Capítulo V

NOS ensordecen, con tantos gritos esos hijos de perra.

Tal fue el amable saludo del duque al gran condottieri, que era el último de los capitanes de su padre que aún le permanecía fiel. Pero aún añadió:

—En cambio, o mí me vuelven toco con sus aullidos y lamentos… Me parece que necesitan una lección de lealtad y se la daré el mejor día. ¡Por los huesos de San Ambrosio!… Ya les enseñaré yo quién es el duque de Milán.

No faltaba concurrencia en el salón llamado de Galeazzo, donde el duque recibió al condottieri. Cuando la firme mirada de éste recorrió las filas de cortesanos, pudo convencerse de la influencia que en aquellos pocos meses habían ganado los güelfos. Inmediato al duque, estaba el siniestro della Torre, jefe de la ilustre casa Torriani y del partido de los güelfos, y güelfos eran casi todos los presentes. El único gibelino de nota, era el hermano bastardo del duque, Gabriello María, que había heredado el buen porte y la hermosa cabellera dorada de su padre, pero que era tan débil y conciliador, que se podía contar poco con él.

Facino, con altiva entereza, contestó:

—El pueblo ve en mi el posible salvador de nuestro ducado, y bien sabéis que conviene halagar a los que nos hacen falta.

—¿Es eso un reproche a Su Alteza? —preguntó della Torre escandalizado.

—¿Alardeáis de vuestro poder? —gruñó el duque.

—Celebro tenerlo, puesto que pienso emplearlo en vuestro favor… Al contrario de Buonterzo, que lo usa en contra vuestra.

Detrás de Facino, su esposa observaba, alegrándose interiormente.

A ver si aquellos imbéciles conseguirían lo que no había logrado ella.

El amable Gabriello intervino para disipar el nublado.

—Y seáis muy bien venido, señor conde. No podía ser más oportuna vuestra llegada.

El duque le disparó una mirada oblicua lanzando un gruñido, pero Gabriello prosiguió con imperturbable urbanidad:

—Su Alteza os está muy agradecido por la presteza con que os habéis presentado, obedeciendo a su llamada.

Gabriello asumía las funciones de gobernador de Milán en la parte administrativa, es decir, que hablaba como autoridad, y Facino, que no llevaba propósitos agresivos, alegróse de pasar por la puerta que le abría Gabriello.

—Mi presteza es muy natural —contestó él—, puesto que no tengo más objeto que servir a Su Alteza y al ducado.

Sin embargo, más tarde, cuando se celebró el Consejo para determinar lo que se había de hacer, el tono de Facino volvió a tomar cierta aspereza. Venía exasperado por otra disputa con su esposa, en la que ésta volvió a echarle en cara su falta de energía para apropiarse el ducado.

La manifiesta malevolencia de della Torre, la injustificada envidia del duque y la incompetencia de Gabriello, casi hicieron pensar a Cane que Beatriz tenía razón, y que era un tonto en seguir obedeciendo donde podía mandar.

Empezaron las dificultades cuando se trató de las fuerzas de que se disponía para combatir a Buonterzo, y Gabriello anunció que sólo podían contar con los mil mercenarios de la propia condotta[11] de Facino, mandados por su teniente Francesco Bussone de Carmagnolo, y unos quinientos infantes, procedentes de las últimas levas.

Facino dijo que consideraba esas fuerzas insuficientes para el caso, e informó al Consejo de que había pedido mil hombres a Boucicault.

—¡Mil hombres! —exclamó consternado Gabriello, al igual de los restantes—. Pero eso cuesta un tesoro.

—He ofrecido quince florines al mes por soldado, y cincuenta por el jefe —contestó Facino—. Pero mi emisario lleva facultades para doblar la suma.

—¡Quince mil florines y quizá treinta mil! Vaya, seguramente estáis loco… Pasa del doble de lo recaudado por el Municipio…

—Pues ya verá el Municipio de dónde lo saca; pero lo primero es evitar la invasión del ducado. Si Buonterzo saquea Milán, costará cincuenta veces más que el alquilar esa tropa. Conque hay que procurar los medios de defensa. Eso es asunto vuestro, señor gobernador, puesto que os corresponde la parte administrativa.

—El municipio dirá que el caso no requiere ese gasto. Sacadle de su error.

Gabriello acabó por impacientarse.

—¿Cómo puedo persuadirlos, cuando yo no lo estoy? Las fuerzas de Buonterzo no pueden ser muy numerosas. Dudo si en total llegarán a mil hombres.

—¿Conque dudáis —tronó Facino, pegando un puñetazo en la mesa—, y nos hemos de hacer pedazos mis hombres y yo porque os permitáis poner las conjeturas en el lugar del conocimiento?… ¿He de arriesgar mi reputación…?

—Vuestra reputación está sobrado alta para correr ningún riesgo —interrumpió Gabriello.

