Capítulo V

EN tanto que el joven soberano de Montferrato saboreaba los exquisitos manjares de su mesa, con su preceptor y gentil hombre, un Bellarión, helado y sucio, salía cautelosamente del lago en que había permanecido más de dos horas. No se aventuró a ir más lejos que a la lengua de tierra detrás del pabellón de mármol, dispuesto al menor ruido a volver a sumergirse en el acuático escondite.

Allí se echó, tiritando en la cálida noche, mientras pasaba revista a los acontecimientos del día, sin que este ejercicio contribuyera al aumento de la propia estima.

«La experiencia —habla dicho él, resumiendo la idea en forma epigramática— es la cartilla de los tontos, innecesaria para el hombre de ingenio».

Probablemente sentiríase inclinado a revocar este juicio, conviniendo en que un poco de esa despreciada experiencia le; habría salvado en parte, si no totalmente, de tantos desastres.

Sin más razón que la de vestir el hábito franciscano, había aceptado la compañía de un hombre cuya cara le delataba como facineroso y cuyas acciones, durante todo el día, confirmaban la impresión causada por aquélla. Debió recordar que «el hábito no hace al monje». Por haberle faltado capacidad y memoria, había estado a punto de perder la libertad y aun podría darse por contento si escapaba del apuro sin dejar la piel. Los menores daños con que podía contar eran la ruina completa de un traje en buen uso, y las probabilidades de haber cogido un fuerte resfriado por la prolongada inmersión en el lago.

Aún seguía atormentándose con razonamientos no menos desconsoladores, cuando la luna, semejante a dorada raja de melón, empezó a remontarse por detrás de la negra mole del palacio, derramando fantasmal claridad sobre los jardines. Entonces se sentó el mancebo, para buscar un medio que le sacara de la funesta Casale.

Aún buscaba la solución de tan difícil problema, cuando un rumor de voces llamó su atención a cosas de más urgente, importancia.

Dos figuras humanas que subían la escalinata de la fuente le hicieron el efecto de que surgían poco a poco del suelo. Su silueta las reveló como mujeres, antes de que se lo demostraran las voces. ¿Sería una de ellas la magnánima y bellísima dama que le había amparado? Imagen tan ideal sólo la había visto en los lienzos que se adoran en los altares, o en los frescos paganos, y jamás creyó que tanta perfección pudiera existir en la realidad.

En lo alto del puente, que se reflejaba como plata sobre las negras aguas del lago, detuviéronse las dos femeninas figuras, hablando en voz contenida; bajaron por el otro lado, desapareciendo ambas en el templete, del que pronto volvió a salir una de ellas, y dijo muy quedo:

—¡Hola!… ¡eh!… ¿dónde estáis?

Él reconoció la voz y al reconocerla se dijo que su timbre era único e inolvidable.

A la princesa le pareció que parte del montón de yeso que estaba inmediato se levantaba tomando la forma humana del hombre que venía a buscar.

—Debéis estar muy mojado y tener mucho frío —observó ella con voz mucho más dulce que al dirigirse a los amigos de su hermano o al capitán.

Bellarión contestó francamente.

—Mojado como un ahogado y casi tan frío - Lo mejor sería colgarme para que me secara.

Esta salida hizo reír a la princesa.

—Tenemos mejores medios para que os sequéis y entréis en calor —dijo ella—. Pero fue una imprudencia por vuestra parte el haber entrado aquí, sin reparar en que os vigilaban.

—No me vio entrar nadie, madonna. De lo contrario, podéis estar, segura de que no habría entrado.

—¿Que no os vigilaban? —preguntó ella con un cambio de tono, en el que Bellarión descubrió desconfianza—. Y no obstante… ¡Oh!, es justamente lo que yo temía —y sin darle tiempo a contestar, añadió con rapidez—: Venid… he traído ropa seca… Una vez vestido, me lo contaréis todo.

