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Habla Noel León

Mi abuelo y mi padre se llamaban Eugenio León, yo me llamo Noel León, dice Noel León. Me habría gustado tener un apellido más corriente, como Fernández o Rodríguez, y que mis padres no hubieran tenido tan fácil lo de convertirme en un palíndromo. Pero, siendo hijo de palindromistas y con un apellido así, estaba escrito que sólo podía llamarme como me llamo. Y en realidad nunca lo percibí como algo pintoresco o extravagante. Al fin y al cabo, en mi entorno no faltaban personas con nombre palindrómico (como mi propia madrina, Irene Neri, presidenta honorífica de la Asociación, o como dos de las mejores amigas de mi madre, Ana Susana y Ada Bada, miembros también de la Asociación), así que un nombre como el mío entraba dentro del orden natural de las cosas. Podría decirse que mi destino estaba en alguna medida marcado desde el bautismo. O incluso desde antes, porque la historia de amor de mis padres se desarrolló entre dos de los congresos anuales de la Asociación. Se conocieron en el congreso de Polop de 1961 y se comprometieron en el de Ibi del año siguiente. Obsérvense los nombres de los lugares: Polop, Ibi. El año de mi nacimiento, el congreso se celebró en Sos del Rey Católico. Mi madre estaba por esas fechas en el octavo mes de gestación, pero no por eso mis padres dejaron de asistir, de modo que muy bien podría haber ocurrido que me hubieran tenido allí. Estoy seguro de que eso habría redondeado su felicidad. Noel León, natural de Sos: ¿caben más palíndromos en la vida de un recién nacido?

Mis padres no sólo no faltaban a ningún congreso sino que formaban parte del comité organizador, dice Noel León. La Asociación estaba dividida en secciones territoriales, y mis padres se ocupaban de Cataluña y Aragón. El congreso más antiguo del que conservo recuerdos es uno que organizaron precisamente ellos en Sagás. En realidad, Sagás fue sólo la sede oficial del congreso. Allí tuvo lugar el acto de inauguración, pero el resto del congreso se desarrolló en Berga, porque Sagás era tan pequeño que ni siquiera tenía un hostal en el que pudieran hospedarse los veinticinco o treinta congresistas. Los congresos se celebraban siempre en fin de semana. Para las reuniones servía cualquier saloncito con tal de que hubiera una mesa, unas sillas de tijera, una pizarra grande y un trípode en el que colocar un panel con el escudo de la Asociación (que incluía la inevitable leyenda: «Sé verla al revés»).El sábado por la mañana había ponencias, coloquios y presentación de publicaciones. El acto central, el de la propuesta y autentificación de nuevos palíndromos, ocupaba buena parte de la tarde. A lo largo de esas dos o tres horas, los congresistas iban, uno detrás de otro, sometiendo a la consideración del comité (comúnmente llamado la Mesa) los palíndromos creados durante la temporada. Se levantaba un señor y escribía en la pizarra unas cuantas frases del tipo: «Óigole ese elogio», «Amo la pacífica paloma», «Yo dono rosas, oro no doy», etcétera. Entonces los miembros de la Mesa consultaban listados y repertorios y, una vez comprobada la originalidad de los palíndromos, certificaban oficialmente su autoría, lo que garantizaba su inclusión en la futura Gran Enciclopedia Palindrómica, el mayor proyecto de la Asociación. Después de ese señor hacía lo mismo otro señor o señora, y luego otro u otra, y al final de la tarde, entre los cuarenta o cincuenta palíndromos admitidos, se elegía por votación el llamado Palíndromo del Año. Su autor era premiado con un largo y cálido aplauso y con la promesa de una anotación especial en la Gran Enciclopedia. Mi padre consiguió el Palíndromo del Año del congreso que se celebró en el 71 en el pueblo navarro de Unanu. Su palíndromo (que, según mi madrina, Irene Neri, estaba llamado a convertirse en un clásico) fue: «Adán no cede con Eva, y Yavé no cede con nada».

El día siguiente, el domingo, se reservaba para hacer excursiones, dice Noel León. El año en que el congreso fue organizado por los gallegos nos pasamos el día entero dando vueltas por angostas carreteras comarcales. La sede estaba en Orro, junto a La Coruña, que era donde teníamos el hotel, y desde allí, en un autobús alquilado, viajamos a una aldea llamada también Orro que estaba cerca de Noja, y a Sas, en la ría de Betanzos, y a Serres, y a Adá, y a Arra, y a Sedes, y a Añá… No es que me acuerde de todos esos pueblos; es que tengo fotos de cada uno de ellos. Viajábamos siempre a pueblos con nombres palindrómicos, que siempre o casi siempre eran pueblos minúsculos, con frecuencia simples aldeas sin otro atractivo que el topónimo y en las que lo único que podíamos hacer era dar un paseo por la calle principal (si la había) y fotografiarnos luego junto al cartel con el nombre de la localidad. Tengo fotos de grupo hechas en todas esas aldeas gallegas, y también en Aceca (Toledo), en Salas (Asturias), en Asa (Álava, pero muy cerca de Logroño), en Oco (Navarra, junto a Estella), en Ollo (también en Navarra), en Lel (junto a Elda), en Osso (Huesca, cerca de Zaidín), en Oto (Huesca también, pero cerca de Broto), en Ossó (Lérida, junto a Agramunt), en Sas (junto a El Pont de Suert)… No creo que haya en España muchos pueblos palindrómicos en los que no haya estado con mis padres y de los que no conserve una foto de recuerdo. Mis padres y los demás fingían que todo era una especie de juego, y hacían como si en el fondo no acabaran de tomárselo en serio. Pero en realidad nada había más serio para ellos. Me acuerdo de una cosa que me dijo Irene Neri en una de esas excursiones:

—¿Te das cuenta, Noel, de la suerte que tiene tu generación, que es una de las pocas en la historia de la humanidad que va a vivir dos años capicúas?

Se refería al 1991 y el 2002, y los demás trataron de bromear, pero no porque su observación les pareciera disparatada sino porque, según ellos, también Irene, que entonces tenía cerca de setenta años, podía llegar a vivir hasta el 2002.

—¡Si estás como un roble, Irene!, ¡tú nos enterrarás a todos! —le decían, y lo que nadie discutía era su derecho a sentirse desgraciada porque había nacido después del último año capicúa, el 1881, y no era fácil que llegara viva al siguiente, el 1991.

A diferencia de ella, quienes habíamos nacido a tiempo de vivir esos dos años capicúas tan seguidos debíamos considerarnos unos privilegiados, unos elegidos de los dioses. Y en realidad todo tenía un sentido. Lo que a las personas normales podían parecer meras coincidencias, simples productos del azar, para Irene Neri y los miembros de la Asociación eran manifestaciones de un orden superior, algo que respondía a una lógica profunda y que escapaba al entendimiento de la mayoría. Para la gente como ellos, las palabras y los números expresan muchas más cosas de las que estamos habituados a percibir, y basta con descartar la noción de casualidad para empezar a creer en la existencia de un sentido oculto. ¿Por qué no creer que la realidad intenta enviarnos mensajes cifrados a través de las palabras, es decir, a través de esos millones de signos creados a lo largo del tiempo por millones y millones de seres humanos? Los buenos palíndromos no son una mera acrobacia verbal. Los buenos palíndromos desvelan una verdad escondida y nos hablan de nuestra vida y nuestra realidad para iluminarlas. Hasta la situación política de aquellos años parecía querer revelársenos a través de unos pocos palíndromos. Algunos alertaban sobre la corrupción del régimen franquista (como «La moral, claro, mal» y «Son robos, no sólo son sobornos») o sobre la brutalidad con la que media España se había impuesto sobre la otra media («Sometamos o matemos»). Otros reflejaban la represión de las culturas minoritarias («Català, a l’atac!») o los cambios que se estaban operando en la sociedad («Yo social y laico soy») o la efervescencia de los movimientos revolucionarios («Salta Lenin el Atlas»). Alguno incluso advertía ya de la naciente amenaza del terrorismo («Oído, ETA: ya te odio»). La cuestión era creer o no creer en la verdad implícita de las palabras. Y mis padres creían. En eso, en el fondo, se comportaban como unos niños, y yo, que sí que era un niño, parecía a su lado más maduro y sensato. A mí todo eso de los palíndromos y los años capicúas me hacía gracia, y para de contar. Pero es posible que esa relación mágica con el mundo de las palabras me hubiera marcado de algún modo… Tal vez fuera verdad que existían palabras que sólo decían lo que decían y palabras que decían mucho más… Por ejemplo, los nombres, los nombres de pila. De una forma más bien instintiva, en aquella época yo creía que los nombres no sólo representaban a las personas sino que formaban parte de ellas. Que los nombres eran las personas. No es lo mismo llamarse Dulce que llamarse Bárbara: seguro que llamarse así o asá influye para que seas más así que asá o más asá que así… Desde el primer momento confié plenamente en Justo. ¿Qué tiene de extraño? Lo raro sería lo otro: que alguien como yo desconfiara de un hombre con un nombre que proclamaba su apego a la justicia, acaso el más noble de los ideales en la historia de la humanidad.

La primera vez que le vi fue hacia la primavera de 1975, dice Noel León. Yo volvía del colegio en bicicleta y, al pasar por un campo de almendros que estaba cerca de casa, oí a alguien cantando canciones de iglesia. En un pueblo como aquél, en el que nunca pasaba nada, cualquier cosa se convertía en un acontecimiento: por ejemplo, que dos extraños salidos de no se sabía dónde arrancaran árboles mientras cantaban canciones de iglesia. Dejé aquel día la bicicleta en cualquier sitio y me escondí a espiarles. Los días siguientes ya no me escondía. Les miraba, y ellos sabían que les estaba mirando y no parecía preocuparles. Ahora no cantaban, y casi ni hablaban entre ellos. Pese a lo poco que hablaban, me enteré de sus nombres. Justo me caía bien, el otro no. Mi padre me había dicho que Hilario en griego significaba risueño, y alguien como yo tenía por fuerza que desconfiar de ese Hilario al que nunca se le veía reír. Mi padre trabajaba entonces de representante de una marca de frutos secos, y las cosas en la empresa no marchaban demasiado bien. Cuando le enseñé las propinas que Justo había empezado a darme por ayudarles con la carretilla, se quedó un poco avergonzado.

Fill meu, si només tens dotze anys…! —protestó débilmente, pero tampoco se atrevió a prohibírmelo.

Me pasé la mayor parte del verano trayendo y llevando cubos de agua y ladrillos, y recuerdo la satisfacción que me daba sentirme tratado por primera vez como un adulto. Al final de las vacaciones, mi padre me asignó una pequeña paga semanal y me dijo que ya no necesitaba els calers de aquells homes. A pesar de todo, cuando mi padre estaba de viaje, yo seguía acercándome a la obra y echándoles una mano. Me había acostumbrado. Me había acostumbrado a esos dos tipos extraños, con su tortuga, con su coche destartalado, con sus silencios interminables. La empresa de mi padre dejó de pagarle el sueldo, y mi padre llegaba todos los días a casa con sacos llenos de cacahuetes, pipas de girasol, altramuces, maíz tostado. Yo me consolaba pensando que al menos no nos moriríamos de hambre. El día del accidente había tantos sacos dentro del coche que no quedaba sitio para los heridos. De ahí que, en lugar de intentar llevarlos nosotros, llamáramos rápidamente a la Cruz Roja. Por si acaso, como Justo se estaba desangrando y no sabíamos cuánto podía tardar la ambulancia, nos apresuramos a sacar los sacos del coche. Acabamos de vaciarlo en el mismo momento en que llegaron los de la Cruz Roja, que rápidamente cargaron a los heridos y se los llevaron. Mi padre y yo los seguimos en nuestro coche. Yo, preocupado, le pregunté si creía que Justo iba a morir. Mi padre divagó un poco sobre la fragilidad del ser humano y la vanidad de la existencia y, palindromista al fin y al cabo, concluyó su monólogo con un grave y teatral «Somos o no somos». Seguramente ése sería un buen epitafio para la gente como mi padre.

Después del accidente, Hilario no volvió a aparecer por allí, dice Noel León. Pasado algún tiempo, volvió Justo, al que mi padre y yo habíamos visitado un par de veces en el hospital. Ahora mi padre no me prohibía que trabajara en la obra. Algunas veces venía Mateo, el policía, pero la mayor parte del tiempo estábamos solos Justo y yo. Fue entonces cuando de verdad nos hicimos amigos. Justo me preguntaba por el trabajo de mi padre, que se había metido en el negocio de los abonos y los fertilizantes, y por la salud de mi madre, casi siempre aquejada de alergias que le dificultaban la respiración y le provocaban largas temporadas de insomnio. Yo le hablaba de mi vida y Justo me hablaba de la suya. O, mejor dicho, Justo me hablaba de la vida en general, de cómo la veía él, de lo que opinaba sobre esto y sobre aquello. Era un hombre complejo, profundo, con algo de iluminado y de santón. En mitad de una conversación sobre cualquier cosa, no era raro que de repente se pusiera trascendente y clamara contra la vida moderna, que a su juicio se había vuelto completamente materialista. La sociedad estaba enferma, y para curarse debía regresar a lo que Justo llamaba los valores del espíritu… Impresionaba que un hombre cojo y flaco y lleno de cicatrices mencionara esos valores del espíritu, sobre todo si lo hacía con ese tono grave y perentorio que Justo se había acostumbrado a adoptar después de la convalecencia. Era como oír en persona a Gandhi o a cualquiera de esos santos y profetas de los que hablaban en el colegio. En los ratos de descanso, sacaba alguno de sus libros y recitaba alguna frase subrayada.

—«Es imposible desterrar la religión porque el inconsciente colectivo es siempre religioso…» —decía, y luego me mostraba la página y señalaba la línea con el dedo, como si eso diera más autoridad a sus palabras.