—Pero ¿cuánto tiempo la conservaré? Bastante sufrió ya el año pasado, cuando con seiscientos jinetes me mandasteis al encuentro de los cuatro mil del mismo Buonterzo. También entonces me dijisteis que sus fuerzas eran escasas. Si sufro un nuevo descalabro, no encontraré hombres que quieran servir en mi condotta.

Ante esta perspectiva, Gian María no pudo contener la risa. En su absurdo odio, el anormal príncipe se recreaba en la probable derrota, sin comprender que traería, como inevitable consecuencia, la pérdida de su ducal corona.

Pálido de enojo, volvióse el caudillo hacia el duque:

—¿Se ríe Vuestra Alteza?… No estaréis tan alegre cuando llegue, pues al acabar yo de ser condottieri, terminaréis vos de ser duque de Milán. ¿Creéis que éstos podrán salvaros? —y señaló a della Torre, Lonate y Gábriello—. ¿Qué sabe vuestro hermano de batallas?… Su madre era mejor soldado que él, y ese par de alcahuetes no saben más que adular, sin servir para nada bueno.

Gian María se levantó lívido de ira.

—¡Maldición!… Facino, si os hubierais atrevido a decir la mitad ante mi padre, vuestra cabeza habría colgado de la torre del Bratello.

—Lo habría merecido si le hubiera hablado a él en estos términos; pero igualmente lo merecería si no os hablara así a vos. Hemos de hablar muy claro para disipar esos vapores de sospechas y malas voluntades.

El ingenio de Gian María, que sólo caminaba por tortuosas sendas, quedóse paralizado ante la franca y leal mirada del amigo de su padre. Mas della Torre que había llegado a la privanza durante la ausencia de Cane, vino en socorro de su amo, diciendo:

—¿Es eso una amenaza, señor conde? ¿Osáis insinuar ante Su Alteza que podríais seguir el ejemplo de Buonterzo y otros traidores? Decís que se ha de hablar claro, hacedlo vos, y decid sin ambages a Su Alteza lo que tenéis en la mente.

—¡Eso! —gritó el duque, muy contento de verse apoyado—. ¡Hablad claro!

—¿Necesito demostrar mi lealtad, después del recibimiento que me ha hecho hoy el pueblo?

—¿Qué tiene que ver con vuestra lealtad?…

—¿Qué? —y el caudillo, puesto en pie, y dominándolos a todos con la mirada, dijo lentamente: Si no fuera tan leal, no tenía que hacer más que bajar a la calle y desplegar mi bandera… La bandera del can. ¿Cuánto tiempo os parece que seguiría en las torres y puertas de Milán la bandera del lagarto?

Gian María sentóse, de repente, lanzando guturales gruñidos, como perro a quien quitan un hueso. Los otros tres, en cambio, se levantaron, y della Torre expuso el pensamiento de todos.

—Un súbdito que él mismo se proclama un peligro para su príncipe, no tiene derecho a vivir.

Facino, riendo, contestó:

—Pues, manos a la obra, señores. ¡Fuera las dagas!… Sois tres y yo estoy solo… ¿Vaciláis?… Ya veo, comprendéis que mi muerte sería vengada por el pueblo, que os haría pedazos —volviéndose hacia el duque, prosiguió—: Si me envanezco del poder que me confiere el amor de vuestros vasallos, es para que apreciéis una lealtad consagrada a defender vuestros derechos. Estos consejeros que, según veo, han aprovechado mi ausencia para sembrar desconfianzas, parece que son de opinión distinta, y yo, habiendo dicho lo que me proponía, os dejo para que deliberéis con ellos.

Y salió con tanta dignidad, que los dejó confundidos.

Della Torre fue el primero en reponerse.

—¡Un verdadero topo, inflado de orgullo! Nos pone el dogal al cuello, nos quiere hacer sancionar medidas extremas, para acrecer su fama y arruinar el ducado.

Pero Gabriello, aunque débil e incompetente, a pesar de sentirse lastimado por las duras palabras de Facino, dábase exacta cuenta de que un rompimiento con él, en aquellos momentos, equivaldría a la catástrofe final. Así lo dijo sencillamente, provocando la rencorosa oposición de sus dos colegas.

—Lo que él hace, lo podríamos hacer sin él —expuso Lonate—. Vuestra Alteza podría alquilar esas tropas y castigar a un tiempo la insolencia de Facino la traición de Buonterzo.

Pero Gabriello refutó el argumento.

—¿Os figuráis que Boucicault alquilaría las tropas del Rey de Francia a un jefe que no le inspira plena confianza? No se alquilan mercenarios para llevarlos al degolladero.

—Habríamos podido alquilar al mismo Boucicault —insinuó el duque.

—Al precio de colocar la bota del Rey de Francia sobre nuestros pescuezos… No…, y mil veces no.

La desusada energía de Gabriello no impidió que siguiera la discusión, hasta que Gian María, harto de morderse las unas en silencio, levantóse de pronto gritando:

—¡El diablo cargue con todos! Ya estoy hasta la coronilla de este asunto… Arregladlo como queráis. Tengo cosa mejor que el escuchar vuestras sandeces —y salió del aposento en busca de las inconfesables diversiones que apetecía su depravado espíritu.

