Capítulo I

BELLARIÓN emprendió el camino por las insalubres lagunas pantanosas de Mortara, en las que florecían los arrozales, como florecían casi siempre, desde que el grano fue importado de la China unos trescientos años antes. Exaltóse su imaginación al comprobar que ya pisaba el suelo del gran Estado de Milán, llevado por Gian Galeazzo a inconmensurable altura.

La paz que impuso la fuerte mano del duque, trajo una prosperidad hasta entonces desconocida. Sus industrias florecientes atrajeron el dinero de todo el mundo civilizado, y sus negocios bancarios tomaron, tal extensión, que no había ciudad importante en Europa, en la que no circularan las monedas de oro de Gian Galeazzo, con la sierpe de su divisa, a las que se dio el nombre de ducados, en honor del gran duque de Milán.

Sus leyes, aunque impregnadas de la crueldad de la época, eran interpretadas con sabia prudencia, y sabía levantar impuestos que le enriquecían, sin empobrecer al pueblo.

Huyendo de la peste que asolaba su territorio, encerróse en el castillo de Melegnano, y aquel poderoso príncipe a quien ningún enemigo humano logró vencer, fue vencido por la pestilente enfermedad.

Al morir su padre, Gian María contaba trece años y su hermano Filippo doce, y se cumplió la voluntad del muerto, creando un consejo de regencia compuesto de los condottieri[6] y de la duquesa Catalina.

Desde un principio se señalaron disensiones en el Consejo, cuando más necesaria era la unión. Cinco años de mal gobierno quebrantaron la obra del gran Galeazzo y de los famosos capitanes que ayudaron a construirla. Sólo permaneció fiel (compartiendo el gobierno del ducado con el bastardo Gabriello). Facino Cane, conde de Biandrate, al que Bellarión, en su aprieto, había adoptado por padre.

La segunda noche la pasó Bellarión en Vigevano, y la siguiente mañana, después de cruzar en un bote la ancha corriente del Tesino, tomó la carretera de Abbiategrasso, donde los soberanos de Milán tenían su principal coto de caza.

En la tarde del mismo día, habiendo dejado atrás Abbiategrasso, marchaba nuestro amigo siguiendo la orilla de uno de los muchos arroyos que hay en la comarca y trasegando el pan y queso que compró al cruzar el pueblo.

Desde el bosque que cubría la pequeña elevación, al otro lado del arroyo, llegó un confuso rumor de voces humanas y ladridos, mezclados con el restallar de látigos y otros sonidos propios de caza.

De pronto, salió un hombre de entre las encinas, y a todo correr bajó la verde ladera con dirección al agua. Llevaba la cabeza desnuda, y su largo pelo negro flotaba tras de él en su desenfrenada carrera.

Estaba a medio camino entre bosque y arroyo, cuando surgieron sus perseguidores, que no eran seres humanos, sino tres gigantescos perros de presa, que avanzaban saltando silenciosamente.

Por fin, salió de la linde una numerosa tropa de jinetes capitaneada, al parecer, por un joven, casi adolescente, riquísimamente vestido de rojo y plata, cuya dura y metálica voz animaba a los perros. En los que lo seguían, la mitad iban casi ricamente ataviados como él, y el resto eran monteros y servidores, entre los que dos mocetones sostenían a duras penas, una jauría de seis inquietos perros cada uno.

Inmediatamente detrás del mancebo que abría la marcha, cabalgaba, en gigantesco bridón[7] un personaje de hercúlea contextura y recia barba negra, que no parecía cortesano ni criado, aunque tenía algo de los dos. Blandía un látigo de larga correa, y también alzaba la, voz para animar a los canes, para que saltaran sobre la humana presa antes de que llegara al agua, Pero el terror daba alas al fugitivo y llegó a la alta orilla del arroyo llevando unos doce metros de ventaja a los perros, y sin mirar atrás, se tiró al arroyo de cabeza, nadando desesperadamente hacia la orilla opuesta. Detrás de él los tres perros saltaron casi simultáneamente al agua.

Bellarión, impulsado por la compasión y el horror, corrió hacia donde nadaba el hombre y le alargó la mano, a la que el desgraciado se asió, y fue remolcado con vigor.

—¡Dios os lo premie! —jadeó el infeliz con fervor, y estando al cabo de sus fuerzas, dejóse caer sobre manos y rodillas, a tiempo que el primer perro trepaba por la escurridiza pendiente, para recibir en la garganta la daga con que le esperaba Bellarión.

El grito de rabia que cruzó, el torrente no le impidió repetir el golpe con el segundo perro, en el instante en que tomaba tierra.

