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Habla Mateo Moreno

Estábamos obsesionados con la propaganda, dice Mateo Moreno. Pillar una multicopista o un ciclostil portátil o aunque sólo fuera una vietnamita tenía tanto valor como pillar a un dirigente, y además siempre que caía una multicopista o un ciclostil caía también algún dirigente. Ellos creían que teníamos una unidad especializada en controlar el papel que salía de las fábricas, la tinta que se vendía en grandes cantidades, las resmas que se guillotinaban sin un objetivo preciso… Nada de nada. Alguna vez, en el pasado, se había intentado llevar un control de las imprentas, pero eso, que era complicadísimo, nunca había dado resultados. ¿Que necesitaban papel para sus boletines y sus octavillas? ¡Pues sólo tenían que comprarlo en pequeñas cantidades en diferentes tiendas y así no dejaban ningún rastro ni levantaban la menor sospecha! No, por ahí no era fácil cogerles. Casi siempre que cazábamos una imprenta clandestina se debía a un soplo, y no necesariamente a un soplo de alguno de nuestros confidentes sino de ellos mismos: entre ellos había con frecuencia rivalidades y ajustes de cuentas, por personalismos, por cuestiones de doctrina, por escisiones de la misma organización, por lo que fuera… Pero eso no quiere decir que de vez en cuando no nos presentáramos en una imprenta e hiciéramos el paripé. Lo hacíamos sobre todo para no ponérselo demasiado fácil a los aparatos de propaganda, que así seguían creyendo que lo teníamos todo vigilado. Además, ya sabíamos que lo más importante venía de fuera. Me refiero por ejemplo a Mundo Obrero y a Treball, que se imprimían aquí pero con clichés traídos de Francia. Sabías dónde se hacía un periódico por su calidad. Si la calidad era buena, es que los clichés estaban hechos en Francia, donde por supuesto se beneficiaban de la legalidad. Si era un periódico pobretón y chapucero, es que lo habían hecho enteramente aquí, y vaya usted a saber en qué condiciones. En jefatura los teníamos todos: Mundo Obrero y Treball pero también Universitat, que existía desde principios de los años sesenta, o Luchas Obreras, que era el boletín de Comisiones Obreras de Cataluña y a veces llegaba a tener hasta dieciocho páginas, o Lluita Obrera, que se llamaba así, en catalán, pero estaba escrito en castellano… Me acuerdo del logotipo de Lluita Obrera: un martillo despachurrando sobre un yunque la palabra CAPITAL. Cuando un inspector investigaba una imprenta, lo hacía por propia iniciativa, no porque algún comisario hubiera planificado ninguna operación especial. Yo me tomaba de vez en cuando esa molestia, sólo por ver si por casualidad caía algo. Visitaba imprentas, husmeaba un poco en los libros de contabilidad, hacía un par de preguntas al buen tuntún, miraba a ver quién se ponía nervioso y quién no… Entre otras imprentas visité una de la calle Tallers. Era más una papelería que una imprenta, y la chica que me atendió se mostró en todo momento inquieta y recelosa. Digo chica pero tendría veintiocho o veintinueve años, dos o tres más que yo. Era delgadita, de rasgos finos, con los ojos castaños claros y el pelo largo y liso como lo llevaban entonces las hippies, bastante guapa pero demasiado moderna para mi gusto. Pregunté por el propietario y me dijo que era su tío y que había sufrido una angina de pecho. Eché un vistazo a mi alrededor y luego señalé la trastienda.

—¿Puedo ver la imprenta?

—Desde que mi tío tuvo la angina de pecho, la usamos muy poco —dijo ella, remisa.

Busqué a tientas el interruptor y entré. Tenían una minerva a motor de unos quince o veinte años. Pasé los dedos por las cajas de los tipos y me pareció que la tinta no estaba del todo seca. Por el suelo había recortes de papel, y del cubo de los desperdicios asomaban arrugadas pruebas de imprenta.

—¿No le importa? —dije, agachándome, y ella negó con la cabeza.

Pero no, ni en el suelo ni en el cubo parecía haber nada que indicara que en aquella imprenta se hubieran tirado octavillas o pasquines ilegales.

—¿De qué es esto? —dije, mostrando un folio con unos versos.

—De un colegio, creo —dijo.

—¿De qué colegio?

—De Escolapios. En la ronda de San Pablo. A veces nos hacen algún encargo…

—Muy bien, ahora enséñeme los cuadernos de contabilidad —dije, devolviendo el papel al cubo y encaminándome hacia la papelería.

Ella se apresuró a apagar la luz de la trastienda y dijo:

—Para eso tendrá que hablar con mi tío. Ya le he dicho que tuvo una angina de pecho y, aunque está medio retirado…

Era la tercera vez que mencionaba la angina de pecho. La interrumpí:

—Pues, si está tan mal, mejor que no le molestemos, ¿no? Ande, sea buena y enséñeme esos cuadernos…

Era muy remota la probabilidad de que un simple vistazo a las cuentas de un negocio revelara algo, pero el grado de colaboración de la gente indicaba muchas cosas, y aquella chica no parecía tener ningunas ganas de colaborar. Abrió un armarito y luego otro y otro más, sacó algunos cuadernos y algunas carpetas con albaranes y lo fue amontonando todo sobre el mostrador. Esperé a que terminara y dije:

—Es suficiente, dígale a su tío que he venido.

Estoy hablando de la primavera de 1974, dice Mateo Moreno. Por entonces Justo todavía no había abandonado Derecho, pero mostraba ya muy poco interés por la carrera. Me hablaba de algunos profesores y compañeros particularmente significados, me alertaba sobre convocatorias de encierros o asambleas, me informaba sobre las organizaciones estudiantiles más activas… De lo que nunca hablaba era de si le gustaba esta o aquella asignatura o de si encontraba o no alguna satisfacción en el estudio. Llegué a pensar que me había equivocado con respecto a él. Llegué a pensar que lo de matricularse en la universidad se lo había tomado no como la última oportunidad de rehacer su vida sino como un nuevo encargo, una misión concreta que le hubiera sido encomendada por Mateo Moreno el policía y no por Mateo Moreno el amigo. Aunque la información que me pasaba no solía ser muy valiosa, es verdad que se desenvolvía con esa rara profesionalidad suya, sin entretenerse en consideraciones de ningún tipo, como un practicante poniendo vacunas en un colegio. Pero yo siempre tenía la sensación de que sabía bastantes más cosas de las que aparentaba saber. Si alguna vez le preguntaba por algo o por alguien, nunca le cogía de nuevas, y lo que no sabía se las arreglaba para averiguarlo enseguida. Un día le dije:

—Quiero datos sobre una chica.

—¿Sobre quién?

—Se llama Carmen Román o Carme Román, estudia cuarto de Filosofía y Letras, mira a ver qué se comenta sobre ella por la universidad.

Justo no dijo nada ni hizo ningún gesto.

—¿Te acordarás? Carme Román, cuarto de Filosofía… —dije, y él asintió con la cabeza.

—¿En qué está metida?

—Creo que tiene que ver con la API —dije—, pero no estoy seguro…

—La API, la Agencia Popular Informativa.

—Correcto.

A nuestro siguiente encuentro acudí habiendo hecho mis propias averiguaciones. Para entonces sabía muchas cosas. Sabía que la imprenta de la calle Tallers había comprado recientemente unas cantidades inusuales de papel y que, aun descontando el utilizado en el boletín de Escolapios, las entradas superaban en mucho a las salidas. Sabía también que, aunque no nos constaban antecedentes de Carme Román por actividades políticas o sindicales, se relacionaba con gente de la oposición al régimen. Y sobre todo sabía que había sido ella la que, siete años atrás, había denunciado a Justo por estafa…

Ahora Justo y yo quedábamos en un bar de la calle Londres que se llamaba Sapporo, como la ciudad japonesa de los juegos olímpicos de invierno, dice Mateo Moreno. Era una de esas cafeterías modernas, con lámparas naranja y camareros con chalecos milrayas y pajaritas burdeos. Tenía los taburetes atornillados al suelo y una barra alargada en la que los clientes rebañaban silenciosos sus platos combinados. Esperé a Justo al final de la barra, hojeando un periódico en el que hablaban de Patricia Hearst. Él se sentó a mi lado y yo, sin saludarle, señalé la foto del periódico:

—La gente está loca. Una chica de una familia buenísima, una rica heredera. La secuestran unos chalados, y ella va y se pone de su lado. ¡Lo tienen todo en la vida! ¿Y de qué les sirve? Mírala aquí, con una metralleta, asaltando un banco, ¿qué te parece?

Justo hizo una seña al camarero y dijo:

—Un café.

Le entregué su sobre con el dinero. Él hizo lo de siempre: echar un vistazo rápido al contenido y guardárselo en el bolsillo.

—Los precios suben, algún día habría que… —empezó a decir.

—No te quejes. Los precios suben pero tus servicios cada vez valen menos. Lo mejor que te puede ocurrir es que en jefatura nadie se acuerde mucho de ti.

Justo se tomó el café en silencio. Luego empecé con las preguntas habituales: qué se estaba cociendo en el mundillo universitario, qué podía decirme de éste o aquél… Omití deliberadamente el nombre de Carme Román porque sabía que sería él quien acabaría mencionándola. Y en efecto, cuando yo había hecho ya el gesto de pedir la cuenta, dijo:

—Por cierto, la chica esa de la que me hablaste…

—¿Quién? —dije, haciéndome el despistado.

—Carme Román, la estudiante de cuarto de Filosofía. He hecho algunas indagaciones y he comprobado que está limpia.

—¿Limpia? —dije en el tono más neutro posible.

—Limpia —dijo—, olvídala, no pierdas el tiempo con ella.

Lo primero que pensé fue que ya nunca podría fiarme de él. Qué cabrón. ¿Sería capaz de ocultarme que si su vida se había ido al carajo había sido precisamente por culpa de la denuncia de esa chica? Pero no era sólo que me estuviera ocultando algo importante. Había algo más. Los indicios que yo tenía sobre Carme Román hablaban de una relación más que probable con gente de la API. ¿Por qué, entonces, intentaba Justo protegerla? Las piezas no encajaban, no tratándose de Justo. De alguien como él habría podido esperarme que aprovechara las circunstancias para vengarse de Carme Román, del mismo modo que se había vengado de otros que en el pasado le habían hecho daño o humillado o, simplemente, no le habían ayudado a realizar sus sueños de prosperidad. Aquella Loreto que se hacía llamar Chantal, su querida Elenita Castellnou, el mariquita de Quim Nebot… Sobre todos ésos (y seguramente sobre unos cuantos más) había falseado información. ¿Por qué en este caso que existían pistas reales se esforzaba por borrarlas? Podía ser que para ella, que al fin y al cabo era la que había precipitado su ruina, tuviera previsto otro tipo de venganza, una venganza que no consistiera en hacerla pasar por los calabozos de jefatura… Pero no parecía probable. Lo más lógico era al mismo tiempo lo más inquietante: lo más lógico era pensar que Justo estaba haciendo un doble juego. Esas cosas ocurrían. Los confidentes tendían siempre a sobrevalorar su información y creían que, si había alguien que quería pagar por algo, seguro que habría otro dispuesto a pagar más. Eran chantajistas, eso eran. Chantajistas que a veces no se cobraban sus servicios en dinero sino, no sé, en protección, o en información… Si ellos te han prometido que no te va a pasar nada, yo también te lo prometo. O yo te paso este dato y tú se lo pasas a ellos, y tú a cambio entérate de tal cosa y me lo dices… ¿Arriesgado? ¡Cuando alguien vive metido en ese mundo, todo es arriesgado! En 1974 Justo llevaba ya cinco años pasándome información, y cinco años son muchos cuando te ganas la vida como confidente. Era un veterano. Estaba, ¿cómo se dice?, encallecido. Sí, estaba encallecido. Encallecido y quemado, ja ja.

