IRIGIERON sus pasos hacia el camino, por un atajo que cruzaba el bosque y que, al parecer, fray Sulpicio, según dijo el lego que se llamaba, conocía al dedillo. Sin interrumpir la marcha, preguntó aquél a su joven, compañero.
—¿Decías, que también te habían robado una carta?
—¡Ay! —exclamó con amargura Bellarión—, una carta que valía más que los cinco ducados, veinte veces más.
—¿Tanto valía? —preguntó con gesto de incredulidad el fraile—. Pues ¿qué decía en ella?
El mozo, que sabía su contenido de memoria, lo recitó de la cruz a la firma.
—Sé bastante latín para mi oficio, pero no para entenderlo —observó fray Sulpicio rascándose la cabeza, y como viera qué Bellarión le miraba con fijeza, añadió: Los legos de San Francisco nunca hemos tenido fama de doctos… El saber, disipa la humildad.
Bellarión apresuróse a traducir la carta, que decía:
El dador es nuestro querido hijo en Dios, Bellarión, que se ha criado en esta santa casa y ahora va a Pavía para perfeccionarse en Humanidades. Le encomendamos, en primer lugar a Dios, y en segundo, a la caridad de los conventos que halle a su paso, para que le provean de cama y sustento, Invocando la bendición del Señor sobre cuantos la favorezcan.
—Grande ha sido verdaderamente la pérdida —convino el fraile—, pero yo haré el oficio de carta mientras estés conmigo, y al separarnos ya cuidaré de que el superior de los agustinos de Sesia te provea de otra semejante. Lo hará si yo se lo ruego.
El joven expresó su gratitud con un fervor dictado por la vergüenza que lo causaban sus anteriores sospechas. Tras de una pausa, preguntó al fraile:
—¿Con que te llamas Belisario?… Es un nombre singular.
—Belisario, no; Bellarión, o mejor dicho, Bellarione.
—¿Bellarione?… Eso no suena a cristiano… ¿Dónde te han puesto semejante nombre?
—De fijo que no fue en la pila bautismal. En ella me bautizaron según el buen San Hilario, que sigue siendo mi patrón.
—Entonces, ¿por qué?…
—Hay cierta historia… que es la mía —contestó el joven, y animado por el lego, se puso a contarla.
»Nací, por lo que puedo colegir, por el año de 1384, en una aldea cuyo nombre, al igual del de mi familia, nunca supe.
»No puedo despertar en mi mente la imagen de mis padres. De mi padre, lo único que sé es que existió, y de mi madre tengo el recuerdo de que era una furia, a la que todos temían. Una de mis primeras impresiones es la sensación del miedo que nos invadía al oír su estridente y regañona voz, y aún me parece que la oigo cuando se alzaba para llamar a mi hermana Leocadia, cuyo nombre es él único que recuerdo aunque sé que éramos varios, por lo menos media docena de criaturas: que jugábamos en una habitación mal blanqueada y sin más luz que un ventanillo a una fementida callejuela. Leocadia, que debía ser la mayor, era la que se cuidaba de nosotros, y tengo una vaga idea dé una, mozuela muy flaca, cuyas desnudas piernas se veían a través de los jirones del zagalejo. Entre las nieblas del pasado, veo una demacrada carita, medio perdida entre enredadas guedejas de pelo amarillo; y al recordarla oigo unos pesados pasos en la escalera y una voz de agrio timbre, que grita: —¡Leocadia!, a la que sigue un revuelo entre la gente menuda, que corre a esconderse de un ya olvidado peligro.
»Esto es cuanto puedo deciros de mi familia, hermano. Convendréis conmigo en que, ya que mi memoria no llega a más, es lástima que llegue a tanto. Sin estas confusas reminiscencias de mi infancia, podría hacerme la ilusión de que había nacido en un palacio, siendo vástago de ilustre casa.
