ON pretexto dé que el camino era largo, pero en realidad para evitar molestias al preso, Bellarión fue montado a la grupa del enorme caballo de Squarcia, y lo flojo de sus ligaduras le permitían cogerse al cinturón del jefe de jauría.
Así hizo su primera entrada en la hermosa ciudad de Milán cuando la noche empezaba a caer, y aunque mucho había oído de sus bellezas, nunca se figuró lo que estaba viendo.
Entraron por la Porta Nuova, vasta construcción de piedra del tiempo de los romanos, que sobrevivió a los vengativos destrozos de Barbarroja unos trescientos años atrás. Cruzando el puente levadizo, llegaron al cuerpo de guardia, que era en sí una verdadera fortaleza, guardada por mercenarios que hablaban el gutural germano de los Cantones. Enfilaron el Borgo Nuovo, calle larga y estrecha si se compara con otras de Milán, pero que al joven forastero le pareció ancha. La gente que circulaba por ella, era de composición heterogéneo. Opulentos y bien nutridos comerciantes se codeaban con nobles, acompañados por pajes y lacayos, ostentando el escudo de armas de la casa; y también con artesanos y con desarrapados mendigos de ambos sexos. Bajo el reinado de Gian María, quedaba poco de la antigua prosperidad de Milán.
Nobles y plebeyos, aún inclinaban la cabeza al paso del duque, pero Bellarión, que tenía grandes condiciones de observador, diose cuenta de que en casi todos los rostros se leía odio o temor.
La calle que seguían desembocó en una vastísima plaza, rodeada de olmos. En el lado del norte descubrió Bellarión, entre una titánica red de andamios y cuerdas, una masa arquitectónica blanca, de las proporciones de todo un pueblo. A la primera mirada supo que estaba ante la Catedral que había de ser asombro del mundo.
Cruzaron la gran plaza que Bellarión, por su conocimiento de la Historia, sabía que era lugar sagrado. Allí, en la basílica ya desaparecida, fue bautizado San Agustín. Desde allí, San Ambrosio, el prefecto romano y después santo obispo, empezó su lucha con la emperatriz Justina, iniciando la contienda entre la Iglesia y el Imperio, que aún seguía después de transcurridos mil años.
Flanqueando la gigantesca Iglesia, estaba el viejo Broletto, medio palacio y medio fortaleza, que desde los días de Matteo Visconti venía siendo residencia de los soberanos de Milán.
Por una poterna entraron al gran patio de Arrengo, que tenía aspecto claustral por las galerías de arcos que le rodeaban, y pasaron a otro interior y cuadrado, conocido por el Patio de San Gotardo. Allí desmontaron los jinetes, y Gian María dio sus órdenes respecto al preso, antes de entrar en palacio.
—Ese domador de perros anunció Su Alteza —será mi diversión, después de cenar.
Bellarión fue conducido a un calabozo de piedra, subterráneo, en el que predominaba un desagradable olor a humedad. Lo oscuro y frío del lugar deprimió gradualmente su ánimo. Tenía mucha hambre (lo que no ayudaba a envalentonarle), pues desde el pan y queso que tomó al mediodía, no había comido nada, ni nadie le hizo la caridad de ofrecerle un bocado.
Al cabo de dos eternas horas, su magnificencia, el duque, bajó personalmente a visitarle. Venía acompañado por Lonate y cuatro hombrones con coletos de cuero, siendo uno de ellos Squarcia. Su Alteza lucía principescas vestiduras, sin que por eso ganara en gallardía su desdichada figura.
Vestía una hopalanda de terciopelo con alto cuello y cola, la mitad roja y la mitad blanca, sujeta a la cintura por una tira de mallas de finísimo oro salpicado de magníficos rubíes. Los ajustados calzones, que se le veían al andar, eran uno blanco y otro rojo (los colores de su casa). En la cabeza llevaba un gorro redondo del mismo color rojo, adornado por una tira de seda plegada, dispuesta como la cresta de un gallo.
Sus bizcos ojos miraron al preso de un modo que le causó frío.
—Y bien, rufián —preguntó Su Alteza—. ¿Quieres confesar ahora de qué hechizo te has valido?
