A tenemos a maese Bellarión subiendo la vertiginosa ladera de misteriosas aventuras, cuyo término estaban lejos de columbrar, pero seguramente no sería la Universidad de Pavía, la continuación de los estudios del griego, ni el recobro de la pureza de la fe.
La responsabilidad de Lorenzaccio da Trino alcanza a más que los actos de bandolerismo por los que le perseguía la ley.
En la templada noche de septiembre, después de ponerse la luna, Bellarión, inconsciente de los destinos que le reservaba la suerte, deslizóse a la calle por la puerta, que ya no estaba guardada, y encaminó sus pasos hacia el centro de la ciudad.
Al llegar a la Plaza de la Catedral, tropezó con la guardia que hacía su ronda provista de picas y faroles y rompió a cantar para darse aires de despreocupado trasnochador. Ignorante de las canciones propias de un hombre de su aparente condición, entonó el canto gregoriano, atrayendo sobre sí la reprobación del jefe de ronda, que le tomó por un chusco impío y le mandó que no alterara el silencio de la noche, preguntándole de paso, quién era, de dónde venía y adónde iba.
Poco preparado para esta serie de preguntas, Bellarión las contestó con admirable aplomo, no exento de incoherencia.
Sabiendo que en Casale había un convento de padres agustinos, afirmó atrevidamente que venía de cenar en dicha santa casa. Añadiendo que había traído al prior una visita de su hermano, que estaba casado con una parienta suya, que vivía en Cigliano. Se hospedaba en casa de su primo, el caballero Barbaresco, cuya casa, por haber llegado aquel mismo día a Casale, no acertaba a encontrar en la oscuridad.
La patrulla quedó tan convencida como el mismo embustero, y el sargento, movido por la simpatía que suelen inspirar los que han empinado el codo, o por la esperanza de una propina, exclamó:
—¡Corpo di Baco!… Os acompañaremos para que no os perdáis.
Le introdujeron por las callejuelas que rodeaban la catedral, en las que casa Barbaresco era la que tenía más soberbio aspecto, dando fuertes aldabonazos en el portón del vetusto edificio, hasta que, desde una ventana, una temblona voz preguntó quién llamaba.
—Es el primo de su señoría que regresa… Abrid pronto —gritó el sargento.
—¿Qué primo? —tronó una voz de bajo profundo—. No espero primos a estas horas.
—Está enfadado conmigo —explicó Bellarión a media voz— porque le prometí cenar con él —y echando la cabeza atrás, dijo en tono más alto—: Vamos, primo, aunque la hora sea avanzada, no me dejes en la calle. Abre y te lo explicaré todo —subrayó estas dos últimas palabras, a fin de que tuvieran para el caballero distinto sentido que para la ronda, y añadió, a modo de clave—: Baja un ducado para esta buena gente… yo no traigo más que medio… y ¿qué es medio ducado?… Nada más que una moneda rota.
Rieron los soldados de la feliz ocurrencia del supuesto borracho, y tras una pausa la profunda voz gritó:
—Ya bajo y cerróse la ventana.
Pronto se oyó el chirriar de llaves y cerrojos. Abrióse hacia dentro la pesada puerta, revelando la presencia de un hombre corpulento con una vela encendida en la mano. La luz de ésta caía sobre un rostro rubicundo animado por despiertos ojos azules, separados por aguileña nariz.
Sin dejarle hablar, dijo Bellarión:
—Mil perdones por el retraso, querido primo —y lanzando al caballero una mirada significativa añadió: Dales el ducado a estos buenos muchachos que me han acompañado y que vayan con Dios.
Su Señoría, que ya bajaba preparado, se lo entregó al sargento, diciendo:
—Os doy gracias por vuestras atenciones con mi primo, que es forastero… Vamos, entra.
Una vez solo con el involuntario huésped, en el portalón de piedra débilmente alumbrado por la única luz de la vela, cambiaron las maneras del noble, que preguntó en tono brusco:
—¿Quién diablos sois, qué diablos buscáis aquí?
