ELLARIÓN y Barbaresco cenaban juntos en casa del último, servidos por un vejete, mal vestido y sucio, al que se reducía toda la servidumbre. Los manjares eran de una frugalidad superior a la del convento de Cigliano en Cuaresma, y el vino áspero y flojo.
Terminado el ágape, retiróse el criado después de encender dos velas, y Bellarión, tomando un tono solemne, sorprendió a Barbaresco al decir:
—Tenemos que hablar, vos y yo, caballero. Ya os he dicho que la princesa no enviaba respuesta a vuestro mensaje, como es la verdad, pero no os he dicho que ella os envía uno, en respuesta a ciertas sospechas que le comuniqué.
Barbaresco le miraba con boca y ojos abiertos. Necesitó una pausa para preguntar:
—¿Por qué no me lo habéis dicho antes?
—He preferido esperar, por el temor de quedarme sin cena. Era de suponer que os ofendierais por haber comunicado yo mis sospechas a su Alteza. Pero la pobre señora estaba tan deprimida por vuestra inacción, que yo, por animarla, me atreví a expresar la opinión de que tal vez no erais tan apáticos como aparentabais ser.
Por muy conventual que hubiera sido la educación de nuestro héroe, no parecía que le hubieran inculcado el respeto a la estricta verdad. Tenía un don especial para el disimulo, y si se le hubiera hecho ese cargo, habría contestado, sin duda, que Platón le enseñó a distinguir entre la mentira de los labios y la del corazón.
—¡Continuad! —gritó fieramente Barbaresco—. ¿De qué sospechas habláis?
—Ya recordaréis lo que dijo el conde de Spigno y le interrumpisteis todos… Lo del ballestero… —Bellarión simuló vacilar un poco ante la mirada de aquellos feroces ojos fijos en él—. Y yo, para levantar el decaído ánimo de la princesa, le dije que el mejor día sus buenos amigos desatarían el nudo gordiano, por medio de un certero ballestazo.
La postura del caballero recordaba a la de un mastín que se prepara a saltar sobre su presa.
—¡Ah! —comentó el conspirador—, ¿qué dijo ella?
—Todo lo contrario de lo que yo esperaba. En vez de reaccionar, aumentó su abatimiento. En vano argüí yo exponiendo que sería el medio más rápido y seguro…
—¿Es decir que vos apoyasteis…? ¿Y ella?
—Ella me mandó que os dijera que abandonaseis tales propósitos, si es que los teníais. Ella no quiere ser cómplice de un asesinato, y antes de eso denunciará el complot al regente.
—¡Vive Dios! —exclamó Barbaresco levantándose con la carnosa faz purpúrea y las venas de las sienes como cuerdas.
Bellarión se aprestó a la defensa, aunque en apariencia siguió impasible.
Y llegó el combate, pero sólo de palabras. El caballero amontonó horribles y obscenos insultos sobre la cabeza de su huésped.
—¡Infame idiota!… ¡Triple asno!… ¡Loro charlatán! Vuelve inmediatamente y dile que jamás han existido tales planes.
—¿Que no han existido? —gritó Bellarión en tono de ingenuidad—. Pues bien dijo el conde Spigno…
—¡Cargue el diablo con el conde Spigno!… Escucha y lleva pronto mi mensaje a Su Alteza.
—Yo no transmito mentirás —anunció con dignidad Bellarión.
—¿Mentiras? —jadeó Barbaresco.
—¡Mentiras! —insistió el otro—. Acabemos con ellas. Expresé a la princesa como sospecha lo que en mi mente era convicción. Las palabras del conde y vuestro miedo no podían dejar duda en un hombre inteligente… y me precio de serlo. Si queréis que lleve el mensaje, tenéis antes que descubrirme los fines que perseguís con esa falsedad, y yo, que soy en esas materias tan competente como cualquiera, juzgaré si están o no justificadas.
Ante la firmeza del joven, aplacóse la rabia del caballero, Qué se dejo caer con desaliento en una silla.
—Si Cavalcanti o Casella —murmuró el hombretón— hubieran sabido lo que habéis adivinado, no habríais salido vivo de esta casa, para evitar que hicierais lo que precisamente habéis hecho.
—Pero si realmente trabajáis en favor de la princesa y de su hermano, ¿cómo no habéis consultado antes su opinión? Habría sido lo más natural.
—¡Dios me guarde de pedir pareceres a una loca! —protestó Barbaresco—. La ballesta se habría disparado, sin que nadie supiera de qué manos partía; mas ahora, que lo habéis descubierto vos, ¿quién sabe lo que pasaría si tuviéramos la locura de intentarlo? La misma princesa Valeria sería capaz de denunciarnos… Siempre fue autoritaria, terca y prolija. Soy un necio en deciros que tratéis de persuadirla de que estabais en un error. Cuando cayera el golpe, sabría su procedencia y nuestras cabezas estarían en peligro —y escondiendo la suya entra las manos, añadió: Es la ruina…
—¿Ruina? —preguntó Bellarión.
—De todas nuestras esperanzan… ¿Acaso no comprendéis más que las cosas que no debierais comprender? ¿No veis tampoco que os habéis hundido con nosotros? Con vuestra cara y figura, y siendo ya confidente de la princesa, no hay alturas a las que no hubierais podido trepar.