Sus libros estaban infestados de signos y rayas y anotaciones al margen, dice Noel León. Justo leía mucho, pero siempre los mismos libros, y siempre de Vintila Horia. Yo al principio creía que Vintila Horia era una mujer. Luego, oyendo hablar a Justo, me enteré de que era un hombre, un escritor rumano. Con el tiempo (y aunque ya casi nadie se acuerda de él) he ido sabiendo más cosas sobre Vintila Horia: su admiración por Mussolini, su alejamiento de su país en cuanto éste se integró en la órbita soviética, su paso por Italia y Argentina antes de instalarse definitivamente en España… Horia, que escribía en varios idiomas, incluido el francés, llegó a ganar el premio Goncourt, que le fue retirado tras hacerse públicas sus viejas simpatías por el fascismo. Algunos años después, su obsesión por la parapsicología fue ganando terreno a su actividad estrictamente literaria, y a principios de los setenta, al tiempo que redactaba sus libros sobre esoterismo y ciencias ocultas, dirigía la revista de futurología Futuro presente. Las primeras cartas que Justo escribió a Vintila Horia las envió a la dirección de la revista, y nunca obtuvieron respuesta. Más tarde averiguó que el escritor rumano daba clases de Literatura Universal en la Complutense y probó a escribirle a esas señas. Apenas una semana después recibió una tarjeta de puño y letra de Vintila Horia en la que éste le agradecía las agudas observaciones que Justo había hecho a propósito de su libro más reciente. Era sólo una nota de cortesía, poco más que unas frases de circunstancias, pero para Justo era importante porque aquella tarjeta inauguraba su correspondencia con el maestro. Justo admiraba a Vintila Horia y yo admiraba a Justo, y pronto mitifiqué esa relación epistolar, que para mí era un fecundo y apasionante debate entre expertos. A veces Justo me leía párrafos de las cartas que escribía a Vintila Horia. En ellas consultaba pormenores o exponía sus propias teorías sobre algunos casos célebres, como el de las caras de Bélmez o el del periquito de Hamburgo. Sobre ambos casos había escrito Vintila Horia: sobre los misteriosos rostros que se habían hecho visibles en la pared de una casa y sobre cierto periquito que desde el más allá transmitía mensajes tranquilizadores a los padres de su propietaria, una niña alemana que había muerto repentinamente. En un párrafo que me leyó, preguntaba Justo a Vintila Horia si no podía ser que la clave tanto del caso de las caras como de el del periquito estuviera en la antimateria…

—¿La antimateria? —pregunté.

Justo me explicó que, según algunos científicos, existe un antiuniverso en el que el tiempo corre al revés que en nuestro universo visible y que no puede entrar en contacto con éste porque de ese contacto resultaría una catástrofe apocalíptica. Dijo Justo:

—La antimateria es la materia de la que está hecho el antiuniverso. Está claro, ¿no? Y el antiuniverso, que está al lado de nuestro propio universo, es ese mundo desconocido al que pasamos cuando morimos, ¿lo entiendes ya?

—Sí, sí… —dije, algo intimidado.

En las cartas de uno y otro, o por lo menos en las de Justo, abundaban las alusiones a la telepatía, la sofrología, la precognición, etcétera. Y sobre todo a la psicofonía. Según supe después, la teoría de la antimateria era también una de las que podían explicar el origen de las psicofonías. Pero ni Vintila Horia ni Justo descartaban otras teorías, como por ejemplo que las psicofonías fueran emisiones inconscientemente producidas por los propios receptores…

—¿Qué quiere decir eso? —pregunté.

—Puede ser que las psicofonías sean voces que estén desde siempre en nosotros mismos. Voces que tratan de comunicarnos algo que nosotros, carentes de los órganos apropiados, no hemos sido capaces de captar hasta la aparición del magnetófono y de la radio, instrumentos de una humanidad más evolucionada…

—Pero entonces no serían mensajes del más allá.

—Evidentemente.

Le pregunté si alguna vez había intentado captar psicofonías y contestó que esas cosas le interesaban sólo desde el punto de vista teórico. Una tarde aparecí con el radio-cassette de casa, y Justo protestó:

—¡Pero si ya te dije que a mí esas cosas…!

Insistí tanto que finalmente acabó accediendo.

—A ver… —dijo—, ¿con quién quieres hablar?

—¿Tiene que estar muerto? —dije, y pensé en mi abuelo paterno, al que casi ni llegué a conocer.

—¿No tienes otro muerto mejor?

—No —dije—, ¿y tú?

Justo hizo un gesto de olvidémoslo, pero cogió el radio-cassette y comprobó su funcionamiento. Dijo:

—Lo ideal no es sólo captar las psicofonías sino llegar a entablar un diálogo. Pero eso ocurre pocas veces. Y casi nunca a la primera. ¡Así que no te hagas muchas ilusiones…!

Entramos en la casa y buscamos un sitio en el que colocar el aparato. Lo acabamos poniendo en un rincón de la habitación grande, la que no tenía ventanas. Hasta ese rincón no llegaba la luz de fuera, o llegaba muy débil y como a retazos.

—Dale —dijo.

Pulsé el botón y la cinta empezó a girar. En la penumbra envié a Justo una mirada que quería decir ¿y ahora qué? Permanecimos inmóviles y en silencio durante varios minutos. Si yo no me movía ni decía nada era porque Justo tampoco lo hacía. Luego él dijo:

—¡Madre, madre…!

Dejó pasar unos minutos más y volvió a decir:

—¿Está usted cerca, madre?, ¿me está oyendo?, ¿está usted aquí…?

En su voz había algo que te sobrecogía, como si en realidad no estuviera hablando un adulto sino un niño, un niño asustado y desvalido, seguramente el niño que Justo había sido alguna vez, y en esa semioscuridad el efecto que la voz producía era desgarrador. Siguió diciendo:

—Dígame algo si me está oyendo, madre, dígame que está bien allá donde esté…

Aquella media hora se me hizo cortísima. Cuando el botón saltó y salimos de la casa, tenía la sensación de que había pasado mucho menos tiempo. Rebobinamos la cinta y, mientras nos disponíamos a escuchar, Justo parecía contento y excitado. Escuchamos entonces su voz llamando a su madre, preguntándole si estaba cerca, si se encontraba bien… Aparte de eso no se oía más que silencio, y Justo, disgustado, comentaba para sí:

—¿Cómo iba a venir hasta este sitio para hablar conmigo? ¡Qué estupidez la mía! ¡Si al menos lo hubiera intentado en el barrio en el que vivíamos o en nuestra vieja casa…!

Volvimos a oír su voz en la grabación y luego nuevamente el silencio, un silencio cada vez más espeso. Justo, de mal humor, presionó el stop y dijo:

—Vamos. A trabajar. Ya hemos perdido demasiado tiempo por hoy.

Eso fue poco antes de la discusión entre Mateo y él, dice Noel León. Estuvieron a punto de pegarse. Mateo mencionó a una mujer, una tal Carme Román, y Justo se puso como loco. Empezó a pegar gritos y a lanzar ladrillos y a golpear las paredes con el pico. Con lo que le había costado levantar esa casa (que por fuera estaba ya casi acabada), ahora parecía que lo único que quería era destruirla, reducirla a escombros… Y, aparentemente, todo por una mujer. Mateo cogió el coche y se marchó. Justo ni siquiera se volvió a mirarle. Volcó las piedras de la carretilla sobre las últimas ascuas de la hoguera y echó a andar cojeando hacia la carretera. Corrí a alcanzarle.

—¿Le digo a mi padre que te acerque a la estación de autobuses? —dije.

—Vete a casa y haz los deberes —dijo.

—¿Vendrás mañana?

—Seguro que sí, Noel, seguro que sí…

Estoy hablando de finales de abril o principios de mayo del 76. Justo no volvió por allí al día siguiente. Tampoco la semana siguiente ni el mes siguiente. Llegó el verano, y Justo seguía sin dar señales de vida. Con las primeras tormentas se formaron grandes charcos que parecía que no fueran a secarse nunca, y en varias esquinas nacieron unas pequeñas zarzas con hojas en forma de sierra y minúsculas flores amarillas. Una noche oí ruido de motos, y por la mañana encontré restos de comida y botellas rotas. A la vuelta del congreso de la Asociación (que ese año se celebró en Senés, provincia de Almería) descubrí que alguien había pintado un ojo gigantesco en la pared del pasillo, y desde entonces cada vez que entraba una pareja en busca de intimidad aparecían grabados en algún lado unos nombres, un corazón, una fecha. En septiembre, durante las fiestas, una peña adoptó la casa como cuartel general, y allí se reunían a todas horas para poner música, beber vino y comer caracoles. Más tarde, ya en el otoño, al menos dos vagabundos usaron brevemente la casa como vivienda, y por las mañanas me despertaban los ladridos de sus perros… Y sin embargo la construcción aguantaba. Las paredes y el tejado eran sólidos, consistentes, hechos para durar. Yo me acercaba de vez en cuando a arrancar hierbajos y limpiar la porquería dejada por los intrusos. No sabía si Justo iba a reaparecer alguna vez pero, si tal cosa ocurría, quería que se lo encontrara todo en el mejor estado posible de conservación.

Y, en efecto, Justo acabó reapareciendo, dice Noel León. Eso fue no sé si a finales de noviembre o principios de diciembre. De lo que estoy seguro es de que fue un domingo por la mañana, porque mi madre acababa de irse a misa cuando oí pasar el primer coche. Me asomé a una de las ventanas de atrás, la de la cocina, y vi cómo se detenía en la pequeña explanada y salían sus cuatro ocupantes. Me pareció que uno de ellos, por la manera de andar, sólo podía ser Justo. Luego llegaron dos coches más, casi seguidos. Me puse la chaqueta y eché a correr. Cuando llegué, no vi a nadie. Uno de los coches, un Seat 850, tenía las puertas abiertas, y de su interior salía, aunque a escaso volumen, música de aires militares. Me asomé al interior de la casa y comprobé que estaba vacía. Me dirigí entonces a la parte de atrás. Justo y los otros, nueve o diez hombres en total, formaban un corrillo irregular en la zona de los almendros. Grité el nombre de Justo, y todos se volvieron a mirarme. Reparé por primera vez en sus botas militares, sus guerreras con muchos bolsillos, sus chalecos de cazador… En su aspecto y su manera de observarme había una hostilidad esencial, profunda, como si fuera ése su estado natural.

—¡Hola, Justo! —dije, y él avanzó unos pasos, me señaló con el dedo y dijo:

—¿Quién te ha dado permiso para venir?, ¡esto es una propiedad privada!, ¡lárgate!

Por un instante me quedé sin habla, y luego apenas si tuve fuerzas para decir:

—¡Pero si soy yo, soy Noel…!

Justo siguió señalándome con el dedo:

—¿No me has oído?, ¡te he dicho que te largues!, ¡no quiero volverte a ver por aquí!

Me fui de allí humillado, resentido, lloroso, y me encerré en mi habitación a odiar a Justo, a quien hasta poco antes había creído amigo mío… ¿Por qué me había hablado así? ¿Por qué me había tratado de ese modo? Yo entonces no podía saberlo, pero esa mañana acababa de empezar la mayor aventura de mi vida.

Habla Manel Pérez

La ultraderecha catalana la conocí desde dentro, dice Manel Pérez. Empecé frecuentando CEDADE, me incorporé después a Fuerza Joven y acabé relacionándome con Juventud Española en Pie. Y, sin embargo, creo que nunca fui verdaderamente un ultraderechista. Ya sé que suena extraño, con una trayectoria así. Trataré de explicarlo. Mis padres ni eran ni habían sido franquistas fervientes (o no más fervientes de lo habitual en la clase media), y en la historia de la familia, que durante la guerra había apoyado por pragmatismo el bando nacional, no había hazañas que conmemorar ni martirologios que vindicar. Además, desde la muerte de Franco mi familia se encontraba, como en general España, en pleno proceso de adaptación a los nuevos tiempos, y buscaba la fórmula mágica que le permitiera mantener su conservadurismo esencial pero liberado de todas las embarazosas connotaciones que se le habían ido agregando durante los casi cuarenta años de dictadura. A mi padre esa fórmula mágica se la proporcionó el liberalismo, o la idea que él tenía de liberalismo. Si alguna vez durante la comida familiar se iniciaba una conversación sobre la actualidad política, mi padre repetía como un mantra:

—En esta casa sieeempre hemos sido liberales, sieeempre liberales…

Lo decía así, con ese plural y ese sieeempre que no se sabía hasta dónde abarcaban y que sugerían una legitimidad mítica de nuestra familia ante la inminente democratización del régimen. ¿Qué entendía mi padre por liberalismo? Supongo que algo vagamente asociado a la reina de Inglaterra y al general De Gaulle, figuras las dos lo bastante prestigiosas para desbaratar cualquier acusación de izquierdoso o anticlerical. El liberalismo, desdeñado por los franquistas, incontaminado, se ofrecía ahora como un buen árbol al que arrimarse, y mucha gente de orden se limitaba a cambiar un cobijo por otro: la sombra protectora del franquismo por la del liberalismo. Mi acercamiento a la ultraderecha no era, pues, algo de lo que en casa pudieran sentirse orgullosos, porque les recordaba su propia deslealtad. En el fondo, puede ser que me juntara con esa gente sólo para echar en cara a mis padres su cobardía y su mediocridad. Qué poco me gustaban mis padres entonces: él, tan sumiso, tan cumplidor, llevando en sus tardes libres algunas contabilidades del barrio, fingiendo un interés excesivo por la salud de sus clientes, y ella, tan apañada y ahorrativa, tan decente con esas rebequitas suyas pasadas de moda, tan preocupada siempre por la opinión de los demás. Bien mirados, formaban una pareja ridícula, y daba grima verlos pasear agarraditos del brazo, él culibajo, las piernas gordas, andando algo estirado para parecer más alto, ella con la mirada inquieta y nariz de periquito, con pañuelos en el cuello para esconder las arrugas, los dos sintiéndose observados y forzando una sonrisa que cuando menos te lo esperabas se quebraba en una mueca inexplicable de consternación. Mis padres estaban orgullosos de la vida que llevaban, que a su manera era perfecta, con el piso de Barcelona pagado y el apartamento de Torredembarra casi, con los tres chicos estudiando en colegios de pago, con el cuarto de estar repleto de fotos que certificaban lo guapos y sanos que crecíamos mis dos hermanas y yo… A mí tanta perfección me molestaba, y aún me molestaba más oler su miedo, el miedo que mis padres tenían a que las cosas se torcieran de repente, a que una enfermedad o un accidente o lo que fuera irrumpiera en esa perfección suya y la hiciera añicos.

En casa se respiraba una sensación de catástrofe inminente, dice Manel Pérez. En cualquier momento tenía que ocurrir algo, una desgracia terrible y definitiva, una maldición bíblica que acabara para siempre con la felicidad de la familia Pérez… Se daba por supuesto que el teléfono sería la vía natural de entrada de esa Gran Catástrofe que estaba por venir. El teléfono estaba en la pared del pasillo y se oía desde todos los rincones del piso. Me acuerdo del estremecimiento general que sacudía la casa cuando el teléfono sonaba. Se abrían puertas, se cerraban grifos, se interrumpían conversaciones. Si la televisión estaba encendida, se bajaba inmediatamente el volumen porque los timbrazos del teléfono tenían prioridad sobre cualquier otro sonido. La casa entera estaba pendiente de lo que pudiera ocurrir, y entre timbrazo y timbrazo se percibía un silencio de inquietud y tragedia antigua. De algún lugar llegaban las voces de mis hermanas, que repetían ¡teléfono, teléfono! como quien da la voz de alarma, y en la cocina o en el cuarto de estar mi madre contenía un gemido de ansiedad (¡ay, Dios!) y miraba a un lado y a otro para que alguien se decidiera a descolgar. Entre tanto el teléfono no cesaba de sonar, y cada nuevo timbrazo parecía más inquietante que el anterior. Hasta que por fin mi padre, con el gesto de quien ha hecho acopio de toda su sangre fría, se plantaba en mitad del pasillo y decía con determinación:

—Lo cojo yo.

