Capítulo VII

ESPOLEADO por la presencia del aparentemente acreditado y enérgico representante de la princesa, Barbaresco reunió en su casa, al día siguiente, una media docena de gentilhombres, complicados en la insensata conspiración contra el regente de Montferrato. Cuatro de ellos, incluyendo al conde Enzo Spigno, habían sido desterrados por pertenecer a los güelfos, habiendo vuelto en secreto, al ser llamados por Barbaresco.

Hablaron mucho, cual suele hacerse en tales casos, mas fueron tan parcos en promesas concretas, que Bellarión intervino audazmente para provocar revelaciones:

—Caballeros —dijo—, todo eso no conduce a nada. ¿Qué debo transmitir a la princesa? ¿Qué en casa del caballero Barbaresco se reúnen varios gentilhombres para lamentar la desgracia de su hermano?… ¿Eso es todo?

Entre los conspiradores se cambiaron sombrías miradas, como si cada cual consultara con su vecino lo que debía responder. Por fin, fue Barbaresco el que contestó algo amostazado:

—Apuráis mi paciencia… y si no supiera que poseéis la confianza de Su Alteza, os bajaría esos humos…

—Si no poseyera la confianza de Su Alteza, no habría humos que bajar.

Esta osadía les confirmó en el favor de que gozaba el emisario cerca de la princesa.

—Mas ¿de dónde procede esa súbita impaciencia por parte de madonna? —preguntó uno.

—La impaciencia no es súbita, sino el expresarla. Vuestro último mensajero no inspiraba a Su Alteza bastante confianza para hablarle claro, mientras que vosotros, señores sois demasiado cautos para acercaros a ella, por temor a veros envueltos en su desgracia si las cosas van mal dadas.

Deliberadamente lanzó Bellarión este atrevido apóstrofe para conocer sus intenciones, y el silencio con qué fue acogido la dio a entender que había algo más de lo que decían.

Mirábanse unos a otros alumbrados por el sol que penetraba a través de los polvorientos cristales, hasta que el conde Spigno, un caballero de pocas carnes, pero mucho nervio, que a juzgar por sus palabras debía ser enemigo mortal del regente, soltó una significativa carcajada, diciendo:

—¡Vive Dios!… Mereceríamos el desdén que no os tomáis el trabajo de disimular, si nuestros planes no fueran más lejos de…

Las voces de sus compañeros se alzaron en son dé advertencia; mas él, sin oírlas, prosiguió impertérrito:

—Un ballestero colocado en sitio estratégico…

Su voz quedó ahogada por la alarma y el enojo de los restantes, que le prodigaban ofensivos epítetos entre los que sobresalían los de «loco»…, «insensato»… como los más suaves.

Bellarión, que no se había movido, contrajo sus negras cejas con expresión de pretendida perplejidad.

A la escurridiza astucia de Barbaresco fue encomendado el disipar las suposiciones que pudiera haber hecho el joven.

—No deis importancia a sus palabras… El conde gusta de medidas extremas… Peca de improcedente… Y la impaciencia es muy peligrosa en estas materias.

Bellarión no se dejó engañar. Querían hacerte creer que el conde no había hecho más que iniciar un camino, y él pretendía que el conde había estado a punto de descubrir un plan determinado, y aunque dijo poco, fue lo bastante para adivinar lo demás. Tampoco dejó de percatarse de que el dar a entender sus sospechas sería bastante para no salir vivo de la casa.

Haciendo uso de un profundo disimulo, se encogió de hombros con mal humor:

—Vuestro paciencia, señores, puede ser tan excesiva, que de virtud se convierta en vicio, y más respeto me inspira el que aboga por medidas extremas —y saludó a Spigno— que los demasiado cautos que dejan correr el tiempo.

—Eso es falta de vuestra juventud —replicó Barbaresco—. Si llegáis a la edad madura, ya tendréis más prudencia.

—Lo que por ahora veo es que vuestro mensaje a la princesa casi no vale la pena de llevarlo —y el mozo se estiró en la silla con estudiada petulancia.

Poco después terminó la junta, y los conspiradores fueron saliendo uno a uno. Bellarión se despidió el último, diciendo al caballero que volvería aquella misma noche para comunicarle la respuesta de Su Alteza. Su última pregunta al marchar fue:

—¿Sabéis quién pinta el pabellón en los jardines de palacio que está en obra?

