Capítulo XIII

EL Tribunal del Podestá de Casale veíase generalmente muy concurrido y a veces hasta visitado por altos personajes. Por ejemplo, en ciertas ocasiones la princesa Valeria y sus damas ocupaban la tribuna de la que en otros tiempos fue la sala de festines del Municipio, demostrando con su presencia el interés que le inspiraba el bienestar, de los habitantes de Montferrato. También acudía algunas veces el regente, como cuadra a un, príncipe que desea pasar por padre de su pueblo, para observar por sí mismo cómo se administraba, la justicia en su nombre.

A la mañana siguiente de ser preso Bellarión, el regente y su sobrina estaban en el Tribunal, la última en la tribuna, y el primero en su sitial a la derecha del ocupado por el Podestá. El rostro del príncipe estaba grave. Preocupábale la muerte de Spigno por las revelaciones a que pudiera dar lugar.

No eran éstos los únicos personajes presentes.

Micer Aliprandi, que había suspendido su regreso a Milán, sentábase al lado del regente, y detrás de éste, apoyados en el muro de piedra gris, había unos cuantos cortesanos, entre los que se contaba Castruccio de Fenestrella.

En el fondo del vasto local, una docena de hombres de armas con las espadas desnudas contenían al apiñado pueblo, para que no invadieran el lugar destinado a los juicios.

A la izquierda del Podestá, revestidos con toga de púrpura y bonete bordeado de armiño, tomaban asiento sus dos asesores y dos amanuenses. El Podestá, Angelo Ferraris, hombre de cincuenta años y majestuosa presencia, era genovés, para cumplir con la ley vigente en toda Italia de que los altos cargos de justicia fueran desempeñados por forasteros, a fin de asegurar la imparcialidad de sus fallos.

Ya se habían visto rápidamente varias causas de escasa importancia y el Tribunal esperaba que compareciera el preso a quien se debía que la concurrencia fuese tan numerosa y selecta.

Entró éste entre dos guardias, gallardo, con el negro y brillante cabello echado atrás, sin capa y con el traje roto en deplorable estado. Su faz estaba pálida por falta de sueño, pues había pasado el resto de la noche en la cárcel, entre la inmundicia y la miseria de rateros y vagabundos. Quizá por eso perdía algo de su admirable presencia de ánimo al verse observado por tantos pares de ojos, experimentando algo de la desconfiada timidez, propia de las fieras acorraladas. Pero esta emoción fue transitoria, y antes de que nadie se diera cuenta, ya había recobrado el aplomo. Cruzó con paso firme el espacio que le separaba del Tribunal, se inclinó ante el regente y el Podestá y quedó esperando con la cabeza erguida y la mirada serena.

En el silencio de la sala, oyóse la severa voz del Podestá, que preguntó:

—¿Os llamáis?

—Bellarión Cane; —puesto qué, con este nombre se presentó al regente, había que seguir adelante con la mentira.

—¿Es ése el nombre de vuestro padre?

—Facino Cane es el nombre de mi padre adoptivo. El de mi verdadero padre no lo conozco.

Habiéndole pedido explicaciones, las dio con admirable concisión y lucidez. Pero la justicia tenía que aclarar los hechos, sin dejarse llevar de impresiones personales.

—Hace una semana que llegasteis aquí, en compañía de Lorenzaccio da Trino, un bandido cuya cabeza está, pregonada. Uno de mis oficiales, aquí presente, lo atestigua. ¿Lo negáis?

—No lo niego. No es imposible para un hombre honrado el viajar con un bandido.

—Con él parasteis en una hacienda de las inmediaciones, en la que se cometió un robo, y también ibais con Larenzaccio cuando éste asesinó al robado en la «Hostelería del Ciervo». ¿Lo confesáis?

—Admito los hechos, que no contradicen mi anterior declaración. Pero no confieso, pues esa palabra quiere decir culpa y demanda de perdón.

—Si sois inocente, ¿por qué huisteis de la guardia en vez de dar las explicaciones que dais ahora?

—Porque las apariencias me acusaban, y obré por el primer impulso, como suele hacerse cuando no hay tiempo de reflexionar.

