N casa de Barbaresco esperaba una sorpresa a nuestro joven conspirador. Apenas entró en la destartalada habitación vióse rodeado por cuantos tomaban parte en la conjura. El fiero Casella y el atrevido Spigno le asieron cada uno por un brazo, mientras que Barbaresco le preguntaba en tono de falsa suavidad:
—¿Dónde habéis estado, maese Bellarión?
Éste se hizo cargo de que iba a necesitar de todo su ingenio.
Mirándoles con sorpresa y desdén, contestó:
—Bien se ve que sois conspiradores, que veis un espía en cada prójimo, y una traición en cada palabra. ¡Dios, se apiade de los que confían en vosotros! —y procurando soltarse, añadió—: ¡Soltadme, necios!
Barbaresco, que llevaba la diestra oculta a la espalda, avanzó sigilosamente unos pasos, hasta ponerse muy cerca.
—No os soltaremos —dijo— antes de saber dónde habéis estado.
La sonrisa de Bellarión hízose más desdeñosa, y la mirada no reveló ningún temor el contestar:
—Dónde he estado, ya lo sabéis… ¿A qué viene ese trágico aspecto?
Vengo de la Corte.
—¿Con qué objeto fuisteis? —preguntó Barbaresco. Los demás callaban frunciendo el ceño.
—Para denunciaros, como es natural —dijo el joven con audaz ironía—, y concluido ese asunto, vuelvo para que me cortéis la cabeza.
Spigno soltó una carcajada y dejando el brazo libre, dijo:
—Por mi parte, me doy por contestado… Ya os dije desde el principio que no lo creía.
Pero Casella siguió apretando y declaró con tono feroz:
—Yo necesito una respuesta más concreta…, yo…
—Dejadme en paz —dijo Bellarión con impaciencia, libertando su brazo de un tirón—. No necesitáis sujetarme; no me escaparé. Aquí estáis siete para impedírmelo, y pensad, además que si quisiera huir, no habría venido.
—Nos decís lo que no queréis hacer, pero nosotros queremos enterarnos de lo que habéis hecho —insistió Barbaresco.
—Os diré otra cosa que no hubiera hecho, si mi ánimo fuera traicionaros: el ir a cara descubierta a la Corte, de modo que supierais que habla estado allí.
—Lo mismo que yo os, dije —observó Spigno con algo del desdeñoso tono que empleaba Bellarión—. Dejemos al muchacho que se explique.
Bellarión, completamente sereno, cruzó la sala bajo las sombrías miradas de los circunstantes, y sentándose en una silla, dijo:
—Nada hay que explicar que no podáis figuramos de antemano. Llevé vuestro mensaje a la princesa, haciéndola comprender la posición en que la habíais colocado; es decir, que no podía retroceder, ni dictarnos el camino que habíamos de seguir…
—Todo eso lo creeremos —interrumpió Barbaresco— cuando nos digáis qué os llevó a la Corte, y cómo fuisteis admitido en ella.
—¡Dios me dé paciencia con este nuevo Santo Tomás! —exclamó, suspirando, el mozo—. Fui a la Corte porque la conversación que debía sostener con la princesa no era de las que se pueden murmurar detrás de un seto. Además, caballeros, para los asuntos secretos, nada mejor que proceder abiertamente, cuando sea posible. En este caso lo era para mí. Habéis de saber, señores, que soy él hijo adoptivo de Facino Cane, y mi identidad me daba derecho a presentarme en la Corte.
Una lluvia de preguntas cayó sobre él, que contestó con una sola respuesta.
—El embajador de Milán, Micer Aliprandi, me ha presentado.
Hubo un silencio que interrumpió Barbaresco.
—Aliprandi habrá podido serviros allí de garantía, pero aquí no.
—El relato es absurdo —gruñó el viejo Lungo.
—E incompleto —añadió Casella—. Si tenéis esos medios de ir a la Corte, ¿por qué no emplearlos desde luego?
—Porque antes tenía otros. Olvidáis que la madonna no me esperaba, y, por consiguiente, la puerta del jardín no estaría entornada. Tampoco podía volver como pintor, que es el disfraz que tomé la última vez…
Sucediéronse las preguntas, y hubo de relatar la aventura, que fue bien acogida.
—¿Por qué no nos contasteis esto antes? —preguntó uno.
—¿Tan importante es? —contestó Bellarión encogiéndose de hombros—. ¿A qué perder el tiempo con tan triviales asuntos?… Sólo os recordaré que si yo os hubiera denunciado al regente, estaría aquí a estas horas, su capitán de guardias, y no yo.
—Eso, al menos, es innegable —exclamó Spigno con tal vehemencia, que arrastró a dos o tres a su opinión.