Sin oponer la menor resistencia, se dejó conducir el joven a la estancia circular, única de pabellón, en la que Dionara esperaba a su señora.

El sitio estaba débilmente alumbrado por una linterna puesta sobre una mesa de mármol. Además de ésta, había varias sillas cubiertas por gruesos lienzos, y un arca de madera tallada en forma dé sarcófago, de la que se había quitado una cubierta semejante a las de las sillas. Los tres huecos que entre columnas gemelas miraban hacia palacio, estaban cubiertos por cortinas de cuero. El suelo circular de mármol hallábase dividido como la esfera de un reloj, con números romanos de latón pulido incrustados en la tersa superficie.

Esto último sorprendió al estudiante; no sabía que el marmóreo pabellón fuese copia en miniatura del templo de Apolo, en Roma, ni que en el centro de la cúpula hubiera una abertura circular, para que los rayos del sol, penetrando por ella, marcaran las horas, a medida que avanzaba el día.

La parte superior estaba llena de andamios y cuerdas y en un rincón, una serie de cubos, botes y brochas, indicaba el suspendido trabajo de los pintores.

En uno de los testeros pudo columbrar un fresco medio pintado, mientras que en el otro sólo habla líneas.

Sobre la mesa, que estaba cubierta como todo el mobiliario, la luz de la linterna revelaba un lío de ropa encarnada, a la que servía de envoltorio una capa negra. Éste era el traje que debía ponerse el joven; si habían escogido aquel color, le dijeron era porque lo único que el oficial sabía de él era que vestía de verde, es decir, que su protectora, no sólo le daba los medios de secarse, sino que le disfrazaba.

Las damas, mientras tanto, vigilarían en el jardín; hablan traído un laúd, y si una de ellas empezaba a cantar, debía él meterse en el arca, encerrando consigo cuanto pudiera revelar su presencia, incluso la linterna, después de apagarla. No se habían olvidado del eslabón y la yesca, de modo que fácilmente podría encenderla, una vez pasado el peligro. La princesa le enseñó el mecanismo del arca, imposible de abrir por fuera, mientras que por dentro, hasta a oscuras, no tenía ninguna dificultad de echar el pasador. El agujero de la llave admitía bastante aire para que pudiera respirar. Finalmente, se le concedían diez minutos para el cambio de traje. La ropa mojada quedaría en el arca, para ser destruida.

De pronto, encontróse Bellarión solo y tan impresionado por las órdenes recibidas, que ya sus dedos desataban las calzas con presteza. Despojado de las prendas húmedas, se dio una vigorosa friega para restablecer la circulación, utilizando la capa negra en que venía envuelta la ropa seca. Entonces empezó a ponerse el traje color de escarlata, que era de rico género y moderna hechura, no sin dedicar mentales alabanzas a la excepcional criatura a quien se las debía y que se le revelaba como inteligencia superior a muchos hombres, al par que misericordiosa como un ángel.

La princesa volvió a entrar con la misma rapidez que se fue, cuando apenas estaba él listo. Había dejado de centinela a la dama con el laúd.

Valeria se apoyó en la mesa, y dijo sin rodeos:

—Y ahora, vamos, decid vuestro mensaje.

Los dedos del joven se detuvieron en el momento de abrocharse el cinturón y clavando sus grandes ojos en el pálido semblante de ella, repetía:

—¿Mensaje?

—Mensaje… si —asintió Valeria con impaciencia—, ¿qué ha pasado?… ¿Qué ha sido de Guifredo?… ¿Cómo es que en quince días no ha, venido por aquí?… ¿Qué os ha mandado que me digáis el caballero Barbaresco? Vamos… No vaciléis… Os supongo enterado de que habláis con la princesa Valeria de Montferrato.

Lo que Bellarión entendió de todo esto, fue que estaba ante la augusta presencia de la hermana del soberano de Montferrato. Si su educación hubiera sido más mundana, esta circunstancia le habría anonadado. Pero sólo conocía a los príncipes por lo que de ellos decían cronistas o historiadores, que los trataban con bastante familiaridad. Si algo en ella le imponía respeto, era su exquisita distinción y su espiritual belleza, que no consistía meramente en el colorido y líneas de las facciones, sino en el alma e inteligencia que los animaba.

