L parque, al que había entrado por el portón que daba a la callejuela, era muy extenso a juzgar por lo que alcanzaba su vista. Seguramente, encontraría en él algún escondite, hasta que terminara la caza.
Con paso cauteloso acercóse a un arco tallado en tupido boj, desde el que se descubría un panorama paradisíaco. Después de una amplia avenida, por la que paseaban dos pavos reales, brillaban las cristalinas aguas de un lago, del que surgía un precioso pabellón de mármol blanco, cuya redonda cúpula y esbeltas columnas le daban el aspecto de un diminuto templo romano que parecía flotar sobre las aguas.
Un puente de blancas barandillas cubiertas de geranios en flor, daba acceso al pabellón desde la orilla.
Desde esta especie de meseta, se iniciaba un declive del terreno, que formaba otras dos terrazas más abajo, a las que caían, en estanques, de piedra, las aguas del lago formando cascadas, bordeadas por viñas cubiertas de su purpúreo fruto. En la parte más baja se extendía una pradera de color de esmeralda, que llegaba hasta una tapia cubierta de hiedra y salpicada por nichos en los que unas estatuas de mármol parecían aún más blancas por el contraste con el verde oscuro.
A la derecha, una vasta explanada se extendía ante un imponente edificio medio palacio, medio fortaleza, franqueado por macizas y almenadas torres.
En la pradera se movían figuras humanas, de ambos sexos, con tan vistosos atavíos, que oscurecían el plumaje de los pavos reales inmediatos, y el cálido ambiente de la tarde, tras las suaves notas de un laúd tañido por indolente mano.
Bellarión no tenía ojos para admirar tanta belleza, mas de súbito detuvo el aliento, porque a su fino oído había llegado rumor de pasos, y un instante después, se encontró frente a una mujer, cuyos movimientos, por lo elásticos y furtivos, tenían incomparable distinción.
Durante unos segundos se miraron con fijeza el uno al otro, y aquella imagen, vista en momento crítico, estaba destinada a no borrarse jamás de la memoria de Bellarión. Era muy joven, de mediana estatura, y su azulada túnica de seda azul zafiro, bordada de oro, revelaba la esbeltez de su cimbreante figura. Tenía una imperiosa dignidad templada por una gracia exquisita. Por lo demás, sus cabellos eran de un tono de oro rojizo, más brillante que las mallas doradas de la enjoyada redecilla que los contenía; el rostro, de óvalo un poco estrecho y nariz un tanto larga para la perfecta simetría, era, por esta misma razón, más expresivo y de belleza más singular y sus gran des ojos oscuros, inteligentes y pensativos, estaban llenos de preguntas al fijarlos en el intruso. Eran unos ojos tan investigadores e irresistibles, que le arrancaron una confesión general.
—¡Señora! —tartamudeó. ¡Piedad!… Me persiguen.
—¡Persiguen! —repitió ella demostrando súbito interés en los grandes ojos oscuros.
—Si me cogen… me ahorcarán —prosiguió él, para reforzar la impresión causada.
—¿Quién os persigue?
—Un oficial de la justicia y sus hombres.
Él hubiera querido añadir que imploraba su gracia para un inocente injustamente acusado, mas ella le hizo una seña de que se callara, y juntando sus manos de patricia, sobre las que caían las ajustadas mangas de la túnica, lanzó una investigadora mirada circular y dijo:
—Venid… yo os ocultaré —y con una nota de ansiedad en la voz que a él le pareció arrancada de un caritativo corazón, añadió: Si os encuentran aquí, todo está perdido; inclinaos lo más posible y seguidme.
Obedeció Bellarión, poniéndose casi en cuatro patas, a fin de quedar a cubierto por el pequeño parapeto de ladrillo que servía de balaustrada a la terraza. Delante de él marchaba la joven dama con paso lento, demostrando a Bellarión un extraordinario dominio sobre sí misma y un calculador ingenio. «Una tonta —se dijo a sí mismo— habría andado de prisa, llamando la atención y provocando preguntas».
Llegaron sin novedad a la entrada del puente de mármol, que estaba cruzado por anchos peldaños que subían hasta una pequeña plataforma en el centro, volviendo a bajar por el otro lado hasta el nivel del pabellón.
—¡Esperad! —dijo ella, deteniéndose, y sus oscuros ojos se dilataron con expresión de terror. Por el lado del palacio llegaba un inconfundible ruido de armas y de pasos precipitados—. ¡Demasiado tarde! —exclamó ella—. Si subís ahora, os verán —y dando, nueva muestra de su serenidad, añadió—: Marchad delante agachado, yo iré detrás sirviendo de pantalla, y espero que no os verán.
—Esa esperanza es tan leve —observó el estudiante—, como la pantalla que puede ofrecer vuestra esbeltísima, figura, señora. Si el cielo os hubiera hecho tan gruesa como caritativa, no vacilaría; mas no siendo así, tengo un medio mejor.
Un fruncimiento de cejas arrugó la tersa frente de la dama. Mas por tercera vez, en tan breve espacio de tiempo, demostró que sabía dominarse, y preguntó.