Los ojos de Barbaresco dieron a entender que encontraba la cuestión muy singular. Mas contestó que probablemente se habría encargado de ellas Gobbo, cuya tienda estaba situada en la Vía del Cane.

En esa tienda penetraba Bellarión una hora después. El mismo Gobbo estaba pintando un rótulo en el que se veía un ángel vestido de colorado, sobre un cielo azul cobalto, salpicado de estrellas de plata.

A la pregunta de Bellarión, contestó que las obras del pabellón corrían por su cuenta, añadiendo:

—Allí tengo a mis dos hijos, señor caballero.

El joven quedó sorprendido de esta respetuosa forma, hasta que recordó su traje escarlata con los valiosos aditamentos de escarcela y daga.

—Las obras adelantan poco —dijo Bellarión.

—¡Cómo, señor! —el viejo artista alzó los brazos al cielo exclamando—: ¡Un fresco tan exquisito!…

Convencido, pero vuestros muchachos necesitan ayuda.

—¿Qué decís?… ¿Dónde encontraré pintores con la habilidad…?

—Aquí —interrumpió Bellarión, señalándose al pecho.

Cada vez más sorprendido, el decorador miró a su singular cliente, y éste, acercándose más, bajó la voz para decir:

—Seré franco, maese Gobbo… Hay cierta dama en palacio al servicio de Su Alteza… —y terminó la frase con un malicioso guiño.

El apergaminado rostro de Gobbo se dilató con una sonrisa, cual debe hacer un viejo artista siempre que tropieza con el amor.

—Ya veo que comprendéis, —añadió el joven, sonriendo a su vez—. Es preciso que tenga una entrevista con la dama… Pero no quiero fatigaros con detalles de mi triste historia… Haced una obra de caridad, que redundará en vuestro provecho.

—Si llegara a ser descubierto… —murmuró Gobbo.

—No lo seréis… y, confidencialmente, os prometo cinco ducados como recompensa.

—¡Cinco ducados! —repitió el artista, convencido de que se las había con un gran señor—. ¡Cinco ducados!

Bellarión, sin quererle dar tiempo para reflexionar, añadió:

—Vamos, buen amigo… prestadme los calzones y la blusa propios del papel que he de representar y os dejo en fianza mi ropa, hasta que vuelva con los cinco ducados que, os corresponden.

Gobbo no resistió más y media hora después salía Bellarión de la tienda, con los indumentos de su pretendida profesión, y llevando unas líneas del decorador para sus hijos.

Ya avanzada la tarde, Bellarión se introdujo en el templete, en el que gracias a su disfraz halló fácil acceso. Mezcló algunos colores bajo la dirección de los dos jóvenes artistas, mas fuera, de eso, no hizo más que esperar la puesta del sol, en que la falta de luz echaría de allí a los dos hermanos.

Al anochecer de aquel día, paseaba Dionara a orillas del lago cuando sintió que la llamaba desde lo alto del puente.

—¡Damisela… gentil damisela!

Al volver ella la cabeza, encontróse con un joven alto, de negros cabellos, con un tizón de pintura que le cruzaba el rostro, y una blusa en la que se mezclaban todos los colores del arco iris. Blandiendo un pincel añadió:

—¿Queríais decir a Su Alteza si se digna venir a ver los progresos de los frescos? —y como la damita le mirara escandalizada de tanto atrevimiento apresuróse a decir en voz más baja—: Al mismo tiempo recibirá noticias del sujeto a quien salvó ayer.

Dionara cambió de expresión con tanta rapidez, que el muchacho hubo de reír en silencio.

La princesa Valeria vino a ver los frescos sola, habiendo dejado a Dionara en el puente. Dentro del templete, Su Alteza se encontró con un joven y tiznado pintor, que agitaba un pincel, frente a un caballete. Ella se quedó mirándole en silencio, mas él no quiso abusar de su paciencia.

—¿No me reconocéis, madonna? —dijo él limpiándose el churrete del rostro con la manga de la blusa. Pero aun antes de proseguir, ya había ella reconocido la voz.

—¡Maese Bellarión!… ¡Sois Vos!

—El mismo, a vuestras órdenes.

—Mas ¿a qué viene ese disfraz…? —preguntó ella.

—La noche no ha sido menos fecunda que el día, madonna, y traigo más que decir de lo que se puede murmurar detrás de un seto.