¿Cuántas veces en mi infancia y juventud habré oído ese lo-cojo-yo, lo-cojo-yo, que sonaba como un: Tranquilos, aquí estoy, no tenéis nada que temer? Luego toda la casa permanecía alerta durante unos segundos, hasta que por fin el tono de voz de mi padre se relajaba y comprendíamos que tampoco esa vez se había producido la tan esperada catástrofe, y enseguida la vida familiar se reintegraba a lo de siempre, a la perfección, al miedo…

Supongo que si me juntaba con la gente que menos pudiera gustar a mis padres era sobre todo por venganza, dice Manel Pérez. En el colegio, elegía siempre mis amigos entre los peores estudiantes del curso, que solían ser los más salvajes y divertidos, y también los más fachas. En sexto de bachiller, mis amigos eran Miranda y Taulet, los únicos que suspendían todas las asignaturas, incluidas gimnasia y religión. Miranda, hijo de un teniente coronel de artillería, fue el que nos inculcó a los otros dos la afición por la Segunda Guerra Mundial, los uniformes militares, las revistas de armas… Su hermano mayor estaba en CEDADE, y un día le dejó una insignia nazi auténtica. Me acuerdo perfectamente de ella. Era redonda, del tamaño de una moneda pequeña, con una corona de laurel dorada en el canto y unas palabras en alemán rodeando el círculo central, en el que había una minúscula esvástica negra sobre fondo blanco. Era muy bonita, pero lo que más nos gustaba de ella era que cuarenta años antes había pertenecido a un nazi de verdad. Más tarde, los amigos del hermano mayor de Miranda, miembros también de CEDADE, nos enseñaron otras insignias y medallas nazis, y eran siempre insignias y medallas auténticas. A alguno de ellos se le veía de vez en cuando vestido con el uniforme del partido, que estaba directamente inspirado en el de las Juventudes Hitlerianas. Eso era en la sede de CEDADE, que estaba en la calle Ciutat. También fue en esa sede donde por primera vez sostuve en mi mano un arma de fuego, una pistola FN de nueve milímetros. No sé a quién pertenecería. Lo que sé es que me pareció que pesaba mucho, tal vez porque sólo podía compararla con las pistolas de juguete de mi niñez. Desde luego, aquella pistola no era de juguete. No mucho después de eso, Miranda, Taulet y yo nos juntamos con unos de Fuerza Joven que solían ir al campo a hacer prácticas de tiro. Íbamos en dos o tres coches por carreteras de mala muerte y caminos de tierra hasta que alguien del primer coche sacaba una mano por la ventanilla y señalaba un sitio. Unas veces podía ser en el Garraf, pasada la cementera, y otras en algún descampado cerca de pueblos como Gelida o Castellar o Cabrils, que alguien del grupo, por la razón que fuera, conocía bien. No teníamos, pues, un lugar fijo, y en realidad tampoco teníamos armas propias. Las que usábamos solían aportarlas, siempre sin consentimiento, los que eran hijos de militar o de guardia civil, y generalmente el dueño de la pistola o revólver decidía quién y cuántas veces podía disparar. Esto se aceptaba sin discusión, ya que los riesgos mayores los corría él y suya (o de su padre) era la munición que gastábamos los demás. Lo que no se aceptaba era que nunca aportaran armas algunos que podían hacerlo. Por ejemplo Miranda, que no tardó en ser apartado del grupo. La discusión se produjo en algún lugar de la sierra del Garraf, entre arbustos uniformados por el polvo gris de la cementera. Miranda, que esa mañana había disparado tres veces y ninguna de ellas había logrado acercarse a la diana, echaba la culpa a la pistola, a la que llamaba chisme.

—¡Vaya mierda de chisme! —decía—, ¡este chisme no está bien engrasado…!

Consiguió ponernos a todos en su contra, y ni siquiera Taulet y yo le defendimos cuando el dueño de la pistola le pidió explicaciones por no haberle cogido nunca la suya a su padre. Miranda dijo que su padre no tenía armas en casa y los otros le dijeron que lo que él no tenía era huevos. Miranda se enfadó y amenazó a unos y a otros, pero era verdad: allí todos sabían que jamás se habría atrevido a hacer nada que pudiera comprometer a su padre, al que temía y adoraba. Al final, uno de los veteranos agarró la pistola y le indicó con ella el camino por el que habíamos llegado.

—¡Venga, tú!, ¡ya te estás yendo! —ordenó.

En situaciones así, con armas de por medio, las discusiones duraban muy poco. Miranda nos lanzó una mirada rencorosa y echó a andar por el camino. Un rato después pasamos a su lado con los coches. Yo le eché un vistazo furtivo. Tenía la ropa y el pelo completamente cubiertos del polvo de la cementera.

Taulet y yo seguimos juntándonos con esa gente, dice Manel Pérez. Tenía su gracia que Miranda, el más facha de los tres y el que nos había metido en todo aquello, fuera el primero en saltar. Si Taulet y yo no nos salimos entonces fue porque nos gustaba esa vida. Nos gustaba esa sensación de riesgo y de aventura y de estar a salvo de la rutina y la mediocridad en la que vivía el resto del mundo. Fuerza Joven estaba organizada en centurias, que se dividían en líneas, que a su vez se dividían en secciones, y éstas en pelotones, y éstos en escuadras. Taulet y yo y algunos de los otros formamos una escuadra. A una de nuestras prácticas de tiro vino un tal Leo, fuerte, colérico, de aspecto patibulario, con unos tatuajes toscos y feos en los brazos. El tal Leo dijo que guardáramos la pistolita, que a quién se le ocurría empezar a construir la casa por el tejado. Luego no paró de dar órdenes en toda la mañana. Una y mil veces nos hizo formar y cambiar de posición: descanso, firmes, saludo, giros, descubrirse, rodilla en tierra. Pasó después a impartir unas clases teóricas y nos enseñó las normas básicas de lo que él llamaba actuación en la calle.

—Se entra y se sale todos juntos, ¿entendido? —decía—. En el momento del follón no debe haber individuos sueltos, ¿entendido? Se ha de saber el número exacto de camaradas que intervienen en la acción y nunca se deja abandonado a su suerte a ningún camarada, ¿entendido o no…?

También las pintadas y las panfletadas tenían sus técnicas de preparación, vigilancia y realización, y en el caso de que alguno de nosotros cayera en manos de la policía las instrucciones eran muy concretas:

—No decir nada, no saber nada, no ser de nada, no tener miedo, intentar que no te cojan con armas y, si te cogen con alguna, decir que se la has quitado a alguien que te iba a pegar…

Tuvimos otras sesiones como aquélla. A partir de entonces empezamos a juntarnos con Leo y con otros como Leo en una nave industrial de El Prat. Allí las chicas de Fuerza Joven se encargaban de que no nos faltaran cervezas frías y pinchos de tortilla, y notabas que se ponían cachondas cuando alguien describía su participación en alguna acción violenta: un enfrentamiento callejero, un asalto a una facultad, un ataque contra la sede de alguna asociación de vecinos. En esas fiestas era importante ser alguien, y uno no empezaba a ser alguien hasta que intervenía en una acción así. La primera en la que intervine fue un atentado con cócteles molotov contra una librería erótica de la calle Aribau. En aquella época proliferaban los atentados contra librerías. Si no sabíamos qué o a quién atacar, buscábamos la librería izquierdista o catalanista o erótica más cercana y la llenábamos de pintadas o le rompíamos el escaparate o le lanzábamos un cóctel molotov. Técnicamente era lo más sencillo del mundo. Llegábamos en coche. Uno permanecía al volante con el motor en marcha, otro vigilaba desde la esquina y los dos restantes prendían sus respectivos cócteles y los tiraban contra la entrada de la librería, generalmente protegida por una persiana metálica que dificultaba el paso de las llamas. Después salíamos de allí a toda velocidad, y siempre sabíamos de algún sitio en el que encontrarnos con esas chicas que se ponían cachondas con la violencia. ¿Cómo no iba a gustarnos ese tipo de vida? Todo lo que te apetecía estaba al alcance de tu mano y sólo tenías que cogerlo: el vértigo de la aventura, las tías deseosas de follar contigo, la sensación de estar por encima del bien y del mal y de que cada minuto era especial, único, distinto de todos los demás… En el tercero o cuarto de nuestros atentados, las llamas lograron traspasar la persiana y alcanzar los mostradores de madera y los libros, y se declaró un incendio que destruyó por completo los dos primeros pisos del edificio antes de que los bomberos pudieran sofocarlo. En la televisión entrevistaron a la vecina del entresuelo, que no paraba de llorar, y Taulet me llamó por teléfono a casa y me dijo:

—Yo lo dejo, Manu, ¿tú qué haces?

Y yo, bajando la voz para que no me oyera mi familia, contesté:

—Yo sigo, yo no soy ningún cagado.

Pese a lo que acabo de contar, vuelvo a decir que nunca fui un verdadero ultraderechista, dice Manel Pérez. Una cosa que no he mencionado es que para entonces estaba ya estudiando Periodismo en la Autónoma. Había elegido la carrera como se eligen muchas cosas a esa edad: en el último momento y sin pensarlo demasiado. No podía decirse que tuviera auténtica vocación pero acudía regularmente a las aulas, y lo que allí escuchaba me resultaba interesante. Desde el principio, en algunas asignaturas se nos pidió que escribiéramos. Entrevistas, noticias, reportajes, artículos de opinión, ensayos breves. Los profesores decían que mis trabajos no eran malos, y uno de ellos elogió públicamente un texto en el que describía un choque entre manifestantes anarquistas y ultraderechistas. Según él, había acertado a conciliar los puntos de vista interior y exterior, como si por un lado estuviera participando en los hechos narrados y por otro fuera un observador ajeno e imparcial. Sobre el punto de vista interior no cabía la menor duda porque yo, en efecto, había participado en un choque de ésos, que había terminado con media docena de heridos. En cuanto al otro punto de vista, no podía dejar de admitir que aquel hombre tenía razón y que mis escritos revelaban algún oscuro desdoblamiento de personalidad. Yo era al mismo tiempo una persona que hacía y otra que miraba hacer. O una persona que quería vivir las cosas y otra que quería contarlas. El joven que hacía, el que quería vivir, era ultraderechista. El otro joven, el que miraba hacer y sólo quería contarlo, no lo era. ¿Cuánto tiempo se soportarían el uno al otro? Corregí aquella crónica y logré publicarla en una revista de la facultad. Después me animé a enviar otras dos crónicas del mismo estilo al Diario de Tarrasa, que, aunque con cierto retraso, también las publicó. Empecé a plantearme la posibilidad de ofrecer mis trabajos a medios de mayor difusión… Cuanto más crecía el periodista, más debilitado quedaba el ultraderechista. En enero del 77 tuvo lugar la matanza de Atocha, en la que varios abogados laboralistas fueron asesinados en su despacho madrileño por pistoleros de ultraderecha. El director del Diario de Tarrasa se acordó de las dos crónicas que me había publicado y me encargó un reportaje sobre los grupos ultras en Cataluña.

—La cuestión es saber si también aquí podría llegar a producirse una matanza como la de Madrid —me dijo.

Tardé un fin de semana en escribirlo. Sin dar nombres, mencionaba las organizaciones más activas y no ahorraba detalles a la hora de describir lo que, con un latinajo algo engolado, llamé su modus operandi. El reportaje se publicó el domingo siguiente y tuvo una repercusión mayor de la esperada. En Fuerza Joven circulaban fotocopias, y algunos se preguntaban cómo aquel periodista desconocido había tenido acceso a algunas informaciones: lugares concretos, tipos de armas, etcétera. Ninguno podía imaginar que el desconocido periodista era yo, que firmaba como M. Pérez, lo que, sin pretenderlo, venía a ser lo mismo que ocultar mi identidad.

En el reportaje hablaba ya de Vallirana, dice Manel Pérez. Desde que apareció Justo, era el sitio en el que nos juntábamos para entrenarnos y pegar tiros. ¿Cuándo y dónde conocí a Justo? No lo recuerdo, pero seguro que fue en una de esas reuniones en las que tipos como Leo nos enseñaban a reventar manifestaciones y a preparar cócteles molotov. Quienquiera que fuese, estaba claro que Justo no era un don nadie. Hablaba mucho con los cabecillas, sobre los que parecía tener gran influencia, y las cosas que él proponía siempre se llevaban a cabo. De dónde le venía esa autoridad secreta no lo supe hasta que fui por primera vez a Vallirana y vi el depósito de armas, que estaba en un escondrijo bien tapado por sacos terreros en el suelo de la habitación más grande y oscura. Había allí una docena de pistolas y revólveres, dos subfusiles y varias cajas de munición con la inscripción «Pirotecnia militar». La autoridad le venía de esas armas, pero sobre todo del origen que todos atribuíamos a esas armas, que no podía ser otro que la policía. De Justo se decían muchas cosas y se contaban muchas historias, y lo único seguro era que estaba estrechamente ligado a peces gordos de la policía, lo que le garantizaba el suministro de armas y un amplio margen de impunidad. ¿Era o había sido de la secreta? ¿Había trabajado para ellos? De ser cierto el rumor más extendido, hacía años que la policía le pasaba un sueldo a cambio de confiarle ciertas operaciones especiales en las que no quería verse comprometida. ¿Qué quería decir operaciones especiales? ¿Intimidaciones, palizas, sobornos, tal vez asesinatos…? Justo, en todo caso, no era ningún aficionado, y hasta su aspecto físico sugería una familiaridad con el delito y la violencia: el gesto endurecido por las cicatrices, esos labios que parecían no haber sonreído jamás, esos ojos pequeños que te atravesaban al mirarte… Desde la primera vez que lo vi, llevaba Justo colgada del cuello una cadenita con una bala de plata: ¿quién que no fuera un maleante o un matón llevaría tan a la vista un adorno así? Pero los rumores también hablaban de un desengaño amoroso, que habría sido el verdadero motivo que le habría llevado a hacer la guerra por su cuenta y a vengarse del mundo organizando atentados… ¿Cómo encajar esas piezas? ¿Cómo aceptar que un personaje tan turbio y rocoso pudiera tener la sensibilidad necesaria para sufrir penas de amor? Justo seleccionó a unos cuantos escuadristas de Fuerza Joven, y a finales del 76 empezamos a reunirnos en Vallirana. Aquella casa inacabada y fea era nuestra base de operaciones. Para las prácticas de tiro nos íbamos a la vaguada que estaba al otro lado del campo de almendros, lejos de las últimas casas del pueblo. Justo no disparaba. Justo repartía las armas y daba las instrucciones. Solíamos ser ocho o nueve. Un día, al acabar, nos señaló a tres de nosotros. Nos metimos con él en un coche. Media hora después estábamos parados en un chaflán de la calle Urgell, esperando a que llegara a su casa un tipo al que teníamos que dar un toque de atención. Era un periodista de El País. Cuando Justo lo vio aparecer, dijo:

—Ahí tenéis al pájaro. Sólo un susto. Acojonadle. Llevad la pistola para que la vea. Pero no se os ocurra usarla. Un par de hostias y volvéis al coche.