El tercer perro, un enorme animal negro y amarillo, trepó a la orilla en tanto que Bellarión estaba ocupado, con el segundo. Con un profundo gruñido saltó sobre el joven haciéndole caer de espaldas por el peso de su cuerpo. Instintivamente, Bellarión protegió su garganta con el brazo izquierdo, en tanto que con el derecho hundió la daga en el pecho del bruto. Un aullido de dolor; encogióse el animal, y el hombre manejó de nuevo la daga, partiendo el corazón de la bestia, que se desplomó lanzando un chorro de sangre sobre su matador. Éste hizo rodar el muerto animal, cuyo peso era casi el de un hombre, y se levantó algo inquieto por las consecuencias, que pudiera tener su hazaña.

El muchacho del traje rojo y plata interrumpió una serie de atroces blasfemias, para gritar:

—¡Suelta los perros!… ¡Squarcia… soltadlos todos! Pero el hombrón que llevaba este nombre decidió tener una iniciativa propia. Del arzón de su silla pendía una pequeña ballesta; puso en ella una flecha y apuntó a Bellarión. Jamás estuvo éste tan próximo a la muerte. Mas el fugitivo de quien había tenido lástima le salvó sin pretenderlo.

Habiendo recobrado un poco de aliento, y sostenido por el terror que le inspiraban sus perseguidores, se puso en pie y sin mirar atrás quiso reanudar la carrera. El movimiento llamó la atención del gigante de la barba negra, y variando la puntería, se la envió al fugitivo, qué cayó con ella clavada en los sesos.

Antes de que Squarcia hubiera separado la ballesta de su hombro, para colocar una segunda flecha, recibió un latigazo del joven vestido de rojo y plata.

—¡Por la sangre de Satán!… ¿Quien te ha mandado tirar, so bestia?

—La orden era soltar los perros… ¿Te has propuesto estropearme la diversión, hijo de raposa?… ¿Le hemos seguido hasta aquí para acabar en un instante? —y el mozo prorrumpió en obscenidades y blasfemias, entre las que repitió la orden de soltar los perros.

Squarcia, tan impasible a los denuestos como al latigazo, preguntó:

—¿Quiere Vuestra, Alteza que ese tunante siga matándonos los perros? Está armado y los animales quedan a merced suya, al subir a la orilla.

—Si ha matado perros, los mismos perros vengarán a sus compañeros.

El cadáver que yacía a sus pies, demostraba a Bellarión la suerte que le habría tocado si, hubiera querido huir. Con tanto horror como repugnancia contemplaba al grupo de monstruos que se entretenían a cazar hombres, como si fueran jabalíes.

Uno de los criados habló a Squarcia, y éste se volvió hacia su joven amo, diciendo:

—Checco afirma que a pocos pasos de aquí hay un vado, señor duque.

El título sorprendió a Bellarión. ¿Duque, aquel rapaz que usaba un lenguaje propio de cuadras y burdeles? ¿Qué otro duque podía ser que el de Milán?

Y recordó las muchas atroces crueldades que había oído, contar del degenerado nieto del gran Galeazzo.

Cuatro criados se metieron en el vado, y la voz de trueno de Squarcia cruzó el arroyo con la amenaza de disparar una segunda flecha si se movía la nueva presa.

Bellarión esperó, y puesto que el verdadero amo de Milán era Facino Cane, tomó la atrevida resolución de seguir amparándose con su nombre.

Al llegar los criados, se encontraron con un joven que les hizo frente, proclamándose hijo del gobernador y, añadiendo con altivez que tuvieran cuidado de cómo lo trataban. Mas aunque hubiera pretendido, ser hijo de zar de Rusia, no habría conmovido a aquellos brutos, cuya inteligencia no llegaba a la de los perros que guardaban. Con una correa le ataron las manos a un estribo, mandándole que trotara. El joven no protestó; comprendiendo que era inútil, pasó el vado con agua hasta las rodillas. Mas a pesar del agua, la sangre y el polvo, aún conservaba su altiva gallardía cuando se presentó ante el duque.

Bellarión vióse frente a un hombre de repulsivo aspecto. Su rostro era casi embrionario, diríase que había nacido antes de tiempo, y que sus facciones, al crecer, carecían de forma. Su nariz, desprovista de puente y ancha como la de un negro, extendíase sobre ambas mejillas y estaba inmediata a la enorme boca, de rojos y desdibujados labios. Los ojos, redondos bizcos y casi incoloros, estaban a flor de cara, y la barbilla era de línea imprecisa. De la varonil hermosura de los Visconti no conservaba más que la abundante cabellera rubia, distintivo de la raza.