»Por lo que el abad me dijo, y mis posteriores estudios, deduzco que esto debía pasar por los años de 1389 ó 1390, cuando las enconadas luchas entre güelfos y gibelinos[4] azotaban esta misma comarca por la que viajamos ahora. Una tarde, al anochecer, llegó una tropa de gibelinos a mi aldea natal, entregándose al saqueo y toda clase de demasías, como de costumbre. El terror y la confusión se adueñaron de todas las casas, incluso de la nuestra, —aunque bien sabe Dios que poco había que robar en ella. Ya de noche, recuerdo que estábamos acurrucados en la oscuridad, oyendo el ruido de los atropellos que se cometían en los barrios que supongo debían ser los más opulentos del lugar. En las tinieblas, caía la fuerte respiración de mí madre (que por esta vez no nos daba miedo), y los entrecortados gemidos de mis hermanitos. Deseando huir del pánico general, abandoné furtivamente la estancia. Desde aquel momento mi memoria empieza a ser más clara, como si aquella crisis hubiera despertado mi ingenio.
»Recuerdo que bajé a tientas una carcomida escalera, y que caí, desde la altura de unos cuantos escalones, al fango del arroyo.
»Me levanté lleno de contusiones y de lodo. En otra ocasión me habría echado a llorar, mas por entonces, me agobiaban mayores preocupaciones. En la calle se oían más distantes los gritos y arcabuzazos que me helaban la sangre. A mi derecha, el cielo estaba enrojecido por las llamas, y yo, instintivamente, eché a correr en dirección contraria, y pronto quedaron atrás las casas y me encontré en una solitaria carretera alumbrada por la luna, y que me pereció debía conducir a la eternidad.
»Yo que no pasaba por entonces de cinco años, debía de ser muy robusto para esa edad, pues mis piernecillas, empujadas por el miedo, me llevaron casi toda la noche, hasta que extenuado caí a tierra, quedándome dormido. Ya era de día cuando desperté, encontrándome entre las manos de un hombrón con espesa barba, cubierto de acero de pies a cabeza. Junto a él, se mantenía quieto un hermoso caballo tordo, y a sus espaldas se alineaban unos cincuenta jinetes, cuyas lanzas se alzaban por encima de sus cabezas, y que miraban la escena con risueña curiosidad.
»Con voz increíblemente suave en guerrero de tan fiera catadura, preguntó quién era y de dónde venía, preguntas ambas a las que no supe contestar. Para darme más confianza, me ofreció fruta y pan; un pan como no lo había comido en mi vida.
»—No podemos dejarte aquí, pequeño —dijo el desconocido—, y puesto que no sabes dónde vives, tendré que encargarme de ti.
»Yo ya no te temía. ¿Por qué le había de temer? Nadie me había tratado, que yo recordara, con tanto cariño, y añadiré que al encontrarme sobre la silla del gigantesco tordo, me sentí completamente feliz.
»Un mes, poco más o menos, permanecí junto al guerrero que me recogió, hasta que nuevas campañas le obligaron a dejarme en el convento de los agustinos de Gracia, cerca de Cigliano. Allí me cuidaron como si hubiera sido un príncipe, en vez de un pobre vagabundo. Duran dos o tres años, mi protector vino a verme a intervalos irregulares. Después, no le volví a ver, ni a saber nada de él, y desde entonces los agustinos fueron mi único amparo. Ésa —concluyó— es toda mi historia».
—Toda no —le recordó el fraile—; decías que tu nombre…
—¡Ah, sí! En el primer día que viajaba con el bondadoso hombre de armas, llegamos a una ciudad, haciendo alto ante una hostería y él me entregó a la patrona para que me lavara y atendiera. No dejó de ser singular esta ternura en hombre tan fiero, pero la vida está llena de contradicciones, y el duro corazón de un soldado de fortuna vióse movido a lástima por la inocencia y el desamparo…
—¿Y el nombre? —insistió el franciscano.
—Cuando la posadera —prosiguió el joven riendo— me presentó a mi protector, aseado y vestido con un traje de este mismo color (desde entonces el verde es mi color favorito), mi aspecto debió ser bastante bueno, pues el guerrero —me miró con sorpresa, y llevándose una mano a la crespa barba negra, me alargó la otra, diciendo:
»—Ven aquí, pequeño.
»Yo me acerqué, sin temor, y él me sentó en su rodilla poniendo su dura mano, sobre mi recién peinada cabeza.
»—¿Cómo te llamas? —me preguntó.
»—Hilario —contesté.
»Me miro con sorpresa y una sonrisa iluminó su curtida faz.