Las manos del joven separáronse por fin del cinturón que había logrado abrochar y con rostro impávido contestó:

Madonna, no os comprendo… Yo no soy mensajero, yo…

—¿Que no sois mensajero? —replicó ella adelantando la dorada cabeza—. ¿No os han enviado para hablarme?… ¡Responded!… ¿No os han enviado?…

—Sólo he venido por permisión de la providencia, que me reserva para algo mejor que una soga.

El desenfado de esta respuesta parecía mitigar el enojo de la princesa. Siguió una larga pausa, durante la que los enigmáticos ojos de Valeria estudiaron al desconocido. Maquinalmente echó atrás la capa que cubría su muy escotada túnica azul zafiro.

—¿Por qué vinisteis entonces? —preguntó ella—. ¿Para espiar?…, No… no… un espía habríase conducido de muy diferente modo… En fin, ¿quién sois?

—Nada más que un pobre estudiante que viajaba para conocer mundo, y que lo va consiguiendo harto precipitadamente. En cuanto a entrar aquí, permitidme que os relate cómo ha sido.

Y con admirable concisión, narró las tristes peripecias de su primera jornada. Disipáronse los últimos vestigios de enfado de aquel noble rostro, y la sombra de una sonrisa entreabrió unos labios que tanto podían expresar inefable ternura, como acerada dureza.

—Y yo pensé… —interrumpióse ella con una sonrisa entre burlona y amarga—. La circunstancia os ha sido favorable, maese fugitivo —volvió a observarle, y tal vez la gallardía de aquella juvenil figura influyera sobre su ánimo al preguntar—: ¿Qué puedo hacer ahora por vos?

Él contestó no como un pobre estudiante habla a una egregia princesa, sino con la sencillez con que un hombre contesta a una mujer.

—Si sois lo que vuestro semblante indica, madonna, me dejaréis aprovechar un error que no os supone más perjuicio que el de esta ropa.

—Ella alzó la mano con ademán de protesta y exclamó:

—¡Bah!… no hablemos de eso —y quedándose pensativa murmuró—: Pero he pronunciado nombres…

—¿Sí?… No los recuerdo —y en respuesta a la incrédula mirada de Valeria, añadió él—: Una buena memoria, madonna, consiste en recordar y en olvidar, y yo la tengo excelente… Cuando salga de este Jardín, se borrará de mi mente el haber estado en él.

Tras de una pausa, dijo ella lentamente:

—Si yo estuviera segura de que podía confiar en vos…

—Si no lo estáis, más vale que llaméis a la guardia. Pero —añadió él con insinuante sonrisa—, no podéis estarlo de que entonces yo no recordara súbitamente los nombres que ahora he olvidado.

—¡Ah!… ¿Me amenazáis?…

El tono con que fueron pronunciadas estas palabras demostró que el tiro fue certero.

La dama tenía un secreto cuyo descubrimiento le causaba alarma. Bellarión demostró en su respuesta la agudeza de su ingenio:

—No, señora. Pero os demuestro que debéis confiar en mí, puesto que si desconfías, no podéis mandarme prender… ni debéis dejarme, en libertad.

—¡A fe mía!… Muy sutil sois, para haberos criado en un convento.

—Se puede aprender mucha sutileza en los conventos, señora.

Si fue que el encanto de la princesa le movió a servirla, o si quiso ofrecer una compensación por los beneficios recibidos, probablemente él mismo no lo supo al hacer la siguiente proposición:

—Si queréis tener confianza en mí, madonna, podréis utilizarme y resarcimos vos misma.

—¿Cómo utilizaros…?

—Como mensajero, en lugar del que esperabais, sí, como supongo, tenéis algún mensaje que enviar.