Pero una cosa es que tu confidente esté quemado y otra muy distinta que trabaje para el enemigo, dice Mateo Moreno. Si me esmeré tanto investigando a Carme Román fue sobre todo porque necesitaba saber de qué pie cojeaba ahora Justo. Cuantas más cosas supiera sobre ella, más sabría también sobre él. Averigüé que había nacido en Tarrasa en 1946, que su familia había muerto en las inundaciones famosas del 62, que desde entonces vivía con sus tíos, que formaba parte de una compañía de teatro aficionado… Averigüé asimismo que su relación con la API le venía a través de una amiga de infancia llamada Clara Olivé o, mejor dicho, a través del marido de la tal Clara Olivé, un aparejador con antecedentes por reunión ilegal y pertenencia al Sindicato Democrático de Estudiantes. Eso y muy poco más era lo que sabía de Carme Román, y ninguno de esos datos me abría ninguna puerta ni me indicaba ningún camino. Indagué un poco sobre el marido de Clara Olivé y sobre otra gente de la API que teníamos fichada, y enseguida comprobé que no existía la menor relación entre ninguno de ellos y Justo. Mis sospechas acerca de una posible traición se sostenían únicamente en su actitud hacia Carme Román. ¿La estaba encubriendo o no? Y si la estaba encubriendo, ¿por qué lo hacía? Opté por estrechar el cerco en torno a ella. Vigilaba discretamente la papelería, anotaba sus entradas y salidas, la seguía durante sus trayectos a la facultad, me fijaba en la gente con la que se relacionaba… Pero nunca percibía nada anormal. ¿Podía ser que se supiera vigilada y que esa normalidad fuera sólo simulada? En verano cambiaron sus horarios y recorridos, y hacia la segunda quincena de julio empezó a frecuentar por las tardes un localito anexo a la iglesia de San Agustín, muy cerca del teatro Romea. A la misma hora que ella, entraban en el local unos jóvenes bastante desarrapados. Por el tablón de anuncios supe que se reunían para seguir un cursillo de algo llamado expresión corporal. ¿Qué coño sería eso? Pensé que podía ser una tapadera y que tal vez había dado con la pista buena y, cuando no tenía nada más importante que hacer, me dejaba caer para ver si entre los que entraban o salían identificaba a algún político o sindicalista destacado. Pero siempre veía llegar e irse a los mismos, a los desarrapados. Una tarde, mientras hacía tiempo en un banco de la plaza, me fijé en un chico que sostenía en las manos una caja de zapatos agujereada. Era un tipo extraño, con cara de viejo y un hombro más alto que otro, y su aspecto me sonaba. Claro que sí: lo había visto rondando la papelería de la calle Tallers. Me acerqué y le pedí la documentación. Se llamaba Hilario Lazcano y había nacido en Baracaldo, Vizcaya.

—Enséñame lo que llevas ahí —dije, señalando la caja y agarrándolo de un brazo.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo.

Hizo amago de resistirse y le quité la caja. Levanté la tapa. En su interior había una tortuga, una de esas tortugas asquerosas con la cara arrugada y las patas medio escondidas dentro del caparazón. Volví a agarrar al chico del brazo. Dije:

—¿Por qué no querías enseñármela? ¿Eh? ¿Por qué? Ahora tendrás que acompañarme a jefatura.

—Justo Gil…

—¿Qué?

—Justo Gil —repitió—, soy amigo de Justo Gil…

—Esto tenemos que aclararlo. ¡Andando!

A Hilario Lazcano, el de la tortuga, lo encerré en un despacho de jefatura, dice Mateo Moreno. Luego localicé a Justo por teléfono.

—¿Quién es el crío ese que dice ser amigo tuyo? —dije.

—Suéltalo y te explico.

—Primero me explicas y luego veré si lo suelto o no.

Quedamos en el Sapporo. Cuando llegué, Justo estaba ya esperándome en el lugar de siempre, al final de la barra.

—Bueno, ¿qué? —dije, sin entretenerme en saludar.

—Es inofensivo, no haría daño a una mosca.

—¿Por qué no deja ni a sol ni a sombra a la chica de la imprenta?

—Trabaja para mí —dijo muy serio, y yo me reí:

—¿Trabaja para ti? ¿Qué tontería es ésa? ¿Te has montado una empresa? ¿Soplos y Chivatazos Sociedad Anónima?

Eché un vistazo al teléfono de la pared, que era de los que funcionaban con fichas. Pedí una al camarero y la sostuve entre el pulgar y el índice. Dije:

—Tienes un minuto. Dentro de un minuto llamaré para decir que suelten a tu socio o lo bajen a incomunicados. De ti depende.

Justo puso las manos en posición de oración y asintió con la cabeza.

—A Carme Román no puedo vigilarla personalmente porque me conoce… —empezó a decir, y yo exploté:

—¡Ya sé que te conoce! ¡Ella fue la que te llevó a juicio! ¿Te creías que no me iba a enterar? Y ahora ¿me vas a contar algo que yo no sepa?

—¿Qué quieres saber?

—¡Todo!

—Está bien… —dijo, y por fin se decidió a hablar—: Estás siguiendo pistas equivocadas. El cursillo ese de no sé qué no es la tapadera de nada. Y la papelería de Carme Román nunca ha suministrado papel a la API. ¿Me crees?

—No —dije.

—Pues es cierto —dijo.

—¿Qué más?

—También es cierto que colabora con ellos desde el principio.

—Ahora sí que te empiezo a creer…

Al parecer, el boletín de la API se distribuía principalmente por correo. Para que los envíos no levantaran sospechas se utilizaban sobres de distintos tamaños, formas y colores, y se hacían siempre en pequeñas cantidades y echándolos a buzones desperdigados, de modo que fuera imposible rastrear su origen. De esas tareas menores se encargaban unos cuantos voluntarios, que nada tenían que ver con la redacción del boletín, y entre esos voluntarios estaba Carme. ¿Valía la pena que un inspector perdiera el tiempo con alguien tan poco relevante? Dije:

—No vale la pena, tienes razón.

Dijo:

—Claro que no.

Dije:

—Así que dame nombres.

Dijo:

—¿Qué?

Dije:

—Que me des nombres. Nombres de gente relevante, como tú dices.

Justo permaneció en silencio. Hice girar la ficha entre los dedos. Dije:

—Voy a llamar. Seguro que tu socio tiene cosas que contarme…

—Prueba mejor con la tortuga. ¿No te has dado cuenta de que Hilario no es más que un tarado?

Me eché a reír porque la cosa había tenido gracia, y Justo se rió también. Bromeé:

—¿No será que estás encoñado? ¡A ver si va a ser que te la has tirado unas cuantas veces y te has acabado encoñando, ja ja!

Volvimos a reír.

—¿Pero te la follas o no? —dije—. Y si no te la follas tú, ¿quién? ¿El de la tortuga? ¿Se la folla el tarado de la tortuga y luego te lo cuenta? ¿O se la folla la tortuga y luego os lo cuenta a los dos?

Estábamos así, bromeando, riéndonos sin más, y de repente lo entendí todo. Fue una intuición súbita, un fogonazo de lucidez, como cuando te viene a la cabeza un nombre o un número de teléfono que no lograbas recordar, y ni siquiera tuve tiempo de sorprenderme. Dije:

—Quieres que los deje en paz, ¿verdad?, quieres que deje en paz a esa chica y a sus amigos. Y todo porque sabes que si cae alguno de sus amigos acabará también cayendo ella… Los proteges a todos para protegerla a ella. Eres un canelo. Un canelo y un cabrón. ¿Me lo vas a decir o te lo tengo que decir yo?

Justo se había puesto a la defensiva. Dijo:

—Siento que todavía estoy en deuda con ella y no me gustaría que…

—¡En deuda, ja ja! Eres un canelo y un cabrón, pero más un canelo que un cabrón. ¿Qué coño de deuda? ¿Te parece poca deuda la que estás pagando? Mírate. Eres un mierda. Los mierdas como tú no estáis en deuda con nadie, ja ja.

Sin poder dejar de reír, metí la ficha y marqué el número de jefatura. Di la orden de que pusieran en la calle a Hilario Lazcano y colgué, y luego me volví hacia Justo.

—¡Estarás contento! ¿Eh, cabrón? ¡Estarás contento! —dije.

Habla Hilario Lazcano

En la garita del aparcamiento siempre tenía un calendario con el día 29 de junio marcado en rojo, dice Hilario Lazcano. El concurso nacional lo gané el 29 de junio del 66; el concurso de mi diócesis lo había ganado justo un año antes, el 29 de junio del 65. He pasado mucho tiempo dándoles vueltas a esos números, sumándolos, multiplicándolos, combinándolos. Porque todo tiene un significado oculto, ¿no cree? Seguro que esos números también lo tienen, pero yo nunca he llegado a encontrárselo… Vivíamos en Baracaldo, pero mis padres eran de Albelda, un pueblo cerca de Logroño. Estudié en el colegio de La Salle. Me dijeron que me aprendiera el catecismo y me lo aprendí. Pregúnteme lo que quiera, pregunte… ¿Qué cosa es gloria? El conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. ¿Qué cosa es infierno? El conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno… Nos preguntaban a unos cuantos chavales, y yo siempre contestaba alto y claro. Y luego nos llevaban a otro sitio, y yo volvía a contestar. ¿Qué cosas nos dañan? Costumbres y ocasiones malas, poca devoción y sobrada confianza. ¿Qué cosa es avaricia? Apetito desordenado de hacienda. ¿Qué cosa es envidia? Tristeza del bien ajeno… Así gané los dos concursos. El de la diócesis no fue gran cosa, pero el otro… Me llevaron en coche a Valencia. Conducía el hermano Arizmendi. Yo no sabía que los frailes pudieran conducir. En lo de Valencia había chavales de toda España, y todos aspiraban a ser reyes, virreyes, príncipes del catecismo… El teatro estaba lleno de gente y aplaudían mucho, pero para mí todo fue tan sencillo como en los primeros concursos, los que hacíamos en el colegio: alguien me preguntaba y yo contestaba alto y claro. Me dieron un diploma en el que me nombraban Rey del Catecismo y la Liturgia. Me dieron también una cámara de fotos y un balón de reglamento. Y al día siguiente hasta salí en un periódico. El hermano Arizmendi me dio el recorte y todavía lo guardo. ¿Pero quiere saber qué era lo que más ilusión me hacía de todo eso? Que el cura del pueblo me mencionara en sus sermones. Cuando digo el pueblo, me refiero a Albelda, el pueblo de mis padres. En verano me mandaban al pueblo con los abuelos, y en los sermones el cura decía a los mayores que tomaran ejemplo de mí. Y hablaba de Jesús, que, siendo niño, se quedó en Jerusalén sin que lo supieran sus padres, y cuando lo encontraron estaba en el templo con los letrados, y éstos le hacían preguntas y sus respuestas estaban llenas de sabiduría… Bonita historia, ¿no cree? A mí me gustaba porque en los concursos yo era como Jesús, y los mayores me hacían preguntas y todos se quedaban maravillados con mis respuestas.

Lo mejor del verano eran las excursiones al río Iregua, dice Hilario Lazcano. Íbamos casi todos los chavales del pueblo y cogíamos cangrejos, que eran cangrejos de verdad, no como los de ahora. Pero es que en aquella época todo era más de verdad que ahora. Los árboles, los olores, la ropa de la gente, las cosas que se decían…: todo. En una de esas excursiones al Iregua levanté una piedra para buscar cangrejos y vi varias culebras retorciéndose. Era un 29 de julio, ¿se da cuenta? ¡De julio, no de junio! ¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué ese cambio de letra? ¡No me dirá que tampoco eso quiere decir nada! Desde aquel día sé que debajo de todas las cosas hay siempre unas culebras escondidas. También fue por entonces cuando empecé a oír voces, voces dentro de mi cabeza, alguien que me decía verdades de las que no se podía dudar. No eran cosas buenas ni malas. Simplemente eran cosas, y siempre eran verdad. Así, por ejemplo, aprendí a conducir. Las voces me decían: Pisa ese pedal, ahora ese otro, luego cambia de marcha… Lo malo era cuando las voces se callaban y quedaba un murmullo como el de las viejas bisbiseando en la iglesia. Entonces sentía angustia, mucha angustia. A veces soñaba que avanzaba por un túnel que se estrechaba y se estrechaba hasta que ya no podía dar un paso y no cabía y me quedaba atrapado… Le conté el sueño a los médicos pero no supieron interpretarlo, y lo único que hicieron fue recetarme unas pastillas que me hacían dormir quince o dieciséis horas al día. Acabé abandonando esas pastillas, y entonces me llevaron a otros médicos, en Bilbao. Los médicos de Bilbao no me comprendieron cuando les dije que, para mí, todo, absolutamente todo, todo en la vida, todo en el mundo, se puede explicar con cuatro palabras, ni una más ni una menos. Muchas veces he tenido esa certeza y muchas veces he estado a punto de encontrar esas cuatro palabras. Pero luego, cuando las he anotado en un papel, la cosa ya no estaba tan clara. ¿Me he confundido de palabras?, ¿las he puesto en un orden equivocado?, ¿o simplemente es que las ideas se han despegado de las palabras en el momento de anotarlas? Pero ellos eran los médicos. Ellos eran los que habían estudiado. Ellos tenían que saber cuáles eran las cuatro palabras, y no lo sabían. Me di cuenta de que no me entendían o no me creían. Desde entonces desconfío de los psiquiatras. En realidad ellos están más enfermos que sus enfermos, y estoy seguro de que me daban una medicación que podía provocarme un infarto cerebral… No digo que lo hagan con todo el mundo, pero conmigo lo hacían. Lo notaba aquí, en las sienes, en el pulso. Lo notaba, sí. Por eso no quiero saber nada de médicos ni de psiquiatras. Un día, de vuelta de Bilbao, pasé por una tienda de animales, vi la tortuga y la compré. La compré porque me di cuenta de que, si la miraba muy fijamente a la cara, se me iba la angustia. La tortuga era mucho más que mi mascota. La tortuga era yo. O yo era ella. O yo quería ser como ella. Quería ser recio, resistente, duradero. Mis padres no querían tener la tortuga en casa. Me decían:

—¿Y qué hacemos con ese bicho si te meten en el hospital?

