S una mezcla de dios y de bestia, había dicho al describirle la princesa Valeria, sin sospechar que su frase era aplicable no sólo a Bellarión sino al hombre.
Comprendiéndolo así el anónimo cronista que nos lo ha conservado, añadió el comentario de que la princesa había dicho demasiado y muy poco al mismo tiempo. Por su parte, se extendió en prolijas frases (de las que haré gracia a mis lectores), Intentando demostrar que si los principios de divinidad y de bestia se daban mitad por mitad en un hombre, éste no sería bueno ni malo. Cita como ejemplo un pobre pastor de puercos que llegó a elevadas esferas, en el que la parte divina predominaba tanto, que no permitía columbrar ninguna otra, y a un poderoso príncipe (a quien conoceremos en el curso de esta narración), que era propiamente una fiera sin el menor vestigio divino. Éstos son los extremos: entre uno y otro median una docena de grados intermedios, que nuestro cronista retrata de manera instructiva y amena.
Por lo gráfico de estas descripciones, por estar tomados la mayoría de los datos en fuentes florentinas y por lo austeramente elegante del lenguaje toscano en que están escritas, se llega a una conclusión posible respecto a su identidad. Es más que probable que este estudio de Bellarión el Afortunado (Bellarione Fortunate) pertenezca a la serie de retratos históricos debidos a la pluma de Nicolás Maquiavelo, de los que «La vida de Castruccio Castracane», es quizá el más conocido. Sin embargo, toda, investigación ha sido inútil para averiguar en qué fuentes ha bebido. Muchos de los hechos concuerdan con la Vita et Gesta Belarionis, que nos dejó fray Serafín de Imola, mas también abundan las discrepancias a veces irreconciliables.
Ya encontramos éstas en lo referente al nombre, mientras que Maquiavelo (según nuestras suposiciones) dice «que fue llamado Bellarión, no por ser un mero hombre de armas, sino por ser el propio hijo de la Guerra: e di guerra propriamente partorito». El empleo de esta metáfora revela un completo conocimiento de la vida de esta criatura, crecida entre el estruendo de los combates. Fray Serafín da poca importancia al nombre, y el ser éste tan adecuado a la vida posterior del niño, lo atribuye a una de esas coincidencias que tanto abundan en la historia. Siguiendo sus comentarios a la frase de la princesa asegura Maquiavelo que el carácter de Bellarión no puede resumirse en una frase. El conocimiento de este hecho le hizo escribir su bosquejo biográfico, y por abundar ya en la misma opinión, emprendo yo la tarea de narrar tan accidentada vida.
Escojo, para empezar, el momento en que el mismo Bellarión se encuentra a punto de empezar una vida nueva. El momento de estar próximo a entrar en un mundo que sólo conocía por lo escrito por los hombres, pero del que había adquirido así mayor conocimiento que muchos de los que en él vivían. Una escena vista a distancia ofrece ventajas de perspectiva negadas a los que toman, parte en ella. Cuanto leyera Bellarión había sido copiosísimo. No había rama de saber, desde la Teología de los Padres de la Iglesia, al «Arte de la Guerra», de Vegetius Hyginus, en que su inquieto espíritu no se hubiera alimentado. El haber consumido todo al material de estudio era una de las causas que le inclinaron a dejar la apacible vida conventual en que había crecido, por otra más activa, en la que pudiera saciar su, ardiente sed de saber. Otra de las causas era cierta doctrina herética de la que esperaba la experiencia podría curarle. Tan subversiva era esta doctrina, que cien años más tarde le habría atraído las miradas del Santo Oficio, y acaso llevado a la hoguera. Esta abominable herejía era nada menos que la afirmación de que en el mundo no podía existir el pecado. En balde el abad, que le quería como a un hijo trataba de convencerle con argumentos:
—Por tu boca habla tu propia inocencia. En el mundo del que por misericordia de Dios has estado hasta ahora apartado, ya encontrarás el pecado, y con desconsoladora frecuencia.
Descendiendo de la Teología a lo material, preguntó el consternado abad: ¿Acaso no es malo el robar, el matar y el cometer adulterio?
¡Oh, si!… pero ésos son daños que se causan entre sí los hombres, y pueden ser evitados con un poco de autoridad. Eso es todo.
