Capítulo III

EL suceso que desvió tan brutalmente a Bellarión de la pacífica senda del estudio, poniendo término a sus aspiraciones de aprender el griego, cayó sobre él tan súbitamente, que apenas se dio cuenta hasta que hubo pasado.

El fraile y él cenaron en la desaseada y concurrida «Hostelería del Ciervo» (así llamaba en honor de los señores de Montferrato, que habían adoptado esta divisa), y preciso es confesar que comieron abundantemente y bien, bajo los auspicios de maese Benvenuto, quien demostró a su primo un afecto en verdad fraternal. Los había colocado en una mesita inmediata a una alta y estrecha ventana abierta, algo separados de la ruidosa concurrencia que llenaba el local, muy bajo de techo, de modo que el tufo compuesto de ajo, viandas pasadas y aceite malo, que infestaba la habitación se diluía para ellos en el fresco ambiente de la tarde.

El tabernero les sirvió personalmente, después de un breve diálogo sostenido con el fraile en voz tan baja, que ni una palabra llegó a oídos del mozo. Les trajo lo mejor que tenía: una gallina seca y vieja que subió de la cueva y una jarra de vino de Valtellini, digna de más limpia mesa.

Bellarión, muy cansado y hambriento, hizo amplio honor a la cena, sin prestar atención a la charla de su compañero, que enumeraba prolijamente las ventajas de viajar bajo la égida del glorioso San Francisco. La verdad es que no oía ni la mitad de las palabras del fraile; en primer lugar, porque éste hablaba con la boca llena, y en segundo, por el mucho ruido que había en el local, repleto de gente de la más baja estofa, como testimoniaban las blasfemias y obscenidades de su lenguaje. Allí había campesinos de los pueblos ribereños del Po, que acudieron al mercado, hombres rudos y atezados, muchos de ellos con sus no menos morenas hembras. No faltaban labradores de los suburbios, mezclados con otros que, por sus delantales de cuero, se podían clasificar como artesanos. En una mesa, un grupo compuesto de cuatro hombres y una mujer, apuraban las copas entre ruidosas carcajadas. Los hombres eran soldados, a juzgar por los coletos de cuero y las armas de que estaban erizados sus cinturones. La mujer era una criatura sinuosa con mejillas hundidas y pintadas, cuya falsa alegría resultaba siniestra.

La primera vez que la oyó estremecióse Bellarión.

—Ríe, como deben reír en el infierno —dijo el fraile.

Bellarión, por toda respuesta, le miró como si él también tuviera ganas de reír.

Mas pronto se acostumbró el estudiante a ese ruido, entre los otros muchos que sonaban de continuo, de los que formaban parte el chocar de platos y vasos, y los gruñidos de un perro que había descubierto un hueso entre las inmundicias de que estaba cubierto el suelo.

Satisfecho el estómago, Bellarión sintió que se le cerraban los ojos. Había pasado la noche en el campo, y desde el amanecer casi no había descansado; nada tiene, pues, de sorprendente que mientras su compañero y el tabernero charlaban en voz baja, él diera una cabezada.

Corto debió ser su sueño, un cuarto de hora quizá, pero al despertar ya se había desvanecido la mancha del sol que entraba por la ventana bajo la que estaban sentados. Esto no lo observó en el primer momento, pero lo recordó después. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue una cabeza asomada a la ventana que tenía enfrente, y a la que volvía el fraile la espalda. Sobre el marco y debajo de la cara, se veían las manos del que había trepado a la ventana desde la calle. Antes de que el joven pudiera gritar, como fue su intento, ya había desaparecido la cabeza, y ésta era la de labrador con quien habían comido aquel mismo día.

El fraile, sorprendido por la mirada fija en Bellarión, le preguntó:

—¿Qué te pasa?… ¿Qué miras?

Lo dijo el muchacho, y por respuesta oyó una horrenda blasfemia que le dejó aturdido. El rostro del fraile sufrió súbito cambio. Un espasmo de miedo y rabia descubrió sus colmillos de fiera; los hundidos ojos tomaron expresión siniestra, hizo un rápido movimiento para huir, y no menos rápidamente quedóse quieto.

En la puerta había aparecido el labrador, seguido de otros.

El fraile volvió a sentarse, aparentando tranquilidad.

—Allí está sentado ese tunante de fraile ladrón —exclamó el campesino al descubrirle.

Este grito, y más aún la vista de los que acompañaban al denunciante, impuso momentáneo silencio a la muchedumbre. El primero que le seguía era un joven cuyos arreos e insignias militares proclamaban que era oficial del capitán de justicia de Casale. Detrás de él avanzaron dos soldados provistos de picas cortas.