—¿Me traéis un mensaje?

—El mensaje se reduce a decir que Guifredo, creyéndose vigilado, no ha querido volver, y durante este tiempo nada ha sucedido que sea digno de seros comunicado. Además el caballero Barbaresco me en carga os diga que todo progresa a satisfacción, lo que yo interpreto que no se ha hecho el menor progreso.

—¿Qué vos interpretáis…?

—Y después de haber hablado, no sólo con el señor Barbaresco, sino con los demás gentiles hombres embarcados en esta insensata aventura, me atrevo a añadir que no progresará, ni os llevará más que a un desastre.

Bellarión vio la llamarada de indignación que coloreó el fino rostro, vio brillar el enojo en los sombríos ojos y esperó con calma la explosión. Pero Valeria no era explosiva y su réplica fue glacial.

—Joven… os mezcláis en asuntos que no son de la competencia de un mensajero.

—Podéis dar gracias a Dios por ello —contestó él, imperturbable—. Ya es hora de llamar las cosas por sus nombres. ¿Sabéis adónde os conducen Barbaresco y los otros majaderos? Directamente a manos del verdugo.

Conteniendo la cólera, dijo Valeria:

—Si eso es todo cuanto tenéis que decirme, os dejo solo. No quiero oír insultar a mis amigos por un villano a quien he hablado por pura casualidad.

—No ha sido por casualidad, madonna —protestó él con intensa entonación—. Me llamáis villano, y lo soy, por lo que respecta a mi humilde nacimiento, pero ésos a quienes creéis amigos son villanos por naturaleza —y con sinceridad que parecía imposible en su complejo carácter, prosiguió—: Preguntaros vos misma por qué he ido más lejos de lo que se me había pedido, arriesgando la vida. ¿Qué me importan a mí vuestros asuntos, ni los del Estado de Montferrato? ¿Por qué me he de detener aquí? Porque no puedo remediarlo… porque así me lo impone el cielo.

Su serenidad y vehemencia daban a estas sencillas palabras un tono e inspiración, que a pesar de sí misma la impresionó. Trató de disimularlo, diciendo en tono ligero:

—¿Se esconderá un arcángel bajo la blusa de pintor?

—¡Por San Hilario!…, Puede que digáis más verdad de lo que suponéis.

Con agridulce sonrisa, observó ella.

—Tenéis una buena opinión de vos mismo, quizás algo excesiva.

—Participaréis de ella, en cuanto oigáis lo que voy a deciros; ya habéis oído, madonna, que esos locos os llevarán a manos del verdugo, por beneficiarse ellos. ¿Queréis saber el verdadero fin de la conspiración? El asesinato del marqués Teodoro.

Valeria le miró atónita, murmurando con horror:

—¡Asesinato!…

Con sombría sonrisa, preguntó él:

—No os lo habían dicho, ¿eh? Ya me lo figuraba… Pero son tan necios e imprudentes, que me lo han revelado a mí… ¡a mí!, de quien sólo saben que, por garantía de mi buena fe, llevo vuestra moneda rota. ¿Y si yo fuera un miserable capaz de vender al regente un secreto por el que me pagaría una fortuna? ¿Seguís creyendo que es la casualidad la que me ha puesto en vuestro camino?

—No puedo… no quiero creeros —y consternada repitió—: ¡Asesinato!…

—Si lo consiguen, menos mal —prosiguió él fríamente—. Vuestro tío no tendrá más que su merecido y vos y vuestro hermano os veréis libres de un demonio en forma humana. La idea no me asusta. Lo que me asusta es el pensar en un complot tramado por semejantes hombres y conducido por tan malas vías. Al uniros a ellos podéis reforzar las pretensiones del marqués a la sucesión de vuestro hermano. Si el intento fracasa, o si antes de llevarse a cabo trasciende la conspiración, vuestro hermano quedará a merced del regente. El mismo pueblo exigirá su destierro o su cabeza, por haber atentado contra la vida de un príncipe que ha sabido hacerse querer por sus vasallos.

—Pero mi hermano es inocente —protestó ella—. Lo ignora todo. Bellarión sonrió con lástima.

—¿Quién lo creerá?… Os lo advierto, princesa… desligaos de esos hombres, mientras que aún estéis a tiempo, o contribuiréis a que el regente, de un golpe, alcance el límite de su ambición.

