A hospitalaria corte del marqués Teodoro estaba muy animada aquella noche. A primera hora se representó una comedia que fray Serafín califica en sus crónicas de licenciosa, pero que allí se juzgó divertida.
Después, el mismo regente inició la danza con la joven princesa Morea. Seguía su sobrino, el marquesito, llevando por pareja a la linda condesa Ronsecco, quien habría declinado ese honor si se hubiera atrevido, pues el muchacho tenía las mejillas encendidas, los ojos vidriosos y el paso vacilante. No pocos cortesanos sonreían con disimulo al ver el estado de embriaguez de su futuro soberano.
En una ocasión, él regente, pausado y grave, murmuró una advertencia a su oído a la que respondió el mozuelo con una insolente carcajada, y se alejó arrastrando consigo a la pobre condesa. Todos podían apreciar que al poder del benévolo regente no alcanzaba a dominar a su turbulento y degenerado sobrino.
Entre los que sonreían estaba Castruccio de Fenestrella, radiante con su traje recamado de oro, que contemplaba el daño que había hecho. Porque fue él quien apostó a beber con el príncipe durante la cena, y luego le indujo a bailar con la bella esposa del austero Ronsecco.
Cansado de la contemplación, el libertino se encaminó a un grupo, en cuyo centro se encontraba la princesa Valeria.
Su Alteza estaba pálida y sus pensativos ojos seguían con pena los inciertos pasos de su hermano. Castruccio, con insolente soltura, abrióse paso en el grupo, e inclinándose ante Valeria, dijo con tono ligero.
—¡Qué alegré, está nuestro Joven, señor esta noche!
Nadie le contestó, y él, mirándoles con sus atrevidos ojos y burlona sonrisa, añadió:
—No se puede decir lo mismo de los presentes… ¡Hay que animarse! ¿Quiere bailar Vuestra Alteza?
Valeria ni aun le miró. Sus miradas estaban clavadas en un punto lejano, y con tal intensidad, que Castruccio se volvió para descubrir el objeto de tan singular contemplación.
Acababa de entrar Micer Aliprandi, el embajador de Milán, acompañado por un joven de gallarda figura y cabellos negros, vestido con un traje escarlata, más llamativo por lo visto del color que por la novedad de la hechura. Acercáronse al grupo de la princesa, mientras el exquisito Castruccio contemplaba con franco desdén al anticuado forastero.
Micer Ariprandi, muy elegante con su gabán forrado de pieles, inclinóse profundamente ante Valeria, y dijo:
—Permitidme, Alteza, que os presente a Micer Bellarión Cane, hijo de mi buen amigo el conde de Biandrate.
El regente había pedido al embajador de Milán, según correspondía (pues por razón de su pretendido padre, Bellarión debía ser considerado como milanés), que presentara el supuesto compatriota a Su Alteza.
El joven, cuyo poder de adaptación era extraordinario, tomó por modelo al embajador, y su reverencia no dejó nada que desear.
Valeria inclinó la cabeza, sin que su rostro diera ninguna señal de previo conocimiento con el presentado.
—Sed bien venido, caballero —dijo ella con tono afable, y dirigiéndose al milanés añadió—: Ignoraba que el conde de Biandrate tuviera un hijo.
—Yo también, madonna, hasta hace un momento. Ha sido el marqués Teodoro quien me lo ha hecho saber.
Con estas palabras, el embajador parecía declinar toda responsabilidad. Volviéndose hacia el recién llegado, dijo la princesa con amabilidad:
—Conocí al conde de Biandrate siendo yo niña, y su recuerdo me es muy querido. Entonces estaba el servicio de mi padre… y me alegra, mucho la grandeza a que ha llegado. Tenéis que contarme su historia.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Alteza —contestó Bellarión inclinándose como antes.
Apretóse el grupo esperando oír algo nuevo, pero el joven nada tenía que contar ni nada sabía de la historia de, Facino más que los fragmentos por todos conocidos. Para salir del paso, dijo:
—No soy cortesano, ni trovador, y esa historia de campos de batalla se ha de contar a la luz de las estrellas y no en un salón.
—Sea como queráis… las estrellas brillan lo bastante para alumbrar la historia de Facino, y quizá algo de la vuestra —y la princesa hizo seña a sus damas para que la siguieran.
Castruccio, tras de suspirar hondo, dijo en voz bastante alta:
—Demos gracias al cielo, que nos libra de ese aburrimiento.
—Una ancha puerta abierta, al extremo del vasto salón, daba a la terraza alumbrada por la luna. Hacia ella se encaminó la princesa, escoltada por sus damas y Bellarión; ya cerca de su umbral, se cruzaron con el marquesito, que se aferraba a la condesa. A ésta le faltaba poco para echarse a llorar.
Detúvose él y mirando turbiamente a su hermana, preguntó:
—¿Dónde vas, Valeria?… ¿Quién es este zanquilargo?… Acercándose a él, contestó ella:
—Estás muy cansado, Giacomo, y la condesa también… Retírate a descansar.