—Encontrasteis refugio en casa del caballero Barbaresco, a quien seguramente contaríais la historia del inocente perseguido.

Bellarión no contestó, y la justicia tomó de nuevo la palabra.

—Anoche intentasteis robarlo, y habiendo sido descubierto por el conde Spigno y el dueño de la casa, asesinasteis al primero y heristeis al segundo. Ya estabais a punto de escapar por una de las ventanas, cuando os sorprendió la ronda. ¿Admitís también estos hechos?

—No los admito, ni la lógica tampoco. Suponéis que soy un ladrón, y habiendo pasado una semana en casa del caballero Barbaresco, he estado siete noches solo con él y con su decrépito criado. Sin embargo, se pretende que he tratado de robarle en la noche que tenía siete nobles bajo su techo. Vuestra Potencia admitirá qué estos hechos carecen de verosimilitud.

Su Potencia lo admitió, al igual que todos los presentes, y al mismo tiempo se percataron de que el supuesto ladrón tenía las maneras y el lenguaje de un hombre de estudios.

Uno de los asesores, adelantando su barba en punta, preguntó:

—¿Entonces, cómo pasaron las cosas? Sepamos.

—¿No prescribe la ley que se oiga primero al acusador? —y los negros ojos de Bellarión buscaron entre la concurrencia a la voluminosa persona de Barbaresco.

El Podestá sonrió con ironía:

—¡Ah!… ¿Sabéis las leyes?… ¡Un bribón sabiendo leyes!

—Su conocimiento hace que cada abogado sea un bribón —contestó el acusado, y el pueblo, coreó su, respuesta con risas, complacido por un sarcasmo que contenía más verdad de la que sospechaba—. Conozco las leyes, lo mismo que las divinidades y la retórica, por haberlas estudiado.

—Es posible… pero no tan de cerca como las vais a estudiar ahora —contestó Micer Ferraris, que también sabía de sarcasmo.

Un oficial se acercó al tribunal con inequívocas señales de apresuramiento y agitación, mas sé detuvo al ver que hablaba el justicia.

—La acusación ya la habéis oído… y ahora se os requiere para que respondáis.

—¿Qué se me requiere?… ¿En hombre de quién? —preguntó el joven, maravillando a todos por su calma y osadía—. No es seguramente en nombre de la Ley, que prescribe que el acusado ha de oír al propio acusador, y le concede el derecho de interrogarle respecto a sus acusaciones. Vuestra Excelencia no puede tomar a mal el que yo mantenga mis derechos.

—Pero, tunante, ¿sois vos el que manda aquí? —preguntó airado el Podestá.

—No, señor; es la Ley… Yo no soy más que su voz.

—¡Vos la voz de…! ¡Bueno, será complacida vuestra impertinencia!… ¡Qué se presente el caballero Barbaresco! —y el justicia se recostó en su sitial.

Entre la multitud corrió un murmullo de expectación. Aquel atrevido muchacho prometía dar mucho juego. Pero entonces, el oficial que acababa de entrar presentóse ante el Tribunal diciendo:

—Excelencia: el caballero Barbaresco se ha marchado. Al amanecer, salió por la Puerta de los Lombardos, y con él iban los seis caballeros cuyos nombres constan en la lista de Bemado. Aquí está el capitán de guardia de la Puerta de los Lombardos.

Adelantóse éste, para confirmar la noticia. Un grupo de ocho jinetes habían sido los primeros en salir en cuanto se bajó el puente, y tomaron el camino de Lombardia. En uno que llevaba el brazo en cabestrillo, reconoció al caballero Barbaresco, igualmente conoció a otros tres caballeros, y al que cerraba la marcha que era el criado del primero.

El regente volvióse hacia el Podestá, que no ocultaba su consternación.

—¿Por qué se ha permitido eso? —preguntó el príncipe severamente.

El justicia, intranquilo, respondió:

—No he tenido noticia del arresto de este hombre hasta mucho después de salir el sol… Además, no es costumbre detener a los acusadores.

—Detenerlos, no… Mas sí tomar ciertas, precauciones, cuando se trata de un caso singular…

—Con permiso de Vuestra Alteza, lo singular del caso empieza con la fuga de los acusadores.