El labrador los guió directamente a la mesa bajo la ventana, repitiendo:

—¡Aquél es!… ¡Aquél es!… —con ademán hostil avanzó la cabeza hacia la del fraile, y pegando un puñetazo en la mesa, empezó—: Y ahora, bribón…

Pero fray Sulpicio levantó los ojos con expresión mansa y le interrumpió diciendo:

—¿Me hablas a mí, hermanito?… ¿Me llamas bribón? ¡A mi! —sonrió con tan resignada tristeza, que desconcertó un poco al campesino—. Confieso que soy un pecador, porque todos lo somos, pero no sé en qué puedo haberle ofendido, hermano.

Tanta mansedumbre, cortó los vuelos al acusador, pero el oficial, adelantándose, preguntó con imperioso tono:

—¿Cómo os llamáis?

Fray Sulpicio, mirándole con expresión de reproche, dijo:

—Pero, hermano…

—¡Contestad y pronto!… Este hombre os ha acusado de robo.

—¡De robo! —Con un suspiro prosiguió el fraile—: No quiero caer en el pecado de la ira, hermano… Pero tal acusación da risa… ¿Para qué quiero yo más protección que la de San Francisco, si él me da lo poco que necesito?… ¿Qué son para mí los bienes terrenales?… ¿De que se me acusa?

Esta vez contestó el labrador:

—De haber robado treinta florines, una cadena de oro y una cruz de plata, de un cajón en la alcoba en que dormisteis la siesta.

Bellarión recordó la prisa del fraile por alejarse de la hacienda, y sus miradas atrás hasta que encontraron al arriero. A éste se debe, pensó, el que no fuera cogido entes. Sin duda, el centinela de la puerta dijo al labrador que un fraile y un muchacho vestido de verde habían entrado con un arriero. El labrador buscaría a éste, y lo demás estaba claro. Tan claro como que el lego era un grandísimo ladrón, que seguramente llevaba también sus cinco ducados sobre su indigna persona.

Juróse que en lo futuro sólo se guiaría por su propio instinto y golpe de vista, sin dejarse influir por prejuicios ni circunstancias.

—Conque, ¿no sólo me acusan de robo, sino de haber devuelto mal por bien, abusando de la caridad que se me dispensaba? Muy grave es la acusación, hermano, y hecha con temeraria precipitación.

Un murmullo de simpatía salió de la concurrencia, entre la que no faltaban los forajidos, que siempre están dispuestos a ir contra la justicia.

El fraile abrió los brazos, diciendo:

—No quiero que la propia defensa me lleve a romper mis votos de humildad. Yo no digo nada. Podéis registrarme, a ver si encontráis lo que dice ese hombre que he robado, sin más pruebas que la de haber dormido un rato en esa habitación.

—¡Acusar a un sacerdote! —exclamó una voz indignada, a la que hizo coro un murmullo de asentimiento, que provocó la risa del joven oficial, quien giró sobre sus talones para enfrentarse con los murmuradores:

—¡Un sacerdote! —repetía, en tono de mofa—. ¿Cuándo ha dicho la última misa su paternidad?

Fray Sulpicio murmuró que sólo tenía órdenes menores, y sin dejarle acabar, repitió el oficial:

—¿Cómo os llamáis?

—¿Cómo me llamo? —los ojillos del fraile parecieron más negros que nunca en la lívida palidez de su rostro—. No seré yo el que pronuncie mi nombre, pero aquí lo tienes escrito… ¡Mira! —y sacó un pergamino que exhibió bajo las propias narices del soldado.

Éste, después de echar una ojeada, se lo devolvió al fraile, diciendo:

—¿Cómo he de leerlo si está al revés?

El franciscano lo tomó con mano un poco trémula y dio la vuelta a la hoja de pergamino. Bellarión tuvo tiempo de enterarse de dos cosas: de que el escrito estaba el derecho la primera vez, y de que era la carta que le habían robado.

El doble descubrimiento le dejó atónito. Ya no cabía duda de que el fraile era quien le había robado; además, debía hallarse en desesperada, situación para querer ocultarse bajo falsa identidad y, por último, el pretender que el documento, estaba al revés había sido un lazo para saber si el pretendido lego sabía leer, en el que éste cayó como un bobo.

El oficial rió largamente de su propia agudeza.

—Ya sabía yo que no eras fraile —dijo—, y hasta sospecho quién eres. Aunque hayas robado un hábito, se necesita más que eso para cubrir tu desfigurado rostro, y la cicatriz que llevas en el cuello… Tú eres Lorenzaccio da Trino, y en la cárcel hay un calabozo que te está esperando.

La sensación que produjo este nombre en la taberna hizo que los testigos de la escena avanzaran aún más hacia la mesa colocada bajo la ventana. Debía ser el nombre de un famoso bandolero, conocido de todos en la comarca, menos de Bellarión. Mas para éste, en aquel momento, lo más urgente era recobrar la carta del abad.