—¿De dónde suponéis…?

—De lo que dijisteis.

—Dije tan poco…

—Pero yo comprendí mucho… Demasiado tal vez. Dejad que os exponga mi razonamiento —en realidad estaba orgulloso de él—. Esperabais un mensaje de cierto caballero Barbaresco; dejasteis la puerta del jardín abierta para facilitar la entrada del mensajero, y os paseabais sola por esta parte de la terraza para esperarle, mientras que vuestras damas, una de las cuales, al menos, es vuestra confidente, entretenían a los caballeros en la pradera de la parte baja. Vuestro pecho encierra secretas angustias porque ya hace quince días que no se ha dejado ver el señor Guifredo y teméis que haya sucedido alguna desgracia a éste, o al caballero Barbaresco. De dónde colijo que la causa de estos secretos mensajes debe ser peligrosa. ¿He acertado?

La pregunta era superflua, pues el rostro de Valeria era la mejor respuesta.

—Demasiado bien para uno que sólo es lo que pretendéis ser vos.

—Eso es, madonna, porque no estáis acostumbrada a pensar por deducciones —dijo él.

—¿Sabéis lo que mis deducciones me dicen? —preguntó ella con desdén.

—Puedo creer cualquier cosa, madonna —contestó él aludiendo al tono en que fue hecha la pregunta.

—Pues que habéis sido enviado para tenderme un lazo.

Los labios del joven se entreabrieron con tranquilizadora sonrisa.

—La deducción no es exacta. Si yo fuera enviado ¿por qué habían irme ni darme caza? Además ¿no vendría provisto de algún trivial que fuera a fin de aseguramos de que yo era el mensajero por quién tan dispuesta estabais a tomarme?

Las razones eran convincentes pero Valeria aún vacilaba.

—Mas habiendo adivinado tanto… ¿por qué os ofrecéis para servirme?

—Digamos por gratitud hacia quien me ha salvado quizás, la vida.

—Lo hice por equivocación… No me debéis gratitud.

—Quiero pensar, madonna, que me habríais dispensado la misma caridad sin la equivocación. Además, acabo de recibir este rico traje, y me parece muy natural, siendo hombre agradecido, que trate de servir a quien me lo ha dado.

Con estas palabras disfrazaba el deslumbramiento que le había causado la rara beldad de la princesa, pero era una deducción que no se a confesar ni aun a sí mismo.

Ella volvió a contemplarle, cual si sus penetrantes ojos quisieran apreciar lo que era y lo que podría ser.

—Ésas son razones que no se admiten en el mundo —observó la dama—. Yo no conozco el mundo —contestó él.

—Así debe ser cuando os proponéis resucitar la caballería andante.

Pero la princesa, como había él adivinado, se encontraba en situación angustiosa y empezó a creer que la providencia había conducido allí a aquel muchacho, no sólo para salvarse él, sino para que le salvara a ella.

—El servicio podría haceros correr riesgos superiores a los de esta noche —advirtió ella.

—El riesgo embellece las empresas —afirmó él—, y con un poco de ingenio se vence.

La sonrisa de Valeria se acentuó hasta convertirse casi en risa, al decir:

—Mucha confianza tenéis en vuestro ingenio.

—¿Queréis decir con eso que las experiencias de las últimas veinticuatro horas debieron hacerme humilde? Os aseguró que la, lección no será perdida, y no volveré a fiarme de apariencias.

—Bueno, pues vamos a hacer la prueba —y le confió un mensaje, en realidad de escaso compromiso, y cuyo desempeño no parecía peligroso. Reducíase a buscar al caballero Barbaresco, de quien sólo le dijo que vivía en una casa detrás de la catedral, y después de informarse de su salud, añadiría que la falta de noticias la tenía inquieta. Como credencial, le entregó la mitad de un ducado de oro, cortado por, el centro—. Mañana por la tarde —concluyó ella— encontraréis también entornada la puerta del jardín, y yo esperándoos a la misma hora.