Yo les decía:

—Si los médicos se me llevan será sólo para matarme, o sea que no lo permitáis.

Mis padres no me creían y yo les leía los prospectos de los medicamentos y les explicaba cómo querían matarme los médicos: con unos coágulos en la sangre que algún día me llegarían al corazón. Pero mis padres seguían sin creerme. Se ponían tan cerriles que un día tuve que amenazarles con un cuchillo. No tenía intención de hacerles daño. Sólo quería que se callaran un momento y me escucharan. Pero no se callaban. Mi madre lloraba en la galería y mi padre se defendía con una de las sillas de la cocina y no paraba de gritar. Tiré el cuchillo al fregadero. Luego llené una bolsa de ropa, cogí dinero y metí la tortuga en el coche, un Morris 1100. Me fui a Barcelona porque allí no me conocía nadie. Dormía dentro del Morris en un descampado del Guinardó y me alimentaba a base de latas de alubias y garbanzos sin calentar. Cuando se me estaba acabando el dinero me enteré de que en un aparcamiento cerca de la Sagrada Familia necesitaban un vigilante nocturno.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntaron.

—Dieciocho —mentí.

Me tuvieron una tarde a prueba, metiendo y sacando coches, y al final me dieron el puesto. Como ahora podía permitírmelo, alquilé una habitación en casa de una viuda de un guardia civil, en Badalona. A la viuda le dije que mis padres habían muerto en un accidente de circulación, y en realidad era como si fuera verdad. A esas alturas me había olvidado ya de ellos, y seguramente ellos también de mí. La viuda me trataba como una verdadera madre: me lavaba y planchaba la ropa, me guardaba la fruta pocha para la tortuga, cuando volvía del aparcamiento tenía siempre un plato de comida en la cocina. Yo pagaba con puntualidad y, si tenía un rato libre, le barnizaba puertas y ventanas.

Todo iba bien, dice Hilario Lazcano. Un día, cuando llevaba unos seis meses en Barcelona, salí a pasear con la caja de la tortuga. En aquella época había entre Badalona y Santa Coloma una zona que era todo desmontes y parcelas en construcción. Debido a la crisis económica algunas obras habían quedado a medias, y a mí me gustaba pasear entre esas casas que eran sólo esqueletos de casas, estructuras de hierro y hormigón por las que el viento pasaba haciendo un ruido suave y agradable, como el del río Iregua en agosto, cuando bajaba casi sin agua. Ese día me quedé dormido en una zanja, y al despertarme la caja estaba volcada y la tortuga no aparecía por ningún lado. La busqué por los alrededores pero no la encontré. Seguí dando vueltas hasta que se hizo de noche y tuve que irme a trabajar. Esa misma noche, dormitando en la garita, volví a oír voces y a soñar con túneles que se estrechaban, y la tortuga no estaba a mi lado para calmar mi angustia. Regresé al día siguiente y seguí buscando. Me acerqué a las primeras casas habitadas y pregunté. Hablé con mucha, muchísima gente. Y qué raro me pareció que las caras fueran todas tan distintas, ¿no lo ha pensado nunca? Si todos tenemos dos ojos, una nariz, una boca, ¿por qué hay tantas caras distintas? En definitiva, ¿por qué no nos parecemos más? A Justo me lo encontré no sé si entrando o saliendo de un portal. Le pregunté si había visto una tortuga suelta por el barrio y me fijé en sus ojos, su nariz, su boca. ¿Por qué tampoco él se parecía a nadie? Estuvimos un rato hablando, no recuerdo de qué, y luego me dijo que le acompañara. Fuimos a una tienda de animales que había en la calle Mayor, cerca del ayuntamiento. Señaló desde la puerta las peceras y las jaulas.

—¿No querías una tortuga? Aquí encontrarás de todo, tortugas, peces, pájaros —dijo, y se marchó.

—¡Pero yo quiero mi tortuga! —le grité.

Justo ni siquiera se volvió a mirarme. Entré en la tienda, me acerqué a la sección de reptiles y enseguida vi que una de las tortugas era la mía. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Y cómo sabía Justo que estaba allí? Sin pensármelo dos veces, la agarré y me fui. La tarde siguiente cogí el Morris y aparqué delante de su casa. Cuando le vi llegar, me acerqué a él con la caja de la tortuga.

—Tenías razón, estaba en la tienda —le dije, y él me miró unos instantes sin reconocerme—. ¡La tortuga! —insistí, abriendo la caja—, ¡la habían encontrado los de la tienda!

Él hizo un gesto raro con la cabeza y se metió en el portal. Llegué a la puerta cuando ya se había cerrado y golpeé el cristal con los nudillos. Justo abrió, bloqueando la entrada con el cuerpo.

—¿Qué cojones quieres? —dijo.

—Sólo darte las gracias —dije.

—Pues ya me las has dado —dijo, y volvió a cerrar.

Pero a mí me parecía que ésa no era la manera de expresar agradecimiento, dice Hilario Lazcano. Así que volví por la mañana y, en cuanto le vi salir, hice sonar el claxon y fui hacia él.

—¡Te he traído un regalo! —dije, enseñándoselo.

—¿Una piedra?

—Una piedra de la suerte.

Era una piedra blanca y redonda, muy pulida, que había encontrado donde las obras. Yo sabía que esas piedras daban suerte. Justo la cogió, le echó un vistazo y la lanzó a un solar que se usaba como vertedero.

—¿Por qué la tiras? —protesté—, ¡es una piedra de la suerte!

Se detuvo junto al Morris y dijo:

—¿Este trasto funciona?

—¡Claro que funciona!

—Me vas a hacer un favor.

Montó en el Morris y me indicó por dónde teníamos que ir. Luego miró el asiento trasero y las alfombrillas, y dijo:

—Esto está lleno de mierda…

—La tortuga.

—Mierda de tortuga pero mierda.

Fuimos a dar una vuelta por la Zona Franca. Estaba buscando una casa de la que ni él mismo conocía la dirección exacta. Dimos varias vueltas a la misma manzana, y cada vez que pasábamos por delante de una puerta me decía que redujera la velocidad. No debió de encontrar lo que buscaba, porque luego volvimos bastantes tardes por allí, y unas veces me pedía que redujera la velocidad delante de una casa y otras me lo pedía delante de otra. Le llevé también a otros lugares, no sólo de Barcelona, también de los alrededores, y lo normal era que me hiciera esperarle en el Morris hasta que volvía. Un día me dijo que me fijara en las personas que entraban o salían de cierto portal, en el aspecto que tenían, en si llevaban cajas o bolsas o algo así. Cuando volvió, le conté todo lo que había visto, y él dijo:

—Buen chico.

Yo no sabía muy bien lo que buscábamos, pero sí sabía que lo que buscábamos era importante. Importante y secreto. En el fondo tampoco me preocupaba demasiado porque me gustaba colaborar con él, cualquiera que fuera el asunto que se traía entre manos. Con Justo me pasaba como con la tortuga. Si estaba a su lado, no oía voces ni me acordaba de sueños extraños ni sentía angustia. Por eso me gustaba estar a su lado. Por eso me gustaba Justo. Él tenía una misión y yo, simplemente, le ayudaba.

Unos meses después, a finales de octubre, apareció por el aparcamiento y me dijo que pasara a recogerle por la mañana, dice Hilario Lazcano. Así lo hice. Recorrimos toda la calle Aragón hasta llegar a Entenza, que estaba cortada a la altura de la Cárcel Modelo. Unos guardias me obligaron a desviarme por Rosellón. Justo me hizo parar en un chaflán.

—Vuelvo enseguida —dijo.

Pasaron varias furgonetas de la policía. Un hombre que bajaba por Rocafort comentó que en una iglesia cercana estaban deteniendo a un montón de gente. Justo tardó casi una hora en volver.

—Puto comisario… —refunfuñó, nada más entrar.

Pero se le veía contento.

—Te invito a comer —dijo—. ¿Cuál es el sitio más caro de la ciudad?

Fuimos al restaurante del Majestic. Si no era el más caro, poco le faltaba. ¡Qué sitio tan elegante, con aquellos techos tan altos y aquellos cuadros antiguos y aquellos fruteros hermosísimos! Nos dieron una mesa algo esquinada, y un camarero muy estirado quiso llevarse la tortuga. Yo agarré la caja con los brazos y negué con la cabeza.

—Tráigame la carta de vinos —le ordenó Justo.

¡Qué bien comimos! No me acuerdo de los nombres de los platos pero sí de los sabores. Eran sabores que yo no había probado nunca, todos buenísimos. De las cosas que más me gustaban apartaba un cachito y lo echaba a la caja de la tortuga: menudo festín se estaba dando el animal. Justo me miraba comer y me decía:

—¿Te gusta?, ¿quieres repetir?

Acabé tan lleno que tuve que eructar. El camarero estirado puso cara de espanto, y Justo se echó a reír y dijo:

—¡Tráiganos los puros!

A la hora de pagar, sacó un sobre que llevaba en el bolsillo interior y fue poniendo un billete tras otro ante la atenta mirada del camarero. El último billete, que era de propina, lo dejó caer con suavidad, y el camarero nos hizo una pequeña reverencia con la cabeza. De nuevo en el Morris, le pregunté de dónde había sacado tanto dinero, y Justo dijo:

—El buen trabajo hay que pagarlo bien, ¿no?

Luego, como hablando para sí, añadió:

—Puto comisario…

Ésos eran los negocios de Justo, dice Hilario Lazcano. Él vigilaba a gente para la policía, y yo vigilaba a gente para él. Después vino cuando tuve que vigilarla a Ella. No es que no supiéramos su nombre. Es que la llamábamos así. Justo decía Ella y yo decía Ella, y los dos sabíamos que Ella sólo podía ser Ella. La primera vez que la vi fue en una obra de teatro a la que me llevó Justo. Aquello era un disparate, o al menos yo no entendí nada. De repente los tres personajes se ponían a cantar canciones, canciones viejas, como de película en blanco y negro, y luego seguían hablando como si tal cosa, pero las respuestas pocas veces tenían que ver con las preguntas. Yo le daba un codazo a Justo y le decía:

—¿Por qué cantan? ¿Por qué cantan en vez de hablar? ¿Y por qué dicen cosas tan raras? ¿Qué quiere decir eso de que hay cosas que se recuerdan aunque no hayan ocurrido y que sólo porque se recuerdan ya han ocurrido…?

Justo casi nunca me contestaba y, si lo hacía, era para decirme que me callara, y me llamaba idiota. Luego, mientras le llevaba en el Morris, se esforzaba por explicarme el sentido de la historia:

—Lo que pasa es que en el fondo no se conocen. Ni el marido conoce a la mujer, ni la mujer conoce a la amiga… Es una fábula sobre la incomunicación. ¿Lo entiendes ahora?