Una amplia sonrisa descubrió los magníficos dientes de Bellarión, y habiendo desaparecido toda señal de embriaguez, contestó:
—Si no os hubierais contestado vos mismo esas dos preguntas, ni me habríais recibido, ni os hubierais separado de la áurea moneda. Soy realmente el que vuestra inteligencia ha descubierto, pero como para la ronda soy vuestro pariente forastero, mencioné el medio ducado por temer a que me repudiarais.
—La idea fue buena —gruñó Barbaresco—. Más, ¿quién os envía?
—¡Señor!… ¡Qué preguntas tan inútiles hacéis! ¿Quién ha de ser?… La princesa Valeria, como es natural… ¡Mirad! —y bajo las narices del caballero relució la media moneda.
Su señoría tomó el fragmento de oro aproximándolo a la luz y después de leer la fecha escrita sobre él, devolvióselo a Bellarión, a quien por fin invitó a subir la escalera.
Barbaresco le condujo a una sala baja de techo, de cuyas paredes colgaban deslucidos tapices. La suciedad del suelo demostraba que hacia tiempo no se barría. El dueño de la casa encendió los restos de vela que había en el candelero, y su combinada luz puso de manifiesto lo vacío de la estancia y la espesa capa de polvo que cubría los escasos muebles. Arrimó un par de sillas a la mesa en la que había recado de escribir y papeles sueltos. Hizo seña al joven de que se sentara, y le preguntó su nombre.
—Bellarión.
—Jamás he oído hablar de esa familia.
—Yo tampoco… mas eso no importa, es un nombre que sirve como cualquier otro.
Barbaresco aceptó el nombre, y dijo:
—Entregadme el mensaje.
—No traigo mensaje… Vengo a buscar uno. Su Alteza está muy disgustada por vuestro silencio, y por el hecho de haber esperado en vano durante quince días, sin que durante ese tiempo el señor Guifredo se haya acercado ni una sola vez a ella.
Bellarión ignoraba quién pudiera ser ese Guifredo, mas sabía que el repetir su nombre aumentaría su importancia a los ojos de Barbaresco y tal vez le llevara a conocer la identidad de su propietario. Por el interés que le inspiraba la princesa de cabellos rojizos y ojos sombríos, estaba dispuesto a traspasar los límites que ella misma había impuesto a su misión.
—Guifredo se atemorizó. Es un tunante de pocas agallas. Creyó que le seguían la última vez que estuvo en palacio y no ha habido medio de hacerle volver.
Bellarión sacó la consecuencia de que la intriga, de cualquiera índole que fuese, no era amorosa. Guifredo, por lo que había oído, no pasaba de ser un vulgar mensajero, y el mismo Barbaresco, dada su corpulencia y sus cincuenta años, carecía de condiciones para representar el papel de amante.
—¿No pudisteis enviar otro en su puesto?
—Un mensajero no siempre se tiene a mano. Además, en las dos pasadas semanas no ha ocurrido nada que hubiera necesidad de poner en conocimiento de Su Alteza.
—Pues también eso debierais habérselo hecho saber a Su Alteza, para calmar su natural ansiedad.
Recostándose en el respaldo de su silla, el caballero contempló a Bellarión, diciendo:
—Con mucha autoridad habláis, joven caballero… ¿Quién y qué sois, para haber penetrado tan profundamente en la confianza de la princesa?
Bellarión, que ya esperaba la pregunta, contestó:
—Soy un amanuense de palacio, y los deberes de mi cargo me han puesto en íntimo contacto con Su Alteza.
Era un atrevido embuste, pero que podía sostener, gracias a los conocimientos adquiridos en, el convento.
Barbaresco asintió con un ademán:
—¿Qué interés tenéis en la causa de la princesa? —¿Qué suponéis vos?
—No supongo… pregunto.
—Pues digamos… que el deseo de servirla —la sonrisa del joven, se hizo vaga y elocuente. La reticencia podía dar pie a suponer una adhesión romántica, pero Barbaresco le dio distinta interpretación.
—¡Ah!… Sois ambicioso… Sí…, sí… Debiera habérmelo figurado. El interés personal es el acicate que nos hace ocuparnos del ajeno.