—No había pensado…
—Ya se ve que no habíais pensado en nada —interrumpió con vehemencia el conspirador—. Creí que por fin saldría de esta miseria… y ahora —levantóse con furia, pegando un puñetazo a la mesa—. Ésa es vuestra obra… Eso es lo que vuestra odiosa charla ha destruido.
—Pero, seguramente, habrá, otros medios…
—Ninguno, por lo menos a nuestro alcance… ¿Tenemos dinero para levantar tropas?… Pero ¿a qué pierdo el tiempo en hablaros?… Mañana diréis ante los otros lo que habéis hecho… y ellos os dirán su opinión.
El paso no estaba exento de peligros. Mas si en el silencio de la noche, el agudo ingenio de Bellarión le aconsejó vestirse y marcharse, supo él acallar este consejo de cobarde. Faltaba saber si los demás conjurados se dejarían convencer como Barbaresco, y para averiguarlo se quedó. La princesa Valeria le necesitaba aún, pensó él sin explicarse a si mismo por qué se exponía a que le metieran un palmo de acero entre las costillas, por servir a la princesa Valeria.
La conferencia de la siguiente mañana le demostró que el peligro estaba lejos de ser imaginario.
En cuanto los conspiradores se dieron cuenta de las actividades de Bellarión, clamaron a una voz por su sangre. Casella hubiera saltado sobre él, daga en mano, a no estorbarle Barbaresco, gritando:
—¡En mi casa, no! —dijo, por aterrarle la idea de la complicidad—. ¡En mi casa, no!
—Ni en ninguna otra parte, a menos de que tengáis inclinación al suicidio —les advirtió Bellarión, muy sereno, poniéndose enfrente de ellos—. Olvidáis que en mi asesinato vería la princesa vuestra respuesta, y os denunciaría al regente, no sólo por ese crimen, sino por proyectado contra su augusta persona —y sonriendo a la vista de sus contrariados rostros, se atrevió a decir—: Nos hallamos en esa interesante situación que se conoce en el ajedrez por el nombre de «tablas».
En su imponente furia, todos cayeron sobre Spigno, cuya indiscreción había causado el daño. Éste, con un gesto desdeñoso en su pálida faz, dejó pasar la tormenta, diciendo después:
—En realidad, debíais darme los gracias por haber tanteado el terreno antes de lanzarnos a él. Por lo menos, —ya me figuraba yo que, habiendo una mujer de por medio, no saldría cosa buena.
Nosotros no la buscamos —replicó Barbaresco—. Ella nos llamó en su ayuda.
—Y ahora que se la ofrecemos dijo Casella —nos sale con que no es de su agrado… Y yo digo que a ella no le toca escoger; se nos han dado esperanzas y hemos de lograr que se realicen.
«Cada cual sólo piensa en su propio provecho», decíase Bellarión… Valeria, el Estado, el adolescente que estaban corrompiendo para perderle, no eran nada para aquellos hombres. Ni una sola vez los nombraron en la violenta discusión, que siguió, mientras él se mantenía apartado.
Por fin, Spigno (a quien tenían por insensato, siendo más listo que todos los demás juntos), separándose de los otros, dijo:
—¡Eh!… maese Bellarión. Aquí tenéis la respuesta que damos a la amenaza de la princesa: Hemos emprendido la tarea de libertar al pueblo de la tutela del regente, y no retrocedemos. Seguiremos adelantando como nos cuadre, sin temor a las amenazas. Explicad a esa soberbia dama que no puede perdernos sin perderse a sí misma…
—Es de suponer que ya haya considerado ese peligro —interrumpió el joven.
—Tal vez como contingencia, mas no como certidumbre. Decidle, también, que acarreará la muerte de su hermano. No se puede jugar con hombres de nuestro temple, sin provocar tempestades que después no se pueden calmar —y volviéndose a sus compañeros, prosiguió—: Estad seguros de que al hacerse cargo de su verdadera situación, dejará de molestarnos con sus sensiblerías, antes o después de cometido el acto.
En todo esto discurría nuestro estudiante, mientras paseaba a la orilla del río aquella misma tarde.
No se le ocultaba —a él la falsa posición de la princesa—, mas había esperado que pasara inadvertida para sus contrarios.
Nada le quedaba más que reanudar su interrumpida peregrinación a Pavía, dejando que Montferrato y la princesa arreglaran sus propios asuntos. La ruina de esta última parecía inevitable, precipitada por aquellos rufianes a quienes se había aliado en mala hora.
Preguntóse después qué te importaban a él las cuestiones de Estado, ni la salvación de Valeria, para que fuese a arriesgar e por ellos.
«Razón tenía el abad —díjose con un suspiro—. No hay paz fuera del claustro, y menos en Montferrato que en parte alguna. Sacudámonos el polvo de esta funesta ciudad, y a Pava, a estudiar e griego», —fue su conclusión.
Y siguió la marcha entre viñedos y olivares persuadiéndose a sí mismo de que iba hacia Pavía, de que antes de caer en la noche llegaría a Sesia y pediría albergue en algún suburbio de sus cercanías.
No obstante, el sol poniente le vio entrar de nuevo en Casale por la Puerta de los Lombardos. Esto se debía al convencimiento de que el servicio que había emprendido era una pesada carga que no se podía arrojar tan fácilmente. Si abandonaba la seductora imagen que llevaba en el alma, le volvería loco la mirada de reproche de sus profundos ojos.