—¿Todo?… ¿todo? —y el abad contempló al rapaz con triste mirada, añadiendo—: Hijo mío, el diablo te ha dado una fatal sutileza para perder tu alma.
Y el bondadoso anciano acabó por echarle un sermón acerca de la fe, que fue seguido por otros muchos. Cuando, por último, el venerable abad llegó a temer que tamaña herejía turbara la paz del convento, consintió en que su autor se trasladase a Pavía, con la esperanza de que los estudios superiores le curarían de su tendencia herética. Y por eso en un día de agosto de 1407, Bellarión partía del convento de Nuestra Señora de Gracia, en Cigliano.
Iba a pie. Para subvenir a las necesidades del viaje, contaba principalmente con la caridad de los monasterios que existían en la ruta de Pavía y para abrirles las puertas de estas santas casas, llevaba una carta del abad de Gracia. Éste añadió a la misiva una bolsita de cuero, con cinco ducados Para imprevistos, suma qué parecía cuantiosa, tanto al donante como al percibidor. Completóse la enumeración de los bienes terrenales del viajero con el traje de burdo paño verde que vestía y un cuchillo de múltiples apreciaciones, desde la de cortar los viandas hasta la de servir de defensa contra hombres o alimañas. Para fortalecerle el alma en su peregrinación por Lombardia, contaba con la bendición y con el recuerdo de las lágrimas que vertió al abrazarte el anciano que tanto le quería y que le cuidó desde los seis años. Las últimas palabras del virtuoso fraile, fueron para recordarle la paz del convento y los peligros y desgracias del mundo.
—Pax multa in cella, foris autem plurima bella[1].
El mal empezó (y puede considerarse simbólico) por perder el camino. Esto sucedió un par de leguas antes de llegar a Livorno. Porque las orillas del río parecieron más atrayentes que la carretera al juvenil caminante, dejó el polvo de la una por la fresca hierba que bordeaba el Po. Al lado opuesto de la ancha corriente se dibujaban las pintorescas colinas de Montferrato.
Bellarión avanzaba empuñando una vara, con la verde capucha caída a la espalda. A los diecisiete años, era un guapo mozo, la piel bronceada y un magnífico par de ojos oscuros que miraban atrevidamente al mundo.
El día era caluroso; el aire estaba cargado con los aromas propios del verano, y el río venía crecido por tos deshielos del Monte Rosa.
Perdido en sus sueños, seguía avanzando, hasta que, al ponerse el sol, levantóse una fresca brisa que agitó los hojas de los árboles ribereños. El joven se detuvo, lanzó una mirada a su alrededor, y un fruncimiento de cejas alteró momentáneamente la tersura de su hermosa frente. A la izquierda tenía un espeso bosque, recordó el camino, y por la posición del ya puesto sol diose cuenta de que hacía rato avanzaba hacia el sur y, por consecuencia, en falsa dirección. Por seguir la senda que halagaba sus sentidos había perdido el camino. Filosofó un momento sobre esto, con gran contento por su parte, pues gustaba de los paralelos y antítesis y demás juguetes del ingenio. Por lo demás, no trató de ocultarse la situación; el camino debía estar al otro lado del bosque, demasiado lejos para poder llegar aquella noche, como fue su intención, a dormir en el convento de Padres Agustinos, en las cercanías de Milán.
El muchacho manteníase animoso; lo único que le molestaba era el hambre, mas ¿qué importaba un poco de hambre a un estudiante acostumbrado a los rigurosos ayunos rituales?
Metióse resueltamente en el bosque, tomando la dirección en la que suponía estaba la carretera. Durante un cuarto de legua avanzó por una senda que cada vez se hacía menos visible, hasta que la oscuridad y el bosque se lo tragaron. Seguir andando sería perderse cada vez más en aquella espesura. Preferible era echarse a dormir, y a la mañana siguiente ya se orientaría por el sol.
Extendió la capa en el suelo, y como éste no era más duro que la tarima a que estaba acostumbrado, pronto se durmió plácida y profundamente.
Al despertar, vio que el sol iluminaba el bosque y lo que aun llamó más su atención fue un hombre, muy cerca de él, que vestía el hábito gris de los frailes franciscanos de la Orden de los Menores. Este hombre alto y flaco, estaba medio vuelto, en una extraña postura de movimiento interrumpido, como si la presteza con que el durmiente se incorporó hubiera estorbado su propósito de fuga.