—Bien decís, Alteza —apresuróse a asentir la condesa agradecida.
—¿Cansado? ¿Yo?… Eres una tonta y siempre te gusta meter tus largas narices por todas partes. Algún día las meterás en un sitio que te las pinches… ¿No has pensado nunca en eso?… ¡Ja!… ¡Ja!… —apoyóse en el brazo de la condesa, para no caer, y dijo a ésta—: Dejemos a las narices largas con los zancos largos —y gritando para que todos disfrutaran del chiste, canturreó:
Ella le dijo a él:
tus largos zancos adoro,
y él le contestó a ella:
tus largas narices deploro.
Gritando y riendo volvió de nuevo a la danza, y tropezando en la exagerada largura de sus mangas, rodó por el suelo, donde continuó riendo con la imbécil risa del beodo. Una docena, de cortesanos corrieron a levantarlo.
Valeria tocó a Bellarión en el brazo con su abanico de plumas de avestruz. Su rostro parecía una losa sepulcral.
—Venid —dijo, y pasó delante de él a la terraza.
Ya en ésta, hizo seña a sus damas para que se quedaran atrás, y llevó a Bellarión a lo largo de la balaustrada, hasta estar fuera del alcance de la voz. La luna caía sobre los jardines, dando a éstos claridad de ensueño.
—¿Queréis explicarme ahora —preguntó Valeria con tono glacial esta nueva identidad y las razones de vuestra presencia aquí?
Con voz tranquila y mesurada, contestó él:
—Mi presencia se explica por sí misma, cuando sepáis que mi identidad ha sido reconocida por Su Alteza el regente. La corte de Montferrato no puede negar la hospitalidad al hijo de Facino Cane.
—Entonces mentisteis al decirme…
—No… la mentira es ésta… Esa falsa identidad era tan necesaria para presentarme aquí como la blusa de pintar de anoche…, Otra mentira.
—¿Y pretendéis que os crea?, casi ahogada por la indignación, —añadió—. Mi instinto me dice que sois un agente de mi tío, enviado para perderme.
—Vuestro instinto os dice algo más o algo menos; de lo contrario, no estaríais aquí ahora.
Cual si los lazos de su propio dominio se hubieran aflojado súbitamente, un sollozo se ahogó en la garganta de la doncella, al decir:
—¡Ay, Dios mío! ¡Me, volveré loca!… Mi hermano…
Con aparente calma, dijo Bellarión:
—¿Queréis que hablemos de una cosa después de otra?… Si no, no acabaremos, y yo no debo permanecer largo rato con vos.
—¿Por qué no?… Tenéis la sanción de mi querido tío, que os ha enviado.
—Aun así —y bajando la voz añadió—: Es a vuestro tío a quien engaño… no a vos.
—Había adivinado que me diríais eso.
—Dejad las adivinaciones hasta que me hayáis escuchado. Perdonadme si os digo, primero, que el adivinar no es vuestro fuerte.
Valeria no dio a entender si estas palabras la ofendieron. Manteníase rígida junto a la balaustrada de mármol, con los ojos fijos en la negra sombra de los altos setos, sobre la platinada arena del jardín.
Con palabra breve y lúcida, Bellarión le informó de cómo habían recibido los conspiradores su mensaje.
—Creísteis darles jaque mate, pero ellos se enteraron de la maniobra y os lo dieron a vos. Esto prueba lo que ya os dije: que no sirven más que a sus propios intereses. Vos y vuestro hermano sólo sois los instrumentos con que trabajan. Para serviros y salvaros no había más que un camino… y es el que he tomado.
—Tomado… tomado… —y en la voz de la princesa había asombro, incredulidad… y un podo de enojo—. ¿A qué viene ese deseo de salvarme, ni servirme?… Para mí habéis sido un mensajero, y nada más.
—¿No fui más cuando descubrí los verdaderos fines de esos hombres y los peligros de vuestra asociación con ellos?
—Sí… fuisteis más —convino ella con amargura—. Pero entonces, ¿qué fuisteis?
—Vuestro servidor, señora —contestó él sencillamente.
—¡Ah, sí!… ya recuerdo… mi servidor… enviado por la Providencia, ¿no?
Sois muy cruel, señora.
—¿Si? —y volviéndose por fin para mirarle murmuró—: Tal lo sea… porque me parezcáis demasiado perfecto para ser real.
—Temo qué el resto de mi relato no consiga haceros cambiar de opinión… ¿A qué continuar?
—Quizá me entretenga, si no me convence.
—Vaya por vuestro entretenimiento… Lo que no podíais hacer vos, sin comprometeros, lo he hecho yo —y contó el supuesto memorial que entregó al regente con los nombres de los que atentaban contra su vida.
—¡Les habéis hecho traición! —exclamó ella con horror.