El regente se recostó en el respaldo del sitial, y dijo:

—Bueno… bueno… Estoy interrumpiendo el curso de la justicia… El acusado espera.

Un poco desconcertado por el giro que tomaba, el asunto, y sobre todo por la actitud del regente, el justicia interrogó a Bellarión con algo menos de severidad profesional:

—¿Ya habéis oído que el acusador no puede mantener la acusación en persona?

Bellarión, con alegré sonrisa, contestó:

—A mí me parece que ya ha hablado. Su fuga es el testimonio más elocuente de la falsedad de sus asertos.

No vayáis tan de prisa —le amonestó el juez—. Tenéis que darnos vuestra versión de lo ocurrido, para servir los fines de la justicia.

Bellarión diose cuenta del cambio de tono y de que ya no lo llamaba bribón.

—¿Se apela a mi testimonio? Dispuesto estoy a darle —miró el regente y encontró la mirada de, éste fija en él, enviándole un mensaje que entendió—. Poco puedo decir, pues ignoro el motivo de la disputa que estalló —entre el conde Spigno y el caballero Barbaresco. No presencié el comienzo. Me atrajo el ruido, y cuando llegué, el conde estaba ya muerto—. Al verme y temiendo que pudiera delatar el hecho, el caballero y sus amigos se arrojaron sobre mí, herí al primero y librándome de los restantes me encerré en una sala del entresuelo. Quise huir por la ventana y me detuvieron. Es cuánto puedo decir.

El relato satisfizo al regente, pero no convenció al justicia, quien objetó:

—Eso sería fácil de creer, sin la circunstancia de que el conde y vos estabais vestidos, mientras que los otros sólo traían calzas y camisa. Esto me perece explicar quiénes fueron los agresores y quienes los agredidos.

—La fuga de Barbaresco y de sus compañeros desvirtúa éstas sospechas. Los inocentes no huyen.

—Estáis incurriendo en contradicción —tronó el Podestá—. Afirmáis que vuestra asociación con Lorenzaccio era casual y, sin embargo, huisteis.

—El caso es muy distinto… las apariencias me acusaban… y yo estaba solo… en tierra desconocida…

—¿Podéis explicar por qué el conde y vos estabais vestidos?

Más que una pregunte era un reto.

Bellarión miró al regente. Éste continuaba con los ojos fijos en él y nuestro estudiante se dio cuenta de que si descubría su espionaje, estaba perdido. En consecuencia, contestó:

—Por qué estaba vestido el conde, es cosa que ignoro. En cuanto a mí, estuve anoche en la Corte y volví tarde y tan cansado que me dormí en una silla.

A Bellarión le pereció que el príncipe aprobaba la invención, que no convenció al justicia.

—¡Bravo cuento! —dijo con despectiva mueca—. ¿No sabéis, hacerlos mejor?

—Mejor que la verdad no hay nada —exclamó el acusado con admirable desfachatez—. Me pedís que explique cosas que no sé.

—¡Ya veremos! —dijo Ferraris con tono amenazador—. La cuerda tiene la virtud de refrescar la memoria.

—¿La cuerda? —repitió horrorizado Bellarión; pero sin que el pánico se reflejara en su rostro, Miró otra vez al regente, que estaba hablando al oído del embajador de Milán, quien adelantando la cabeza, dijo el Podestá:

—¿Me permitís, señor, que diga una palabra en vuestro Tribunal?

El Justicia, volvióse asombrado. No era costumbre que un embajador interviniera en la causa de un criminal acusado de robo y asesinato.

—Podéis hablar, señor embajador.

—Con vuestro permiso, ruego que, en vista del parentesco espiritual que el acusado declara tener con el ilustre conde de Biandrate, se suspenda todo procedimiento hasta comprobar su identidad por los trámites regulares.

Calló el milanés, y el Podestá, supremo autócrata de la justicia, iba a manifestar su desagrado por esta intromisión en sus derechos, mas el regente, sin darle tiempo, apoyó la demanda del embajador, diciendo:

—Por muy singular que sea el caso, no dudo de que el señor Podestá convendrá conmigo en que, si la identidad del preso demuestra que sus afirmaciones son ciertas, no conviene a Montferrato provocar el resentimiento de, un adversario tan poderoso cual sería nuestro venerado amigo el conde de Biandrate.