Eso hicimos: acorralamos al tipo contra el portal y, al tiempo que le pegábamos patadas y puñetazos, le gritábamos que a ver qué artículos iba a escribir a partir de entonces, maricón, rojo de mierda. Durante las semanas siguientes hicimos lo mismo con un cura obrero del barrio del Carmel, con un enlace de Comisiones Obreras en la Seat, con un abogado laboralista… Les dábamos un susto y nos alejábamos tranquilamente, seguros de que, si se les ocurría llamar a la policía, ésta tardaría horas en aparecer y la posterior denuncia nunca conduciría a nada. Aunque, a decir verdad, nuestra impunidad no era total. No me cabe la menor duda de que fue Justo quien, en otra ocasión, ordenó a varios miembros de Fuerza Joven que, al grito de ¡Franco, Franco, Franco!, irrumpieran en el aula magna de Filosofía y reventaran una conferencia de un conocido intelectual de izquierdas. Algunos alumnos y profesores les hicieron frente, y en la refriega posterior el decano recibió un golpe por el que tuvo que recibir asistencia médica. Los periódicos clamaron contra la agresión, y a los pocos días los titulares anunciaron que la policía había detenido a los alborotadores, tres chicos a los que yo conocía. Ese doble juego era muy propio de la policía. Por un lado amparaba la violencia ultra y por otro la tenía controlada por si en alguna ocasión necesitaba cubrirse las espaldas y ofrecer una imagen de profesionalidad y eficacia: así siempre tenía algún trofeo que presentar a la opinión pública.

Para entonces yo había visitado ya varias redacciones de periódicos y revistas, dice Manel Pérez. En los periódicos importantes sólo encontré paternalismo y buenas palabras. En las revistas la acogida fue algo mejor, especialmente en algunas de las revistas de información general surgidas al calor del nuevo clima político, como Interviú, que no llevaba ni un año en la calle, o Primera Plana, que acababa de nacer. En esta última intenté hablar con el director, Manuel Vázquez Montalbán, pero estaba siempre muy ocupado, y el que me recibió fue el jefe de redacción, que se llamaba Sergi. Le enseñé los trabajos publicados en el Diario de Tarrasa y le dije que tenía buenos contactos entre los cabecillas de la ultraderecha. Sergi se rascó la barbita de chivo y dijo:

No estaria malament això, un reportaje sobre los ultras hecho por un infiltrado, no estaria gens malament

Fue la primera vez que me vi a mí mismo así, como un infiltrado. Mis contradicciones empezaban a resolverse. Yo no era un ultraderechista que aprovechaba mi experiencia y relaciones para hacer mis pinitos como reportero. Yo era un infiltrado, un agente secreto, un espía en territorio enemigo, un actor obligado al disimulo porque tenía claro cuál era mi lado y quiénes eran los míos. Terminaban de diluirse mis confusas simpatías ultraderechistas, y su lugar iba rápidamente siendo ocupado por una curiosidad profesional y casi científica. Mantuve un par de reuniones más con Sergi y otra gente de Primera Plana, y les sugerí posibles temas para reportajes. Lo que les contaba sobre los ataques de Fuerza Joven no les parecía suficiente.

—Si no hay un muerto, no nos sirve —decían.

—¿Y qué queréis?, ¿que mate a alguien para que os sirva? —les replicaba yo.

Pensé seriamente en abandonarlo todo: abandonar a los ultras y abandonar el proyecto de escribir sobre ellos. En algún momento, sin embargo, debí de aludir a unos lugares de la provincia de Lérida en los que cachorros de ultraderecha hacían acampada y recibían una breve instrucción militar, y Sergi anunció que ese tema sí les servía.

—¿Aunque no haya ningún muerto? —dije.

—Aunque no haya —dijo, y directamente trató de encontrar un título para el reportaje, en todo caso un título que alertara sobre las intenciones de la ultraderecha de organizar su propio ejército…

—Veré qué puedo hacer.

Mientras nos despedíamos, Sergi intentó bromear:

—Pero ten cuidado. Ten mucho cuidado. Si en el reportaje tiene que haber un muerto, procura que no seas tú.

Los lugares donde tenían esos campos de instrucción se encontraban cerca de pueblos pequeños, como Cubells, Camarasa, Penelles… Podían ser fincas de terratenientes de ultraderecha pero también terrenos comunales cedidos por los alcaldes, que al fin y al cabo seguían siendo los mismos alcaldes nombrados durante el franquismo. Había pasado un año y medio desde la muerte de Franco pero la democracia tardaba en llegar, y más a esos pueblos tan apartados. Lo que estaba claro es que en esos sitios ni las autoridades locales ni la guardia civil tenían intención de importunar. ¿Por qué esos campamentos se hacían en Lérida y no, pongamos, en Tarragona o en Huesca? Supongo que sólo porque la ultraderecha de allí era más activa o más exaltada o más violenta que la de Tarragona o de Huesca… Y activo y exaltado y violento era el hombre que estaba al frente de todo eso: Miguel Gómez Benet, al que llamaban el Padrino, el Negro y el Metralletas, exlugarteniente de la Guardia de Franco en Lérida, fundador de Juventud Española en Pie, un tipo que se había metido en el negocio de las tragaperras y estaba ganando mucho dinero. Durante muchos años, el Padrino había trabajado como secretario del ayuntamiento de Cubells, que fue donde tuvo lugar el campamento al que yo asistí. Lo recuerdo bien: un hombre de cincuenta y tantos años que aparentaba bastantes más, con el cuello hinchado, los dientes oscuros y grandes bolsas bajo los ojos. Aunque yo sabía que viajaba con frecuencia a Barcelona y que algunos ataques se habían planificado en el Manila (un salón recreativo de su propiedad que estaba en las Ramblas, justo al lado del hotel Oriente), no lo conocí hasta aquella semana de campamento en Cubells. Me acuerdo de su voz, casi siempre ronca de tanto que gritaba.

—¡Ese puto Suárez es un comunista!, ¡un comunista y un cabrón!, ¡y el rey otro comunista y otro cabrón…! —gritaba, pero cuando llegaba al rey ya casi no le quedaba voz.

En aquel sitio coincidimos chicos llegados de Barcelona, Lérida, Zaragoza, Pamplona y Valladolid. En total nos juntamos unos veinte o veintidós, lo que distaba mucho de constituir esa milicia o ese ejército del que había hablado Sergi. En realidad, no hacíamos allí nada que yo y los que venían conmigo no hubiéramos hecho en Vallirana y otras partes: entrenamiento, marchas, prácticas de tiro y, eso sí, algo parecido a una pista americana, con unos puentes muy endebles hechos con cuerdas y una pared de unos cuatro metros por la que teníamos que trepar… Entre los instructores había un italiano de Ordine Nuovo, que estaba perseguido por la policía de su país y había participado en los tiroteos de Montejurra del año anterior, y un exmilitar francés de la Organisation Armée Secrète (OAS) refugiado en España. El Padrino estaba bien relacionado con algunos grupos extranjeros de ultraderecha para los que había hecho contrabando de armas a través de los Pirineos. De hecho, varias de las armas que aquellos días utilizamos (incluida una metralleta Mat-42) procedían precisamente de una entrega que no había llegado a completarse por la detención en Francia de sus destinatarios, miembros de la OAS. Armas, desde luego, no nos faltaban. En el barracón principal había hasta un bazooka M-20 de la guerra de Corea, un arma por lo demás sin otra función que la decorativa, porque carecíamos de cohetes explosivos. Yo llevaba una de esas cámaras baratas Agfa y les hacía fotos a unos y a otros con el bazooka al hombro. Fue una de esas veces cuando Justo me agarró con fuerza del cuello y me dijo:

—¿Y tú, chico, por qué coño haces tantas fotos?

A partir de ese momento fui más cuidadoso, y sólo sacaba la cámara cuando ni los jefes ni los instructores estaban mirando.

Aquellos campamentos servían sobre todo para que los cabecillas hablaran entre ellos, intercambiaran información, se coordinaran…, dice Manel Pérez. Estoy convencido de que allí se decidieron varios de los atentados de ese otoño. Las cosas funcionaban así: un grupo de una ciudad fijaba el objetivo y hacía el seguimiento, y luego todos se iban de viaje y se buscaban una buena coartada lejos de la ciudad, mientras unos camaradas venidos de fuera se encargaban de poner la bomba. De ese modo no quedaban muchas huellas… No me extrañaría que el atentado contra El Papus, que tuvo lugar muy poco después, en el mes de septiembre, se hubiera preparado también allí. En todo caso, estaba decidido desde mucho antes, desde que El Papus publicó unos chistes que ridiculizaban a falangistas y requetés. Primero se había intentado poner dos cargas de explosivo plástico en el kiosco que había justo delante de la redacción, pero el diamante utilizado para cortar el cristal no era lo bastante duro. Después se había planeado dejar ciego al director echándole ácido a la cara o disparándole a los ojos con una escopeta de perdigones, pero nunca encontraron la ocasión propicia. Al final, hicieron llegar a la redacción un maletín bomba que acabó con la vida de un empleado de la revista e hirió a otros diecisiete… Pero yo jamás asistí a ninguna de esas reuniones preparatorias. Lo único significativo de lo que oí hablar a los cabecillas (eso sí, con bastante frecuencia) fue de dinero. Hacía falta dinero para comprar armas y munición, para montar las operaciones, para retirar a la gente de la circulación cuando las circunstancias lo exigieran… El Padrino corría con muchos de los gastos, pero tanto él como Justo y los otros esperaban una generosa aportación de las marquesas de la braga. Así llamábamos al dinero que los ricachones de ultraderecha donaban para la causa: dinero de las marquesas de la braga. El encargado de recaudar esos fondos era un aristócrata local, Carlos Sanfeliu, hijo o hermano del barón de Vimbodí, dueño de una finca en Penelles en la que también se organizaban cursillos de guerrilla urbana y campamentos como aquél. Sanfeliu era un hombre aún joven, con flequillo rubio y foulard al cuello, de una elegancia algo forzada, como la de los personajes de las películas de James Bond. Apareció uno de esos días por allí y, mientras nosotros nos ejercitábamos bajo el sol o hacíamos prácticas de tiro, él se paseaba con los aires del gran señor que pasa revista a sus mesnadas. La discusión se produjo después de una de las charlas de formación doctrinal, cuando ya Sanfeliu se disponía a marcharse en su coche. Estaba atardeciendo. A esa hora no teníamos nada especial que hacer, y todos pudimos oír los gritos.

—¿Me estás tomando el pelo?, ¿eh? —gritaba Justo—. ¿Te estás burlando de mí? ¡No era esto lo que habíamos hablado…!

Sanfeliu se pasaba la mano por el flequillo rubio y trataba de aparentar aplomo. Los gritos de Justo no le daban opción a réplica:

—¡Queréis que formemos hombres pero luego no cumplís vuestra parte del pacto! ¡Queréis que hagamos muchas cosas pero no queréis pagarlas! ¡Y eso no está bien! ¡No está nada bien! Si tú no me consigues el dinero, ¿de dónde se supone que tengo que sacarlo? ¿Qué quieres?, ¿que atraque un banco? ¡O mejor voy a tu casa y le robo las joyas a tu mujer! Si no me das lo que habíamos acordado, tengo derecho a cobrármelo, ¿no?

Sanfeliu seguía esforzándose por mantener la compostura, pero su sonrisita expresaba una condescendencia que terminó de enfurecer a Justo. En cuatro zancadas se plantó en el barracón, y un instante después volvió empuñando una Astra del nueve largo. El Padrino, que hasta entonces se había mantenido al margen, hizo con las manos un gesto de advertencia. Justo se paró y quitó el seguro. Era la primera vez que yo le veía manejar un arma, y nunca me lo había imaginado haciéndolo con esa naturalidad. Sanfeliu, protegiéndose a medias tras la puerta del coche, estaba descompuesto, con los ojos entrecerrados y la cabeza hundida entre los hombros. Justo le apuntó directamente a la cara. Dijo:

—A la gente como tú la conozco muy bien. Vais siempre a lo vuestro, y a la primera de cambio nos dejáis tirados…

Había tanto odio en sus palabras que nos quedamos todos como en suspenso, paralizados, y hasta al Padrino le costaba intervenir.

—Venga, Justo, ya basta. Carlitos ya sabe lo que tiene que hacer… ¿Verdad que sí, Carlitos? —dijo al final, acercándose a Justo y desviando con cautela el cañón de la Astra.

Justo apartó el arma, y Sanfeliu se apresuró a meterse en el coche y arrancar. El Padrino siguió al coche con la mirada. Sanfeliu y él tenían muchos negocios comunes, y en ese momento su reacción era imposible de prever. Durante unos segundos nadie dijo nada. Luego el Padrino se volvió hacia Justo, soltó una risotada y dijo:

—¡Qué arranques tienes, cabrón!

De todo lo que ocurrió esos días, eso fue lo más destacado. Hubo también un incidente que, aun siendo mínimo, no quiero dejar de contar. Yo, para no levantar sospechas, había guardado mi cámara Agfa en el fondo de la mochila, y en todo momento evité tomar notas para mi reportaje. Pero éste se iba componiendo por sí mismo en mi cabeza, y estaba seguro de que en Primera Plana no dudarían en publicármelo. En el reportaje hablaría de los campos de instrucción y, sobre todo, del salto táctico que esos campos representaban: el activista amateur, el alborotador tradicional perdía protagonismo en la nueva estrategia de desestabilización, y lo que se buscaba era formar un cuerpo de terroristas liberados o, lo que es lo mismo, de pistoleros a sueldo, de mercenarios. De ahí la importancia de la financiación. De ahí también el cabreo de Justo con Sanfeliu. Todo eso bullía en mi cabeza, y lo único que esperaba era el momento de llegar a casa y sentarme delante de la máquina de escribir. Nunca se me pasó por la cabeza que en el campamento pudieran sospechar de mí, pero quién sabe. El penúltimo día hicimos una marcha por una sierra cercana llamada Carbonera. A la ida se mantuvo el orden en la fila. A la vuelta, en cambio, cada cual iba a su paso. Yo era de los rezagados. En un recodo del camino, Justo se entretenía buscando moras.

—Están verdes, todavía es pronto —dijo, y se puso a andar a mi lado.

Comprendí que me había estado esperando. Justo hablaba y hablaba de cosas intrascendentes. Luego dijo:

—¿A quién has llamado esta mañana desde el pueblo?

—A nadie.

—¿A nadie? ¿No has hecho ninguna llamada desde el bar del pueblo?

—No —dije, y era verdad.

—Está bien… —dijo, pero lo dijo sin convicción.

Un rayo de sol se reflejó en la bala de plata que llevaba colgada del cuello. La miré. Él la cogió con dos dedos y dijo:

—¿Te gusta? Hice grabar mis iniciales y el año de mi nacimiento. Sólo falta el año de mi muerte…

—¿Quién te ha dicho que he hecho esa llamada? —le interrumpí, y él negó con la cabeza y dijo:

—¿Y qué tendría de malo que la hubieras hecho?