—¿No era eso lo que intentabais hacer, si no cejaban en sus planes?… Yo fui vuestro portavoz. Al presentarme al regente como hijo adoptivo de Facino Cane fui creído en seguida, porque al regente le importaba poco el que lo fuera o no; lo que veía en mí era el agente que necesitaba. Y añadiré que la conspiración le era conocida.
—¡Cómo!
—De lo contrario ¿me habría dado inmediatamente, crédito? De antemano sabía que mi denuncia era cierta.
—¿Lo sabía y no deja caer la mano? —la pregunta fue hecha en el mismo tono desdeñoso.
—Porque le faltan las pruebas de que vos y, por consiguiente, vuestro hermano, tomáis parte en el complot. ¿Qué le importan al regente, Barbaresco y los otros hampones[5]? Lo que necesita es la prueba para poder quitar de en medio al joven marqués, sin que sufra su crédito.
Y para curarle esas pruebas, me ha enviado aquí.
En un momento de rabia, Valeria arrancó una pluma de su abanico.
—¡Con qué cinismo confesáis vuestras traiciones! Barbaresco al regente, éste a mí y seguramente yo al regente.
—Si intentara esto último, Alteza, me habría bastado con decir al marqués Teodoro cuanto sé respecto a vos, lo mismo que he dicho lo qué sabía de los otros.
Valeria quedóse un momento pensativa. Su clara inteligencia le decía que aquellas palabras, eran sinceras, pero su desconfianza negábase a darles crédito.
—Puede que sea parte del lazo que me tendéis. Si no lo es, ¿por qué os quedáis aquí después de denunciar a mis amigos? Los fines que perseguíais ya están logrados.
La respuesta fue rápida y completa.
—Si me hubiera marchado, no habríais sabido la contestación de los hombres en quienes confiabais, ni tampoco que había un Judas entre ellos. Preciso era advertimos.
—Sí —dijo ella lentamente—. Ya lo comprendo —y rebelándose de pronto contra esta convicción, contraria a su voluntad, exclamó—: ¡Preciso! ¿Por qué ha de ser preciso para vos? Hace una semana ni siquiera me conocíais. Y por mí, que nada soy para vos, ni puedo satisfacer vuestra ambición, ¿pretendéis emprender una tarea en la que arriesgáis la vida?… ¿Os figuráis que yo puedo creerlo? ¿Me tomáis acaso, por loca?
Una vaga sonrisa entreabrió los labios que ella apenas lograba distinguir, y una suave voz respondió:
—El que está loco no suele creer en la locura. Pero la locura existe, madonna. Figuraos que yo padezca de esa dolencia. El aire del mundo ha sido demasiado, fuerte para mi pobre cabeza, acostumbrada a la paz del claustro, y creo que me ha trastornado.
—Por una vez —replicó ella con glacial sonrisa— ofrecéis una explicación inverosímil. Vuestra inventiva os falla.
—No es inventiva, señora, sino juicio —contestó él con tristeza.
Valeria puso la mano sobre el brazo del joven, que con sorpresa la sintió temblar, a tiempo que, la voz insegura de la princesa decía: Bellarión… si mis sospechas os han ofendido, achacadlo a mi desesperación. ¡Es tan fácil, tan peligrosamente fácil, creer en lo que se desea creer!
—Lo sé —dijo él, con, dulzura—, pero a poco, que reflexionéis en mis palabras, comprenderéis que vuestra seguridad está en confiar en mí.
—¡Qué importa mi seguridad!… ¿Habéis visto a mi hermano?
—Sí, Alteza… Ésa es la obra de Castruccio.
—Castruccio no es más que un instrumento… Vámonos de aquí…, hablamos en vano —y echó a andar hacia sus damas. Pero de pronto se detuvo, diciendo—: Confío en vos, Bellarión… Tengo que confiar en alguien o me volveré loca en este laberinto. Si no me sois fiel, y sólo habéis ganado mi confianza para venderme al regente, que Dios os lo tome en cuenta.
—A su justicia me entrego —respondió él con tono grave.
—Decidme —preguntó ella—, ¿qué le diréis a mi tío?
—Que la conversación no ha dado fruto.
—¿Volveréis a hablarme?
—Si lo deseáis… El camino está ahora expedito… Mas ¿qué debo hacer?
—A vos os toca el decidirlo.
Como se ve, la princesa le había entregado su confianza sin restricciones.
Volvieron al salón, donde Bellarión hizo su protocolaria reverencia y se alejó para despedirse del regente.
Éste se apartó del grupo, cuyo centro era, y tomando el brazo de Bellarión le llevó a un ventanal.
—He sondeado cuanto he podido —informó el joven. Pero, o no sabe nada, o no le inspiro confianza.
—Seguro estoy de lo último —contestó el regente en voz queda—. Procuraos credenciales de Barbaresco y volved a la carga… No os será difícil.