»—¿Hilario, tú —me dijo—, con esa carita, seria, y esos ojazos melancólicos?… No cuadra a un Hilario tener tan poca hilaridad. Bellario te sienta mejor. ¿Verdad que es una alhaja el chico? —preguntó a la hostelera, que se apresuró a asentir, como lo habría hecho a cualquiera otra pregunta, con el deseo de congraciarse con el temible huésped—. ¡Bellario! —replicó él, saboreando la palabra con orgullo de inventor—. Ése es el nombre que te corresponde y, ¡por Dios vivo!, por él serás llamado… ¿Lo oyes, pequeño?, de aquí en adelante te llamas Bellario.
»Así fue que el nombre dado llegó a ser propio —concluyó el joven—, y más adelante, por lo rápido de mis crecimientos, los frailes de Gracia tomaron la costumbre de llamarme Bellarione, equivalente a Bellario el corpulento».
Aún faltaba más de una hora para el mediodía, cuando nuestros caminantes llegaron a la carretera. Un poco más adelante había una hacienda asentada entre arrozales y viñas, en las que los hombres y mujeres hacían las faenas de la vendimia, cantando mientras cortaban los racimos. Entonces pudo ver Bellarión cómo se socorría a los franciscanos sin hacerles pasar por la vergüenza de pedir limosna. En cuanto divisó el hábito gris uno de los labradores que resultó ser el amo de la finca, salió a su encuentro para rogarles que descansaran y comieran con ellos, pues estaba muy próxima la hora de hacerlo.
Los viajeros sentáronse en los bancos de madera que rodeaban la mesa, para compartir con la numerosa familia los sanos y abundantes manjares que la cubrían.
Empezó la comida por una enorme cazuela de gachas, en la que todos hundían las cucharas de madera. Siguió un guisado de cordero con higos, acompañado de un pan fresco y compacto como queso. Para remojar todo eso, había un vinillo tinto, un poco áspero al paladar, pero sano y fresco, recién subido de la cueva, y del que fray Sulpicio bebió en abundancia, Los comensales llegaban a la docena completa: el labrador y su esposa, un sobrino y siete hijos crecidos, de los que tres eran hembras, buenas mozas de tez oscura, rojos labios y brillantes ojos, que se desvivían por atender a Bellarión.
Éste sorprendió una sonrisa en los labios del fraile, como si le divirtiera la confusión que en el estudiante causaban estas atenciones femeninas, a las que no estaba acostumbrado, y más tarde, cuando el abuso de la bebida puso dos manchas rojas en los pómulos de aquella pálida faz y dio brillo a los hundidos ojos, Bellarión observó que lanzaba a las mozas tan lúbricas ojeadas, que despertó de nuevo su instintiva prevención contra el hombre, sin que el hábito que llevaba fuera bastante a disiparla.
Después de comer, el fraile se retiró a descansar un rato, y el joven aprovechó esa hora de la siesta en qué se suspende el trabajo para vagar por las viñas, a las que le llevaron los hijos del labrador, emprendiendo una interminable charla, que a él le pareció tan tonta como aburrida.
A no ser por eso, y por estar la viña al borde de la carretera, allí habría terminado la asociación de nuestro héroe con el fraile, dando a su historia un curso muy diferente. La siesta del lego fue más breve de lo que era de suponer, y cuando antes de una hora reanudó la marcha, ten confuso estaba, que olvidóse de su compañero. Si Bellarión no lo hubiera visto deslizarse por el camino que conducía a Casale, puede darse por cierto que el joven habría quedado a la zaga.
No demostró el franciscano el menor placer cuando fue alcanzado por el mancebo; su gesto anunciaba displicencia, mas como se excusó diciendo que aún estaba medio dormido, cabía suponer que el descontento era consigo mismo.
El fraile movía con ligereza sus largas piernas, y al decir el muchacho que no era necesaria tanta prisa, pues tenían toda la tarde para llegar a Casale, contestó:
—Si no puedes seguirme, quédate atrás.
Por un instante pensó Bellarión en hacerlo así, mas parte por perversidad y parte por cierta sospecha que no podía vencer, acalló su orgullo y dijo:
—No… no, hermanito… ya acomodaré mi paso al vuestro.
Un gruñido fue la respuesta, y aunque Bellarión intentó conversar varias veces, puede decirse que cruzaron en silencio las fértiles llanuras que separan Trino de Casale.