Sin parar de andar, intercambiamos una sonrisa. Cada tantos metros, el camino se internaba entre árboles para asomarse luego a un pequeño claro y desaparecer de nuevo en el bosque. No teníamos a nadie ni delante ni detrás. Pensé que, en ese lugar y en esas circunstancias, sería muy sencillo matar a alguien y hacer desaparecer el cadáver…

—No, claro que no tendría nada de malo que hubieras llamado desde el bar del pueblo —volvió a decir Justo.

Habla Mateo Moreno

Dirán lo que quieran, pero aquélla fue una época dura, muy dura, dice Mateo Moreno. Un día sí y otro también, nos desayunábamos con la noticia de un nuevo atentado mortal o un secuestro o un tiroteo callejero… Luego, en los años ochenta, cuando los políticos viajaban por todo el mundo explicando el modelo español de transición a la democracia, yo los veía por la tele y decía: ¡Espero que en esos países no aprendan demasiado bien la lección, porque como tengan que aguantar lo que aguantamos aquí…! De todo lo que entonces vi (que fue mucho), lo que más me impresionó fue lo de Joaquín Viola, que había sido alcalde de Barcelona a la muerte de Franco. Vivía en un piso del paseo de Gracia, y una mañana entraron unos individuos, que maniataron a todos los que estaban en la casa y a él le pegaron en el pecho una bomba con temporizador. Si pagaba un rescate de no sé cuántos millones en equis días, la desactivarían; si no, le explotaría encima… Por lo que fuera, la bomba explotó enseguida y mató a Viola y a su mujer. Yo estuve allí, y te aseguro que esas cosas nunca se olvidan: la habitación oliendo a carne requemada, las paredes salpicadas de sangre y restos humanos, ella con un boquete en el cráneo y el cerebro al aire, él con esa brecha gigante en el tórax, las vísceras colgándole… Estaban tan destrozados que para sacarlos de allí tuvieron que envolverlos en unas mantas atadas con cuerdas, ¿me explico? Unos meses antes habían hecho lo mismo con un empresario, Bultó, y también a éste le había explotado la bomba encima. Los terroristas formaban parte del Exèrcit Popular Català, una especie de ETA catalana. Algunas noches, en la cama, Carmela se me abrazaba y decía:

—No corremos peligro, ¿verdad? Dime que no te va a pasar como a todos esos policías del País Vasco que, cuando se están despidiendo de su familia por la mañana, reciben un tiro en la nuca…

Yo trataba de tranquilizarla, pero tampoco las tenía todas conmigo: si eso les estaba ocurriendo a otros como yo, ¿por qué no iba a ocurrirme a mí? Así estaban las cosas a principios del 78. Hacía más de un año y medio que no había visto a Justo, y en todo ese tiempo ni siquiera me había tomado la molestia de buscar noticias suyas. Si alguna vez Justo había formado parte de mi vida, ya no formaba: así de sencillo. Esa mañana de enero, entre la mucha gente que andaba por la casa de Viola estaba Landa. Nos encontramos primero en el descansillo de la escalera y luego en el portal, mientras sacaban las mantas con los restos. Se me acercó y me dijo:

—Éstas son las cosas que teníamos que evitar, ¿no? Y para eso contamos con tipos como el que tú sabes. Bah, pero con esa gentuza es siempre igual: en vez de hacer lo que tienen que hacer, van a lo suyo…

Tardé un segundo en comprender a quién se estaba refiriendo y, cuando quise reaccionar, estaban sacando los restos del matrimonio, y la gente en la calle había empezado a dar gritos de ¡Suárez, traidor!, ¡Gobierno, al paredón…! Luego, de camino hacia jefatura, Landa me agarró del brazo y me dijo si no me importaba que fuéramos juntos. No hubo conversación, sólo un monólogo.

—En esto, como en todo, lo que importa es quién pone las reglas —decía Landa—. En la Iglesia las pone el Papa, en los gobiernos los presidentes, en la guerra el general. ¿Por qué aquí tendría que ser distinto? ¿Qué se cree ese tipo? ¿Que me va a decir lo que tengo que hacer? ¿Que me va a imponer sus normas? No, el mundo no funciona así. Tú eres amigo suyo, ¿no? Tú me lo recomendaste y me dijiste que contigo había funcionado bien. Lo primero que tenía que haber comprendido es que las reglas consisten en que las reglas las pongo yo. Y que las puedo cambiar siempre que quiera. Cosas como lo de hoy hacen que las reglas puedan cambiar, ¿no? Me refiero al matrimonio asesinado, los Viola, los de la bomba. Muertes así pueden hacer que las reglas cambien. ¡O puede que no, pero eso lo decido yo! Si te cargas a esos terroristas antes de que ellos se carguen a un matrimonio como ése, has conseguido dos cosas: cargarte a unos y salvar a los otros. ¡Eso era lo que tenía que haber hecho tu amigo, y en vez de eso…! ¿Qué reglas son ésas? ¿Ésas eran las reglas? ¡No, no eran ésas las reglas! ¿Lo has entendido, Moreno? Pues si tú lo has entendido, tu amigo también lo entenderá. Así que díselo, si lo ves. Si lo ves, dile que te lo he dicho yo y que ésas son las reglas. ¿Entendido, Moreno? ¿Entendido?

—Entendido.

Eso dije, aunque de su embarullado discurso sólo me quedaba claro que Landa me estaba emplumando la responsabilidad de haber adoptado a Justo como colaborador: Tú eres amigo suyo, tú me lo recomendaste, tú me dijiste… ¡Qué huevos tenía el cabrón! Había recurrido a todo tipo de malas artes para arrebatarme a mi confidente, y ahora que parecía estar causándole problemas la culpa era mía. Si por una parte me alegraba de que el asunto le provocara quebraderos de cabeza, por otra me fastidiaba que tratara de traspasarme esos quebraderos. Ahora yo tenía que localizar a Justo, al que hacía más de un año y medio que no veía, y… ¿Y qué? ¿Convencerle de algo? ¿De qué? ¿De que las reglas las ponía Landa? Ni yo mismo sabía muy bien qué mensaje debía transmitirle.

¿Y cómo localizarlo?, dice Mateo Moreno. Fui al último domicilio suyo que conocía, el de Santa Coloma, pero el piso había cambiado de inquilinos y nadie en el barrio sabía nada de él. Me acerqué después a Vallirana. La casa transmitía ahora una deplorable sensación de ruina y abandono: pintadas, porquería, zarzas… No hacía falta ni acercarse para comprender que allí no vivía nadie. A pesar de todo, me asomé a echar un vistazo. La habitación grande tenía una puerta, cerrada con un candado que parecía en buen estado de conservación. ¿Estaban esa puerta y ese candado la última vez? No podía recordarlo. Paré el coche delante de la casa de los vecinos y llamé al timbre. Del interior salía un sonido mecánico que fue poco a poco perdiendo intensidad hasta desaparecer por completo. Me abrió la puerta Eugenio León, el padre de Noel. A su espalda descubrí el origen del ruido: una máquina de estampación de camisetas que ocupaba buena parte del salón. Los muebles se habían apelotonado en la otra parte, de forma que quedaba muy poco espacio para moverse. El hombre, después de saludarme, se sintió obligado a darme explicaciones.

—De algo hay que vivir… —dijo, aludiendo a la máquina.

Hablaba en voz baja. Dijo que su mujer, enferma, estaba en el dormitorio.

—El ruido no ayuda, pero qué le vamos a hacer… —añadió, haciendo señas hacia un bote de Nescafé.

Le pregunté si últimamente habían visto gente por la casa de Justo.

—Vagabundos, pandillas, alguna parejita… —dijo desde la cocina, mientras calentaba la leche.

—¿Y a él?

Reapareció con una bandeja medio minuto después, y con unos dedos negros de grasa de la máquina me tendió una taza.

—¿Azúcar?

—¿Y a él? —repetí.

—No, a él no.

—¿Qué tal el chico? —dije.

—En el colegio —dijo.

—Una cucharada, gracias.

Me enseñó algunas de las camisetas, con propaganda de un taller de reparaciones de Molins de Rei. Luego nos quedamos un rato en silencio, revolviendo los cafés. Pensé en dejarle un mensaje para Justo, pero cuál. Anoté el teléfono de jefatura en un trozo de papel.

—Si vuelven a ver a Justo o a saber algo de él… —dije, y el hombre asintió con la cabeza—. ¿Y cómo llevamos lo de los filántropos…?

—¿Los palíndromos?

—Eso, los palíndromos… —dije, y él dijo:

—¡Muy bien! A ver qué le parece éste: «Eva usaba rímel y le miraba suave».

Asentí con la cabeza.

—Es bueno, muy bueno —dije.

La Brigada Político-Social se había convertido ya en Brigada de Investigación, dice Mateo Moreno. Con los cambios, mi amigo Campos había aprovechado para pasarse a la Criminal. Fue él quien uno de esos días me puso al corriente de las últimas novedades sobre Justo. Unas novedades muy sorprendentes: al parecer, era sospechoso de haber atracado un salón de juego en Sitges… Yo no me lo podía creer:

—¿Justo Gil, atracador?, ¿estamos hablando del mismo Justo Gil?, ¿Justo Gil Tello, el Rata…?

Campos asintió con la cabeza:

—Sí, sí, Justo Gil, tu Justo Gil, el Rata…

—¿Cuánto se ha llevado? —dije, y Campos soltó un bufido:

—Muy poco, poquísimo. Estaba cerrado, la recaudación ya había sido retirada y sólo había una caja con cambios. Pero, eso sí, el local ha quedado destrozado. Supongo que te imaginas de quién es el salón ese…

Dije:

—¿De los ricachones esos de ultraderecha?

Campos volvió a asentir.

—Perro que muerde la mano que le da de comer… —dijo.

—A lo mejor no le daban lo bastante, o a lo mejor la comida no era lo bastante buena.

—Ahora sabes por qué Landa lo está buscando; lo que no sabemos es para qué.

Dije:

—Eso sólo quiere decir una cosa.

—¿Qué? —dijo Campos.

No me apeteció contestarle, pero eso quería decir que habían dado cuerda al juguete, y ahora no sabían cómo pararlo. O, mejor dicho, que al juguete ya no había quien lo pudiera parar.

Habla Manel Pérez

¡Qué alivio sentí cuando apareció publicado mi reportaje en Primera Plana y me alejé por fin de aquel mundillo de la ultraderecha!, dice Manel Pérez. De la noche a la mañana tuve que inventarme nuevas costumbres para reemplazar las viejas, y los lugares que antes frecuentaba pasaron a estarme vedados, y dejé de tener amigos y compañeros de correrías, y las chicas cachondas de Fuerza Joven desaparecieron de mi vida… De golpe supe lo que era la soledad, pero qué a gusto estaba sintiéndome solo… Paseaba por las calles como supongo que lo hacen quienes acaban de salir de prisión: descubriéndolo todo otra vez, viendo el mundo con una mirada nueva, distinta. Si alguien me hubiera dicho que la ciudad me iba a parecer más bonita y la gente más amable y la vida mejor, no me lo habría creído. Pero así era, hasta tal punto nuestro estado de ánimo modifica lo que nos rodea. Incluso en casa las cosas habían mejorado. Mis padres, tan correctitos, tan decentes, en el fondo tan lastimosos, ya no me repugnaban tanto. Los veía todas las tardes salir del bracete, y sus rutinas hasta me hacían gracia. Por ejemplo, su manera de planificar el paseo, que era siempre la misma. Primero extendían sobre la mesa del comedor las cartas de mi padre para sus clientes. Luego las ordenaban por sus direcciones y formaban con ellas una especie de herradura que representaba un itinerario completo de ida y vuelta. Finalmente hacían un ordenado montoncito con las cartas y ahí estaba ya la ruta que carta a carta seguirían esa tarde, muy dignos los dos, mi padre con sus piernas cortas y su trotecillo saltarín, mi madre con sus pañuelos cursis y sus suspiros, parándose cada tantos metros en un comercio o un portal para entregar en mano la siguiente carta o meterla en el buzón. Lo hacían, claro está, para ahorrarse los sellos, pero sobre todo porque eso dotaba al paseo de un sentido y una finalidad: no era un simple pasear por pasear. Recuerdo que las cartas que no encajaban en el trayecto programado eran apartadas y quedaban a la expectativa de futuros trayectos. Cuando una carta, acaso porque iba destinada a un barrio alejado, tardaba varios días en salir, mi padre acababa poniéndole un sello, y debajo de la dirección escribía en letras bien grandes la palabra CIUDAD, lo que yo siempre interpreté como una manera de recordar a los funcionarios de correos que el franqueo correspondiente tenía tarifa local y no provincial… Ése era el mundo de mis padres, ahorrador, metódico, un mundo que yo siempre había desdeñado y por el que pronto tuve que empezar a preocuparme.

Estaba escrito que la Gran Catástrofe comenzaría manifestándose a través del teléfono, dice Manel Pérez. Y así fue. Sonó el teléfono una noche, la habitual sensación de alarma invadió la casa, y mi padre salió al pasillo pronunciando su ya clásico lo-cojo-yo, lo-cojo-yo. A diferencia de las otras veces, no llegó después el esperado instante de alivio sino una confusa serie de preguntas y protestas: ¿Quién es usted?, ¿qué está usted diciendo?, ¿quién le da derecho a…? Cuando mi padre colgó, los demás le observábamos desde distintos puntos del pasillo. Era evidente que la Gran Catástrofe acababa de hacer acto de presencia. Mi padre me miró y dijo nada más:

—¿Qué has hecho, hijo mío?

Sorprendentemente, su reacción y la de mi madre fueron bastante menos histéricas de lo que habría podido esperar. Era como si la constante y sistemática prefiguración del desastre hubiera acabado restándole gravedad, como si tantos años de temores les hubieran preparado y fortalecido, y ahora casi acogían con alivio el que la eterna amenaza se cumpliera por fin y la prolongada incertidumbre se disipara. Así que era esto, parecían decir, y mi padre sacudía la cabeza y añadía algo así como:

—¿Por qué creéis que nos amenazan estos energúmenos? Porque en esta casa sieeempre hemos sido liberales, sieeempre liberales… ¿No llevo toda la vida diciéndolo?

Al principio fueron llamadas telefónicas: una voz diciendo que las cosas no iban a quedar así, que a partir de entonces ni yo ni mi familia podríamos dormir tranquilos. Después las amenazas venían en forma de notas mal caligrafiadas y fotos Polaroid de nuestro portal, de la oficina de mi padre, de la iglesia en la que mis padres asistían a misa. Más tarde, en varias fachadas de la calle aparecieron unas pintadas con el ¡MANU, TRAIDOR! al lado del tradicional ¡FRANCO, PRESENTE! Y una noche, finalmente, lanzaron desde un coche en marcha un cóctel molotov que se estrelló contra una pared cercana y no causó apenas daños… Después de aquello, me mudé a un piso de estudiantes en el barrio de Gracia, y los fachas me perdieron la pista y poco a poco fueron cesando las pintadas y los ataques a casa de mis padres.