—Este pergamino es mío —anunció—. Esta mañana me lo robó este falso fraile.

La interpelación del muchacho atrajo la general atención sobre él. Al pronto, se quedó parado el oficial; mas después volvió a reír:

Ya tenemos a Juan que niega a Pedro… Sabido es que el aprendiz de, ladrón se finge víctima del maestro en cuanto cogen a éste. Es un ardid muy viejo, chiquillo, y que no sirve en Casale.

Bellarión se revistió de gran dignidad al contestar:

—Os arrepentiréis de vuestras palabras, señor oficial. Yo soy el joven de que se trata en ese pergamino, como puede atestiguar el abad de Gracia, en Cigliano.

No hay necesidad de molestar a su reverencia —dijo con zumba el soldado—. Unos cuantos minutos en el potro ya te desataran la lengua.

—¡El potro! —Bellarión sintió que se le encogía la piel a lo largo del espinazo.

¿Sería posible que le tomaran por un bandolero por el mero hecho de acompañar al falso fraile? ¿Iban a romperle los huesos hasta que se acusara a sí mismo?… ¿Era así cómo se administraba justicia?

De pronto sonó un grito del labrador, y las cosas se precipitaron de un modo inesperado.

Mientras que el oficial hablaba con Bellarión el falso lego se aproximó suavemente a la ventana. El labrador, al darse cuenta del movimiento, gritó aterrado:

—¡Cogedle! —y temiendo que con él pudiera desaparecer lo robado, precipitóse hacia Lorenzaccio, al que asió por un hombro. Volvióse el bandolero echando lumbre por los negros ojillos, algo brilló en su diestra, y un instante después hundió su puñal en el pecho de su apresador. Fue un movimiento tan rápido y certero como la zarpada de un oso. La víctima cayó en los brazos de los dos soldados, que se habían adelantado, y la confusión fue indescriptible. Con ella había contado Lorenzaccio, que la aprovechó con vigor y rapidez extraordinarios para encaramarse de un brinco a la abierta ventana y saltar a la calle.

La taberna se convirtió en un Infierno de gritos y lamentos, entre los que sobresalían las inútiles voces de mando del joven oficial. Uno de los hombres de armas sostenía el inerte cuerpo del labrador, mientras que el otro intentaba en vano seguir al bandido por donde éste se fue, sin tener agilidad para ello.

Bellarión, mudo de estupor, miraba espantado al infeliz campesino, cuando sintió que le tiraban de la manga. Al volverse, vio la pintada cara de la mujer cuya risa le había crispado los nervios; tenía hermosos ojos, que le miraban, con bondadosa lástima al decirle con febril prisa:

—¡Huye!… ¡huye!… ¡Es tu única salvación!… ¡Corre!…

—¿Mi única salvación? —repitió él ofendido por el falso juicio. Estaba resuelto a esperar a pie firme a que se le hiciera justicia, mas con el siguiente latido de su corazón diose cuenta de que todas las apariencias estaban en contra suya. Aquella infeliz, aquéllos que le ofrecían su simpatía por creerle tan malo como ellos, indicaban a un hombre cuerdo el único recurso que le quedaba.

—¡Corre, criaturas! —insistió la mujer—. Despáchate, o será demasiado tarde.

El joven miró a los que se agrupaban detrás de ella, y en todos vio miradas invitadoras y apremiantes; el mismo Benvenuto señaló la puerta con el sucio pulgar, haciendo un movimiento que no admitía duda. Como el rostro del joven hubiera revelado la súbita decisión, abrióse la masa ante él ofreciéndole camino, por el que se metió resuelto.

La muchedumbre se cerró apenas hubo pasado, abriéndose a medida que avanzaba, hasta que tuvo libre el camino para ganar la puerta. A su espalda oía la voz del joven oficial que sobresalía del confuso rumor de imprecaciones y juramentos, mandando a sus hombres que despejaran valiéndose de las picas, y llamando a los soldados que estaban en el patio, para coger, al menos, a uno de los bandidos.

Pero la poco recomendable concurrencia parecía muy ducha en esta clase de maniobras. No faltaban en la taberna algunos hombres honrados, pero estaban en minoría y la compasión hacia un pobre muchacho les impedía ponerse del lado de la justicia, y los restantes, fingiendo, solicitud, se agrupaban tan estrechamente en torno de los soldados, que les impedían manejar las picas. Todo esto lo adivinó Bellarión por los sonidos, sin verlos, pues sólo echó una mirada atrás al salir del pestífero establecimiento al fresco ambiente de la plaza. Su primera idea fue acogerse al sagrado de la Catedral, pero antes de llegar, comprendió que sería meterse en la ratonera y tomó a la izquierda, en el preciso instante en que el oficial ganaba la puerta de la hostelería, y seguido de sus hombres emprendía la persecución.

