Capítulo IV

FACINO CANE continuaba sus vacaciones en los últimos días de 1407, en Abbiategrasso, dedicándose con ardor a los ejercicios y educación de su hijo adoptivo.

Era el primer descanso que se concedía el gran soldado, desde hacía más de diez años, y sin esa causa, probablemente no lo habría disfrutado tampoco, pues Facino era de los que no encuentran placer en el reposo absoluto.

En Abbiategrasso, lejos de las turbulencias y por primera vez desde la muerte de Gian Galeazzo, sin necesidad de estar en guardia, encontrábase más feliz de lo que recordaba haber sido.

—Si la vida fuera siempre así —decía una noche en que paseaba por el paradisíaco parque acompañado por Bellarión—, podría uno darse por contento.

—Eso sería vegetar, y el hombre no ha sido hecho para eso… empiezo, a darme cuenta…

—Ya veo que progresa tu educación —dijo Facino sonriendo.

—Estoy en buena escuela —contestó el joven—. Disfrutáis de este alto en vuestras actividades, como el hombre cansado disfruta del sueño, pero a nadie le gustaría dormir toda la vida.

—Mi querido filósofo, deberías escribir un libro para instrucción y recreo de tus semejantes.

—Lo dejaremos hasta que sea un poco mayor… puede que aún cambie de opinión.

Estaba de Dios que el reposo de que tanto gustaba Facino fuera de corta duración. En la semana antes de Navidad empezaron a llegar diariamente rumores de disturbios en Milán, y en una mañana en que la nieve caía en densos copos, el gran soldado empezó a pensar en el regreso.

La mera indicación del viaje enfadó a la condesa, que bordaba al otro lado de la monumental chimenea, en la que chisporroteaba alegremente la leña.

—Creí que habíais dicho que permaneceríamos aquí hasta la primavera —dijo en el tono petulante que le era natural.

—No sabía que mientras tanto el ducado peligraría —contestó él.

—¿Qué os importa? No es vuestro ducado, aunque pudiera serlo si fuerais otro.

—Para que vos fuerais duquesa, ¿eh? —preguntó sonriendo Cane.

Su tono era tranquilo, pero con un dejo de amargura. No era la primera vez que Bellarión oía este asunto debatido entre los condes.

—El honor me pone ciertos obstáculos… ¿he de enumerarlos?

—Me los sé de memoria —contestó la condesa adelantando el labio inferior, muy fresco y rojo—. Pero esos obstáculos no hubieran detenido a un Pandolfo o a un Buonterzo, que son poco más o menos del mismo nacimiento que vos.

—Dejemos en paz mi nacimiento, si os place.

—La repugnancia que sentís a que se recuerde es fácilmente comprensible —insistió ella.

Echó él a andar con los pulgares metidos en el cinturón de oro que sujetaba su hopalanda de terciopelo con pieles de lince, y deteniéndose ante una ventana, murmuró:

—Y sigue nevando.

—Aún nevará más en Bérgamo, donde Pandolfo es soberano… Giró Facino en redondo, para interrumpir a la insidiosa condesa.

—Y tal vez nieve menos en Piacenza, donde Buonterzo es tirano. Si gustáis, madonna, cambiaremos el tema.

—No gusto…

—Pues yo sí —y su voz tomó el tono que había rendido a escuadrones enteros a la obediencia.

Pero la dama se echó a reír y ciñendo a su flexible cuerpo la costosa capa de armiño que la envolvía, replicó:

—Y naturalmente, lo que a vos os gusta, ha de ser ley para los demás. Vinimos aquí cuando se os antojó, y nos iremos en cuanto os canséis de la soledad del campo.

Él la miró un tanto perplejo, y dijo lentamente.

—No os comprendo, Bice, ni sabía que os placiera tanto Abbiategrasso. Siempre os quejasteis de ser traída aquí, y me aburristeis con vuestros lamentos, hace tres meses, al dejar Milán.

—Lo que no impidió que viniéramos.

—Ésa no es respuesta —y acercándose a ella, preguntó el esposo—: ¿Qué súbito cariño habéis tomado a este sitio? ¿Por qué esa repugnancia a volver a Milán, siendo tan aficionada a sus placeres, y a brillar en las fiestas de la Corte?

