L muy alto y poderoso marqués Teodoro Paleólogo, regente de Montferrato, daba audiencia a cuantos querían verle (según su magnánima costumbre de todos los sábados) y recibía todas las peticiones que se le entregaban.
El regente era hombre magnífico, de seis pies cumplidos de estatura y bizarro porte, a pesar de sus cincuenta años. Su rostro era agradable y abierto, con facciones bien trazadas y piel saludablemente tostada. De maneras afables y fácil acceso, no había nada en él que revelara al profundo calculador. El pueblo no abusaba de la audiencia tan generosamente concedida los sábados, y en el de aquella semana, eran pocos los solicitantes que esperaban en la antecámara. Presentóse Su Alteza, acompañado por el canciller, un oficial de Justicia y seguido por dos secretarios. Lentamente dio la vuelta a la estancia, preguntando a unos, escuchando a otros, y cuanto al cabo de una hora se retiró, uno de los secretarios llevaba el único memorial que fue entregado y que venía de las manos de un joven de arrogante figura y cabellos negros, vestido con vistoso traje de color escarlata.
A los cinco minutos de retirarse el príncipe, volvió a salir el mismo secretario, preguntando al joven:
—¿Sois vos el llamado Cane?
El joven inclinó su alta figura en señal de asentimiento, y fue conducido a una cámara cuya ventana daba al jardín que ya conocía Bellarión. Cerró la puerta el secretario y encontróse nuestro joven bajo la escrutadora mirada de unos ojos claros, de penetrante brillo. Con las piernas cruzadas, cuyos ajustados pantalones de distintos colores dejaba ver el abierto y riquísimo ropón de terciopelo violeta, hallábase el regente sentado en alto sitial de roble tallado. Entre sus manos, largas y finas, tenía un rollo de pergamino en el que Bellarión reconoció su memorial.
—¿Quién sois? —la voz tranquila y sonora; la voz de un hombre que no permite a su acento revelar sus pensamientos.
—Mi nombre es Bellarión Cane, soy el hijo adoptivo de Bonifacio Cane, conde de Biandrate.
Habiéndole parecido conveniente a Bellarión tener un padre adoptivo, confirió ese honor al gran soldado Facino Cane, gobernador de Milán.
Un relámpago de sorpresa brilló en los ojos que le estudiaban.
—¡El hijo de Facino Cane!… Entonces vendréis de Milán.
—No, señor. Vengo del convento de Agustinos de Cigliano, donde mi padre adoptivo me dejó hace muchos años, cuando él estaba aún al servicio de Montferrato. Se esperaba que yo entraría en la Orden, más cierta —inquietud de espíritu me ha hecho preferir el mundo— y contó la verdad, sin más alteración de ella que la de revestir al oscuro soldado que le recogió con la identidad del famoso guerrero que acababa de nombrar.
—Mas, —¿por qué ese mundo ha de ser Montferrato?
—La suerte lo ha dispuesto así. Yo traía cartas de mi abad para facilitarme el camino. De ese modo he conocido al caballero Barbaresco, quien me rogó que me quedara. Me aseguró que aquí había camino abierto para mis ambiciones, y que si sabía seguirlo, llegaría a la cima.
Todo esto no puede decirse que fuera mentira; era una verdad hábilmente alterada, para producir una falsa impresión.
Los labios del regente se entreabrieron con una fugaz sonrisa.
—Y cuando supisteis lo bastante, ¿os pareció que el camino más corto para avanzar era el de hacer traición a esos pobres conspiradores?
—Eso, Alteza, es dar torcida interpretación a mis motivos —protestó Bellarión, con el tono de dignidad ofendida que cuadra a los pillos que desean ser tomados en serio.
—No me negaréis que la senda que habéis tomado denota más inteligencia que honradez o lealtad.
—¿Me reprocháis, señor, mi falta de lealtad —a traidores?
—Y ¿qué os importa su traición?… ¿Qué lealtad me debéis a mí? Sólo habéis mirado vuestro provecho. ¡Bueno, bueno!… Merecéis ser hijo adoptivo o natural de ese pícaro Facino. Seguís de cerca sus pasos, y si no perecéis en la contienda, llegaréis tan lejos, como él.
—¡Alteza!
—¡Silencio, que ahora hablo yo! —dijo la sonora voz, sin casi alzarse—. Comprendo lo que me proponéis, y si lo acepto, es porque sé que la ganancia os hará ser leal, y porque no carezco de medios para castigar cualquier falta. Os lanzáis a una carrera muy peligrosa, pero lo hacéis voluntariamente. Os probaré de mil modos, y si salís con vida de las pruebas, no tendréis motivos para quejaros de mi generosidad.