—No me he valido de ningún hechizo, señor duque. Éste sonrió.
—Ya veo que necesitas una penitencia de cuaresma para refrescarte la memoria. Es una penitencia de mi invención, muy saludable para los insolentes y desmemoriados. Te la aplicaré y puedo asegurar que sentirás haber matado mis perros, o que mis perros no te hayan matado a ti —y volviéndose a Squarcia, dijo—: Llevadle.
Un instante después, Bellarión estaba en una habitación inmediata, igualmente de piedra, pero más amplia. El centro de ella estaba ocupado por un artefacto de madera, de la altura de una mesa, pero compuesto de dos marcos oblongos, uno dentro del otro, y unidos por grandes clavijas, también de madera. Del marco interior salían dos cuerdas.
El duque dijo con un gruñido:
—Podéis empezar.
Dos de los servidores arrancaron la destrozada ropa del cuerpo de Bellarión, que en pocos segundos quedó desnudo hasta la cintura. Squarcia, procurando disimular su temor supersticioso, manteníase apartado, esperando una providencial intervención.
Y la intervención llegó, sin que tuviera nada de sobrenatural, puesto que sólo era consecuencia de un mensaje llevado por él mismo.
La pesada puerta que había tras del duque se abrió dando paso a un hombre de prestigiosa presencia. Aunque pasaba de los cincuenta años, lo bien proporcionado y ágil de su recta figura, el saludable color de su rostro moreno, la viveza de sus ojos y lo abundante del cabello, apenas si le hacían representar cuarenta. Sobre una túnica de gran riqueza, llevaba una hopalanda de terciopelo violeta bordeada por pieles de marta.
Después de observar un momento en silencio, dijo con voz de potente y grato timbre:
—¿Con qué nueva bestialidad se está entreteniendo Vuestra Alteza?
El duque, diose rápidamente vuelta; los criados suspendieron lo que hacían, y el magnate bajó lentamente los tres escalones de la puerta.
—¿Quién os ha mandado entrar? —preguntó rabioso el duque.
—La voz del deber… Siendo vuestro gobernador…
—¡Mi gobernador! —repitió con furia el monstruo. A mí no me gobernáis, aunque gobernáis a Milán… y si sois gobernador es por voluntad mía… El duque soy yo… obraréis sabiamente recordándolo.
—Nunca he sido sabio… ¿quién sabe dónde existe la verdadera sabiduría? —su tono era reposado y ligeramente burlón. Estaba demasiado seguro de sí mismo, para molestarse en disimular sus pensamientos—. Además, me trae otro deber, cuya voz no puedo desoír, La del deber paternal. Según me han dicho, este preso con quien os proponíais pasar un buen rato pretende ser hijo mío.
—¿Qué os han dicho?… —¿Quién os lo ha dicho?
La pregunta encerraba una amenaza, para la desconocida persona.
—¿Yo qué sé?… Hay tantos charlatanes en la Corte… ¿Qué más da? Lo que me importa es saber si vos también lo habíais oído —y con voz súbitamente dura, preguntó—. ¿Lo sabíais?
Dominado el duque por aquella valiente arrogancia, bajó los vuelos diciendo en son de disculpa:
—Ignoráis, ¡por San Ambrosio!, que me mató tres perros y entonteció a los restantes.
—También os debe haber entontecido a vos, señor duque, puesto que habiendo oído que pretende ser mi hijo, os permitís maltratarle, sin ponerlo siquiera en mi conocimiento.
—¿No estoy acaso en mi derecho?… ¿He dejado de ser amo de las vidas de mis vasallos?
Relampaguearon los negros ojos en aquel rostro afeitado dé firmes líneas y cuadrado óvalo.
—Vos sois… —se contuvo y volviéndose a Squarcia, dijo con imperio—: Vete, llévate a esa canalla.
—Están aquí a mi servicio —recordó el duque.
—Ya no los necesitáis.
—Cada día sois más presuntuoso, Facino.
—Si despedís a esos pillos, os demostraré lo contrario.
Los saltones ojos tuvieron que bajarse ante la severa mirada, y como fiera vencida, bajó la cabeza y dijo a los verdugos en tono sombrío:
—¡Fuera de aquí!… ¡Marchaos!