—¿Un medio mejor?… ¿Cuál?
—Ése —contestó él, echándose al suelo y arrastrándose como un reptil hacia el lago.
—¿Qué veis a hacer? ¡El lago es muy profundo!
—Mejor —respondió Bellarión—. Así no me buscarán en él, —y respiró varias veces hondamente, preparándose para una larga inmersión.
—¡Esperad!… Decidme al menos…
Interrumpióse ella, al ver que el joven había desaparecido…
Éste entró en el agua sin hacer el menor ruido, deslizándose como una nutria, y a no ser por la onda que cruzó el lago, ningún signo visible quedó en él.
La dama, inmóvil, esperaba ver surgir la cabeza por algún lado, mas esperó en vano y con creciente alarma. Por detrás de ella se acercaban las voces aumentando de volumen. Los hombres de armas avanzaban rápidamente escoltados por el grupo de cortesanos que se solazaban antes en la pradera y que los seguían por curiosidad.
De pronto, de un grupo de alisos levantó el vuelo una gallina de agua, dejando arrastrar las patas por el agua, sobre la que al fin se posó a poca distancia de la orilla. En el mismo punto algo debía pasar que causó momentánea alteración en la superficie del agua, que se vio en parte invadida por numerosas burbujas. Después, todo se calmó, incluso la alarma de la damisela, que había dado acertada interpretación a estas señales.
Cubriendo la blancura de sus delicados hombros con la capita bordeada de armiño que llevaba a la espalda, avanzó al encuentro de los soldados, con gesto de sorpresa. Éstos eran cuatro, al mando del mismo oficial que invadió la «Hostelería del Ciervo» en busca de Lorenzaccio.
—¿Qué pasa? —preguntó la dama en tono duro, cual si considerara una ofensa el entrar en sus jardines—. ¿Qué buscáis aquí?
—Buscamos a un hombre, madonna —contestó el oficial, sin aliento para decir más.
Los sombríos ojos pasaron rápida revista a los presentes cortesanos y repitió su dueña:
—¡A un hombre!… Mucho tiempo hace que no he visto por aquí ese portento.
De los tres a quienes fue dirigido este dardo, dos se echaron a reír con desvergonzado cinismo, y el tercero enrojeció, lanzando a la dama una mirada de reproche. Era su hermano menor, adolescente aún, y tenía los mismos ojos oscuros y el pelo de oro rojizo; también las facciones eran parecidas, pero carecían de la firmeza y decisión impresas en las de la dama. Cubría su gracioso y juvenil cuerpecillo con suntuosa túnica de brocado de oro, cuyas amplias mangas verdes casi tocarían al suelo. De su cinturón de oro remachado pendía rico puñal con puño de orfebrería. Un gigantesco rubí adornaba su gorra verde, y sus piernas desaparecían en ajustadas perneras, una verde y otra amarilla, llevando zapato amarillo en la verde y verde en la amarilla. Tal era, a los quince años, el muy alto y poderoso señor Gian Giacomo Paleólogo, marqués soberano de Montferrato.
Sus dos acompañantes eran Micer Corsario, su preceptor, hombre de más de treinta años, con cara de zorro, cuya rica túnica de púrpura más propia parecía de cortesano que de pedagogo, y el caballero Castruccio de Fenestrella, joven de unos veinticinco años, que vestía lujosa hopalanda escarlata. Su rostro no era mal parecido, a pesar de su palidez y embusteros ojos. Sobre éste recayó el mal humor del principito, que se volvió diciendo:
—¡No te rías, Castruccio!
Mientras tanto, el capitán tomaba sus disposiciones.
—Dos de vosotros registrad la espesura, golpead los macizos… Vosotros venid conmigo —y dirigiéndose a la princesa, preguntó—: ¿Vuestra Alteza no ha visto a nadie?
Su Alteza tuvo que apelar a una evasiva.
—¿No lo habría dicho ya, si hubiera visto a alguien?
—No obstante, hace pocos minutos que ha entrado un hombre por la puerta del jardín.
—¿Le habéis visto entrar?
—He visto señales ciertas de que ha entrado.
—Señales, ¿qué señales?
El oficial explicó el caso.
—Poca justificación es ésa para invadir mi jardín, señor Bernabo —dijo ella, con desdeñoso, mohín.
El militar, muy confuso, replicó:
—Alteza, equivocáis mis motivos…
—Puede que sí —le interrumpió ella, volviéndole la espalda. Dirigiéndose a los dos soldados que le quedaban, mandó el jefe:
—Vamos al templete.
—¿Sin mi licencia? —preguntó ella, volviéndose, indignada—. Habéis de saber que ese templete es mi retiro particular.
El capitán atrevióse a responder:
—Por el momento no lo es, princesa; está en manos de albañiles, y ese hombre pudiera estar escondido…
—¡No lo está!… No ha podido entrar sin verle yo… precisamente vengo de allí.
—La memoria os es infiel, Alteza. Al acercarnos veníais a lo largo de la terraza.