—Ah, es eso.

—Sí, es eso.

—Así que es una fábula sobre la incomunicación.

—Sí.

—Una historia con un mensaje oculto —dije.

—Efectivamente —dijo.

—Una fábula con un mensaje oculto sobre la incomunicación… —volví a decir.

La obra se representaba los viernes y sábados por la noche y los domingos por la tarde. Justo iba a todas las sesiones, yo sólo a la de los domingos. Nos sentábamos siempre al fondo de todo. El tercer domingo, mientras le llevaba en coche, le dije:

—Ya he entendido el mensaje.

—Conduce y calla —me dijo, pero yo insistí:

—Ya lo he entendido. La mujer se queja de que hablan de ella como si estuviera muerta, ¿te acuerdas? Pues eso es lo que ocurre. Que están muertos. Muertos los tres. Por eso a veces mienten y a veces dicen la verdad. Porque qué más da lo que digas si tienes toda la eternidad para seguir hablando. ¿Cómo te imaginas tú el más allá, Justo? Para mí que es un poco como esto, con semáforos y escaparates y casas con gente, pero la gente está siempre seria y dice cosas que no hace falta que se entiendan. ¿Tú también lo imaginas así? ¿Eh? ¿También tú te imaginas así el más allá?

Justo soltó un suspiro y miró por la ventanilla.

—Anda, déjame aquí mismo, que vas a llegar tarde al trabajo —dijo.

Yo entonces todavía no sabía que Ella era Ella. Lo supe uno o dos meses después, cuando Justo me dijo que teníamos que asegurarnos de que no le pasara nada malo. Me llevó una tarde a la plaza de Castilla y me dijo que me asomara a una papelería de la calle Tallers. Lo hice. Cuando volví, me dijo:

—La has visto, ¿no? Es Ella. Y tú tienes que ser su ángel de la guarda. Tienes que vigilarla sin que se dé cuenta.

—Muy bien —dije.

A partir de entonces la seguía a todas partes y luego quedaba con Justo y le decía dónde y con quién había estado. Una tarde tuve un incidente con uno de la secreta que me pidió la documentación. Di el nombre de Justo. Estuve rápido, ¿no cree? Le dije que hablara con Justo, y gracias a eso me libré de volver a Baracaldo, porque seguro que había alguna denuncia por mi desaparición o por el robo del coche o vaya usted a saber. Pasé varias horas encerrado en un despacho, hasta que me soltaron sin decirme nada.

Después de aquel día seguí vigilando a gente, pero ya no a Ella, dice Hilario Lazcano. Una tarde tenía el Morris aparcado en un chaflán y, cuando fui a buscarlo, me lo encontré bloqueado por un taxi que estaba en doble fila. No paré de dar bocinazos hasta que apareció el taxista. Me dijo no sé qué. Le contesté. Me agarró de la camisa. Le amenacé con los puños. Mientras se marchaba, tomé nota de su matrícula, que acababa en 296. ¡29 del 6, 29 de junio! ¡Estaba clarísimo! Eso quería decir que ese taxi no estaba ahí por casualidad. Estaba ahí para avisarme. ¿Pero avisarme de qué? Le estuve dando vueltas y más vueltas, y me di cuenta de que los taxistas me seguían, me vigilaban, controlaban mis movimientos… Cuando arrancaba el Morris, un taxi arrancaba detrás de mí. Cuando me paraba, siempre había uno o dos taxis que se paraban por ahí… Y, si aceleraba para alejarme, enseguida me salía otro taxi desde una bocacalle. Estaban organizados. Estaban perfectamente organizados. ¿Qué querían? ¿Qué demonios querían de mí? Venganza, naturalmente. Y no les bastaba con darme un susto. Querían eliminarme, acabar conmigo. Estaban esperando la ocasión propicia: una calle solitaria, sin testigos, tal vez una carretera como la Rabassada, una curva, un precipicio… Pero yo iba a demostrarles que era más listo que todos ellos. Tomaba precauciones. Evitaba los sitios peligrosos. Si veía varios taxis juntos, me las arreglaba para darles esquinazo… ¡A mí no me iban a pillar así como así! Justo no me acababa de creer cuando se lo contaba.

—¿Todos los taxistas se han aliado contra ti? —decía.

—Bueno, no sé si todos, pero desde luego muchos, casi todos.

—¿Qué interés podrían tener en hacerte nada?, ¿por qué iban a perder el tiempo en eso?

Entonces yo me enfadaba:

—¡Por venganza, ya lo sabes! ¡Siempre lo hacen! ¡No aguantan que alguien haya puesto en su sitio a uno de los suyos!

Justo seguía sin creerme. Pasaba dos dedos por el salpicadero como para quitarle el polvo y dulcificaba un poco la voz:

—Pero, Hilario, ¿no te das cuenta de que es una locura?

Yo me echaba a reír:

—¿Y tú no estás loco? ¿No estás loco tú, que lo quieres saber todo sobre Ella? ¿No es una locura lo tuyo, ir a todas las sesiones de su función, estar siempre hablando de Ella, estar siempre repitiendo que es una actriz desaprovechada a la que las compañías grandes o el cine o la tele tendrían que contratar? ¿Eso no es una locura?

Un día, en mitad de una de esas discusiones, vi que un taxi hacía unas maniobras sospechosas, pegándose mucho a mí, poniéndose a mi velocidad.

—¿Has visto a ése? —dije—. ¿Lo has visto? ¡Se ha puesto a mi altura, se me ha quedado mirando y luego ha seguido! ¡Quería saber si era yo, quién iba en mi coche…! ¡Ahora estará contándoselo a los demás por el radiotaxi! ¿Me crees ahora o no? ¿Me crees?

Una vez estuvieron de verdad a punto de conseguir su objetivo. Fue en la Vía Augusta, más o menos en el cruce con Balmes. Me paré en un semáforo sin darme cuenta de que el coche que tenía delante era un taxi. Luego se paró un taxi a mi derecha y otro a mi izquierda y otro detrás… ¡Estaba encerrado! Era un tarde fría y oscura, y había poca gente por la calle. Tenía que llamar la atención de los transeúntes, tenía que hacer que los vecinos se asomaran… Toqué el claxon con todas mis fuerzas, y seguí tocándolo y tocándolo… ¡Era la única manera de impedir que los taxistas pudieran hacerme algo! La verdad es que no recuerdo lo que pasó después. Me desperté en un cuarto de hospital, y a mi lado estaba el policía amigo de Justo, el de la secreta. No tengo ni idea de cómo llegó allí.

—¿Ya estás despierto? —dijo.

—¿Dónde está la tortuga? —dije.

Señaló la caja, dijo vamos y me llevó a casa de Justo.

—Aquí tienes a tu amigo —dijo cuando Justo abrió la puerta.

Fue la única vez que estuve en su casa. Tenía un sofá viejo con unos muelles duros que se te clavaban en la espalda. El de la secreta y Justo estuvieron un rato discutiendo en la cocina. Yo, con la tortuga sobre la tripa, los oía desde el sofá pero no distinguía sus palabras. Supongo que el de la secreta le estaba poniendo al corriente de mi situación: era menor de edad y me había escapado de mi casa, conducía sin carnet, el coche no era mío sino de mi padre… Cuando se fue el de la secreta, Justo me dijo:

—No estás bien, Hilario, vas a tener que ir al médico…

—¡Ja! —dije, incorporándome—, ¡no me he salvado de unos para que tú me entregues a otros que son peores!

Justo sacudió la cabeza, como si ya supiera que le iba a contestar algo así.

Las cosas siguieron más o menos como siempre, dice Hilario Lazcano. Por las noches trabajaba en el aparcamiento y durante el día hacía lo que Justo me ordenaba. Luego todo cambió. Una tarde, Justo me preguntó si tenía ahorros. Yo, sin contarlo, le di todo lo que tenía ahorrado, que llevaba siempre conmigo.

—Es bastante —dijo.

—Es que no gasto.

—¿Conoces un pueblo que se llama Vallirana?

Fuimos en el Morris hasta Molins de Rei y cogimos después la carreterita que llevaba a Vallirana. Pasado el pueblo, había que meterse por un camino que cruzaba una acequia por un puente de cemento y piedras. Llegamos a un terreno sin cultivar, escarpado, con un letrero que decía SE VENDE. Justo arrancó el cartel y lo lanzó lo más lejos que pudo. Desde donde estábamos se veían a un lado unas montañas no muy altas y al otro algunas casas desperdigadas, la más cercana a unos cien metros. Vallirana era entonces un pueblo pequeño y disperso.

—¿Te gusta? —dijo.

No dije nada.

—Es nuestro —dijo—. Tuyo y mío. ¿Te gusta o no?

Miré a mi alrededor: un terreno pedregoso y descuidado, unos bancales algo dispares, unos almendros viejos que a esas alturas del año ya tenían que haber florecido.

—Me gusta —dije.

Justo señaló la parte con los bancales más bajos.

—Allí irá la casa.

Fuimos a un almacén de material para la construcción y compramos dos picos, dos palas y una carretilla que a duras penas conseguimos meter en el Morris. Volvimos a Vallirana al día siguiente.

—Lo primero es rebajar el terreno —dijo Justo.

—¿Pero seguro que entiendes de estas cosas? —pregunté, y me enseñó un libro titulado Cómo se construye una casa: guía práctica del albañil contratista.

—Aquí está todo lo que hace falta saber —dijo, pasando unas cuantas páginas hasta detenerse en una con ilustraciones.

Nos pusimos a la obra. Antes de la puesta de sol aún nos dio tiempo de arrancar media docena de almendros y sacar ocho o nueve carretillas de tierra y piedras. Ni él ni yo estábamos acostumbrados a ese tipo de trabajo. Nos hacíamos heridas en las manos, nos dolían los brazos y la espalda. Y a pesar de todo estábamos de buen humor.

—¿No sabes ninguna canción? —dijo Justo—. Los obreros siempre cantan mientras trabajan. ¡Venga, hombre, canta algo! ¡Seguro que alguna canción sabes!

Me aclaré la voz y empecé:

—¡Una espiga dorada por el soool, el racimo que corta el viñadooor, se convierten ahora en pan y vino de amooor, en el cuerpo y la sangre del Señor…!

Justo me interrumpió:

—¿No sabes otra?

Reflexioné un poco y volví a cantar:

—¡Qué alegría cuando me dijeeeron: Vamos a la casa del Señooor! ¡Ya están pisando nuestros pieees tus umbrales, Jerusalén…!

Justo me interrumpió otra vez:

—Está bien. Déjalo. ¡Menudos obreros estamos hechos…!

En realidad, esa parte fue la más dura. También la más fea, por lo deslucido de los resultados: el terreno, aunque cada día más igualado y más llano, seguía teniendo la misma apariencia desolada del primer día. Construíamos sin planos de ningún tipo. Justo parecía tener en la cabeza la imagen de la casa. Clavó una estaca en un extremo y echó a andar contando los pasos en voz alta.

—¡Veintiocho, veintinueve y treinta! —gritó—, ¡aquí clavamos otra!

Unimos las dos estacas con una manguera transparente, que luego fuimos llenando con agua de la acequia. Cuando el agua alcanzó una altura determinada, Justo soltó un silbido y yo hice una marca en la madera.

—Estamos nivelando el terreno —explicó.

Repetimos la operación con otra estaca y luego con otra, hasta completar un rectángulo de unos veinte metros por quince. Después tendimos un cordel entre las cuatro estacas cuidando de que coincidiera exactamente con las marcas y, durante un par de días, apisonamos la tierra para igualarla a la altura del cordel. Con otras cuatro estacas trazamos un nuevo rectángulo, más pequeño que el anterior. En el margen que quedaba entre uno y otro teníamos que hacer las zanjas para los cimientos. Había que hacerlas deprisa, antes de que la lluvia o el viento lo mandara todo al carajo. A medida que cavábamos, rellenábamos con piedras. Un día llegó un camión con sacos de cemento y grava. Justo consultaba una y otra vez el libro, que estaba ya arrugado y lleno de pegotes, y con voz firme me daba instrucciones para hacer la mezcla en un cajón. El hormigón lo echábamos despacio y procurando que llegara hasta el fondo, y después alisábamos la superficie con maderos y escobas. Cuando por fin terminamos los cimientos, Justo se lavó las manos en el cubo y comentó:

—Esto ya empieza a parecer una casa, ¿no?