Bellarión pudo apreciar el peso que tiene en la vida la acertada elección de padre.

El Podestá bajó la cabeza y en el silencio de la sala preguntó su voz:

—¿Por qué medios se ha de probar la pretendida identidad?

Esta vez contestó el interesado:

—Yo tenía una carta del abad de Gracia, en Cigliano…

—Tenemos la carta —interrumpió el justicia con tono duro—, pero nada dice, de esa paternidad, ni puede servir de prueba hasta, que sepamos cómo la adquiristeis.

—Él afirma —intervino de nuevo el embajador— que venía directamente del convento en que hace muchos años le dejó el señor conde. No sería difícil ni dilataría mucho la acción de la justicia, si se enviase un propio a buscar la confirmación en la santa casa. Si se confirma, que venga uno de los padres que le conocen, para comprobar que es la misma persona.

El Podestá se mesaba la barba en silencio, y tras de una pausa, preguntó:

—¿Y si fuera así?

—Entonces, libre ya vuestra mente del prejuicio creado por la asociación de este joven con el bandido, estaríais en mejores disposiciones para juzgar su participación en los sucesos de anoche. Allí, con desencanto general, terminó, por el momento, la singular causa de Bellarión Cane, que tan emocionante prometía ser.

El regente quedóse aún después de ser llevado Bellarión, para que no se dijera que su interés por la justicia se limitaba a una sola causa. Pero el embajador, se marchó, así como el grupo de palatinos. También se fue, pálida y agitada, la princesa Valeria, que desahogó parte de su enojo y tristeza con la fiel Dionara.

—¡Un ladrón!… ¡Un asesino! —exclamaba ella—. ¡Y yo he confiado en él, para que pudiera burlar mis esperanzas!

—Pero si fuera lo que pretende ser… —insinuó la confidente.

—¿Dejaría por eso de ser lo que es?… Fue enviado para descubrir la conspiración… Estoy segura… y yo llegué a ser juguete de su falsa lengua…

—Pero si era un espía, ¿por qué había de intentar romper vuestras relaciones con los conspiradores?

—Ha procedido así, para estar seguro de mis intenciones… Él ha sido el asesino de Spigno… el más audaz y digno de confianza de todos, con el que yo contaba para animar a los otros… ¡Y ese vil instrumento de mi tío le ha asesinado! —los ojos de Valeria estaban llenos de invisibles lágrimas.

La visión de la dama era más confusa, o quizá más clara.

Lo que no comprendo es por qué le han puesto preso.

—Una casualidad con la que no se había contado… Yo he venido a presenciar la manera cómo le juzgaban y ya lo he visto.

—Pero… ¿por qué ha matado al conde? —insistió Dionara.

—No es difícil adivinar lo que pasó —expuso la princesa con amargura—. Spigno, sospechando de él, debió seguirle anoche, enterándose de su descarada presentación en la Corte. A su vuelta, el conde le haría reproches, tal vez le desenmascarara, y él, por salvar su pellejo, asesinó a Spigno… Los otros han huido por temor a ser detenidos como cómplices… Ya ves que todo está más claro que el agua.

Dionara no se dio por convencida.

—Pero si el marqués Teodoro desea la perdición de vuestro hermano, señora… ¿cómo es que el detenido no ha denunciado la conspiración ante el Tribunal?… Así hubiera servido mejor los fines del regente, que con su silencio.

—No lo sé —confesó Valeria—, ni nadie sabe los planes del regente. Trabaja lenta y cautelosamente sin descargar el golpe hasta estar seguro de que es decisivo. Ese miserable ha obrado siguiendo sus órdenes.

¿No observaste que si intervino Aliprandi, fue por insinuación de mi tío?

—Pero si ese hombre no es lo que dice, ¿de qué le servirá el ganar tiempo?

Desdeñosamente contestó Valeria:

—Tal vez sea lo que pretende, sin dejar de ser lo que yo sé que es. ¿Dónde está la contradicción?… Pero o mucho me equivoco, o ese Bellarión no volverá a presentarse ante el tribunal… Antes se le ofrecerán los medios de evadirse.