una vez, y aceptando el combate, dijo frunciendo el ceño.
—¿Qué buscáis en mí, que no pueda daros el conde, mi señor? La única queja que tenéis de él es que no os hace duquesa. ¿Puedo yo hacer lo que él no puede? El contraataque fue de los más atrevidos.
—Persistís en no comprenderme. Si deseo que él me haga duquesa, es porque no puede hacer otra cosa por mí, y falta de amor, tengo que refugiarme en la ambición.
—¿Cuál de las dos cosas tasáis más alto?
Levantó ella el marfileño rostro, y con los verdes ojos chispeantes de deseos, contestó con tierna voz:
—Eso depende del hombre que las ofrezca.
—A mi entender, el ilustre Facino os ha ofrecido ambas.
—¡Facino!… ¡Facino! —exclamó ella con súbito enfado—. ¿Habéis de estar siempre pensando en Facino?
—Por lo menos, uno de nosotros, madonna, debe tenerle presente —contestó gravemente el joven.
Mientras tanto, en la licenciosa corte de Gian María, empezaba a murmurarse de las asiduidades de la condesa, y el mismo duque hizo algunos chistes sobre ellos, que, cual todos los suyos, eran más obscenos que graciosos. En cierta ocasión, dijo:
—Pronto habrá un nuevo parentesco entre Facino y su hijo adoptivo. El mejor día se encontrará con que las artes mágicas del joven Bellarión, han transformado a su esposa en su hija adoptiva. Tan satisfecho quedó Su Alteza de esta lamentable flor de su ingenio, que la repetía en numerosas ocasiones. Como suele suceder, ninguna de estas malévolas murmuraciones llegó a oídos de Facino. De haber llegado, mal le habría ido al murmurador, porque el cariño de Cane a su indigna esposa llegaba a la idolatría, y su confianza en ella era inquebrantable. Juzgando a los demás por sí propio, daba por seguro que Beatriz sólo podía abrigar sentimientos maternos hacia el hijo adoptivo de su esposo.
Tal era su convicción aun cuando la conducta de la condesa pudiera haber despertado sospechas en cualquier otro marido.
Una tarde, a principios de abril, Bellarión recibía un recado de Facino, llamándole a sus habitaciones.
Acudió sin tardanza, mas como aún no hubiera vuelto, cogió un manuscrito de La Divina Comedia y en tan buena compañía salió a la loggia que daba sobre el jardín, muy verde en aquel principio de primavera.
Con gran pesar por parte de Bellarión, a quien entusiasmaba la austera música del inmortal poema, presentóse la condesa ricamente ataviada con túnica de terciopelo blanco y grandes esmeraldas en el brillante cabello negro, que hacían juego con el misterioso verde de sus dormidos ojos.
Venía sola, trayendo en la mano un pequeño laúd, que sabía tañer con maestría. También tenía el don de componer canciones que en el último tiempo versaban invariablemente sobre amor mal correspondido, desesperación y muerte.
El conde, según expuso ella a Bellarión, había tenido que ir al castillo de Porta Giovia, pero volvería pronto. Para hacer menos larga la espera, le cantaría algo.
Aún estaba cantando, cuando volvió Facino, sin adivinar el disgusto que causaba la voz a Bellarión, que prefería leer a Dante Alighieri. El conde entró con cierta violencia, revelando preocupación e inquietud.
Sin reparar en la expresión medrosa con que Beatriz miró su ceñudo semblante, ni la ligera turbación de su hijo adoptivo, el condottieri exclamó como bomba que estalla:
—¡Buonterzo ha emprendido la marcha! En la madrugada de anteayer salid de Parma, con dirección a Placenza, a la cabeza de cuatro mil hombres.
—¡Cuatro mil! —repitió el joven—. Entonces cuenta con fuerzas superiores a las vuestras.
—La superioridad numérica es insignificante y no me preocupa. Pero hay que salirle al encuentro. Marcharemos a medianoche. Todo está preparado, y podemos descansar unas horas. Aprovéchalas también, hijo.
Ya no era el Facino jovial y paciente, cual solía ser en la intimidad; era el caudillo de palabra breve y tono imperioso.
La condesa, que se había levantado, y cuyo rostro no tenía color ni aun en los labios, preguntó con voz que apenas podía salir de entre los contraídos labios.
—¿Bellarión va con vos?
El ceño de Facino se hizo aún más pronunciado. Dolíale en el alma que en la hora de la separación se preocupara por otro más que por él. Pero su pensamiento no fue más lejos y la pronta respuesta de Bellarión le dejó plenamente satisfecho.
—¿Por tan niño me tenéis, madonna, que pensáis debía quedarme con las mujeres? Por nada quisiera perder tan buena ocasión. —El entusiasmo encendía sus mejillas y aumentaba el brillo de sus ojos.
Facino le miró con orgullo.
—¿Oís lo que dice el rapaz? —preguntó riendo—. ¿Tendréis la crueldad de negarle vuestra licencia?
Ella, que había recapacitado, cogió la pelota al vuelo y con más compostura, añadió:
—A pesar de su estatura, no es más que un niño y para ir a la guerra…
—Un niño… ¡Bah! —interrumpió el conde—. Para llegar a maestro, hay que empezar pronto. A su edad ya mandaba yo una tropa —y rió de nuevo.