—Pues ahora prefiero la tranquilidad, ya que os empeñáis en que os dé cuenta de todo. Además, la Corte actual nada tiene de divertida y sólo sirve, para recordarme lo que podría ser si vos quisierais. Otro cualquiera que contara como vos con el afecto del pueblo…

—El pueblo me quiere, Bice, porque me cree honrado y leal, pero perdería la fe en mí en cuanto me convirtiera en usurpador. Entonces tendría que gobernar por el terror.

—Con tal de que gobernarais…

—Y sería tan aborrecido como lo es hoy Gian María —concluyó Facino, sin hacer caso de la interrupción.

Bellarión estaba maravillado de la paciencia de su protector ante aquella descarada avidez.

Sin darse por convencida, añadió la condesa:

—Ya sabríais imponeros guerreando. Las guerras victoriosas han hecho poderosa a Milán.

—Pero hoy Milán está empobrecida. El mal gobierno de Gian María la está arruinando. Falta dinero para pagar tropas. En cuanto a vos, señora, os he hecho condesa de Biandrate y tendréis que contentaros con eso. Mi deber es servir al hijo del hombre a quien debo cuanto soy.

Hasta que ese mismo hijo pague a alguien que os asesine. ¿Cuántas veces ha intentado ya hundir vuestro título? ¿Qué lealtad le debéis?

—No me importa lo que él sea, sino lo que yo soy.

—¿Queréis que os diga lo que sois? —preguntó Beatriz, con los verdes ojos chispeantes de malicia y despecho.

—Si eso puede serviros de desahogo, decid cuanto queráis, pero la opinión de una mujer no me impedirá seguir siendo el que soy.

—Pues sois un tonto, Facino.

—Así lo prueba la paciencia con que os escucho. Podéis dar gracias a Dios de que lo sea.

Y sin poder aguantar más, salió Facino de la caldeada estancia.

Ella quedó con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, mirando las llamas de la chimenea. Tras de una larga pausa, llamó:

—¡Bellarión!

Al no recibir respuesta, volvióse la condesa y vio que el sitial ocupado por el joven estaba vacío, así como el resto de la habitación.

—También éste es tonto… y además ciego —informó Beatriz a las llamas, encogiéndose de hombros.

Nuestros tres personajes no volvieron a reunirse hasta la hora de comer. La mesa estaba ricamente puesta y servida por varios lacayos.

—Cuando hayáis concluido, señora —dijo Facino en tono reposado—, haréis los preparativos de marcha, pues hoy mismo volvemos a Milán.

—¡Hoy! —exclamó la condesa con desmayada voz—. ¡Oh! Lo hacéis a propósito, para hacerme sentir el peso de vuestra autoridad… Vos…

Él la interrumpió, levantando una mano que sostenía un pergamino. Despidió la servidumbre e informó a su esposa de lo que sucedía.

En Milán habían disturbios, y graves. Los descendientes de los gibelinos promovían continuos desórdenes, habían incendiado el cuerpo de guardia de la Puerta Tesinesa. En la ciudad había escasez de víveres, y esto contribuía al malestar, y, para colmo, Ottone Buonterzo, habiendo tenido noticias de lo favorable de las circunstancias, estaba levantando un ejército para invadir el ducado.

—Esto me escribe Gabriello —concluyó Facino— y en interés del duque me ruega que regreso inmediatamente y asuma el mando.

—Y el fiel lacayo corre a defender a su amo —observó riendo la condesa—. Merecéis que os derrote Buonterzo, y entonces ya sé quién será duque de Milán.

—Cuando él sea duque de Milán, Bice, yo habré muerto —contestó Facino sonriendo—. Entonces podréis casaros con él, ser duquesa y aprender de paso cómo se debe tratar a un marido… llama a los criados, Bellarión.

La comida terminó rápida y silenciosamente, y una hora después, ya estaban a punto de marcha. La condesa viajaba en litera, Facino y Bellarión a caballo.

Unos cuantos servidores y un escuadrón de lanceros servían de escolta. Una compañía de suizos que Facino trajo al venir a Abbiategrasso, seguiría a la otra mañana a las órdenes de su capitán, Werner Stoffel, custodiando los equipajes, que serían llevados en carros cubiertos.