Pero a mí aquello sólo me parecía una pista de tenis, una pista algo más achatada que las que salen por la tele, dice Hilario Lazcano. Trabajábamos dos o tres días a la semana, así que las obras avanzaban despacio. A mediados del verano nos llegó el primer cargamento de ladrillos, y entonces sí que empecé a tener la sensación de estar construyendo algo. Cada jornada de trabajo significaba ocho o diez metros cuadrados de pared. Aquello iba poco a poco creciendo, y cualquiera que pasara por allí se daría cuenta de que lo que estábamos haciendo era una casa. No un almacén ni una caseta de labranza ni una paridera para las ovejas: una casa. Eso sí, una casa extraña, de una sola planta pero bastante más alta que las casas normales, con un vano desproporcionadamente grande para la puerta, con varios huecos para ventanas en una parte y ninguno en la otra. Un chico de unos doce años venía con la bicicleta, se sentaba a la sombra y nos miraba trabajar.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Noel —contestó.

—¿Noé, como el del arca?

—No, Noel como el de las navidades.

—Qué nombre tan raro.

—Vivo allí —dijo, señalando la casa más cercana.

Al principio le mandábamos por agua a la acequia y le dábamos unas pesetas de propina. Luego, sin que nosotros se lo pidiéramos, se acostumbró a llevar y traer la carretilla. A finales de verano era ya como uno más de la cuadrilla, y cada vez que llegábamos en el Morris nos lo encontrábamos esperándonos al lado de su bici. Trabajábamos los tres juntos, con el torso descubierto y un pañuelo o una gorra sobre la cabeza.

—¿A qué se dedica tu padre? —le dije un día.

—Hace palíndromos.

—¿Qué es eso? —dijimos, y nos lo explicó: frases que se pueden leer igual empezando por el principio y por el final.

Justo se frotó el cuello.

—¿Y de eso se puede vivir? —dijo, y Noel, señalando mi tortuga, que andaba por ahí cerca, dijo:

—¿Se puede vivir de tener una tortuga?

Nos echamos todos a reír. Fue el chico el que dijo que, mirando la casa desde un lado, podía parecer una iglesia, una de esas iglesias de ladrillo visto de los barrios pobres. A partir de septiembre, con el comienzo del curso, ya sólo venía a ayudarnos si trabajábamos en sábado o en domingo. Para entonces el exterior estaba muy adelantado, y habíamos empezado a levantar los tabiques y las paredes maestras. Justo seguía teniendo los planos en la cabeza, e iba de un lado para otro contando los pasos e indicando las cosas como si las estuviera viendo. Decía:

—Aquí irá un pasillo, y aquí una puerta, y allí otra…

Distribuíamos el espacio poniendo sólo las primeras filas de ladrillos. Cuando Justo dio por concluida esa fase, aquello parecía uno de esos yacimientos arqueológicos en los que sólo ves cimientos y trozos de suelo y de muro y a partir de ahí tienes que imaginar cómo era esa construcción romana o íbera o lo que fuera. Me situé en el centro exacto de la casa y miré a mi alrededor.

—En este lado hay ventanas y en éste no, en este lado hay varias habitaciones y en éste sólo una —dije.

—Tiene que ser así —dijo.

—¿Pero no es un poco raro?

—Cuida con la tortuga, que se está escapando otra vez —dijo—. ¿Por qué no la encierras en el coche y te olvidas de ella?

Una noche, mientras dormitaba en la garita, soñé que la casa estaba terminada, dice Hilario Lazcano. Vi el edificio tal como seguramente llevaba meses viéndolo Justo: una puerta grande por la que se accedía a un recibidor apenas amueblado, un pasillo a la izquierda que llevaba a las habitaciones, un cortinón rojizo a la derecha… En el sueño me detenía un instante a observar algunos detalles: el ajedrezado en blanco y rojo del suelo, el papel de la pared, que me recordó al del restaurante del Majestic, los apliques, antiguos y elegantes… Luego buscaba la abertura de la cortina y, cuando por fin daba con ella, me encontraba en mitad de un teatro, un teatro normal, un patio de butacas con un pasillo en rampa que desembocaba al pie del escenario… Me desperté sobresaltado. Era eso. De golpe comprendí que Justo no estaba construyendo una casa sino un teatro. Un teatro pequeño. Un teatro para Ella. Un lugar en el que Ella sería feliz ensayando sus obras extrañas e incomprensibles… Aquello tendría que haberme molestado, ¿no cree? Descubrir que la casa que estábamos construyendo, esa casa que iba a ser suya y mía, en realidad no estaba pensada ni para él ni para mí… Y sin embargo no me molestó. Al contrario. Me di cuenta de que lo que estábamos haciendo era mucho más que construir una simple casa. Estábamos erigiendo un monumento en honor a Ella, estábamos levantando una catedral consagrada al amor por Ella. Me pareció un propósito tan noble y elevado que decidí no volver a masturbarme hasta que las obras estuvieran acabadas. Era lo mínimo que podía hacer. Yo en aquella época me masturbaba hasta cinco o seis veces al día. Me masturbaba dos o tres veces en el aparcamiento, y después otra vez en la ducha, y luego una o dos más cuando me echaba la siesta. Me masturbaba siempre pensando en mujeres grandes de tez oscura que en el momento del éxtasis me agarraban por el cuello y me hacían hundir la cara en sus enormes pechos hasta casi cortarme la respiración. Pero aquello era sucio y pecaminoso, y no quería que mi suciedad y mis pecados impregnaran de ningún modo nada que tuviera que ver con Ella o con el sublime amor que Justo sentía por Ella. ¿Hay algo más noble que el más noble de los amores? ¿Y algo más noble que la castidad? Por un motivo como ése podía aguantar sin masturbarme todo el tiempo que hiciera falta. Y, entiéndame, no se trataba de un sacrificio, que es algo que quitas y por tanto es feo, sino de una ofrenda, que es algo que das y por tanto hermoso. Una ofrenda o un voto o una promesa de pureza…: como quiera usted llamarlo.

Habla Marc Jordana

Viví en Buenos Aires durante el último gobierno de Perón, dice Marc Jordana. Llegué en septiembre del 73, muy poco antes de que ganara sus últimas elecciones, y volví a Barcelona en julio del año siguiente, sólo unos días después de su muerte. Recuerdo el cortejo fúnebre recorriendo la avenida de Mayo entre cientos de miles de personas que se abrazaban unas a otras sin poder contener el llanto… Fue una época convulsa y, a su manera, apasionante. Las cosas cambiaban de un día para otro, y nadie era capaz de predecir cómo estaría el país una semana o un mes después. Bueno, en realidad sí que se podía predecir: allí todos estaban de acuerdo en que las cosas estaban muy mal pero sólo podían ir a peor… Pero yo no había ido a Buenos Aires atraído por su inestabilidad política. Yo había ido hasta allá lejos para ponerme al día de las cosas que pasaban. Mientras en nuestra provinciana España nos costaba Dios y ayuda estar al corriente de las novedades que llegaban de París, Londres o Nueva York, los argentinos parecían tener línea directa con los principales focos de cultura del mundo. Aquí, por ejemplo, aún no se había oído hablar de expresión corporal, y allí era ya una disciplina perfectamente asentada. Gracias a mis contactos con la gente del teatro logré meterme en ese mundillo, y en poco tiempo me convertí en todo un experto. ¿En qué consiste la expresión corporal? Muy sencillo. Nuestra comunicación con los demás no es exclusivamente verbal. A través de los gestos nuestro cuerpo habla por nosotros, exterioriza mucho de lo que hay en nuestro interior, y esa comunicación empieza a ser rica y significativa en el momento en que somos conscientes de que existe un lenguaje del cuerpo que cualquiera es capaz de desarrollar y perfeccionar. Un lenguaje hecho también de frases y de palabras, pero de frases y palabras corporales o, como se dice en el argot, psicofísicas. A partir de ahí, todo es sencillo. Si las palabras y las frases sirven igual para comprar unas sardinas que para componer un poema memorable, estas otras palabras y estas otras frases, las psicofísicas, permiten también transmitir los mensajes más irrelevantes y los más sublimes: permiten crear arte. Está claro, ¿no?

De Buenos Aires volví con la idea de enseñar a los barceloneses a crear arte con sus cuerpos, dice Marc Jordana. Tenía su lógica: quienes se dedicaban a las performances o al body art debían de estar suspirando por que alguien como yo les iniciara en las técnicas de la expresión corporal. Mi idea era montar una academia y vivir de impartir mis conocimientos. Sólo había un problema: que aquí, en aquella época, nadie había oído hablar de performances o de body art. Tardé muy poco en renunciar a esas aspiraciones. Mi situación financiera era además bastante apurada y, aunque ese mismo verano llegué a organizar unos cuantos cursillos para actores aficionados, enseguida comprendí que sólo podría ganarme la vida trabajando en algún colegio. En aquellos años finales del franquismo había ya bastantes de esas escuelas progresistas que intentaban adoptar los métodos pedagógicos más vanguardistas, y un par de asociaciones de padres me contrataron para impartir cursillos a sus hijos. Convencer a los padres no fue difícil. Les hablaba de la necesidad de integrar los planos físico, afectivo, social y cognitivo de la persona, o de liberar energías orientándolas hacia la expresión del ser, o de dar salida a la espontaneidad creadora del individuo… Lo difícil no era eso sino impedir que los padres asistieran a las sesiones. Por muy modernos y progresistas que fueran, no estaba seguro de que supieran apreciar en sus justos términos el espectáculo: sus hijos moviéndose como locos por un gimnasio, chocando una y otra vez contra las paredes, dando más vueltas que un derviche giróvago, fingiendo que se lanzaban pelotas imaginarias, meneándose sin gracia ni compás, revolcándose por el suelo al son de una música estridente… Cada vez que un adulto se asomaba para ver en qué consistía eso de la expresión corporal, había un alumno que ya nunca reaparecía por el curso. Pero entonces eran muchos los padres deseosos de fomentar en sus hijos eso que a ellos les había estado vetado, la creatividad, y durante algunos años logré conservar unos grupos que al menos me permitieron ganarme la vida. Podía ser que lo mío tuviera mucho de engañabobos o de charlatán de feria, pero yo no lo sentía así. Creía en lo que hacía. Creía en un futuro en el que los ciudadanos serían mejores que nosotros, más cultos y más libres que los que habíamos nacido y crecido en el franquismo. De ahí que me tomara tan en serio mi trabajo y que no escatimara el menor esfuerzo. Para mantenerme al día en los avances de mi disciplina estaba Manel, un dependiente de la librería Catalònia que me informaba de las novedades publicadas en Francia y, si me interesaban, me las hacía traer de extranjis.

Fue en la Catalònia donde me volví a encontrar a Justo, dice Marc Jordana. Me lo encontré dos veces. La primera vez fue hacia el otoño de 1974. Yo estaba despidiéndome de Manel cuando le vi pasar en dirección a la caja. En ese momento su cara me resultó familiar, pero no acertaba a recordar cuándo nos habíamos conocido. Fui también yo a la caja y eché un vistazo a los libros que se disponía a pagar. Eran dos, los dos de la colección Austral: Camino de perfección de Santa Teresa de Jesús y las Obras escogidas de San Juan de la Cruz. Un aficionado a la literatura mística, pensé. Tal vez un profesor de literatura o un poeta anticuado y tristón. ¿Dónde lo había visto antes? Le vi pagar con un billete de cien y recoger el cambio y, cuando la señorita de la caja le dio las gracias, él contestó diciendo buenas tardes. ¿Dónde había oído yo esa voz? Le seguí con la mirada y una frase resonó en mi interior: ¿Pero vosotros sois pareja o no…? Claro. Ya lo tenía. Dejé mis libros junto a la caja y salí detrás de él. Le alcancé en el semáforo de El Corte Inglés. Le tendí la mano y le dije:

—Tú y yo nos conocemos, ¿verdad?, ¿tú no eres el que se folló a mi novia en Montserrat?