La princesa enrojeció al ser pillada en contradicción, e hizo una pausa antes de contestar lentamente:
—Vuestros ojos son demasiado perspicaces, Bernabo —y en tono que le hizo cambiar de color, añadió—: Lo tendré presente, así como la falta de crédito que dais a mi palabra —y le despidió con ademán desdeñoso, diciendo—: Haced vuestras pesquisas, sin guardarme consideraciones.
El oficial vaciló un instante, inclinóse después con rigidez y haciendo una seña a sus hombres, los condujo al puente de mármol.
Y tras un registro tan minucioso como inútil, el oficial volvió con sus hombres, a los que se había unido la segunda pareja, cuyas pesquisas tampoco fueron afortunadas. La princesa Valeria y el vistoso grupo de caballeros paseaban a lo largo de la terraza.
—¿Venís con las manos vacías? —dijo en tono burlón.
—Apostaría mi vida a que entró en el jardín afirmó el Capitán con terquedad.
—Bien hacéis en apostar cosa de tan escasa valía.
Sin hacer caso de la pulla, ni de las risas con que fue coreada, dijo el oficial resuelto:
—Tengo que dar parte a Su Alteza. ¿Afirmáis positivamente, madonna, no haber visto a ese individuo?
—¿Estáis loco?… ¿Aún os atrevéis a interrogarme? Si tanta es vuestra seguridad, seguid buscando y no preguntéis.
El oficial se dirigió a los restantes.
—¿No habéis visto, —señoras y caballeros, un tunante… un mocetón vestido de verde?
—¡De verde! —exclamó Valeria—. ¡Qué bonito!… Conque, ¿de verde? Sería un fauno… o tal vez mi hermano…
—¡Yo no voy de verde! —protestó el joven príncipe—, ni he ido por ese lado del jardín… Se está burlando de vos, señor Bernabo… ¡Ese maldito humor!… No hemos visto a nadie.
—¿Ni vos tampoco, Micer Corsario? —preguntó el capitán al pedagogo, que por su edad y cargo parecía el más indicado para contestar con seriedad.
—No, por cierto —respondió el interpelado—; nosotros, como habéis podido ver, estábamos al otro lado del jardín. Mas puesto que madonna estaba por aquí, y afirma…
—Pero ¿es que madonna afirma algo? —insistió el oficial.
La princesa Valeria le miró con glacial desdén al decir:
—Todos han oído lo que he dicho, y no gusto de repeticiones.
—¿Lo veis? —apeló el capitán a los presentes.
El joven marqués vino en su ayuda.
—¿No podéis contestar sin rodeos, Valeria, y acabar de una vez? ¿Porqué siempre ese afán de sutilezas?
—Porque ya he contestado y no se ha concedido crédito a mi respuesta. No quiero dar al señor Bernabo ocasión de repetir una ofensa, que tardaré en olvidar —y volviéndose a sus damas, añadió—: Ven, Dionara… y tú también, Isolda… Empieza a refrescar.
Y Valeria, seguida por sus damas, echó a andar hacia palacio.
El pobre oficial se rascó la barbilla con ademán de consternación, y el caballero Castruccio le dijo en tono regañón:
—Obráis neciamente, Bernabo, al enfadar a la princesa. Además, ¿qué clase de pájaro es el que intentáis coger?
El soldado estaba pálido de despecho.
—Ya habéis visto, lo mismo que yo, que al cruzar nosotros los jardines, Su Alteza venía a la largo de la balaustrada.
—Si tal - Asintió Corsario —y todos vimos que venía sola; si un hombre, como suponéis, hubiera entrado por esa puerta, no podía ir más lejos de aquella terraza ya registrada por vuestros hombres… ¿Cómo suponéis que es el que buscáis?
—¿Suponer?… Yo sé de cierto…
—¿Qué sabéis?
—Que es un truhán, un bandido camarada de Lorenzaccio da Trino, quien —hace una hora se nos ha escapado de entre las manos.
—¡Vive Dios! —exclamó Corsario con sincera sorpresa—; yo había creído… —interrumpióse disimulándolo con una carcajada—. Y ¿podéis figuramos que la princesa Valeria vaya a ocultar un ladrón?
—¿Quién es capaz de figurarse lo que pueda hacer la princesa Valeria?
—Yo puedo figurarme que os mandará sacar los ojos por poco que la ayudéis —insinuó el caballero de Fenestrella, con la malicia que lo era natural—. Ya habéis oído lo que ha dicho… La próxima vez no le digáis todo lo, que veáis… Es muy imprudente el ayudar a que una mujer sepa algo.
El joven marqués aplaudió la filosofía de su amigo. El jefe de la patrulla contempló el grupo y dijo:
—Señores… voy a proseguir la busca.
Así lo hicieron hasta que cerró la noche, registrando minuciosamente cada bosquecillo y cada macizo que pudiera ser lugar de escondite para un hombre.
El otro llegó a creer que, o bien se equivocó al afirmar que el tunante se había refugiado en el jardín, o bien aquél había encontrado medio de salir de él.
Retiráronse al fin los soldados con las orejas gachas, y los tres caballeros que los habían acompañado en sus pesquisas, sin ocultar lo que les divertía su fracaso, fuéronse a cenar.