Y también sonrió, mas con tanto cinismo, que Bellarión, desde aquel momento, lo juzgó como hombre sin ideales y poco digno de inspirar confianza. Mas disimuló su impresión, y dio a su sonrisa el mismo gesto cínico para que el caballero, tomándole por un alma gemela, expusiera sus propósitos; con el fin de conocerlos, tiró una flecha a la ventura.
—Lo que Su Alteza me ha encargado principalmente es que averigüe cuáles son los motivos de vuestra inacción.
Escogió la palabra más suave, mas no obstante sonó mal en los oídos de Barbaresco.
—¡Inacción! —repitió éste, y su pletórico semblante se puso aún más rojo. Para probar la injusticia de tal acusación, púsose a enumerar sus pasadas actividades.
Tirándole de la lengua con hábiles preguntas y contradicciones, Bellarión, a quien su interlocutor suponía enterado a fondo del asunto, logró comprender lo que se fraguaba. También aprendió mucho de la historia contemporánea, lo que no contribuyó por cierto a elevar el concepto que tenía de sus semejantes.
Se trataba de un grave peligro que la princesa intentaba combatir, con ayuda de varios güelfos, de Montferrato, cuyo jefe era el caballero Barbaresco. Bellarión admiró aún más a Valeria por el valor que requería tamaña empresa.
El extenso y poderoso estado de Montferrato estaba a la sazón regido por el marqués Teodoro, como regente durante la minoría de su sobrino, el hijo del gran Ottone, asesinado durante las guerras de Nápoles contra la casa de Brunswick.
Estos soberanos de Montferrato, a partir de Guillermo, el gran Cruzado, fueron una raza guerrera, y su capital, una escuela de todas las armas.
No obstante, el actual regente poseía, además de las condiciones de soldado, propias de su ilustre casa, raras dotes de artificio e intriga, que no suelen encontrarse en los temperamentos guerreros. Lo cierto era qué había tenido malos ejemplos. Se crió en la fastuosa corte de su primo, el duque de Milán, aquel Gian Galeazzo a quien Francesco de Carrera dio el nombre de la gran Sierpe, tanto por las condiciones del hombre, como por el emblema de su casa. Teodoro observó con admiración los sutiles medios que empleaba el Duque con aquéllos a quienes quería destruir. Si carecía de la fuerza sobrenatural de volverlos locos, estaba dotado de la diabólica astucia de hacerlos odiosos, logrando así que sus mismos adeptos se los quitaran de en medio.
Citaremos como testimonio de esta manera de obrar, a Alberto de Este, cuya mente empozoñó de tal suerte, que fue brutalmente asesinado por sus propios parientes. Sus fines no eran otros que hacerle aborrecible a sus súbditos, con objeto de, una vez extinguida la raza, anexionar Ferrara a la corona de Milán. Lo mismo, con las necesarias variantes, hizo con todos los Príncipes de la Lombardia, a los que, a guisa de amistosa solicitud, indujo a crímenes que les hicieron perder todo prestigio a los ojos de sus vasallos. Este medio era más cómodo y menos costoso que el equipar grandes ejércitos en plan de conquista, sin contar con que un invasor que se impone por la fuerza, no es probable que obtenga el cariño que el pueblo dispensa al varón que ellos mismos invitan para que venga a regirlos.
De todo esto habíase dado cuenta el marqués Teodoro, viendo cómo Gian Galeazzo, acrecentaba incesantemente sus dominios y poder, y seguramente habría logrado reunir todo el norte de Italia como escabel de su trono, a no haberlo impedido la espantosa peste de Milán, en 1402, que le hizo encerrarse en el castillo de Melegnano, donde murió poco después.
Educado en esa escuela, el marqués Teodoro observó y comprendió muchas cosas, que pasarían inadvertidas para un espíritu menos sutil.
Comprendió, por ejemplo, que el amor del pueblo es la más firme base del poder duradero, pues si el individuo puede ser conquistado por malas artes, la colectividad sólo responde a las llamadas de la virtud.
Sobre estas verdades elementales, el regente, según Barbaresco, desplegaba una política negra, encaminada a convertirle de temporal regente en absoluto soberano de Montferrato. Paso a paso, laboraba en secreto para desacreditar a su sobrino a los ojos del pueblo, a la par que él se presentaba como el prototipo de todas las virtudes, esperando que los acontecimientos le permitieran empuñar definitivamente las riendas del Estado.