En su ausencia, aquellos tres: el débil, el malvado y el intrigante decidieron la suerte de su trono. Comprendiendo, por fin, della Torre, que el momento no era propicio para librarse de Facino, convino con Gabriello y se decidió requerir al Municipio para que confirmara lo hecho por Facino.

En consecuencia, Gabriello reunió al Municipio en pleno, y temiendo lo peor, pidió el máximo, es decir, treinta mil florines de oro para el aumento de tropas.

El municipio, empobrecido por las continuas rebeliones de los últimos cinco años, aún seguía debatiendo la materia, cuando tres días después Bellarión entró en Milán a la cabeza de un millar de jinetes, formado, en su mayor parte, por gascones y borgoñones, capitaneados por uno de los tenientes de Boucicault, el amable caballero llamado monsieur de la Tour de Cadillac.

El pueblo, algo tranquilizado por la vuelta de Facino, pero aún temeroso de atropellos y saqueos, dispensó cariñosa acogida al considerable aumento de fuerzas, que garantizaba su seguridad.

Esto dio ánimos al Municipio, que se enteró, con indecible satisfacción, de que no eran treinta mil florines lo que debía aprontar, sino sólo quince mil.

Facino quedó gratamente sorprendido al saber la noticia por boca de Bellarión.

—De muy buen humor has debido encontrar a ese mercader francés.

—Su humor distaba mucho de ser bueno —contestó el mozo— y el regateo duró dos días. Empezó por reírse de vuestra oferta, calificándola de absurda, y me preguntó si es que le tomabais por tonto. En vista de esto, yo me dispuse a marchar. Entonces cambió de tono y me rogó que no fuera tan súbito y convino en que bien podría prescindir de esas mil lanzas, pero que el precio no era ni la mitad de lo que valían los soldados.

—Acabó por, decir que los cedería en treinta florines por cabeza, y que él costearía el jefe que los mandara. Me limité a decir que ese precio excedía a los medios del Municipio milanés. Entonces bajó a veinticinco y después a veinte, jurando por todos los santos de Francia que no podía bajar más. Como ya era tarde, le rogué que me diera su respuesta definitiva a la mañana siguiente, pero a primera hora le envié un mensaje de despedida, lamentando que no hubiéramos podido entendernos, y como el asunto urgía, anunciaba mi inmediata salida para los Cantones, en busca de lanzas.

Facino, que escuchaba boquiabierto, exclamó:

—¡Vive Dios!… Eso era arriesgar el viaje.

—No arriesgaba nada. Ya había yo tomado la altura del hombre. Tanta prisa se dio el viejo avaro a ultimar el negocio, que sentí no haberle ofrecido un precio inferior. Firmé el contrato en vuestro nombre, y nos separamos en tan amistosos términos, que me regaló una magnífica armadura completa, como prueba de su aprecio a Facino Cane y a su hijo.

Facino soltó su franca y sonora carcajada, celebrando la astucia del muchacho; le cogió del brazo y le condujo al Palacio de las Regiones, donde les esperaba el Consejo, por una de las seis puertas que daban acceso al vasto edificio en que tenía su asiento la autoridad civil de Milán.

Ya en el patio lleno de gente que les aclamaba, subieron por una escalera exterior de piedra.

—Ante el Consejo reunido, junto a cuyo presidente ocupaba un sitial Gabriello María, Facino hizo un resumen de lo ocurrido.

—Señores —dijo—, grato os será al ver en las mil lanzas que he alquilado al Rey de Francia, un baluarte para la seguridad de Milán. Al emprender la campaña con una fuerza, de cerca de tres mil hombres contra Buonterzo, os autorizo para que digáis al pueblo de mi parte que puede dormir tranquilo Mas no acaban aquí las buenas nuevas —y poniendo la mano en el hombro de Bellarión, hizo adelantar a éste, diciendo—: En las negociaciones con monsieur Boucicault, mi hijo adoptivo ha economizado quince mil florines mensuales al Municipio de Milán, lo que representa una suma de treinta a cincuenta mil florines según sea la duración de la campaña —y puso sobre la mesa el firmado y sellado pergamino.

Dada la penuria del tesoro, la nueva fue considerada casi tan satisfactoria como un victorioso hecho de armas. El presidente felicitó a Facino por las altas dotes de estadista que revelaba el joven soldado, a quien quedaba el Municipio hondamente agradecido por el celo que puso en la defensa de sus intereses.

La gratitud no se limitó a palabras. En el ardor de su entusiasmo, el Consejo Municipal acabó, por votar una suma de cinco mil florines como débil prueba de su agradecimiento.

Es decir, que de súbito encontróse Bellarión, no sólo famoso, sino (dadas sus modestas ambiciones) hasta rico. El presidente del Consejo vino a estrecharle la mano, y tras de él hizo lo mismo el hermano natural del duque, Gabriello María Visconti, en un tiempo príncipe de Pisa.

Por una vez, al menos, Bellarión casi se desconcertó.