Ahora puede sonar ofensivo y brusco, pero hay que pensar que en aquella época el sexo era algo subversivo, un acto de resistencia política contra la dictadura, y entre la gente de mi entorno una pregunta así no debía entenderse como una provocación sino como una invitación a la complicidad. Pero está claro que esa complicidad no existió entre él y yo. Justo me miró en silencio, negando levemente con la cabeza, y yo retiré la mano y me sentí obligado a decir:

—No te preocupes. Chantal ya no es mi novia. Hace mucho que rompimos. Y en realidad tampoco me importó demasiado…

—¿Qué ha sido de ella? —me preguntó, mientras la gente pasaba como en estampida en dirección al paseo de Gracia y la plaza de Cataluña.

—Creo que volvió a su ciudad, a Salamanca, y que se casó con su primer novio y vuelve a llamarse Loreto.

Él seguía a la defensiva y yo, por decir algo, hice un gesto hacia sus libros.

—Te gusta leer a los clásicos… —dije, y entonces él dijo una frase que se me quedó grabada:

—Me gustan los escritores que saben purificarnos con las palabras.

Era una frase extraña. Extraña en aquel contexto, y sobre todo extraña para alguien como yo, que desde jovencito me había dedicado a combatir la gastada y mugrienta retórica de los curas. ¿Me encontraba ante un fanático religioso? Si así era, ¿qué demonios pintaba aquel hombre en un acto de protesta contra ese régimen de tragasantos y meapilas? Lo que estaba claro era que aquel tipo y yo no teníamos nada en común. Hice un gesto de despedida y dije que debía recoger unos encargos. Mientras entraba en la librería, me volví para mirarle pero había desaparecido entre el gentío.

Mi relación con Chantal se había roto definitivamente a las pocas semanas de lo de Montserrat, dice Marc Jordana. Después, durante algún tiempo, nos seguimos llamando por teléfono, y así fui sabiendo de su vida: primero de su extraña detención y luego de su regreso a su ciudad y a su verdadera identidad, de sus planes de boda… De golpe y porrazo, la loquita de Chantal había decidido volver a ser la sensata y formal Loreto, y sin duda con esa transformación había tenido mucho que ver su paso por la comisaría de Vía Layetana. Aquello debió de ser un auténtico trauma para ella. La señorita de provincias, la chica de familia bien, acostumbrada a la deferencia y el servilismo, no podía ni imaginar que unos policías pudieran ultrajarla como lo hicieron. Al parecer, esos matones la trataron como a una puta, la forzaron a contar todo tipo de intimidades y, al final, hasta la golpearon. De las lesiones que le provocaron no puedo dar fe porque no llegué a verla, pero sí puedo decir que el día que me llamó estaba histérica y fuera de sí.

—¡Me han pegado, Marc! —gritaba por el teléfono—, ¡esos pervertidos me han interrogado sobre mi vida sexual y luego me han abofeteado! ¡Si me vieras ahora, ni me reconocerías! ¡Tengo la cara amoratada y deforme y no me atrevo ni a salir de casa! ¡Tengo miedo, Marc, mucho miedo…!

Yo intentaba consolarla y calmarla, pero en el fondo no estaba seguro de que no estuviera exagerándolo todo: ¿qué interés podía tener la policía en una descerebrada como ella? Chantal, mientras tanto, seguía gritando:

—¡Si me vieras, Marc, si vieras cómo me han dejado…!

Eso debió de ser en la primavera del 71. Luego, en verano, se fue de viaje por Italia con sus padres y me mandó desde Florencia una postal que venía ya firmada por Loreto. Siguió aún unos meses más viviendo en Barcelona, pero siempre que me llamaba me hablaba de Salamanca y de su familia y de sus amigos de toda la vida. Después nuestra comunicación se fue espaciando, y lo último que recuerdo fue que, al poco de llegar a Buenos Aires, le envié una postal con un retrato de Gardel. Cuando regresé de Argentina y empecé con los cursos de expresión corporal, Chantal pertenecía ya a un pasado que me parecía lejanísimo. Por eso me extrañó tanto que, una tarde de enero de 1976, el conserje de uno de los colegios en los que trabajaba me dejara una nota con su nombre (Loreto, claro) y un número de teléfono de su ciudad. ¿Cómo se las habría arreglado para localizarme? Dando por sentado que se trataba de algo importante, la llamé esa misma noche. Me hizo esperar unos segundos mientras se cambiaba a un supletorio desde el que hablar con tranquilidad y luego, sin entretenerse en prolegómenos y como si no hubieran pasado cinco años desde nuestra última conversación, dijo:

—¿Te acuerdas de Justo, aquel tipo, el de Montserrat? ¡Fue él!, ¡fue él el que me denunció a la policía e hizo que me torturaran! ¡Estoy segura!

Le pregunté qué motivos tenía para creer eso y dijo:

—Lo sé, Marc. Simplemente lo sé. Llevo todo este tiempo dándole vueltas y sé que sólo pudo ser él. ¡Algunas noches aún sueño que estoy en ese despacho siniestro y que varios policías me están amenazando, y siempre los policías tienen su cara! ¡Siempre!

Yo me limité a decir:

—Me alegra ver que no has cambiado nada y sigues siendo la misma de siempre…

Ella no percibió en mi voz el menor rastro de ironía y, antes de colgar, me insistió una y otra vez en que tuviera cuidado con ese hombre si por casualidad le volvía a ver.

—Claro que sí —le dije, despidiéndome, pero en realidad no concedí demasiada importancia a su revelación (ésa es la palabra), y ni siquiera se me ocurrió comentarle que en una ocasión me había encontrado al tal Justo y había hablado con él.

¿He dicho ya que estábamos a comienzos del 76?, dice Marc Jordana. Es decir, unos pocos meses después de la muerte de Franco: una época de incertidumbre pero sobre todo de esperanza, porque, al contrario de lo que había notado en Argentina poco antes, aquí las cosas sólo podían mejorar. Todos los días había manifestaciones, huelgas, asambleas, y los muros amanecían repletos de pintadas y pasquines con todo tipo de denuncias y reivindicaciones. Un día del mes de marzo (o abril, o mayo, ¿cómo saberlo con precisión?), bajando por Balmes, vi en los muros del seminario unos pequeños carteles con la foto de Justo. Eran los típicos carteles hechos a ciclostil, chapuceros, borrosos, pero se le reconocía perfectamente. Imitaban los de los bandidos de las películas de vaqueros: encima de la foto ponía SE BUSCA y debajo, precedido de su nombre y su apellido, CHIVATO DE LA SOCIAL. Me detuve a observarlo y pensé en Chantal: ¿cómo podía ser que ella, que estaba tan lejos y tan desconectada y que sin duda desconocía la existencia de esos carteles, lo supiera todo desde hacía meses? A los locos se les atribuyen a veces extraños poderes adivinatorios, y Chantal estaba un poco loca, lo que quizá quería decir que también era un poco adivina… No puse en duda la acusación del cartel. Lo poco que sabía acerca de Justo encajaba con la idea que cualquiera podría tener de un confidente policial: su presencia en Montserrat, su costumbre de tomar notas de todo lo que se decía, su actitud esquiva, propia de quien tiene mucho que ocultar… Me acordé de los libros que le había visto comprar, pero ¿dónde está escrito que un chivato no pueda sentir debilidad por Santa Teresa y San Juan de la Cruz? Me acordé también de aquella frase suya sobre la purificación a través de la palabra: una afirmación llamativa en alguien como él, que usaba el poder de la palabra para ensuciar y no para limpiar, para hacer daño y no para curar.

Pero, como ya he dicho, a Justo aún me lo encontré una vez más, también en la librería, dice Marc Jordana. Habrían pasado unos dos meses desde lo de los carteles, y en esa ocasión no hablamos. Yo entraba y él salía, y nos topamos casi de frente. Me aparté para dejarle pasar, y mientras tanto le lancé una mirada de reprobación y de asco. ¿Me vio? ¿No me vio? Y si me vio, ¿me reconoció? Aunque lo raro fue que yo lo reconociera al instante, porque estaba muy cambiado. Estaba envejecido, estropeado. Caminaba despacio, cojeando de forma ostensible, y llegué a tenerlo tan cerca que distinguí claramente la cicatriz en forma de hache minúscula que le cruzaba la mejilla. ¿Qué le habría pasado? Llevaba un pequeño paquete en la mano. Me acerqué a Manel, que estaba en la caja, y le pregunté qué libros había comprado.

—Vintila Horia —dijo.

—¿Vintila Horia? —repetí.

—El escritor rumano.

—Ah, sí, uno con fama de fascista.

—Ése —dijo, y pensé que tenía cierta lógica que un tipo que colaboraba con la policía política franquista leyera libros de un fascista.

—Qué hijo de puta —dije.

Manel me miró como preguntándome si me refería a Vintila Horia o al hombre que acababa de salir.

Habla Mateo Moreno

En septiembre u octubre del 74 empecé a salir con Carmela, mi querida Carmela, dice Mateo Moreno. Carmela trabajaba en la comisaría de plaza de España, en la sección de pasaportes. Al principio, cuando me la encontraba, yo no le hacía demasiado caso, pero ella me sonreía y me daba conversación, y algunos días nos escapábamos a tomar café y era siempre tan atenta conmigo y me decía cosas tan agradables que llegó un momento en que no pude quitármela de la cabeza. Acabé enamorándome locamente. ¡Es tan difícil resistirse a ser querido! Lo curioso es que la misma chica que al principio ni siquiera me había atraído luego me parecía sencillamente una diosa. ¡Qué sonrisa, qué ojos, qué voz! O a lo mejor era sólo que ahora sentía que esa sonrisa era para mí y que esos ojos me miraban a mí y que esa voz me hablaba a mí… Me habían gustado otras mujeres, me había enamorado otras veces, pero nunca antes había sentido que la atención de una mujer me convirtiera en una persona distinta, superior. Si yo era bueno, lo era por ella. Si había en mí algo hermoso, era sólo porque Carmela sabía sacarlo a la luz. Estando a su lado me ocurría que quería parecerme a la imagen que ella me devolvía de mí mismo. Si Carmela me quería comprensivo o delicado, haría cuanto estuviera en mi mano con tal de serlo. Si me prefería firme y protector, también. Por Carmela estaba dispuesto a ser lo que ella quisiera que fuera, y ella sabía que a cambio sólo pedía una cosa: su amor. ¡Ah, cuánto nos quisimos en aquella época! ¡Y cuánto, aunque de distinta forma, hasta que la enfermedad se la llevó de mi lado hace tres años! Carmela vivía con sus padres y cuatro de sus siete hermanos en San Andrés, y desde el comienzo me aceptaron como uno más de la familia. Familia, qué palabra tan rara si uno se para a pensarla… Quienes jamás tuvimos nada que pudiera llamarse así ¿cuántas veces tendríamos que pronunciarla para que empezara a tener algún sentido? Los domingos se juntaban todos, los que vivían en casa y los que no, y preparaban unas paellas gigantescas y hablaban todos a gritos y a la vez y alguno de los chicos acababa tocando la guitarra. Luego, si hacía buen tiempo, se iban a pasar la tarde a unos jardines que había junto a la plaza del Congreso Eucarístico, y allí, quien más, quien menos, todos terminaban echándose la siesta para hacer la digestión, ja ja. A mí me fascinaba que los hijos hubieran heredado la forma de hablar y de reír y de comportarse de sus padres, que a su vez la habrían heredado de sus padres y sus abuelos andaluces. Veía en ello una continuidad de algo que, bueno o malo, resistía el paso del tiempo y los cambios de lugar. Algo sólido, por tanto. Un punto de partida al que, en el peor de los casos, siempre podías volver. Como en el juego de la oca. A lo mejor la familia era sólo eso: saber que siempre había una casilla desde la que volver a empezar. Yo, en cambio, como nunca había tenido algo así, tampoco tenía esa posibilidad… En cuanto Carmela y yo nos hicimos novios, su familia pasó a ser también la mía. Tenía veintiséis años y por primera vez pude intuir lo que era tener padres o hermanos. Y era bonito, ¿me explico?, y ni siquiera reprochaba al destino que durante tantos años me hubiera privado de algo que todo el mundo tenía… ¡Ay, Carmela, cómo la echo de menos y cómo echo de menos toda la felicidad que ella me dio!