Si me mudé fue para no causar más zozobra a mi familia, pero también para poder seguir escribiendo sin miedo a represalias, dice Manel Pérez. Uno de mis profesores de la facultad me recomendó a varias personas de la profesión, y gracias a eso conseguí que en el periódico Tele/Exprés me encargaran alguna crónica de tribunales y me contrataran un par de reportajes. Eran nuevamente reportajes sobre la ultraderecha catalana, pero con pocos datos novedosos y muchas vaguedades. La actualidad avanzaba muy deprisa. Después del atentado contra El Papus, mi información había quedado envejecida, y lo malo era que no había ninguna manera de recuperar mis antiguas fuentes. Un día me llamaron del periódico para leerme un mensaje que habían dejado para mí. Era de Justo, que quería hablar conmigo y el lunes siguiente acudiría a hacerme una visita a la redacción. Pedí que me volvieran a leer el mensaje. ¿Hablar conmigo? ¿Hacerme una visita? ¿Habían sido exactamente ésas sus palabras? Y si había utilizado exactamente esas palabras, ¿las había pronunciado con un tono que pudiera considerarse amenazador? Yo no sabía qué mensaje era el que de verdad me estaba transmitiendo. ¿Que me tenía localizado? ¿Que podía ajustarme las cuentas cuando y como quisiera? Estábamos en enero del 78 y yo aún no había cumplido los veinte años. ¿Iba a tener que pasarme toda la vida escondiéndome de mis antiguos camaradas? La única manera de averiguar sus intenciones era acudir a la cita. Eso hice. Debido a los recientes atentados contra medios de comunicación, se habían instaurado medidas de control en los accesos, así que precisamente en el periódico era donde menos tenía que temer. Por si acaso, algunos de mis compañeros estaban avisados. Me dejaron una mesa libre, separada por una mampara del resto de la redacción. Justo llegó sólo unos minutos después de la hora convenida. Llevaba el pelo sucio, iba mal afeitado y me pareció que cojeaba más que nunca. Le invité a sentarse y él pensó que yo tenía mi propia mesa de despacho. Señaló unos recortes de periódico clavados con chinchetas al corcho de la mampara y, creyendo que eran artículos míos, dijo:

—Esa mierda que escribes no vale nada…

Lo dijo sin agresividad, constatando nada más.

—¿Qué quieres, Justo?, ¿a qué has venido? —dije, y él se acarició la cadenita de la bala que llevaba colgando del cuello y dijo:

—A ayudarte. Somos amigos, ¿no?, y los amigos se ayudan entre ellos…

Permanecí inmóvil. Prosiguió:

—¿Por qué los periodistas escribís sin saber? ¿Por qué inventáis tanto? No sólo tú. Todos. Sobre la bomba de El Papus he leído auténticos disparates. La cuestión es llenar páginas, ¿no?, y da lo mismo si lo que dices es verdad o mentira. ¿Quieres saber quién está metido en lo de El Papus? Tú los conoces a todos…

—¿El Padrino?

—Claro, hombre. Y a los demás también. Pregúntame, pregúntame: para eso estamos los amigos…

Me retrepé en mi asiento y dije:

—¿Qué buscas, Justo? Porque si lo que buscas es vender información…

Justo hizo el gesto de quien acaba de acordarse de algo importante:

—¡Por cierto, enhorabuena! Me engañaste. Me engañaste de verdad. Sabía que eras distinto de los otros chicos, pero nunca sospeché de ti. Para mí eras un auténtico ultra, no uno que sólo lo finge… Lo hiciste muy bien. El reportaje estaba bien escrito, ¡y qué convincentes resultaban las fotos con el bazooka! Enhorabuena, de verdad…

—¿Qué buscas? —volví a decir—, ¿qué es lo que quieres?

—Nada. Que hagas tu trabajo, y yo haré el mío.

Se levantó y a través de la ventana observó el hormigueo incesante de gente en la calle Tallers.

—Babilonia, Babilonia… —susurró, y sin volverse hacia mí añadió—: Dame tu número de teléfono.

Yo dudé un instante y Justo soltó una risita:

—No te fías, ¿eh?

Se lo anoté en un papel. Lo cogió, hizo un gesto de despedida y se fue.

Empezó a llamarme más o menos una vez por semana, siempre por la noche, dice Manel Pérez. Me llamaba y me decía:

—Escucha, Manu, escucha esto: «Los siete ángeles que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas. Y el primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, y fueron arrojados a la tierra; y la tercera parte de los árboles fue quemada, y se quemó toda la hierba verde…».

Justo me llamaba siempre desde teléfonos públicos, y cada pocos minutos se oía caer una moneda. Entonces interrumpía un instante la lectura como para calcular el tiempo que le quedaba, y proseguía:

—«Y el segundo ángel tocó la trompeta, y algo como un gran monte ardiendo con fuego fue lanzado al mar; y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y murió la tercera parte de los seres vivientes que estaban en el mar…».

Cuando terminaba de leer, guardaba unos instantes de silencio y después decía:

—Dime qué te parece, Manu, ¿eh?, ¿qué te parece…?

A la semana siguiente me volvía a llamar y me leía otro fragmento:

—«Del humo salieron langostas sobre la tierra; y se les dio poder, como tienen poder los escorpiones de la tierra. Y les fue mandado que no hiciesen daño a la hierba de la tierra, ni a ninguna cosa verde ni a ningún árbol, sino solamente a los hombres que no tuviesen el sello de Dios en sus frentes. Y les fue dado que no los matasen, sino que los atormentasen cinco meses; y su tormento era como tormento de escorpión cuando hiere al hombre. Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte, pero no la hallarán; y desearán morir, pero la muerte huirá de ellos…».

Justo terminaba la lectura y hacía una pausa antes de comentar:

—Es impresionante, ¿no, Manu?, ¿no te impresiona…? —y repetía—: «Buscarán los hombres la muerte, pero no la hallarán…, y la muerte huirá de ellos». ¿Te impresiona o no…?

Otra noche, algunas semanas después, me llamó y volvió a leer:

—«Ellos pelearán contra el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque él es Señor de señores y Rey de reyes; y los que están con él son llamados, y elegidos y fieles…».

Aquí le interrumpí:

—Ya está bien, Justo. No sé qué pretendes ni qué me quieres decir, ni si vas en serio o me estás tomando el pelo. ¿Cuál era esa información tan valiosa que estabas dispuesto a pasarme? ¿Que te entretienes llamando a la gente para leerles trozos del Apocalipsis? ¿Eso es lo que quieres que publique? Seamos serios, hombre…

Justo se echó a reír.

—Si no te gusta, podías haberlo dicho antes. Ahora escucha. ¿Sabes algo de unos atracos a unos salones con máquinas tragaperras en Sitges, en Barcelona, en Sabadell…?

Dije:

—¿Me estás diciendo que investigue quién los cometió?

Dijo:

—No, idiota. Los atracos los cometí yo. Te estoy diciendo que investigues a los propietarios de esos salones. ¿Hace falta que te dé el titular? Aquí tienes uno: «Así se financia el terrorismo ultra». Suena bien, ¿eh?

Lo de los salones de juego era un auténtico tinglado, dice Manel Pérez. La propiedad de cada salón estaba repartida entre varias sociedades, que casi nunca eran las mismas y que a su vez podían estar participadas unas por otras a través de empresas interpuestas. Para complicar más las cosas, a la cabeza de algunas de esas empresas y sociedades figuraban simples testaferros. Aquí y allá, sin embargo, aparecían algunos nombres que me resultaban familiares: Miguel Gómez Benet, Carlos Sanfeliu… El atraco de enero contra el salón de Sitges no había pasado de causar destrozos en el mobiliario, y algo similar puede decirse de los atracos del mes de febrero, uno en el barrio de Les Corts en Barcelona, el otro en la Rambla de Sabadell a la altura de Ferrocarriles. En los tres casos, si rebuscaba entre las empresas propietarias, por un sitio u otro me acababan saliendo los nombres de Gómez Benet y Sanfeliu. Lo difícil era averiguar de qué otras sociedades eran accionistas y qué otros salones de juego pertenecían a esa red de sociedades. Yo no podía saberlo. Justo, al parecer, lo sabía, y con cada uno de sus nuevos atracos ampliaba mis conocimientos sobre la red. Ahora Justo me llamaba cada vez menos por teléfono, y yo tenía la sensación de que los atracos eran su manera de comunicarse conmigo. A primeros de marzo fue atracado un salón del paseo marítimo de Blanes, y un par de semanas después otro del centro de Tarragona. Al igual que en los otros casos, el botín fue mínimo y los destrozos grandes. Investigué la propiedad de ambos negocios y en uno de ellos me apareció el nombre de un tal Landa, que resultó ser hijo de un conocido comisario de Vía Layetana… Con ese material fui construyendo mi reportaje, que, sin dar demasiados nombres, se centraba en la financiación de la ultraderecha catalana y acababa sugiriendo algún grado de connivencia por parte de la policía. En la mesa de redacción de Tele/Exprés hubo quien, por miedo a demandas y represalias, desaconsejó la publicación del reportaje, que pese a todo acabó saliendo a doble página el primer domingo de abril. Esa misma noche, Justo me llamó para leerme nuevos versículos del Apocalipsis:

—«Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante de Dios; y los libros fueron abiertos; y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida. Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras».

—¿Por qué lo haces? —dije.

—¿Por qué hago qué?

—Lo de los salones de juego, atacar los negocios de esos tipos…

—Porque se lo merecen —dijo—. ¿No crees que se lo merecen?

Luego volvió a leer algunos de los versículos sobre el Juicio Final y colgó. Ya está, el juego ha terminado, pensé, porque aquello sonaba a despedida. Pero no, el juego aún no había terminado. A la mañana siguiente, mientras me preparaba para ir a la facultad, oí por la radio que esa madrugada un incendio había destruido el salón Manila, situado en plenas Ramblas, al lado del hotel Oriente. Llamé al Tele/Exprés para que me ampliaran la información: había sido un incendio provocado, alguien se las había arreglado para colarse después del horario de cierre y arrojar dos cócteles molotov… Me acerqué a las Ramblas. Unos guardias impedían pasar más allá del perímetro de seguridad pero a través de las puertas abiertas se veía el local reducido a cenizas. Todo encajaba: la ira bíblica de Justo, los fragmentos del Apocalipsis, el gran fuego purificador, una sed de venganza que iba dirigida, sí, contra Gómez Benet y sus socios, pero sobre todo contra el mundo, contra el mundo en general. Ahora sí que Justo había completado su venganza, y no tardé en intuir que, después de aquel último golpe, desaparecería para siempre y nunca más volvería a atacar salones de juego.

No me equivocaba, dice Manel Pérez. Pero eso no quiere decir que aquella historia estuviera cerrada del todo. Una noche, cuando volvía a casa, un hombre se me cruzó a la altura del portal. Era un tipo corpulento, con grandes bigotes. Yo pensaba que era un vecino que se disponía a entrar, pero enseguida vi cómo me bloqueaba el paso con el cuerpo.

—¿Sabes quién soy? —dijo.

Negué con la cabeza.

—Soy Landa. Puede que Justo te haya hablado de mí. Creo que sois buenos amigos. Qué bien lo pasasteis aquellos días en Cubells, ¿eh?

Su tono de voz no pretendía ser afable, pero tampoco hostil. Yo contesté cualquier cosa, y Landa dijo:

—Ahora dime dónde está.

—¿Quién? ¿Justo Gil? No lo sé.

—¿Y qué más cosas no sabes? Porque en tus reportajes das a entender que sabes muchas cosas…

Lo que en realidad me estaba diciendo era que me tenían controlado. Que sabían que el Manel Pérez de Tele/ Exprés era el Manu Pérez de Fuerza Joven. Que sabían dónde trabajaba y dónde vivía. Que la policía no era tonta. Dijo:

—¿Piensas seguir sacando trapos sucios? Porque Justo puede haberte contado cosas que no son verdad, y no estaría bien que fueras por ahí publicando cosas falsas acerca de gente decente, ¿no te parece?

—Hace tiempo que no sé nada de él. Me llamó algunas veces pero no he vuelto a tener noticias suyas…

Me interrumpió, impaciente:

—¡Ya sé que te llamaba!

Luego hubo un momento de silencio, y Landa, esbozando una sonrisa, añadió una frase que sugería exactamente lo contrario de lo que pretendía expresar:

—A mí me gusta ir por las buenas…

Asentí con la cabeza, como diciendo que a mí también. Se apartó para dejarme pasar y dijo:

—Si te llega información nueva, tendrás que comprobar si es buena. No tienes más que llamarme a jefatura. ¿Me prometes que lo harás?

Volví a asentir con la cabeza.

—Buen chico —dijo Landa, y yo entré en el portal.

Desde aquel momento viví con una sensación no de miedo pero sí de inseguridad e indefensión. ¿De las palabras de Landa se deducía que habían intervenido mi teléfono? De ser así, ¿a quién acudir? Porque uno no puede ir a la policía a denunciar que precisamente la policía le ha pinchado el teléfono… Esa inseguridad y esa indefensión aumentaron cuando mis compañeros de piso descubrieron que alguien había entrado en el piso y lo había revuelto todo. Aunque habían registrado todos los cuartos, el desbarajuste mayor estaba en el mío. ¿Qué andaban buscando? No se habían llevado nada, pero es que tampoco había nada que pudieran llevarse: ni fotografías comprometedoras ni cassettes con revelaciones escandalosas ni borradores de reportajes acusatorios. Entre unas cosas y otras, mis compañeros empezaban a tratarme con algún recelo, y no podía reprochárselo. ¿Cómo reclamarles una entereza que ni a mí mismo podía exigirme? Si de verdad habían pinchado nuestro teléfono y registrado nuestras pertenencias, ¿qué garantías podía darles de que eso (o algo peor) no volvería a ocurrir? Pensé en cambiar de piso, pero eso no serviría para ponerme a salvo de la gente como Landa y tal vez sí para cortar mi vía de comunicación con Justo. Ése, en el fondo, era el problema: ¿qué hacer si Justo me llamaba para pasarme nueva información? ¿Tendría el coraje de publicar otro reportaje como el anterior, enfrentándome a Landa y a quién sabe cuánta gente más y poniendo en peligro no sólo mi seguridad sino también la de mis compañeros de piso? Se puede ser valiente cuando sólo se tiene que negociar con los propios temores, pero ¿qué grandeza hay en jugar con los temores ajenos? Al mismo tiempo que me hacía estos razonamientos, me acusaba a mí mismo de estar buscando subterfugios para rehuir mis responsabilidades. ¿Cuándo se había visto que un periodista renunciara a sus fuentes de información por unas amenazas que ni siquiera acababan de concretarse? En fin, todo en mí eran dudas y contradicciones y, si por un lado estaba esperando una nueva llamada de Justo, por otro deseaba que esa llamada nunca llegara a producirse. La consecuencia directa de todo esto fue que, a partir de cierta hora de la tarde, el sonido del teléfono empezó a transmitirme algo parecido a la angustia… Es ridículo, ¿verdad? Toda la vida burlándome de mi familia y de su miedo a la Gran Catástrofe y del lo-cojo-yo de mi padre, y de repente me descubría idéntico a ellos. Yo atenazado por los mismos temores atávicos de mi madre, yo remedando sin querer la ridícula solemnidad de mi padre, yo reconociendo en mí mismo algunos de esos rasgos lamentables contra los que creía estar inmunizado…

El dilema no llegó a plantearse porque Justo nunca volvió a llamarme por teléfono, dice Manel Pérez. Sin fuentes de información, difícilmente podía escribir nuevos reportajes sobre la ultraderecha, así que en mis siguientes colaboraciones para Tele/Exprés regresé a la plácida rutina de la crónica de tribunales. ¿Qué había sido de Justo? ¿Por qué desde la noche del ataque al salón Manila no había vuelto a dar señales de vida? Con el paso de los meses, su figura iba siendo desplazada por otros asuntos de la actualidad, y puede decirse que para el verano formaba ya parte del pasado. Ese verano me tocó cubrir las vacaciones de varios compañeros, y solía estar en la redacción desde las dos o las tres hasta la hora de cierre. Una tarde vino a verme un inspector de policía llamado Mateo Moreno. Era un hombre no muy alto pero fornido, de unos treinta años, que cuando hablaba daba vueltas a la alianza que llevaba en el dedo anular.