El preso miraba fascinado aquella insuperable fealdad, y al observarlo, frunciéronse las escasas cejas color de arena.

—¿Sabes quién soy, insolente belitre?

—Supongo que sois el duque de Milán —fue la respuesta, dada en tono peligrosamente desdeñoso.

—¡Ah!… ¿Lo supones?… Pronto te convencerás. ¿Lo suponías, también, cuando mataste a mis perros?

—No; porque no podía suponer que un príncipe se entretuviera cazando hombres.

—¿Cómo, deslenguado perro?…

—¿V. A. sabe mi nombre?

—¿Tu nombre, idiota?… ¿Qué nombre?

—El que Vuestra Alteza ha oído: Cane. Soy Bellarión Cane, hijo de Facino Cane —y con más desfachatez que verdad proclamó de nuevo la identidad que tan buenos servicios le había prestado.

El nombre produjo sensación en la extraña concurrencia.

Acercóse un jinete joven, bien parecido y bien trajeado, que llevaba un halcón en el puño, y contemplaba con interés al atrevido mozo de sucias y destrozadas vestiduras.

Volviéndose hacia él, el duque preguntó:

—¿Oyes lo que dice, Francesco?

—Oigo, más nunca supe que Facino tuviera hijos.

—Poco importa… Le libraremos de este importuno —y el horrible semblante se animó con expresión de crueldad. El parentesco proclamado por Bellarión aumentaba el placer de maltratar a éste. El alma tenebrosa de Gian María no abrigaba cariño hacia el gran soldado que lo dominaba—. ¡A ver! —gritó—. ¡Vosotros!… Acordonad la orilla.

Bellarión sintió pánico. Encontrábase indefenso en manos de aquel monstruo y de su bestial séquito. A una orden del duque, soltaron la correa que le ataba las manos y se encontró libre y solo, en espera de una horrible muerte.

—Y ahora, bergante —le gritó el duque—, veamos qué tal sabes correr… ¡Dos perros! —mandó a Squarcia.

El gigante desató dos perros dé los seis que sujetaba un criado, y cogiendo a cada uno por el collar, esperó a que su amo lo mandara soltarlos.

Bellarión, inmóvil, observaba aquellos preparativos. No sabía que la caza mayor, a que tan aficionados fueron los Visconti, ya resultaba insípida para el sádico Gian María, y éste la había sustituido por la caza de hombres, a la que ejercitaba sus perros, dándoles a comer carne humana.

—Estás perdiendo el tiempo —le advirtió el duque—. Dentro de un instante soltaré los perros, y si te das prisa, la ligereza de los talones podrá salvarte el pescuezo —y soltó una risotada, pues tales palabras no iban más que encaminadas a estimular su velocidad, para que fuera mayor la diversión.

Bellarión, muy pálido y con un terror como jamás había sentido ni volvería a sentir ante ningún peligro, instintivamente emprendió insensata carrera hacia el bosque, mas la bestial risa del duque le detuvo antes de avanzar veinte metros. La rebelión de su dignidad humana se impuso a su ciego terror. No retrocedería ni un, paso más para divertir al monstruo de rojo y plata.

El duque, furioso, empezó a vomitar improperios.

—Ya correrá cuando soltemos los perros, Alteza —le consoló Squarcia.

—Suéltalos, pues.

Los perros emprendieron a saltos la carrera, la supuesta, víctima cerró los ojos, sus labios murmuraron el nombre de «Jesús», y mentalmente empezó a rezar: In manus tuas, Dómine[8]

Los perros habían llegado a él, mas sin morderle.

Los furiosos saltos con que empezaron la carrera habíanse moderado el acercarse a él, y empezaron a olfatearle, arrastrando la cola por el suelo, en señal de sumisión.

Del grupo ducal partieron gritos de sorpresa. Bellarión, lleno de asombro, contempló a los sumisos animales, sin comprender el enigma de su conducta. ¿Seria que la divina intervención le preservaba de la maldad de los hombres?

Tal debieron pensar los espectadores, hasta el brutal Squarcia, que maquinalmente se santiguó.

—¡Milagro! —empezaron a murmurar unos y otros, poseídos de supersticioso temor.

Pero el duque miró a sus acompañantes con gesto amenazador. Sus antepasados no temieron a los hombres, pero sí a Dios. Gian María no era de ésos.

—¿Dónde está el milagro?… ¡Cuerno del diablos!… ¡Soltad otros dos perros!

El miedo a su amo se sobrepuso en Squarcia al temor a lo sobrenatural, y con temblones dedos cumplió la orden. Otros dos perros, salieron en persecución del joven, incitados por la estridente voz del duque y por un latigazo que cruzó sus flancos.