La palidez de Valeria y lo agitado de su respiración atestiguaban lo turbada que estaba.

—Me asustaríais, sí no supiera que vuestra suposición del asesinato es falsa… Jamás se atreverían a emprender semejante complot sin mi licencia y nunca me la han pedido.

—Porque quieren poneros frente a un hecho consumado… ¡Oh, podéis creerme, señora!… En las últimas veinticuatro horas, he aprendido mucho de la historia de Montferrato y también de la historia privada de esos conjurados. No hay ni uno solo entre ellos, cuyo patrimonio, por una u otra causa, no se haya reducido o disipado.

—Y vos que, según parece, lo sabéis todo replicó ella con enigmática sonrisa —¿ignoráis que la desgracia une los corazones? ¿Tiene algo de particular que yo busque el apoyo de los desgraciados?

—Decid también de los venales, de los sedientos de poder y riquezas, que no tienen más norte que el interés. Jugadores desesperados, que arriesgan su cabeza a una carta, y de paso la vuestra y la de vuestro hermano. En sus conversaciones, ya se reparten los altos cargos del Estado. Barbaresco me prometía satisfacer plenamente la ambición que creyó descubrir en mí, por no comprender que se pueda arriesgar algo que no sea por egoísmo. Esto me bastó para saber lo que se puede esperar de él.

—Barbaresco es pobre —replicó Valeria—. En tiempos de mi padre era casi el personaje principal de la corte. Pero mi tío le privó de sus honores y fortuna.

—Es lo único bueno que he oído del marqués Teodoro.

Sin hacer caso del comentario, prosiguió ella:

—¿Puedo abandonarle ahora?… ¿Debo…? —se interrumpió, e irguiendo su admirable figura, exclamó—: ¿Qué estoy diciendo?… ¿Qué estoy pensando?… ¿Qué artes empleáis vos, un oscuro estudiante, medio muerto de hambre, para que al conjuro de vuestra palabra me haga tales preguntas?

—¿Qué artes? —contestó él, con sincera sonrisa—. La de la pura razón basada en la verdad. Es irresistible.

—Cuando se basa en la verdad, sí; pero vos tenéis por base los prejuicios.

—¿Son prejuicios el que estén tramando un asesinato?

—Su adhesión los ha extraviado.

—Decid su avaricia, madonna.

—¡Os prohíbo que habléis así! —exclamó Valeria, ardiendo en leal indignación a favor de los que suponía sus amigos. Reprimióse al instante, añadiendo—: Os doy gracias por vuestro interés, y si queréis completar el servicio, decid el caballero Barbaresco, de mi parte, que no lleven más lejos su proyecto de asesinato. Añadid que, quiero ser obedecida y que antes de tomar parte en semejante acto, sería capaz de denunciarlo yo misma al regente.

—Eso ya es algo, madonna… Pero si después de consultarlo con la almohada…

—Lo que determine nacer —interrumpió ella— ya encontraré medio de comunicárselo al caballero Barbaresco, sin necesidad de molestaros de nuevo. Os quedo agradecida por lo que habéis hecho. Id con Dios, maese Bellarión.

—Antes hemos de arreglar una pequeña cuestión personal. Necesito cinco ducados.

En el rostro de Valeria se inició un fruncimiento de cejas instantáneamente disipado por una sonrisa.

—Seguís comprendiéndome mal, aunque ya os he dicho que si necesitaba dinero, no tenía más que vender el secreto al marqués Teodoro. Los cinco ducados son para Gobbo, que me prestó la ropa y los enseres necesarios para mi supuesto oficio —y relató el caso.

Ella le miró con atención, diciendo:

—Sois hombre de recursos.

—Estos forman parte de la inteligencia, madonna.

—Sentiría haberos… Os daré diez ducados, a menos de que vuestro orgullo os impida aceptarlos.

—¿He demostrado ser orgulloso?

Contemplándole con cierta altiva admiración, dijo ella:

—Un monstruoso orgullo, y una enorme vanidad de vuestro talento.

—Aceptaré los diez ducados para convencemos de mi humildad. Puede que necesite de los otros cinco para el servicio de Vuestra Alteza.

—Ese servicio, señor mío, ha concluido, o concluirá cuando hayáis llevado mi mensaje al caballero.

Bellarión aceptó su despedida, muy convencido de que sería pronto nuevamente llamado.

Razón tenía la princesa en lo tocante a su vanidad.