Un Instante después, el fraile estaba frente a él, y con las manos cruzadas bajo las amplias mangas, le decía sonriente:
—Pax tecum[2].
—Et tecum, frater, pax[3] —fue la respuesta de Bellarión mientras que estudiaba el patibulario semblante del fraile, cuyos penetrantes ojillos negros parecían dos cuentas de azabache en una careta de yeso. Un examen más detenido dulcificó este juicio; el rostro del lego estaba desfigurado y carcomido por las viruelas, cuyas pecas y costurones contenían la piel alrededor de los ojos, alterando su expresión, y sin duda a esta misma dolencia era debida la amarillenta y enfermiza palidez de su cara y frente.
Considerando esto y el hábito que vestía, que Bellarión asociaba a todo lo que era bueno y caritativo, quiso enmendar lo irreflexivo de su primer juicio y murmuró:
—Benedictus sís —y dejando el latín por el idioma corriente, añadió—: Bendigo a la Providencia que os ha enviado para socorrer a un pobre viajero que ha perdido el camino.
El lego soltó una ruidosa carcajada, desvaneciéndose en sus ojillos la expresión de desconfianza, y exclamó:
—¡Señor!… ¡Señor!… y yo, tan tonto y cobarde, que después de haberte casi pisado, a punto estaba de echar a correr tomándote por un ladrón dormido. Este bosque es una guarida de bandidos… Abundan aquí más que los conejos.
—Siendo así, ¿por qué os aventuráis en él?
—¡Bah!… ¿Qué quieres que roben a un pobre fraile mendicante? ¿El rosario?… ¿La correa? —y volvió a reír con la santa simplicidad de las almas ingenuas. No, no, hermano; yo no tengo por qué temer a los ladrones.
—Y sin embargo, al suponerme un ladrón, me teníais miedo.
La sonrisa del fraile quedóse helada en sus labios y la ingenua mirada se desconcertó.
—Temía a tu temor a mí —dijo por fin lentamente—. El miedo es un sentimiento odioso, ya sea en hombre o en animal, y que a veces lleva hasta el asesinato. Si tú hubieras sido el ladrón que yo suponía, al despertar y encontrarme a tu lado, pudieras haber creído que yo quería hacerte algún daño, y ¿quién sabe lo que habría sucedido?
Bellarión hizo un ademán de asentimiento. La explicación no podía ser más completa, y el fraile no sólo era virtuoso, sino sabio.
—¿Adónde te encaminabas, hermano?
—A Pavía —contestó el joven—, por el camino de Santa Tenda.
—¡Santa Tenda!… ¡Calle!… pues si es precisamente mi camino; por lo menos, hasta los Agustinos de Sesia. Haremos la jornada juntos. ¡Es tan agradable tener un compañero de viaje! Pero aguárdate unos minutos hasta que me bañe, que es para lo que he venido aquí. Pronto estaré listo.
Y dio algunos pasos sobre la hierba, siendo detenido por la voz de Bellarión que preguntó:
—¿Dónde os bañáis?
El fraile contestó por encima del hombro:
—Hay un riachuelo más arriba… No está lejos. Quédate en el mismo sitio para que te encuentre, hijo mío.
Las últimas palabras sonaron mal en los oídos de Bellarión. Un fraile de la Orden de Menores es hermano y no padre de la Humanidad; pero no fue esta sospecha lo que le puso en pie. Era un joven aseado, y puesto que había agua a mano, ¿por qué no aprovecharla? Recogió la capa y hubo de apretar el paso para alcanzar al fraile, que movía los pies con gran ligereza.
—Quien anda despacio, no tropieza dijo Bellarión al alcanzar al franciscano.
—Pero nunca llega —fue la respuesta—, y como aún estamos lejos…
—¿Lejos? Pues, ¿no decíais?…
—¡Ay!… Me equivoqué… En este laberinto, un sitio es igual al otro… empiezo a temer que estoy tan perdido como tú.