Bellarión, a pesar suyo, enrojeció ante el frío desprecio de la bien timbrada voz y de los penetrantes ojos claros.
—La calidad de mis servicios, espero que modificará el juicio que de mí habéis formado, Alteza.
—¿Os parece falso? ¿Queréis decirme las causas por las que me dais a mí los nombres y señas de estos hombres que son amigos vuestros?
Bellarión echó atrás la cabeza, con ademán de indignación, mas interiormente estaba algo intranquilo al ver que el regente aceptaba tan fácilmente su palabra sin más averiguaciones. Para abreviar, dijo:
—Ruego a Vuestra Alteza me dé licencia para retirarme.
Pero Su Alteza sonrió, saboreando el placer de torturar las almas, cuando otros, menos tiranos, se contentan con torturar los cuerpos.
—Cuando hayamos terminado. Habéis venido aquí por vuestro gusto, y saldréis por el mío. Ahora, decid: además de los nombres que habéis escrito, de los que pretenden atentar contra mi vida, ¿conocéis otros que estén complicados en la misma empresa?
—Sé que tratan de seducir a otros cuyos nombres ignoro, pero éstos son las principales, y una vez eliminados éstos, los demás quedarán sin dirección.
—Una hidra de siete cabezas… si pusiera un dogal en cada una de ellas… —tras de una pausa, añadió el príncipe—: Sí… sí… pero ¿no habéis oído otros nombres en sus juntas?… ¿Otros… que estén más cerca de mí? Pensadlo bien… y no temáis pronunciar sus nombres, por elevados, que sean.
Presintiendo Bellarión el peligro de una excesiva reticencia, dijo:
—Puesto qué ellos pretenden trabajar en favor del marqués Gian Giacomo, es natural que lo nombraran, pero jamás oí que él tuviera conocimiento de complot.
—Y ¿no había algún otro?, con singular insistencia repitió el marqués. ¿No había algún otro?
Bellarión, con rostro estólido, preguntó:
—¿Otro?… ¿Cuál otro?
—Soy yo quien pregunta.
—No, Alteza —contestó el joven lentamente—. No recuerdo otro.
El príncipe se recostó en el sitial sin quitar los investigadores ojos de su interlocutor. Entonces cometió una indiscreción inconcebible en hombre tan sutil, demostrando a Bellarión lo incompleto de sus informes.
—Aún no habéis penetrado bastante en su confianza. Volved a sus juntas y tenedme al corriente de cuanto ocurra en ellas. Mi generosidad estará en relación con vuestra diligencia.
Bellarión se quedó atónito.
—¿Vuestra Alteza —demora el castigo, cuando ese dilación puede poner en peligro…?
—¿Os pido acaso consejo? —interrumpió el marqués severamente—. A vos solo corresponde obedecerme… Podéis retiramos.
—Pero, señor, el volver entre ellos, después de haber venido a la luz del día a Palacio, es meterse en la boca del lobo.
El regente, sin participar de su alarma, dijo:
—Ya os advertí que habíais escogido una profesión peligrosa. Pero os ayudaré. He recibido cartas de Facino, solicitando mi protección para su hijo adoptivo, mientras esté en Casale. Es un ruego que no puedo desoír, porque Facino es actualmente un gran señor en Milán, y nada tiene de particular que su hijo no sea un extraño en mi corte. Persuadid a vuestros compañeros de que abusáis de mi hospitalidad en beneficio suyo. Ellos quedarán satisfechos, y yo podré veros cuando quiera… Id con Dios.
Bellarión se retiró muy preocupado… Nada había salido como pensó… Su conducta fue dictada por el deseo de hacer por la princesa lo que ella no podría llevar a cabo sin descubrirse. Había contado con una acción Inmediata por parte del regente, y una vez muertos los conspiradores, quedaba libre Valeria de la red en que la envolvía la ambición de aquéllos. En compensación, había hecho el descubrimiento (gracias a la indiscreción del marqués), que el regente, aunque enterado de la existencia de complot y de los nombres de quienes lo formaban, no sabía aún nada de la princesa, y de ahí la rapidez con que acogió al nuevo instrumento, cuyo relato correspondió con sus informes, y del que se propuso sacar ventajoso partido.
Es decir, que lejos de realizar sus designios, Bellarión no había logrado más que ser admitido como un nuevo y apto instrumento para los oscuros planes del regente.
Al volver Bellarión a casa de Barbaresco en las primeras horas de la tarde, lo taciturno de su rostro demostraba que sabía apreciar lo peligroso de las aguas en que nadaba.