Pero se condujeron exactamente igual que los anteriores, con creciente estupor de los testigos, mas no de Bellarión, que habiendo recobrado la serenidad, se explicaba por un fenómeno físico la súbita docilidad de los feroces animales.

—¡Soltad a «Mesalina»! —vociferaba el duque con un frenesí que hacía asomar blanca espuma a sus rojos labios.

Squarcia protestó: varios de los presentes le imitaron. El buen mozo que llevaba el halcón fue del parecer que era cosa de brujería, y advirtió a Su Alteza que obrara con prudencia.

—¡Soltad a «Mesalina»! —insistió furiosamente el príncipe.

—¡Caigan las consecuencias sobró la cabeza de Vuestra Alteza! —gritó el gigante, soltando la enorme perra que era la más feroz de la jauría.

Pero mientras que la bestia se acercaba a Bellarión, éste, que se había hecho audaz por la inmunidad, acariciaba las cabezotas de los perrazos que correspondían frotándose contra sus piernas y ladrando amistosamente. Cuando el ducal acompañamiento vio que la terrible «Mesalina» imitaba a sus compañeros, desecharon todo disimulo y se dividieron las opiniones: unos gritaban:

—¡Milagro!, entre los que se encontraba el brutal y supersticioso Squarcia, y otros decían: «Brujería», capitaneados por Francesco Lonate, el caballero del halcón.

El mismo duque empezó a sentir vago temor. Que fuera obra de Dios o del diablo, aquello no era natural.

Picó espuelas, seguido por todos, y al mirar Bellarión los espantados rostros de los cortesanos, tentado estuvo de echarse a reír. La reacción del pánico sufrido se traducía en temeridad, como sigue el calor a la inmersión en agua fría.

El duque, muy preocupado, le preguntó:

—¿Qué artes mágicas son éstas, truhán?… ¿De qué conjuros te vales?

—¿Conjuro? —repitió audazmente el joven, y no creyendo prudente revelar el hecho, lo atribuyó al nombre adoptado—. ¿No os he dicho que soy un Cane[9]? Pues un cane no muerde a otro Cane. Éste es el conjuro.

—Una evasiva insinuó Lonate.

Le miró de reojo el duque, diciendo displicente:

—¿Necesito yo explicaciones? —y volviéndose a Bellarión, añadió—: Eso es una excusa, tunante. A mí no se me engaña. ¿Qué has hecho a mis perros?

—Les he inspirado cariño —contestó el muchacho, acariciando la cabeza de «Mesalina», que permanecía junto a él.

—¿Y cómo?

—¿Sabe alguien cómo se inspira cariño, sea a los hombres o a las bestias?… Soltad vuestra jauría en tropel. No habrá un solo perro que no venga a lamerme las manos. Los animales —dijo Bellarión con misterioso acento— poseen a veces instinto superior al de los hombres.

—¿Te burlas de mí, bergante? —preguntó el duque enrojeciendo de rabia.

Lonate, que temía a los brujos, le puso la mano sobre el brazo.

Pero el duque sacudió el contacto, diciendo:

—Me has de decir tu secreto… ¡Por Baco vivo! Lo he de saber —volviéndose hacia el atemorizado Squarcia, le dijo—: Llama a los perros, ata a ese pillo. Y seguidme a palacio.

Y el duque salió al trote con sus cortesanos, dejando que la gente de escalera abajo cumpliera sus órdenes.

Como los criados se mostraron poco propicios a cumplir los mandatos de Squarcia, el jefe de jauría, venciendo sus aprensiones, hubo de poner manos a la faena. Silbó a los perros y dejando que los ataran los otros, él se aproximó a Bellarión, casi con timidez.

—Ya habéis oído las órdenes del duque —dijo, con la resignada voz de quien hace algo contra su voluntad.

Bellarión alargó las muñecas con timidez.

—Yo no soy más que el instrumento del duque —prosiguió el bribón de la barbaza negra procediendo a atarle las manos. Las suyas temblaban por primera vez al efectuar esta tarea con la que estaba tan familiarizado. Lo cierto era que el gigante abrigaba otro temor, a más del supersticioso, y ambos le aconsejaban que se mantuviera en buenos términos con el joven preso.

Después de echar una mirada atrás, para convencerse de que la servidumbre estaba fuera del alcance de la voz, murmuró el coloso de espesa barba negra.

Estad seguro de que Vuestra Excelencia el conde de Biandrate tendrá inmediato conocimiento de vuestra llegada a Milán.