Así debía ser, pues aún anduvieron cerca de media legua, antes de dar con un arroyo que corría a desembocar en el río. Sus orillas estaban cubiertas de musgo, salpicado de manchas de sol, que se filtraba entre las hojas. Encontraron una balsa labrada en la peña por el incesante cincel del agua, pero era poco honda para poder bañarse. El lego se contentó con unas someras abluciones de cara y manos, pero Bellarión se desnudó hasta la cintura, exhibiendo un torso de helénica belleza, y se remojó cuanto permitía lo reducido del espacio. Hecho esto, el fraile sacó de uno de sus bolsillos, semejante a un saco, un enorme trozo de embutido, y un pan de centeno.
Para el muchacho, que se había dormido sin cenar, aquello fue lo que el maná en el desierto.
—¡Hermano! —exclamó con alborozo—. ¡Oh!, hermanito.
—¡Je!… ¡Je!… —rió el lego dividiendo la longaniza por la mitad—. También sabemos viajar los hermanos menores de San Francisco.
Empezaron a comer, y con la satisfacción del apetito, aumentó la simpatía del mozo hacia el buen samaritano. A la propuesta del fraile de que reanudaran la marcha para salvar cuanto antes la distancia que les separaba de Casale, sacudióse las migas Bellarión, y al tropezaron sus dedos con la escarcela que pendía de su cinturón.
—¡Santos del Cielo! —exclamó el joven apretando entre los dedos el bolsillo de paño verde.
Los negros ojillos del lego se fijaron en él, al preguntar:
—¿Qué te pasa, hermano?
Los dedos de Bellarión habíanse introducido en el saquito volviéndolo al revés para demostrar que estaba vacío.
—¡Me han robado! —exclamó el mozo.
—¡Robado! —replicó el franciscano en tono de lástima—. Mi sorpresa es menor que la tuya, hijo. ¿No te he dicho que este bosque está infestado de ladrones? A ser menos profundo tu sueño, tal vez te hubieran robado también la vida; conque da gracias a Dios, cuya bondad se manifiesta hasta en las desgracias. Sírvate esto de consuelo en la adversidad.
—Fácil es filosofar cuando la desgracia es de otros —replicó Bellarión malhumorado, y sin disimular la sospecha que revelaban sus ojos.
—¡Niño!… ¡Niño!… ¿De qué desgracia hablas? …¿Vale ese nombre la sustraída suma?
—¡Cinco ducados y una carta! —proclamó el joven.
—Cinco ducados —repitió el fraile en tono de reproche ¿y por cinco ducados te atreves a ofender a Dios?
—¿Ofender a Dios, yo?
—¿Acaso no lo es la rabia que manifiestas, cuando debieras estar agradecido por todo cuanto te han dejado? Gracias tendrías que dar a la Providencia por haber guiado mis pasos hacia ti.
—¿Debiera dar gracias por eso? —preguntó Bellarión en tono de desconfianza.
El rostro de religioso tomó expresión de suave melancolía.
—Leo tus pensamientos, niño, y veo que sospechas de mí… ¡de mi! —y sonriendo, añadió—: ¡Qué locura!… ¿Puedo arriesgar la salvación de mi alma por esa miserable cantidad?… ¿No sabes que los hermanos de San Francisco vivimos como los pájaros del aire, sin pensar en las cosas materiales y entregados por completo a la Divina Providencia? ¿Qué pueden importarme a mí cinco ducados o cinco mil? Pero no bastan las palabras para tranquilizar la mente emponzoñada por la sospecha —y extendiendo los brazos en forma de cruz plantóse delante del muchacho, diciendo—: Regístrame, y verás por ti mismo que no tengo tus cinco ducados,… ¡Anda!
Bellarión, muy confuso, bajó la cabeza, diciendo:
—No… no hay necesidad… El hábito que vestís, es garantía suficiente… y sin embargo, al pensar en que sólo hace un momento… —se interrumpió, añadiendo—: Perdonad mi indignidad, hermano.
—Te haré la gracia de no insistir —dijo el lego, poniendo sobre el hombro del joven una mano seca y negra como garra de águila—. No pienses más en tu pérdida; aquí estoy yo para compensarla. El hábito de San Francisco es bastante amplio para cobijarnos a los dos, viajamos juntos, y no te faltará nada hasta llegar a Pavía.
—La Providencia os ha puesto en mi camino —dijo Bellarión con gratitud.
—¿No te lo dije yo?… Ahora ya lo ves tú mismo. Benedicamus Domino.
A lo que Bellarión, sinceramente, dio la respuesta:
—Deo gratias.