—¿Qué desea? —pregunté.

Dejó de jugar con el anillo para llevarse una mano al bolsillo.

—Teníamos un amigo común… —dijo, y me entregó una cadenita con una bala de plata—: Le suena, ¿verdad?

Observé la bala con atención: las iniciales JGT, el año 1939, el hueco para el año de la muerte. Ahora sí que podría grabarse ese año, el 1978, pero qué importaba ya…

—¿Qué le ha pasado? —dije—, ¿cómo ha sido?

—En Vallirana, en una casa que se estaba construyendo desde hacía años. Fueron a buscarle dos tipos y le pegaron unos tiros. Un ajuste de cuentas, seguramente. Creemos que los asesinos son neofascistas italianos. Ésos ya estarán fuera de España…

Volví a mirar la bala de plata. Dijo:

—Quédesela. Como recuerdo. Justo no tenía ni familia ni amigos…

—Gracias —dije, apretando con fuerza el puño.

—Ahora cuénteme lo que sepa de Justo.

Resumí mi relación con Justo desde mis escarceos con la ultraderecha hasta mi reportaje de abril, pasando por el campamento en la provincia de Lérida.

—Enséñeme lo que tenga, papeles, fotos, etcétera… —dijo.

—No tengo nada.

—Puede que ahí encontremos alguna pista.

—Ya le he dicho que no tengo nada —dije, y después de una pausa añadí—: Todo lo que sé está escrito y publicado. Si quiere, le hago fotocopias…

El inspector se levantó para marcharse. Supuse que mis evasivas le habían molestado.

—Inspector Moreno.

—¿Qué?

—¿Por qué no me enseña cómo ha sido todo?

Fuimos a Vallirana en un coche prestado por un compañero de la redacción. Conducía yo.

—¿Sabe dónde es? —me preguntó Moreno.

—Estuve varias veces.

Paré el coche en mitad del camino y el inspector señaló la casa más cercana. Dijo:

—Allí dejaron el coche, un Seat 1200 Sport de color rojo. Justo debía de estar en su casa, durmiendo. Era muy temprano. Oyó ruidos o llamaron a la puerta, se despertó, salió a ver…

—¿Iba armado? —le interrumpí.

—Parece que no —dijo Moreno, que se acercó a la casa, señaló tres o cuatro agujeros de bala en la pared y añadió—: Aquí los pistoleros hicieron media docena de disparos. Luego se llevaron a Justo hasta aquellos almendros de allá. Los dos tipos hicieron varios tiros más y al final le dispararon en la sien y, ya en el suelo, le remataron. Allí, pasados esos árboles…

Señalé la única casa que se veía desde ahí.

—¿Lo vio alguien?, ¿algún vecino?

—Un chico. Intentó avisar pero no llegué a tiempo —dijo Moreno, encaminándose ya hacia el coche.

Le seguí, me senté al volante, giré la llave de contacto. En aquel momento estaba convencido de que el caso nunca se resolvería, pero el inspector, como si me estuviera leyendo el pensamiento, agitó la cabeza y comentó:

—Esa gente, si no cae por una cosa, acaba cayendo por otra… Pero a quien hay que coger es al que los mandó aquí.

Le llevé a Vía Layetana. Cuando se disponía a salir, me preguntó:

—¿Tú cómo le llamabas?

—Yo le llamaba Justo…

—¿Pero no le llamabas de ninguna manera especial? —insistió—, ¿no tenía ningún mote en la ultraderecha, ningún alias…?

—No —dije, y él hizo un gesto en dirección al edificio de jefatura y dijo:

—Aquí le llamábamos el Rata.

—¿El Rata?

—El Rata —dijo Moreno, diciéndome adiós con la mano.

Habla Noel León

Siguieron yendo por allí, siguieron yendo a hacer prácticas de tiro, dice Noel León. Dejaban los coches delante de la casa y se iban hasta la vaguada que había al otro lado de los almendros, y allí hablaban entre ellos sentados en círculo y hacían ejercicio físico y disparaban contra unas dianas de cartón. Me prometí a mí mismo no acercarme, pero la curiosidad era demasiado fuerte. Junto a la acequia había un pequeño cañaveral en el que podía esconderme y espiar. Pasaba largos ratos en ese sitio. Desde allí les veía moverse de aquí para allá, correr con las armas, detenerse a disparar. El sonido de los disparos me llegaba amortiguado e inofensivo. A veces les oía cantar himnos. Cuando se ponían a cantar quería decir que estaban ya a punto de irse. Entonces yo volvía a mi casa dando un pequeño rodeo para no ser visto, y por la ventana de la cocina les veía meterse en los coches. En cuanto los coches arrancaban, corría al salón para verlos pasar por el camino. Era lo más cerca que llegaba a estar de esa gente. No siempre eran los mismos, aunque tenían todos la misma pinta de bárbaros y violentos. Mi madre, que debido a sus alergias tomaba frecuentes vahos de eucalipto, asomaba la cara por debajo de la toalla y los miraba distraídamente.

—¿Cazadores? —preguntaba, y yo asentía con la cabeza.

Luego, si todavía había luz, echaba a correr hasta la vaguada y buscaba los casquillos de bala que se habían olvidado de recoger.

Durante una época realizaban esas prácticas de tiro una o dos veces por semana, dice Noel León. Después empezaron a venir un sábado aislado o un domingo. Al cabo de un tiempo, más o menos hacia el verano, dejaron de aparecer por allí. Mi padre se metió por entonces en el negocio de la estampación de camisetas. Tuvimos que arrinconar los muebles del salón para hacer sitio a la máquina, que tenía un aspecto como de tostadoras de sándwiches en hilera. Las camisetas estaban sujetas a unas guías articuladas que al bajar quedaban encajadas entre las planchas. Entonces las planchas se cerraban y sólo faltaba esperar a que se completara el serigrafiado. Salvo la colocación y retirada de las camisetas, que había que hacer una por una y a mano, el proceso estaba automatizado. El trabajo, por tanto, requería poco esfuerzo pero, eso sí, mucha paciencia, y lo bueno era que el mismo que le alquiló la máquina a mi padre le pasaba los encargos y se los pagaba en un plazo razonablemente breve. O sea que en aquella época teníamos dinero para vivir y todo iba bien, salvo por una cosa: el ruido. Una máquina como ésa no tenía por qué ser ruidosa pero lo era. El motor del generador sonaba como el de un camión en perpetua aceleración, los engranajes chirriaban y crujían, las planchas entrechocaban con demasiada fuerza, el timbre del temporizador avisaba con una insistencia innecesaria… Mi madre, por no aguantarlo, se encerraba en su cuarto con algodones en los oídos. Pero aquel estrépito invadía hasta los últimos rincones de la casa. Yo prefería marcharme, y pronto me acostumbré a pasar las horas muertas en la casa de Justo. La habitación grande era la única que tenía una puerta y un candado. En las otras, como mucho, había algún tablón apoyado en el marco. Las primeras tardes husmeaba un poco: aquí y allá había trapos, latas, botellas vacías que podían haber sido de Justo o de cualquiera. Después ni siquiera me molestaba en entrar. Me sentaba en la parte que no podía verse desde mi casa, y allí me fumaba unos cuantos cigarrillos y tocaba la armónica y fantaseaba con la idea de vivir algún día en una casa normal de una ciudad normal. Por supuesto, me despreocupé por completo de la limpieza y la conservación de la casa: por mí como si le caía un rayo. Pasaron los meses. Hacía por lo menos medio año que ni Justo ni sus amigos aparecían por allí cuando oí el ruido de un coche parándose. Me asomé. Del coche salió un hombre, que echó un vistazo rápido al interior de la casa y soltó un escupitajo. El conductor me vio y me llamó con la mano. Avancé un par de metros. El otro vino hacia mí y volvió a escupir.

—¿Qué hacías, chico? —me dijo, y yo me encogí de hombros.

Las caras de los tipos no me sonaban, pero por el aspecto podían ser de los que se juntaban para hacer prácticas de tiro.

—¿Vienes mucho? —dijo el del coche.

—De vez en cuando.

—¿Suele venir más gente, chico? —dijo el otro, y a mí me molestó que volviera a llamarme chico.

—No —dije—, nunca viene nadie.

Dijo:

—El dueño de la casa, uno cojo… ¿Sabes quién es? ¿Lo has visto alguna vez?

Volví a encogerme de hombros.

—¿Qué hacemos? —preguntó el que conducía.

—¡Bah! —contestó el otro. Se metió en el coche, bajó la ventanilla y escupió otra vez.

¿Cuándo ocurrió eso?, ¿en enero, en febrero del 78? Desde luego, no mucho más tarde. Un par de meses después, un día de abril, fui a la casa y vi que la puerta estaba abierta y el candado en el suelo. Como esa habitación era tan oscura, tuve miedo de que Justo o quien fuera estuviera dentro mirándome. Me deslicé en uno de los cuartos pequeños, cogí el paquete de cigarrillos y el mechero (los guardaba en una caja de galletas danesas escondida entre unos ladrillos) y eché a correr hacia mi casa. Durante los días siguientes no me acerqué por allí, pero me mantuve alerta. Una tarde me pareció verle de lejos en el camino que llevaba al barranco. Otra tarde creí distinguir su figura junto a la parada del autobús. Y una noche, finalmente, llamaron a la puerta y era él.

—Os he traído una botella de vino —dijo, enseñándola.

Mis padres le invitaron a pasar. Se sentaron en el arrinconado tresillo, con tan poco espacio que casi se tocaban sus rodillas, y se sirvieron el vino. Mi padre hablaba de la suerte que había tenido con lo de la estampación. Justo miraba la máquina y asentía con la cabeza y, si le preguntaban por su vida, decía:

—Vamos tirando, vamos tirando…

Yo todavía estaba dolido con él. No le perdonaba sus gritos de la última vez y evitaba mirarle a los ojos. En cuanto se terminaron el vino se levantó. Dijo:

—Tengo que hacer un par de arreglos. Necesito que me ayudes, Noel. ¿Vienes el sábado?

Para él era como si nunca hubiera sucedido nada, como si jamás me hubiera gritado que su casa era una propiedad privada y que no quería volverme a ver por allí.

—Está bien… —dije.

El sábado por la mañana me asomé a la ventana de la cocina y le vi trabajando delante de su casa. Me acerqué. Estaba poniendo la puerta de la entrada.

—Sujétame esto mientras pongo estos clavos… —dijo, subiéndose a una escalera de mano, y yo hice lo que me decía.

Y así fue como reanudamos nuestra amistad. Iba cuando no tenía clase y le ayudaba a acondicionar la casa. El verbo acondicionar no resulta muy apropiado, porque aquello nunca reuniría unas condiciones mínimas de habitabilidad. No tenía agua corriente ni por tanto instalaciones sanitarias, y Justo estaba siempre llenando cubos en la acequia. En cambio, sí tenía electricidad, tomada supongo que irregularmente de algún poste cercano, y a la luz de las bombillas la habitación grande no parecía tan desolada. Los reyes antiguos no vivían mucho mejor, solía decir Justo. Le ayudé a limpiar aquello de basura y a tapar las grietas con cemento. Le ayudé a poner contraventanas y puertas, a pintar de blanco las paredes, a construir un tendedero en la parte de atrás. Le ayudé a hacer con unas tablas unos estantes y una mesa, que junto a tres sillas viejas constituían todo el mobiliario. Aunque algo avejentado, Justo seguía siendo el de siempre. Tan pronto me contaba alguna anécdota de su infancia como se quedaba abstraído o me leía algún fragmento de Vintila Horia.

—Escucha esto, Noel —decía, y con el dedo índice seguía el subrayado de la página—: «El tiempo y el espacio se nos aparecen como cosas distintas, pero no es así. En realidad, pasado, presente y futuro no existen, sino sólo el presente, que se identifica con Dios. Dios es perfecto, sin fronteras; nosotros somos limitados y nos resulta imposible hablar de él. Conceptos como pasado, presente y futuro nos ayudan a vivir dentro de nuestra dimensión humana, pero nos impiden la contemplación de una realidad mucho más compleja, a la que sólo unos pocos, los clarividentes, tienen acceso».

Entonces se volvía hacia mí y me preguntaba:

—¿Qué te parece, Noel? «Dios es perfecto, sin fronteras». ¿No crees que son unas palabras muy hermosas, unas palabras muy hermosas y muy sabias?

Esa rara religiosidad suya y ese afán de trascendencia se avenían muy bien con su forma de vida, tan austera, tan ascética. Los días de lluvia salía a recoger caracoles al lado de la riera, y luego se los vendía a un restaurante de la carretera. Era ése todo el dinero que manejaba, pero tampoco parecía necesitar más. Tenía muy poca ropa, cada vez más remendada, y se alimentaba sobre todo de fruta y hortalizas que no sé si compraba o cogía por el campo. Bebía agua de la acequia, previamente hervida en un hornillo de cámping-gas, y el único capricho que se concedía era la radio. Tenía a todas horas encendido un transistor en el que le gustaba escuchar programas de ciencia y medicina, y a veces replicaba en voz alta a los comentarios del presentador como si éste pudiera escucharle.

De su anterior vida, fuera la que fuese, no había quedado nada, dice Noel León. O ésa es la sensación que tuve durante un tiempo, digamos durante dos o tres meses, hasta que vi por primera vez aquel coche rojo, aquel Seat 1200 Sport. Era un sábado. Al mediodía había caído un buen chaparrón, y Justo venía por el camino con el saco de los caracoles al hombro. Yo le esperaba a la entrada de su casa practicando con la armónica. Como el saco no estaba lleno, de vez en cuando le veía agacharse y coger un par de caracoles más. Cuando estaba ya a punto de llegar, pasada mi casa, apareció el 1200 Sport. Avanzaba despacio a espaldas de Justo y, en cuanto lo alcanzó, aminoró aún más la velocidad para mantenerse a su altura. Acabaron parándose, y Justo se agachó un poco para hablar con los del coche. Yo dejé la armónica y agucé el oído. Pero no estaban lo bastante cerca. Ni siquiera podía percibir si el tono de la conversación era tenso o amigable. Fue, de todos modos, una conversación muy corta. El coche dejó atrás a Justo y aprovechó la explanada de la casa para dar la vuelta en dirección a la carretera y el pueblo. Antes de completar el giro, se detuvo un instante. El que conducía me hizo una señal con el pulgar hacia arriba y dijo:

Salve!