Por entonces Justo también estaba enamorado, pero yo todavía no lo sabía, dice Mateo Moreno. O no me lo tomaba en serio. ¿Cómo iba a tomarme en serio un amor así, el amor de alguien que no podía o no quería o no se atrevía a acercarse a su chica? Los enamorados creen que la única forma posible de amor es la suya. O, mejor dicho, creen que el suyo es el único amor posible. Como si en todo el universo no hubiera sitio para más amores y estar enamorado te hiciera dueño de todas las reservas de amor del mundo. Como si al lado del tuyo no pudiera existir ningún otro amor, ninguno que se le igualara. Lo mío por Carmela era amor. Lo de Justo por Carme Román me parecía, no sé, algo enfermizo, una insensatez, una excrecencia del amor. ¿Cómo imaginar que alguien como él pudiera albergar un sentimiento tan hermoso y elevado como el que yo experimentaba por Carmela? A esas alturas, Justo se había convertido en un tipo degradado, nauseabundo. Un hombre que vivía de traicionar a los demás, de hacer daño a la gente que tenía cerca, un hombre acostumbrado a vivir sin afectos. Yo, desde luego, desdeñaba esa supuesta pasión suya por Carme Román. Por eso sus exigencias me parecían sencillamente disparatadas. Justo pretendía que Carme quedara al margen de toda investigación. Ni yo ni ningún otro inspector de la Social debía molestarla, y eso quería decir que tampoco había que molestar a su amiga Clara ni al marido de su amiga Clara, pero tampoco a los amigos del marido de Clara, que eran los que habían fundado la Agencia Popular Informativa…

—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? —le decía en la barra del Sapporo—. Y si te hubieras enamorado de la Pasionaria, ¿qué? ¿Me pedirías entonces que no le tocáramos un pelo a ningún comunista? Mira, Justo, o me entregas a gente de la API o hago lo que tengo que hacer y agarro a alguien por mi cuenta. Ya sabes que ahora lo tengo fácil…

Justo comprendió que le estaba amenazando con interrogar a la chica y dio un respingo. Me puse serio:

—¿Te imaginas lo que diría el comisario si se enterara? Que estés enamorado o encoñado o lo que sea, me trae sin cuidado. ¡Por mí como si te enamoras de un hámster! Ese problema es tuyo, no mío. Y la cuestión es: ¿qué saco yo de todo esto?

Justo, sombrío, agachó la cabeza.

—Dame tiempo, dame un par de semanas y te consigo algo a cambio —dijo, y yo le agarré del cogote y traté de bromear:

—¿Y qué?, ¿te la meneas mucho pensando en ella? ¡Ese culito, esas tetas que no vas a catar…!

Él me apartó de un manotazo, pero yo le volví a agarrar, ahora con fuerza. Dije:

—Déjame que te diga una cosa. Tíratela. Arréglatelas como sea, pero tírate de una vez a esa chica y olvídala. Te irá mejor así, Justo. Hazme caso.

La verdad es que cumplió su palabra, dice Mateo Moreno. No habían pasado ni dos semanas, y Justo me llevó a la Zona Franca y señaló desde lejos unas casitas de muros despintados.

—¿Ves aquel local, el que tiene bajada la persiana metálica? —dijo.

—¿Donde dice Filaturas Vila?

—El siguiente —dijo, y yo solté un bufido de asentimiento.

—Allí está la imprenta de Universitat.

—¿Estás seguro?

—Suelen empezar a primera hora, cuando vienen todos los de las fábricas. Siguen el mismo horario que el taller de al lado. Por el ruido.

Monté un pequeño dispositivo de vigilancia para comprobar la información, y al cabo de cuatro o cinco días intervinimos. Cogimos a tres chicos empaquetando ejemplares del último número, y después de interrogarlos cogimos a seis más. Con Universitat ocurría siempre lo mismo. Los pillábamos, los mandábamos al Tribunal de Orden Público, nos incautábamos de la imprenta, desmantelábamos la red de distribución, y en muy poco tiempo, cuando creíamos que la revista era ya cosa del pasado, volvía a aparecer como si nada. Era como chafar un globo: si aprietas por un lado, se hincha por otro. Pero, aun así, la operación había sido un éxito, un éxito personal mío, y recibí las felicitaciones de mis superiores. Cuando nos veíamos en el Sapporo, el cabrón de Justo no paraba de tocarme los cojones: que si ya tenía el ascenso en la mano, que si la condecoración no habría quien me la quitara, que si a ver si me estiraba un poco y le hacía un buen regalo… Me hacían tan poca gracia sus chistecitos que acabé poniéndome borde. Le dije:

—Mira, Justo, no te creas que con esto estamos en paz. Por entregarme a la gente de esta revista los de la otra no se van a ir de rositas. Mi deber es pillar a unos y a otros. Está claro, ¿no?

Ahí acabaron las bromitas de Justo, y ahí empezó una etapa que recuerda un poco eso de las Mil y una noches, lo de la chica que para salvar su vida tiene que contar cada noche un nuevo cuento. Sólo que aquí era Justo el encargado de salvar a la chica, y los cuentos tenían que ser historias de verdad, historias reales, muy reales…

Pero las cosas eran bastante más complejas de lo que ahora puede parecer, dice Mateo Moreno. Franco había estado a punto de morirse ese mismo verano, y todo el mundo sabía que no duraría mucho. ¿Y qué ocurriría cuando Franco no estuviera? En jefatura, lo que más preocupaba a unos y a otros era poner el culo a salvo. Por lo que pudiera pasar o, como se decía entonces, por si se daba la vuelta a la tortilla. Esa expresión se utilizaba mucho, y nadie quería significarse demasiado, por si de verdad acababa dándose la vuelta a la tortilla. ¿Quién te aseguraba que los mismos tipos a los que enviábamos a incomunicados no fueran a ser nombrados el día de mañana directores generales o ministros? No digo que no cumpliéramos con nuestro deber de perseguir a los enemigos del régimen. Lo cumplíamos, claro que sí. Pero nadie quería patatas calientes. Sólo algunos de los comisarios más veteranos, los que habían hecho la guerra, los que estaban ahí por viejos méritos y viejas fidelidades. A ésos ya no había quien los cambiara y, si el régimen se hundía, ellos se hundirían con él. Lo que yo veía era que Revuelta y la gente como Revuelta se habían acostumbrado a nadar y guardar la ropa. Si pillaban a un pez gordo, le trataban con unos miramientos que daba pena verlos. Parecía que le estuvieran diciendo: Acuérdese de mí si algún día llega a tener un cargo, acuérdese de que ni le he gritado ni le he puesto la mano encima, dese cuenta de que en el fondo soy un demócrata como usted… Por otro lado, los tiempos estaban más revueltos que nunca, y ante el gobernador civil había que aparentar que aplicábamos a nuestra labor la misma energía de siempre. Irrumpíamos en asambleas y reuniones clandestinas, reprimíamos con contundencia las manifestaciones, deteníamos a los cabecillas… O sea, lo de siempre. Lo de siempre con los mismos de siempre porque, se diga lo que se diga, antifranquistas activos eran pocos, y los conocíamos a casi todos. Unos cuantos estudiantes, unos cuantos trabajadores, un par de profesionales, algún artista excéntrico, y para de contar. El resto de la gente estaba a verlas venir: pobres o ricos, viejos o jóvenes, catalanes o no… Si al cabo de un tiempo convenía seguir siendo franquistas, lo seguirían siendo y, si había que hacerse demócratas, pues se harían demócratas, y punto. Luego, tras la muerte de Franco, parecía que todo el mundo era demócrata de toda la vida. Salían demócratas de debajo de las piedras… ¿De verdad crees que, si hubiera habido tanto demócrata y tanto antifranquista, el régimen habría acabado como acabó, con Franco muriendo de viejo y en la cama? No me hagas reír, hombre.

Yo mismo, al igual que mis compañeros, empecé a moverme con cierta prudencia, dice Mateo Moreno. Lo importante era que nadie te colgara ningún muerto. Si en ese momento me llegan a decir que tengo a Felipe González tomando café en el bar de abajo de mi casa, a lo mejor hago como que no lo he oído… ¿A quién le apetece pasar a la historia como el tipo que detuvo a un futuro presidente del gobierno? Por eso, mucha de la información que me pasaba Justo prefería quedármela para mí y no transmitírsela a Revuelta, que podía obligarme a hacer quién sabía qué cosas. Y la información de Justo volvía a ser buena. Cómo y de dónde la sacaba, lo ignoro, porque la verdad es que a esas alturas no debía de resultarle sencillo. Pero Barcelona es una ciudad grande, y entre las organizaciones clandestinas había muy poca comunicación, de forma que los rumores sobre sus chivatazos podían llegarles o no, y alguien habilidoso como él ya sabía a quién podía arrimarse y a quién no… Si hiciera ahora la lista de todos los antifranquistas que ese año me entregó, sus nombres llenarían unas cuantas cuartillas. Y casi ninguno de ellos era un pringado: había gente que formaba parte de comités ejecutivos, y gente que después ha estado en el Congreso y en la Generalitat, y gente que ha dirigido periódicos y cadenas de radio, y sindicalistas que luego he visto en los telediarios… La importancia de algunos de esos nombres tal vez tendría que haberme hecho recapacitar sobre la seriedad del amor de Justo por Carme Román. ¡Porque todo aquello lo estaba haciendo sólo por ella! ¡Se estaba comprometiendo, se estaba arriesgando de ese modo sólo por preservarla a ella, por evitar que pasara por Vía Layetana, y la categoría de sus presas era proporcional a la intensidad de su pasión! Pero yo estaba ciego, y la frialdad y la saña con que Justo se aplicaba a delatar a opositores sólo me parecían una manifestación más de su aversión al mundo. Para mí era como si su resentimiento, que en otra época se había concentrado en las personas que le habían dejado en la estacada, se hubiera extendido a toda la humanidad. A toda sin excepciones, o a toda con la única excepción de Carme. Ni siquiera este último detalle me hacía reflexionar.

Las cosas no habían cambiado, no para mí, dice Mateo Moreno. Cuando nos veíamos en el Sapporo, acababa haciéndole las bromas de siempre:

—¿Te la has tirado ya?, ¿eh, Justo?, ¿te la has tirado? ¡No es tan difícil, hombre! ¡A ver si te vas a pensar que a las mujeres no les gusta chingar! A todas les gusta. A ésa también, ¡ya te digo yo que sí…!

Entre tanto, a Carme Román nadie le tocaba un pelo. Ni a ella ni a sus amigos de la API. Pero no porque eso formara parte de ningún trato, sino simplemente porque teníamos cosas más urgentes en que pensar. Unos chicos que tenían dinero suficiente para enviar sus boletines por correo no podían preocuparnos demasiado… ¡Qué paradoja!, ¿no? ¡Qué paradoja y qué disparate a la vez! Por un lado, Justo delatando a gente y más gente y creyendo que así protegía a Carme; por otro, yo aceptando todas esas delaciones suyas y luego tirándolas a la papelera… Cuantos más opositores me entregaba Justo, menos podía yo hacer con ellos. Durante toda esa temporada, apenas cuatro o cinco de sus soplos me fueron verdaderamente útiles. Lo más sonado fue la detención del Cifu en un paso fronterizo, en el del Coll del Portillon, por el Valle de Arán. El Cifu era Andrés Sánchez Cifuentes, un viejo comunista que había hecho la guerra y había pasado por varias cárceles en los años cincuenta. ¿Cómo demonios se enteraría Justo de la hora y el sitio por el que tenían previsto meterle en España? Para nosotros era importante dar un buen golpe al aparato de fronteras: que no se creyeran que podían estar entrando y saliendo cuando quisieran. Además, el hecho de que fuera comunista nos ponía las cosas más fáciles. En aquella época pensábamos que las cosas podían cambiar, pero no tanto como para que los comunistas llegaran a ser legalizados, y mucho menos para que llegaran a ocupar algún cargo importante o gobernar algún ayuntamiento. Estábamos ya en febrero del 75. Justo me había dicho que al Cifu lo traerían por la mañana en un Renault 10 granate. Salimos para allá a medianoche. Íbamos en dos coches, y hacía un frío de mil demonios. Entre las curvas y las placas de hielo de la carretera no pasábamos de los veinte por hora. Para colmo, cuando llegamos empezó a nevar. Dejamos los coches donde pudimos y nos metimos todos en la caseta del puesto fronterizo, que al menos tenía una estufa de butano.

—¿Cómo van a venir con este tiempo? —decían los agentes que me acompañaban.