La naturaleza, por desgracia, había creado débil al muchacho. Esta debilidad podía aumentarse o disminuirse por medio de la educación. A aumentarla tendieron todos los esfuerzos de Teodoro, y con este fin, le dio por preceptor a Corsario, un canalla milanés de desmedida ambición.
Éste cuidó de mantener al rapaz ignorante de todas las artes que maduran el ingenio y redujo su instrucción a las materias más propias para corromper su naturaleza y su moral. El señor de Fenestrella, primer gentilhombre de cámara del marquesito, era un victorioso saboyano de costumbres depravadas que perdió su patrimonio casi antes de tomar posesión de él. Fácil era el comprender por qué el Regente se lo daba a su sobrino por constante compañero.
Al llegar aquí, Bellarión, asumiendo el conocimiento de los hechos, que había obtenido merced a confidencias de Barbaresco, interrumpió a éste para decir:
—En eso estoy seguro de que el regente se pasa de listo. El pueblo conoce a Castruccio, y día llegará en que pida cuentas al marqués por tenerle ahí.
Barbaresco dijo con desdén:
—Mal observador sois o no os dais cuenta de la profunda perfidia del Regente. En repetidas ocasiones, se le ha expuesto que la compañía de Castruccio no era conveniente al futuro soberano de Montferrato, ni a ningún muchacho de su edad. Sólo ha servido para que él hiciera gala de sus sentimientos paternales, y de su indulgencia frente a la testarudez de su sobrino. Él ya hacía tiempo que habría despedido al saboyano, pero ¡el niño le quería tanto!… Y como, después de todo, él no era más que regente…
—Ya comprendo —interrumpió Bellarión.
—Y lo peor es que no miente —continuó el caballero—. Ese libertino ha logrado conquistar el afecto y la admiración del mancebo con la apariencia de cualidades que inflaman las imaginaciones juveniles. En el mundo entero, no se habría encontrado mejor instrumento en manos del Regente, ni peor compañero para el pobre chico.
Tales fueron las culpas del marqués Teodoro, reveladas a Bellarión con el deseo de justificar el movimiento que se preparaba para derribarle. De este movimiento encaminado a salvar al joven príncipe, Valeria era el corazón y Barbaresco el cerebro.
A éste le confiaría la presidencia del Consejo de Regencia que gobernaría durante la menor edad del marquesito, una vez derrocado Teodoro.
Bellarión, demostrando cierto pesimismo, observó:
—Lo malo es que el regente goza de tanto prestigio entre el pueblo, que le quiere mucho.
Barbaresco echó atrás la cabeza y exclamó:
—El cielo ayudará a una causa tan justa.
—No lo dudo, pero yo no me refiero a los poderes sobrenaturales, sino a los medios que están a nuestro alcance.
La advertencia hizo que el caballero bajara de lo trascendental a lo práctico; mas al cambiar de altura despojóse de su franqueza e hízose reservado.
—Iban a trabajar —dijo— para poner de manifiesto los manejos del regente. Ya contaban con difundir la verdad. Lo demás vendría por si mismo, tan seguro como que las aguas corren hacia abajo.
Y éste fue todo el mensaje que te encomendó transmitiera a la princesa. Pero Bellarión estaba resuelto a profundizar más.
—Todo eso, caballero, no añade nada nuevo a lo que sabe la princesa Valeria, y no puede calmar la ansiedad con que espera. Requiere algo más definitivo.
Barbaresco manifestóse contrariado. Su Alteza debía tener paciencia y confianza en él. Pero ante la insistencia del joven, Barbaresco acabó por prometer displicentemente que al día siguiente reuniría a sus colegas, y Bellarión podría llevar a la princesa el resultado de la junta.
Contento el joven, pidió un lecho para pasar la noche, y fue conducido a una mísera alcoba al otro extremo de la casa vacía. Dejóse caer en una cama dura y desaseada, y con los ojos cerrados siguió pensando en la triste historia del malvado Regente, de su débil sobrino y de la sublime doncella que emprendía una causa noble, pero mal fundada, en la que probablemente parecería, junto con su inepto hermano.