Eran dos hombres, con un aspecto como los de la vez anterior, acaso algo mayores. Los seguí con la mirada mientras pasaban de nuevo al lado de Justo y hacían sonar el claxon. Esta vez él ni los miró. Entró en la casa y de un manotazo se apartó un caracol que le subía por el hombro.

—¿Quiénes eran? —dije.

—Este saco tiene un descosido…

—¿Quiénes eran?

—Nadie.

—¿Italianos?

—Ni idea —dijo, y con un cordel se puso a remendar el agujero de la arpillera por el que escapaban los caracoles.

Yo entonces no concedí a ese encuentro la importancia que tenía. Sólo algunos años después, cuando vi por televisión una película titulada Los asesinos, comprendí muchas cosas que en aquel momento ni siquiera podía intuir. En la película, unos pistoleros llegan a un pueblo buscando a un hombre al que tienen que matar. El hombre, interpretado por Burt Lancaster, tiene la posibilidad de escapar pero, cansado de esconderse, se queda a esperar la muerte. En realidad, desde su llegada al pueblo no ha hecho otra cosa que eso: esperar la muerte, esperar que aparezcan unos asesinos a pegarle un tiro… Ahora sé que la historia de Justo era muy parecida: se había retirado a Vallirana sabiendo que algún día aparecerían para matarle. Y esas personas ya habían aparecido. Desde aquel sábado, el 1200 Sport se dejaba ver muy a menudo. Cuando la tierra estaba seca, se veía desde lejos la polvareda que levantaba por el camino. Al pasar junto a nosotros, los italianos hacían algún gesto de salutación al que Justo jamás respondía. Luego el coche se paraba en la curva, a la sombra de una higuera. Se quedaba ahí un rato, hasta que daba la vuelta y lentamente volvía a pasar cerca de nosotros. Era así un día tras otro, siempre igual aunque no siempre a la misma hora.

—¿Quiénes son? —preguntaba yo, y Justo no contestaba nada o contestaba:

—Nadie, sólo gente…

Si en aquella época hubiera conocido la película de Burt Lancaster, tal vez habría adivinado lo que estaba a punto de ocurrir. Desde luego, Justo lo sabía. Y seguramente también sabía que los dos italianos sólo estaban esperando la ocasión propicia. Ese verano yo tenía quince años recién cumplidos. El último fin de semana de julio era el del congreso anual de la Asociación, que ese año se iba a celebrar en un pueblo cántabro (y por supuesto palindrómico) llamado Aja. Hacía semanas que yo había anunciado a mis padres mi intención de no acompañarles. No me apetecía pasarme las horas leyendo palíndromos en una pizarra, no me apetecía aplaudir al ganador del Palíndromo del Año, no me apetecía hacerme la clásica foto de grupo junto al letrero del pueblo… Mi decisión no había gustado a mis padres, y hasta el final no estuvo claro que fuera a conseguir su permiso. Durante la comida del viernes, con los equipajes ya preparados junto a la puerta, hicieron el último intento de convencerme.

—No os preocupéis por mí, ya soy mayor —les dije, y poco después les ayudé a cargar el coche.

Era la primera vez que me dejaban solo. Mientras me despedía de ellos, vi que Justo nos miraba desde el camino. ¿Intuía lo que aquella despedida podía significar? ¿Sabía ya que era eso lo que los italianos estaban esperando y que, por decirlo de algún modo, le había llegado el momento? Fue ésa la primera noche de mi vida que pasé sin mis padres. Hacía mucho calor y dormí con la ventana abierta. El sábado, al punto de la mañana, me despertó el ruido de un motor. Me asomé. Era el 1200 Sport, que se había parado delante de casa, más o menos en el sitio en el que mi padre solía dejar su coche. Nunca antes los dos italianos se habían dejado ver a una hora tan temprana. Empecé a comprender muchas cosas: precisamente porque no estaba el coche de mi padre estaba el suyo allí. Esos hombres creían, por tanto, que también yo me había marchado y no quedaba ningún posible testigo. De repente no estuve seguro de que la puerta principal estuviera cerrada por dentro. Fui al salón y sigilosamente di otra vuelta a la cerradura. Me agaché para mirar por la ventana. Los italianos fumaban apoyados en el capó. Algo muy grave estaba a punto de ocurrir. A gatas y dando un rodeo por detrás de la máquina estampadora llegué hasta la mesita del teléfono, que estaba al lado de la otra ventana. ¿A quién llamar? Sólo se me ocurrió Mateo, el policía. Mis padres solían anotar los números de teléfono en trozos sueltos de papel que luego metían entre las páginas del listín. Encontré el número de jefatura y me dijeron que no estaba. Pregunté por su número particular pero se negaron a dármelo. Pedí por favor que le llamaran y le dieran un recado.

—¿Qué recado?

—Que me llame. Que me llame enseguida. Es muy urgente. Soy Noel, el hijo de los palindromistas.

—¿De los qué?

—De los palindromistas. El inspector ya sabe…

Colgué y volví a mirar por la ventana. Uno de los italianos tiró el cigarrillo al suelo y se acercó a la casa. Se inclinó primero sobre una ventana y luego sobre la otra, la mía. No sabría decir si estaba cerciorándose de que no hubiera nadie en la casa o si la insólita presencia de la estampadora había despertado su curiosidad. Nos separaban unos pocos centímetros de muro y cristal. Yo, pegado a la pared, percibía su proximidad como algo oscuro, amenazador, igual que cuando te metes en un pantano de aguas turbias y notas junto a tus pies peces tan grandes como tú mismo. Contuve la respiración. Que se vaya, que se vaya…, me decía para mis adentros, paralizado por el miedo.

Nessuno, non c’è nessuno! —oí que le decía a su compañero, alejándose.

De repente sonó el teléfono y el hombre, al oírlo, se detuvo y retrocedió. Pegó otra vez la cara al cristal. ¿Creía tal vez que se abriría alguna puerta y alguien saldría a contestar? Desde donde él estaba, veía perfectamente el teléfono, así que la posibilidad de descolgar estaba descartada. ¡Vete!, ¡vete!, murmuraba yo. Sonaron cuatro o cinco timbrazos más y el hombre seguía ahí. Se oyó por fin un chasquido final, y al cabo de unos segundos el italiano se apartó y repitió:

Nessuno!

Yo maldije mi suerte: el que había llamado no podía ser otro que Mateo, y ahora seguro que no volvería a llamar…

Ninguna de las ventanas ofrecía una visión completa de la casa de Justo y el camino, dice Noel León. Desde el salón les vi echar a andar por el camino, pero para verles llegar a la casa tuve que desplazarme hasta la cocina. Uno de ellos aporreó la puerta y gritó unas cuantas veces el nombre de Justo. Lo gritó con un tono cantarín, como el lobo feroz en los dibujos animados. Justo abrió la puerta y apoyó la espalda contra el marco. Yo no oía ya lo que decían, pero en principio la escena no transmitía una sensación especial de amenaza. Si alguien en ese momento hubiera pasado por allí habría pensado que era una pequeña reunión de vecinos hablando de cualquier cosa, y no un encuentro entre una víctima y sus verdugos. Ni siquiera habría percibido la inminencia del peligro cuando uno de los italianos sacó una pistola y apuntó como en broma a una urraca. Muy poco después, el otro sacó su arma y se sumó al juego, también sin llegar a disparar. Lo van a matar, pensé, le van a pegar dos tiros en la cabeza y va a caer redondo delante de su casa. Justo seguía apoyado en el marco de la puerta, aparentemente tranquilo, con los brazos cruzados, como si aquello no fuera con él. Los pistoleros no parecían tener prisa. De vez en cuando uno de ellos daba a Justo un par de palmadas en el hombro. Como viejos amigos, como camaradas. Luego Justo y el otro italiano desaparecieron unos minutos en el interior de la casa. Cuando salieron llevaban unas bolsas de plástico. El que se había quedado fuera empezó de repente a disparar contra la pared de la casa. Disparó tres, cuatro, cinco veces. Era como si estuviera probando la puntería contra una araña o una lagartija que intentara escapar o esconderse entre los ladrillos. El otro, enfadado, le gritó algo en italiano. Estuvieron varios minutos discutiendo a gritos. A su lado, Justo sostenía una bolsa y se limitaba a esperar. Luego echaron los tres a andar hacia la parte de atrás de la casa, hacia los almendros. Pensé: Claro, no lo van a matar delante de su casa, buscarán un sitio más discreto… Los perdí de vista y me senté en un taburete. Me parecía que eso era todo lo que podía hacer: permanecer sentado mientras ocurría lo que tenía que ocurrir. Al cabo de unos minutos oí un disparo. Abrí la ventana y me llegó con claridad el sonido de un nuevo disparo. Ya estaba, lo habían matado, primero le habían pegado un tiro y luego lo habían rematado… Pero pasaron unos segundos más y se oyeron otros dos tiros, y luego otros dos, algo espaciados. Salí de casa en dirección a la acequia y me oculté detrás del cañaveral. Estaban en la vaguada, en la zona de las prácticas de tiro. Justo se ocupaba de colocar en una fila unas cuantas botellas, y los dos italianos se alternaban para disparar. ¿Podía ser que finalmente sólo hubieran ido para eso, para probar su puntería, y no para matar a Justo? Entre disparo y disparo, los pistoleros hacían grandes aspavientos y soltaban fuertes risotadas. Uno de ellos se puso a andar a pasitos cortos y con los brazos pegados al cuerpo. Estaba imitando o parodiando la manera de andar de alguien. ¿De quién? Lo supe cuando le oí gritar:

—¿Cómo están ustedeees?

Estaba imitando a Miliki, uno de los payasos de la tele. El otro contestó:

—¡Bieeen! ¿Verdad que sí, Justo? ¡Bieeen!

Para ellos, aquello era como un juego. Levantaban una pierna y disparaban por debajo del muslo, o se ponían de espaldas y en un mismo movimiento se volvían y disparaban, o apuntaban con cuidado pero luego desviaban la mirada y disparaban a ciegas…, y entre tanto repetían a gritos el saludo de los payasos y celebraban los aciertos con carcajadas y discutían entre ellos cuando fallaban. No siempre esperaban a que Justo terminara de colocar las botellas. A veces disparaban cuando todavía estaba agachado, y la bala levantaba una nubecilla de polvo a quince o veinte centímetros de su mano. Cuando se dirigían a Justo, sí que me llegaban sus voces.

—¡No tengas miedo, que no te vamos a dar!, ¡sabes que nosotros no fallamos! —le gritaba uno de ellos entre risas, y el otro decía:

—¿Cómo están ustedeees?

Su tono resultaba muy poco tranquilizador. Se comportaban como si estuvieran borrachos, aunque seguramente no lo estaban: era la ebriedad de la violencia, de la sangre que estaban a punto de derramar. A mí ya no me cabían dudas acerca de lo que iba a suceder. Aquellos dos tipos se comportaban como los gatos que acaban de atrapar a un ratón: al principio les entretiene jugar con él, pero enseguida se cansan y lo revientan de un mordisco. Justo, con gesto derrotado, se limitaba a callar y obedecer. Puso unas cuantas botellas más, y los otros las destrozaron a tiros. Yo intuía que su tiempo se estaba acabando, pero de hecho ya se había acabado. Justo gritó:

—¡Eran las últimas!, ¡ya no quedan botellas!

Los otros expresaron contrariedad, como si no hubieran contado con que las botellas pudieran terminarse.

Porca miseria! —exclamó uno, y el otro dio unos pasos hacia Justo y gritó:

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Contra qué disparamos? ¡Porque balas sí que nos quedan…!

Entonces se agachó, agarró un culo de botella que se conservaba entero y, como en una ceremonia de coronación, se lo puso a Justo en la cabeza.

—No te muevas, non ti muovere —dijo.

Se volvió hacia su amigo y gritó:

Guarda! Sembra un re!

Y el otro asintió:

Il re dei traditori!, ¡el rey de los traidores!

Luego acercó su cara a la de Justo, que era como un Cristo con su corona de espinas, resignado, dispuesto para el sacrificio, y al tiempo que le apoyaba el cañón del arma en el estómago le decía cosas que yo no alcanzaba a oír. Justo humilló la cabeza, y el trozo de cristal cayó al suelo.

Ése sí que era el momento, dice Noel León. Los dos tipos ya no tenían que fingir nada. Sólo les faltaba disparar, y el único que lo estaba viendo todo era yo… ¿Pero qué podía hacer para impedirlo? Fantaseé por un instante con la posibilidad de dejarme ver. Pensé que descubrir la presencia de un testigo podría hacerles desistir. Pero eso, que tal vez habría surtido efecto al principio, ahora seguro que no funcionaría. Lo más probable sería que nos mataran a los dos: primero a él por el motivo que fuera y después a mí por meter las narices donde no debía. Y aunque hubiera decidido intervenir de algún modo, sé que difícilmente habría llegado a hacerlo, tan atenazado estaba por el miedo… ¿Me había preguntado alguna vez si era un valiente o un cobarde? Ya no hacía falta. Ya lo sabía. Sabía que era un cobarde, y la desazón del descubrimiento se añadía a mi desconsuelo. Miré de nuevo a Justo, sabiendo que podía ser la última vez que lo viera con vida. Permanecía completamente inmóvil, la cabeza gacha, los ojos tal vez cerrados. Los italianos, mientras tanto, apuntaban hacia el suelo y se miraban entre ellos como consultándose quién debía disparar primero. ¿Le habrían dado permiso para rezar? Seguro que sí: ningún verdugo niega nunca unos segundos para una oración última. Luego Justo dio como un respingo, y supuse que era una señal para sus asesinos. Ya estaba: si había estado rezando, había acabado. Me tapé la cara con las manos y…, y eso es lo último que recuerdo, porque en mi memoria hay después un vacío que igual pudo durar dos minutos que dos horas. Lo siguiente que recuerdo es que yo estaba en la vaguada, sentado a pleno sol, achicharrándome, y que alguien me daba cachetes en la cara. Abrí los ojos. Era Mateo, el policía.

—¡Noel, Noel…! ¿Estás bien? ¡Dime! ¿Me oyes? ¿Entiendes lo que te digo? ¡Noel! ¿Estás bien?

—Sí —dije.

—¿Qué ha pasado? He visto que no me cogías el teléfono y… ¿Qué ha pasado, Noel?

Eché un vistazo a mi alrededor. A mi lado estaba el cadáver de Justo, desmadejado, sucio, con sangre seca en las comisuras de los labios y una parte del cráneo hundida por el disparo. La mayor aventura de mi vida acababa de terminar, y había terminado mal.