Facino esperó hasta que salieron y después dijo al duque por vía de advertencia:
—Os ocupáis demasiado de vuestros perros, y el objeto a que los dedicáis es tan brutal como peligroso. El mejor día, los perros de Milán se arrojarán sobre vos, y os harán pedazos.
—¿Los perros de Milán?… ¿Sobre mí?
—Sobre vos, sí. Aunque os creáis dueño de la vida de vuestros vasallos. El ser duque de Milán no es lo mismo que ser Dios… No lo olvidéis —y cambiando el tono, añadió—: ¿El hombre a quien dabais caza junto al bosque de Abbiategrasso era Francesco de Pusterla, según me han dicho?
—Sí, y ese bergante que se llama vuestro hijo intentó salvarle y me mató tres perros…
—Os ha hecho un buen servicio, señor duque, aunque mejor hubiera sido poder salvar a Pusterla. Mientras que cacéis malandrines acusados de robo, o infelices muertos de hambre, nadie intervendrá en vuestras inhumanas diversiones, mas sí echáis vuestros perros sobre los hijos de las grandes casas, os advierto que andáis al borde de un abismo.
—No olvidéis, querido Facino, que un Pusterla era castellano de Monza cuando murió allí mi madre, y vos, que tanto oído prestáis a los chismes de la Corte, no ignoraréis lo que todos saben: que fue envenenada por ese malvado.
Facino le miró con tan significativa expresión, que el duque se puso color de ceniza, y desorientado, empezó a decir:
—¡Por los huesos de Cristo!…
—Este muchacho no conocía esos motivos —interrumpió el conde—, ni siquiera sabía que fuerais vos el organizador de esa infame cacería. Sólo vio un prójimo inhumanamente perseguido por perros. Nadie me tachará de blando; pero, en su lugar, habría hecho lo mismo. Dejando esto aparte, os dijo que se llamaba Cane, y éste es un nombre que en Milán merece ser respetado hasta por el mismo duque. Seguid cazando hombres, magnífico señor a vuestro propio riesgo, pero guardaos de tocar a un Cane, sin darme antes conocimiento de vuestras intenciones.
El duque, con la obtusa mente compartida por el temor y la vergüenza, también guardaba silencio. Con tono y ademán que expresaba desprecio hacia su ducal señor, Facino volvióse a Bellarión, que se mantenía apartado, diciendo:
—Vamos, muchacho, Su Alteza te da licencia; ponte esos andrajos y ven conmigo.
Bellarión había aguardado con el temor de escapar de Scila para caer en Caribdis. Por un instante contempló las enérgicas facciones de aquella cara ligeramente burlona, y obedeciendo maquinalmente, se puso lo poco que aún quedaba de su ropa, y salió del aposento de piedra, detrás del conde Biandrate.
Con paso lento subió Facino la angosta escalera seguido del joven, que muy inquieto no adivinaba la continuación de lo sucedido.
En un espacioso aposento colgado con tapices y alhajado con riqueza desconocida por el joven, y alumbrado por hachones sostenidos en candelabros de plata maciza, el majestuoso Facino despidió a dos lacayos que le esperaban, y volvióse para contemplar despacio al que había momentáneamente salvado.
—Con que has tenido el descaro de darte por hijo mío. Según parece, tengo más familia de la que sospechaba… y sólo me falta saber a quién hice el honor de ser tu madre.
Se arrojó sobre un sitial, quedando Bellarión en pie frente a él, con su harapienta vestidura, que dejaba ver las carnes por los desgarrones.
—Hablando con franqueza, señor, el natural deseo de escapar a una muerte cruel me hizo exagerar nuestro parentesco.
—¿Exagerar? —las pobladas cejas se alzaron, aumentando la expresión sardónica del semblante—. Veamos en qué consiste la exageración.
—Yo no soy más que vuestro hijo adoptivo.
Bajaron de súbito las cejas, frunciéndose en malhumorado ceño.
—¡Eso sí que es mentira!… Pudiera tener un hijo sin saberlo… En mi juventud de soldado prodigué los besos, sin cuidarme de saber a quién los daba… Pero no se puede adoptar una criatura sin recordarlo.