Tampoco anduvieron mucho a pie. Habiendo sido alcanzados por una recua de siete mulas con sendas albardas, dirigida por un arriero, Bellarión tuvo una nueva prueba de cómo puede viajar gratis un lego de la Orden Franciscana. Al acercarse a ellos la recua, fray Sulpicio se plantó en medio del camino, con los brazos en cruz cual él quisiera impedir el paso.
El arriero, un hombre de oscura piel y negra barba, detuvo la caballería preguntando:
—¿Qué se ofrece, hermano?… ¿En qué puedo serviros?
—La bendición de Dios te acompañe, hermano. ¿Quieres merecerla haciendo un favor a uno de los hijos menores de San Francisco? Si tus bestias no están demasiado cansadas, permite que este siervo del Señor y este joven estudiante suban a ellas hasta dar vista a Casale.
El arriero se apeó de un salto, para ayudar a subir a los viajeros a las menos cargadas de sus mulas, y después de recibida una nueva bendición de fray Sulpicio, trepó al macho delantero, haciéndole emprender el trote.
Para Bellarión era cosa nueva el verse a horcajadas sobre una caballería, y esto le impedía pensar. Era su primer ensayo de equitación y el vivo paso que llevaban le sacudía de tal modo, que pronto no le quedó ni hueso ni músculo sano. También se alteró un poco su habitual buen humor, por la risa con que sus compañeros acogieron sus esfuerzos para no salir por las orejas.
Gran contento le produjo la vista de las pardas murallas de Casale. Éstas surgieron casi súbitamente ante sus ojos al doblar una curva del camino; éste conducía en línea recta a la Puerta de San Esteban y a ella llegaron pasando por el puente levadizo sobre el ancho foso. En el túnel que formaba la puerta, estaba apostado un cuerpo de guardia; mas como los tiempos eran de paz, la vigilancia era escasa, y nadie se opuso al paso de los viajeros.
Atravesando la puerta, fresca y cavernosa, éstos desembocaron en una calle de la activa capital de los gibelinos, que en época no distante amenazaron con dominar toda la Italia del Norte.
Ahora el avance de la recua era forzosamente lento. Las tortuosas y estrechas calles, cuyas casas parecían Inclinarse unas hacia otras para impedir el paso del sol, estaban llenas de gente. A todas horas estaba muy concurrida la calle que llevaba desde, la Puerta de San Esteban a la Plaza de la Catedral. Bellarión, ya sin sacudidas, miraba con profundo interés las manifestaciones de vida que él sólo conocía por sus lecturas.
Era el día de mercado en Casale, y las calles estaban casi bloqueadas por puestos en los que voceadores mercaderes exponían sus géneros, procurando llamar sobre ellos la atención del público.
Pasando bajo un arco estrecho y chato, desembocaron en la bulliciosa Plaza de la Catedral, que, como sabía Bellarión, fue fundada, unos setecientos años antes, por Liutprando, rey de los Lombardos. Su arquitectura de estilo era románico a juzgar por su fachada flanqueada por dos esbeltas torres cuadradas. Aún estaba admirando el joven la forma de cruz de las ventanas, cuando la mula al detenerse, le hizo volver a la realidad.
Delante de él, fray Sulpicio se apeaba invocando las bendiciones del cielo sobre la cabeza del arriero. Bellarión saltó a tierra, encantado de poner término a la jornada, y el arriero, tras un Dios os guarde puso la recua en movimiento.
—Ahora, hermanito, vamos a buscarnos la cena —anunció el fraile.
Muy natural parecía al muchacho ese deseo, mas no buscarla en la taberna de enfrente, adonde le condujo el lego.
Bellarión se detuvo bajo el ramo seco puesto como señal sobre la puerta, alegando que en alguno de los conventos de la ciudad encontrarían caritativo albergue más propio de un fraile mendicante.
—La caridad es igual en todas partes —contestó el franciscano—. El viejo, Benvenuto, el tabernero es primo mío, y mientras cenamos me dará noticias de la familia. ¿No es natural que desee saber de ella?
Bellarión, a pesar suyo, tuvo que ceder, y procurando reavivar la confianza en su compañero, recordó que a todas sus sospechas, el fraile había dado explicaciones satisfactorias.