Pero entre éstos no se contaban el feroz Casella, ni Lungo. ni Barbaresco. Este último recordó una circunstancia que expuso, bizcando sus ojillos de gato:
—¿Cómo es que nadie ha reconocido en vos al amanuense de palacio?
Bellarión diose cuenta del peligro; mas sin que la inquietud alterara su rostro, contestó:
—Puede que alguien me reconociera, ¿y qué?… Una identidad no contradice a la otra…, y recordad que estaba allí Aliprandi para garantizarme.
—Pero aquí no os garantiza —repitió severamente Barbaresco.
Bellarión miró a los conjurados, que parecían esperar su respuesta con ansiedad.
—¿Me decís que os dé la prueba de que soy el hijo adoptivo de Facino Cane? —preguntó el joven.
—Tanto lo pedimos que, a menos de que podáis dárnosla, tenéis los minutos contados, mocito —respondió Casella con la mano en la daga. Había llegado el momento de tomar medidas audaces para ganar tiempo. Bellarión dijo:
—Está bien. De aquí a Cigliano, con un buen caballo, se va en un día. Enviad un hombre que pregunte al abad de Gracia el nombre del niño qué Facino dejó hace años a su cuidado.
—¿Y ésa es toda la garantía? —preguntó mofándose Casella.
—Toda, si el hombre que enviáis es un tonto. De lo contrario, puede obtener una descripción exacta del Bellarión actual. Por mi parte, os dará las señas del traje que llevaba al dejar el convento, y del dinero que había en mi escarcela, y allí obtendrá, la confirmación.
Pero Barbaresco estaba impaciente:
—¿Y qué prueba todo eso?… No nos da la seguridad —de que no seáis un espía que se ha metido entre nosotros para perdernos.
—Probará, al menos, que es cierta la identidad que me ha llevado a la Corte, y ya es algo. Lo demás puede esperar.
—Y mientras tanto… —empezó Casella.
—Mientras tanto estoy en vuestras manos… y creo no tendréis tanta prisa en asesinarme, que no podáis esperar hasta saber si es cierto mi relato.
Siguió una acalorada discusión entre los conspiradores que hubiera acaba mal para el muchacho a no ser por él conde Spigno, que defendió a Bellarión con sus propios argumentos.
Por último, despojaron al joven de la daga, que, era su única arma. Entre Barbaresco, Spigno y Casella, le hicieron subir a un cuartucho bajo el tejado, sin más ventilación que un ventanillo en la parte más alta del abuhardillado techo. Lo único que había entre las desnudas paredes era un montón de paja, evidentemente destinado a servir de lecho.
Para más seguridad, le ataron las muñecas, advirtiéndole Casella que diera gracias de que no le ponían la cuerda en el cuello. Sin más, se marcharon llevándose la luz, cerraron la puerta, y el prisionero, quedó en tinieblas.
—Cuando dejaron de oírse los pasos en la escalera, Bellarión alzó los ojos al ventanillo iluminado por la luna, mas como no tenía medios de alcanzarle, no le concedió más atención.
Sentándose sobre el montón de paja, pasó mental revista a todo lo sucedido desde que dejara el convento. En tan breve espacio de tiempo, el destino le había hecho su juguete y el sentimentalismo había sido su guía. Le había hecho conducirse como los héroes de los libros de caballería, y si salía vivo del actual apuro, prometióse a sí mismo no volver a incurrir en tamaña falta. La experiencia, al curarle de sus, inclinaciones caballerescas, le había inspirado ciertas dudas. Era innegable que el mal existía y que la experiencia era cosa digna de respeto.
Cambiando la postura, se echó sobre la paja contemplando la mancha de luna que entraba por el inaccesible ventanillo y poco a poco se fueron cerrando los ojos y se quedó dormido. Corto fue su sueño, y al despertar sobresaltado, lo primero que observó fue que la mancha de luna había desaparecido, y lo segundo, que algo crujía cerca de él. Incorporóse con trabajo, a tiempo que la puerta se abría suavemente, entrando por ella un débil rayo de luz.
Ésta fue, según confesó más tarde él mismo, la primera ocasión en que sintió miedo, por estar convencido de que alguien se acercaba para asesinarle, mientras él estaba allí indefenso.
Tras de unos segundos que a Bellarión le parecieron eternos, entró un hombre, cuya silueta apenas se distinguía a la tenue luz de la linterna que él tapaba con la mano.
Una voz suave murmuró:
—¡Psit!… Estaos quieto… y no hagáis ruido.
La advertencia calmó parcialmente el corazón del muchacho, cuyo tumultuoso latir parecía querer ahogarle. La puerta volvió a cerrarse tan silenciosamente como fue abierta; la linterna fue depositada en el suelo, y a su escasa luz reconoció el prisionero las arrugadas facciones del conde Spigno.
Bellarión respiró a pleno pulmón y dijo:
—Os esperaba.