Pero en el último instante, Facino, que al levantarse de la mesa aprecia preocupado e indeciso, llevó a un lado a Bellarión y le dijo sacando una carta:

—Voy a confiarte una misión, hijo mío. Toma una escolta de diez lanzas y a marchas forzadas ve a Génova, y entrega esta carta en persona a Boucicault que es el vicario del Rey de Francia. Escucha: en ella le pido que me alquile mil lanzas francesas. En la carta le ofrezco un buen precio, pero es un viejo avaro y —querrá más. Te autorizo para que dobles la suma si es necesario. Pero no hagas sospechar a Boucicault que estamos amenazados, o querrá sacar partido de nuestra situación. Dile que necesito esos hombres para una expedición de castigo contra algunos señoríos rebeldes.

Bellarión hizo unas cuantas preguntas, y declaró que no sólo estaba dispuesto, sino que se consideraba muy honrado por la confianza puesta en él.

Después de abrazarse se separaron. Facino, para montar y emprender la marcha, y Bellarión quedó esperando que le trajeran su caballo y que Stoffel le diera los hombres para su escolta.

Al dar Facino la orden de partida, su esposa entreabrió las cortinas de cuero de la litera y sacando la cabeza, preguntó:

—¿Dónde está Bellarión?

—No viene con nosotros.

—¿Que no viene?… ¿Le dejáis en Abbiategrasso?

—No…, le he confiado una misión.

—¡Una misión!… —los dormidos ojos verdes despertaron de pronto, abriéndose hasta parecer redondos—. ¿Qué misión?

—Ninguna que le haga correr peligro —y picando espuelas para evitar nuevas preguntas, gritó:

—¡En marcha!

Llegaron a Milán al caer la tarde, entrando por la Porta Nuova, y siguieron a lo largo las murallas, hasta llegar al Borgo. Mas, como reguero de pólvora, se extendió la noticia del regreso de Facino, y al llegar a la gran Plaza, la encontraron llena de una entusiasmada muchedumbre.

Desde la muerte del último duque, jamás había entrado Cane en Milán sin ser aclamado, pero, jamás había recibido una ovación tan clamorosa como aquélla.

Su presencia en Milán, en aquella hora de crisis, en uno de los más sombríos momentos del tenebroso reinado de Gian Maria, llevaba a todos los pechos la confianza, haciéndoles concebir esperanzas, quizá exageradas.

Las estruendosas aclamaciones atrajeron al duque a una de las ventanas, a tiempo que Facino, con la cabeza descubierta y la enérgica faz animada por una franca sonrisa, correspondía con saludos al entusiasmo popular, mientras que la condesa, habiendo descorrido las cortinas de su litera, se mostraba, para participar de la halagadora bienvenida.

Al llegar los viajeros ante las puertas, Facino levantó la vista y su mirada se cruzó con la del duque. La perversidad de aquellos ojos apagó toda su alegría, y aun alcanzó a divisar la siniestra cabeza de Della Torre, mirando por encima del hombro de Gian María.

Pasaron bajo el sombrío portalón, y tras de cruzar el Patio de Arrengo, llegaron al de San Gotardo. Allí echaron pie a tierra, siendo un cavaliere milanés y güelfo, uno de los Aliprandi, quien se adelantó para tener el estribo a Facino, al campeón de los gibelinos.

Éste, a su vez, acercóse a la litera, para ofrecer su mano a la condesa, que al apoyarse en ella, le miró con lágrimas en los ojos, diciendo en contenida y vehemente voz:

—¿Habéis visto?… ¿Habéis oído?, y, ¿aún dudáis?… ¿aún vaciláis?

—Ni dudo, ni vacilo… Sé cuál es mi senda y la sigo —fue la tranquila respuesta.

—Y en la ventana, ¿habéis visto al duque y al otro?

—Sí, y no les temo. Se necesita más valor del que tienen para manifestar su odio con obras… Además, les hago falta.

—Algún día puede que no sea así.

—Esperemos hasta que amanezca ese día.

—Entonces será demasiado tarde… Ahora es vuestra ocasión. ¿No os lo han dicho esas aclamaciones?

—Nada me han dicho que no supiera, ni los de la calle, ni los de la ventana… Venid, madonna.

Y la condesa, rechinando los menudos dientes, subió la escalera, maldiciendo la hora en que se había unido a un hombre que podía ser su padre, y que era tan pacato.