Mientras hablaba, Bellarión le había estado estudiando, e impuesto de las condiciones de carácter que creía descubrir en el guerrero, contestó con estudiado exceso de franqueza:
—La adopción fue mía, señor, y no vuestra. Os adopté en una hora de suprema angustia, como se toma por patrón a un santo. Estaba al cabo de mis recursos y no podía evitar la tortura y una muerte injusta, a menos que invocara un nombre lo bastante poderoso para protegerme.
Hubo una pausa, en la que Facino siguió contemplándole sin desarrugar el ceño. Oprimiósele el corazón al joven, pensando que en su lucha con la suerte había sido vencido. Por fin, sonrió Facino con cierta desconfianza, al decir:
—¿Con que me adoptaste por padre?… Si cada uno fuera a buscarse la familia… Ante todo, ¿quién eres?… ¿Cómo te llamas?
—Bellarión, señor.
—¿Bellarión?… ¡Singular nombre, a fe mía! ¿Qué historia es la tuya? Continúa siendo franco, o te entrego al duque por impostor.
Animóse el muchacho, pues de las palabras del gran soldado se desprendía que, si era franco, no le negaría su ayuda para escapar. En consecuencia, repitió el verídico relato que ya había hecho a Lorenzaccio da Trino.
La historia pareció ser del agrado del ilustre Facino Cane, que después de oírla, comentó:
—Y tú, apremiado por la necesidad, supusiste que ese desconocido jinete se llamaba Facino… La verdad es que no te falta inventiva. Mas dime qué ha pasado con los perros del duque.
La narración del muchacho no había ido más lejos de su salida de Cigliano para Pavía y tampoco ahora contó nada de su estancia en Casale, sino que vino directamente a los campos de Abbiategrasso, En el rostro del conde acentuó la incredulidad al oír el relato de la incomprensible sumisión de los perros, aunque concordaba con lo dicho por el duque.
—¿Qué patrón elegiste para que te protegiera en ese instante —preguntó el condottieri, entre severo y jovial—, o es que, según dicen, empleaste sortilegios…?
—Contesté al duque con más verdad de la que él supuso, el decirle que «un cane no muerde a otro cane».
—¿Cómo?… Pretendes hacerme creer que el solo nombre de Cane…
—¡Oh!… no, señor… Pero yo apestaba a perro. El enorme animal que maté estando sobre mí, me bañó en su sangre, e hizo que los otros perros lo olieran en mi cuerpo. Esta explicación, señor desvirtúa el milagro.
—Y tú eres demasiado listo para creer en brujerías, ¿eh? —preguntó lentamente Facino.
—La paciencia con que su señoría me escucha es el primer milagro que he presenciado.
—Pero ya debías de contar con ese milagro, al adoptarme por padre.
—No, señor; mi esperanza era que, jamás llegase a vuestros oídos mi atrevida adopción.
Esta vez la carcajada, de Facino fue espontánea.
—Me gustas por lo franco —y acercándose a Bellarión, le puso una mano en el hombro, y dijo: Tu intento de salvar la vida a Pusterla, pensar en que arriesgabas la tuya, demuestra un corazón valiente y generoso, que te recomienda a mi protección. ¿Y dices que quieren hacerte fraile?
—Ésa es la esperanza del abad —contestó Bellarión sonrojándose ante la inesperada alabanza y el súbito cambio de tono—. Tal vez tome el hábito cuando vuelva de Pavía.
—Ésa es la esperanza de abad… pero ¿la tuya?
—Empiezo a temer que no, señor.
—¡Por San Gotardo! No, tienes facha de clérigo. En fin, eso es cosa tuya —y quitando la mano del hombro del joven, se encaminó Facino a la loggia[10], a través de la que se veía la noche, luminosa y azul como un zafiro—. Tendrás la protección que deseabas al adoptarme por padre. Mañana, bien recomendado y equipado, saldrás para Pavía a reanudar tus estudios.
—Robustecéis, señor, mi fe en los milagros.
Sonrió Facino, dando una palmada, a la que contestaron con su presencia varios criados con la librea blanca y azul, que eran los colores de la casa. Las órdenes del amo fueron que se cuidaran de que el joven pudiera lavarse, vestirse y comer. Ya hablarían después.