Mientras corría Bellarión como corzo seguido por los perros, entre las callejuelas que rodean la majestuosa obra legada a los posteridad por Liutprando, parecíale su fuga totalmente desprovista de probabilidades de éxito. Sabía de dónde venía, pero no a dónde debía ir, y esto es lo más importante cuando se trata de escapar. Si el instinto de conservación no se hubiera sobrepuesto al razonamiento, habríase detenido para esperar a los que le seguían. Era demasiado inteligente para creer que podía evitar lo inevitable. Una sola razón parecía animarle: el convencimiento de que sus perseguidores no tenía los pies tan ligeros como los suyos, bien fuera por lo pesado del equipo militar, o por llevarles él ventaja en juventud. También reflexionó que si seguía corriendo en línea recta acabaría por llegar a las murallas de la condenada ciudad, pudiendo salir por una de sus puertas al campo. Éstas no se cerraban hasta el anochecer, y faltaba más de una hora para la puesta del sol.

Animado por estas ideas, redobló el paso, llegando a una plaza por uno de cuyos lados se extendía un suntuoso palacio de piedra, con magnifica arcada al ras del suelo. La plaza estaba bastante concurrida y muchas cabezas se volvieran para mirar a la esbelta figura verde que tanta prisa llevaba. Sin preocuparse por lo que pudiera pensar la gente, Bellarión sólo pensó en salvar el espacio abierto, llegando a la callecita que desembocaba enfrente y pronto se encontró en ella, corriendo entre dos altos muros grises y sobre un suelo blando y húmedo. Aflojó el paso para dar un poco de reposo a sus doloridos pulmones. ¿A qué tan incesante carrera?, pensó él… Suponiendo que lograra burlar a sus actuales perseguidores, otros le cogerían, y de todos modos, y esto era lo peor, podía darse por perdido.

Había llegado a pararse y escuchaba. El rumor de pasos a distancia le convenció de que seguía la persecución. El pánico lo espoleó de nuevo, más si le era urgente huir, aún lo era más el recobrar el aliento para poder hacerlo.

Habíase detenido junto a una formidable puerta de roble, con grandes clavos, encajada bajo un profundo arco en el muro. Para descansar un momento, se apoyó en sus macizos cuarterones, y con gran sorpresa suya, el peso de su cuerpo hizo que la gruesa hoja se abriera hacia dentro, y por poco se cayó el fugitivo sobre un cuadro de rosales que estaba inmediato.

Parecía que un poder sobrenatural había dejado entornado aquel portón, sin más objeto que el de salvarle de sus perseguidores. Así pensó él, en un instante de exagerada reacción, sin reflexionar que el hecho de introducirse en terreno desconocido, echando el cerrojo a la puerta, más podría conducir a que le detuvieran que a verse libre.

En el grueso muro, por la parte interior, y a unos dos pies de altura, había un profundo nicho, en el que se sentó Bellarión para disfrutar del placer de creerse en seguridad. Mas no fue duradero su reposo. Pronto oyó rápidos y numerosos pasos por la callejuela, acompañados de cansadas voces.

Bellarión aguzó el oído sonriendo. Pasarían de largo sin adivinar que había hallado aquel portón abierto, y continuarían la inútil búsqueda quizá toda la noche. En cuanto a él, esperaría allí mismo la venida del día, y saliendo por el propio portón, ganaría la puerta más próxima, que ya estaría abierta.

Tales eran los propósitos de estudiante, mas de pronto los pasos se detuvieron y su corazón se detuvo también.

—Ha pasado por aquí —decía una voz ronca—. Mirad las huellas.

—Buena vista tiene díjose Bellarión, escuchando con angustia.

—Razón de más para no detenernos —repetía otra voz—. Ahora ya sabemos el camino que sigue. ¿Vamos a estarnos aquí, mientras se escapa?

—¡Cierra el pico, belitre! —replicó la bronca voz—. Ha venido por aquí, pero no ha pasado. ¡No repliques y mira!, las huellas no van más lejos… Está aquí —y dio un golpe en la puerta con el regatón de la pica, que puso en pie al joven, como si él lo hubiera recibido.

—Pero si esta puerta está siempre cerrada, no puede haber trepado por el muro…

—Digo que está aquí, y basta. Dos hombres que guarden esta puerta, no vaya a volver salir por ella, y el resto vengan conmigo a Palacio. ¡Andando!

La voz era de las que no admiten réplica y los pasos se alejaron acompasadamente, pero otros empezaron a pasearse ante la puerta. Eran los de la pareja que la guardaba.