La nieve no paraba de caer, y yo me empezaba a temer que hubiéramos hecho el viaje en balde. Pero amaneció un día hermoso y soleado. Algunos de los agentes no habían visto nunca la nieve y se entretenían tirándose bolas unos a otros. Yo me acordaba de la gran nevada del 62 y de cómo había visto toda Barcelona blanca desde lo alto del campanario. A media mañana la carretera volvió a estar transitable, y ordené a todos que volvieran a la caseta. Pasó un coche, y luego una furgoneta de reparto, y después cuatro o cinco coches más, todos con esquís en el techo. Y unos minutos antes del mediodía vimos llegar el Renault granate, también con esquís, para disimular. Dos chicos ocupaban los asientos delanteros, el Cifu el de atrás. La operación no podía ser más sencilla. Yo iba de paisano, mis hombres de uniforme. Llevábamos todos el arma reglamentaria en la mano. Rodeamos el coche y les hicimos salir.

—A esquiar, ¿verdad? —preguntamos.

Del Cifu me ocupé yo. Le pedí el pasaporte, que por supuesto era una falsificación.

—Acompáñeme, tengo que hacer unas comprobaciones —dije, y él me siguió mansamente hacia la caseta.

Antes de que llegáramos a entrar, oí a mi espalda unos gritos, seguidos instantes después por el sonido de una detonación. Uno de los chicos del Renault había echado a correr hacia la parte francesa, y el agente encargado de su custodia, tras el disparo de advertencia, se disponía ahora a afinar la puntería.

—¡Para! —le grité—, ¿estás loco?

Corrí hacia él, y le bajé el brazo de un manotazo.

—¡Pero es que se escapa! —dijo, moviendo la cabeza en dirección al fugitivo, que estaba ya a punto de alcanzar el lado francés.

Le agarré por las solapas y le miré con rabia a los ojos. Era el más bisoño del grupo.

—¿Te acaban de dar el arma y ya quieres matar? —le grité—, ¿te crees que esto es un juego?

Le ordené que fuera hacia los coches. Volví después a la caseta, donde el Cifu me esperaba en silencio.

—Si fuera por ése… —empezó a decir, sacudiendo la cabeza.

Por un momento me sentí mucho más cerca de aquel viejo comunista que de mis policías, todos más o menos franquistas como yo, todos de mi edad o algo más jóvenes.

Entre los ahorros de Carmela y los míos nos llegaba para pagar la entrada de un piso, dice Mateo Moreno. Proponerle que me acompañara a mirar pisos en venta fue mi manera de pedirla en matrimonio.

—¿Por qué zona? —preguntó ella, y yo contesté que por la Meridiana, lo que quería decir que por la zona de su familia.

—Te acompaño —dijo, sonriendo, y eso para mí equivalía a un sí, quiero.

Nos dimos un beso y fuimos a ver los bloques que se estaban construyendo en el barrio. Lo que más nos gustó fue una promoción de pisos que estaban haciendo en la calle Escocia. Pero las obras iban despacio, y no nos entregarían las llaves hasta un año después.

—¡Un año! —exclamé—, ¡no sé si podremos esperar tanto!

No hizo falta que hiciéramos más planes: nos casaríamos en cuanto tuviéramos el piso. Entre tanto nos dedicaríamos a querernos y a ser felices. En verano viajamos a Andalucía y conocí a su familia, que por parte de padre era de Espejo y por parte de madre de Rute. Y en septiembre, como todavía nos quedaban algunos días de vacaciones, fuimos a pasar una semana a las Canarias. Fue la primera vez que viajé en avión, y no se crea que desde entonces he volado mucho más. ¿Me habló Justo en esa época de la casa que se estaba construyendo en el campo? Supongo que sí, pero no lo recuerdo. O no me pareció importante o estaba demasiado absorbido por Carmela, o las dos cosas a la vez. Además, con las protestas por las últimas ejecuciones de Franco, en Vía Layetana no dábamos abasto. Fuera por lo que fuese, en aquella época la vida de Justo me importaba bien poco: la casa esa, su supuesto amor por Carme Román… Que ese amor era profundo y sincero lo descubrí muy poco después, cuando lo del accidente. Voy a contar cómo ocurrió. Esa tarde llegué a jefatura y me dijeron que habían llamado varias veces preguntando por mí.

—¿Quién? —dije.

—Un nombre extraño. Como Samuel, pero no era Samuel.

Al cabo de un rato me pasaron una llamada. Al otro lado de la línea telefónica habló una voz que al principio creí de mujer.

—Me han dicho que pregunte por Mateo Moreno —oí.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Noel. Soy amigo de Justo. Me han dicho que le llame y le diga que ha tenido un accidente…

—¿Quién le ha dicho que me llame?

—Hilario, el que va siempre con Justo. Él era el que conducía.

Por las explicaciones que el chico me dio entendí que primero los habían llevado a un dispensario de la Cruz Roja en Molins de Rei y después, como Justo había perdido mucha sangre, al hospital de San Pablo.

—¿Está mal? —dije.

—Creemos que sí —dijo Noel.

Acudí de inmediato al hospital. Me indicaron una salita en la que estaban esperando el chico, su padre e Hilario, que tenía un brazo en cabestrillo y algún corte en la cara pero por lo demás parecía en buen estado. Me acerqué a Hilario y le pregunté qué había ocurrido.

—No ha sido culpa mía, ha sido culpa de ella… —dijo con voz débil.

Al principio no entendí a quién se refería. Luego vi que en una silla tenía la caja de la tortuga. La abrí y vi el animal, inmóvil, tripa arriba, con una hendidura profunda, como si le hubieran dado un martillazo.

—Ha sido culpa de ella… —volvió a decir Hilario.

El padre del chico me explicó que los médicos se habían llevado a Justo dos o tres horas antes y que no habían vuelto a saber de él.

—¿Tan grave está?

—Tiene varios huesos rotos. Ha perdido mucha sangre. Le han tenido que hacer varias transfusiones. Las cosas podrían complicarse…

—¿Cómo ha sido?

—Se han salido en una curva y han volcado. Nosotros estábamos en casa y hemos oído los bocinazos. Éste, Hilario, estaba atrapado dentro del coche, tocando el claxon. El otro, inconsciente, ha salido despedido a unos diez metros. Mi hijo me ha dicho que los conocía y hemos llamado a la Cruz Roja. Eso es todo lo que le puedo decir…

Miré al chico: flaco, rubio, con flequillo, de unos doce años. Al ver que le miraba, se sintió obligado a intervenir:

—A veces les ayudo a construir su casa…

Asentí con la cabeza como si supiera perfectamente de qué casa me estaba hablando. Me volví hacia Hilario y repetí la pregunta:

—¿Cómo ha sido?

Hilario, acobardado, se encogió de hombros. Insistí:

—Sí, ya sé que ha sido culpa de ella, pero ¿cómo ha sido?

El chico dijo:

—Llevaba la tortuga suelta por el coche, casi siempre la lleva, y cuando ha ido a frenar…

—¡Menudo idiota! —le interrumpí.

Hilario volvió la cara como un niño que va a ser abofeteado. La cosa estaba clara: la tortuga se había metido entre los pedales, y en el momento más inoportuno había bloqueado el freno con su cuerpo.

—¡Reza para que los médicos hagan bien su trabajo! —le dije, amenazándole con el dedo—. ¡Como algo falle, vas derechito a la cárcel!

Me encendí un cigarrillo y me fui a las escaleras a fumar. Luego hablé un poco con el chico y su padre. Les dije:

—La noche puede ser muy larga. Si quieren, pueden marcharse. Ya me encargo yo…

Fue el chico el que dijo que se quedarían hasta saber cómo estaba Justo.

—Es mi amigo —dijo, casi con orgullo, y pensé en lo triste y solitaria que era la vida de Justo, sin más amigos que el tarado aquel de la tortuga y un chavalín de doce años.

A lo largo de la noche tuve aún que salir unas cuantas veces más a fumar a la escalera. Conseguí después hablar con uno de los médicos, que me explicó lo que era un neumotórax y me dijo que Justo había respondido bien al drenaje pleural: lo tendrían unas horas en observación y luego lo pasarían a planta. Me asomé a uno de los jardines interiores: estaba ya amaneciendo. Volví a la salita. El chico se había quedado dormido. Le dije a su padre que parecía que todo iba bien y que se fueran a casa.

—¿Y yo? —dijo Hilario.

—Tú te esperas —dije.

El chico y su padre se marcharon. Llamé a jefatura y di instrucciones para que acudieran a buscar a Hilario y lo mandaran a Baracaldo con su familia. El agente que me cogió el teléfono dijo:

—¿Tiene que ser ahora?

—Sí —dije.

Me preguntó si no me había enterado.

—¿De qué?

—Por la radio han dicho que Franco acaba de morir.

Cuando me avisaron de que Justo estaba ya en la habitación, hacía un rato que se habían llevado a Hilario, dice Mateo Moreno. Tenía Justo un aspecto verdaderamente lamentable: una pierna escayolada y sostenida por una polea, un enorme apósito cubriéndole una mejilla, el pecho forrado de vendas hasta el cuello. La enfermera, antes de irse, terminó de graduar la inclinación de la cama y dijo:

—Lo que ahora necesita es reposo; procure que no hable demasiado.

Las otras tres camas de la habitación estaban ocupadas por enfermos que parecían dormir. Me acerqué una silla a la cabecera de Justo. Le hablé en susurros:

—Estás jodido, ¿eh?

Fue entonces cuando descubrí que su amor por Carme Román, tan distinto del mío por Carmela, no era menos intenso. Justo me miró como si no me conociera y dijo:

—Podría haber muerto pero no he muerto, ¿y sabes por qué…?

—Descansa, hombre, estás aún bajo los efectos de la anestesia…

Él no daba muestras de estar escuchándome. Dijo:

—¿Quieres saber por qué no he muerto? Por ella. Porque quiero seguir pensando que ella está bien, que nadie le va a hacer daño…

Supuse que le habrían anestesiado con algo parecido al pentotal, el famoso suero de la verdad. Yo nunca había asistido a ningún interrogatorio con suero y no sabía de nadie en la Brigada que lo utilizara (¡a ver si alguien se va a creer que éramos como los de la Alemania comunista, con sus micrófonos y sus métodos científicos!). Pero me imaginaba que el pentotal hacía hablar a la gente tal como lo estaba haciendo Justo: con una sinceridad enloquecida, febril, como si les fuera a faltar tiempo para decir todo lo que tenían que decir. Soltó Justo un largo monólogo:

—¿Quién se ocuparía de ella si yo no estuviera? ¿Quién la cuidaría? Tú me dijiste que estaba encoñado, y ahora pensarás vete a saber qué: que estoy enamorado. En realidad, es algo más que eso. Es al mismo tiempo mucho más y mucho menos que eso. Ella es lo único limpio y puro que ha habido en mi vida. ¿Entiendes lo que eso significa? ¡No, no puedes entenderlo! Para mí es como una rosa, pero una rosa que nunca va a marchitarse. ¡Sólo pensar que pudiera ocurrirle algo o que alguien pudiera hacerle daño…! Por eso no he muerto. Por eso no he querido morir. Prométeme que, mientras yo esté aquí, la protegerás como si fueras yo. O, mejor dicho, como si ella fuera tu novia…

Hablaba Justo con tal excitación que se aturullaba y las palabras le salían entrecortadas. Los otros enfermos de la habitación se removían entre las sábanas, y la enfermera entró a pedirme que les dejara descansar. Me levanté y dije que volvería más tarde. Seguí oyendo la voz de Justo mientras me alejaba por el pasillo.

—¿Me prometes que la cuidarás?, ¡di que me lo prometes…! —decía.

Qué raros somos los seres humanos, dice Mateo Moreno. No quiero ponerme filosófico, pero es verdad que somos raros. Me acuerdo de un compañero de los Hogares Mundet que se apellidaba Ginés. Era el clásico chulo. Si había una bronca, ahí estaba él, que casi siempre era el que las iniciaba. Te robaba el bocadillo, o te insultaba, o te escupía, o directamente te pegaba. El clásico chulo, ya digo: todo el mundo le tenía miedo. Pues bien, de repente al tal Ginés le dio por llorar. No lloraba delante de los demás, claro. Lloraba por la noche, en la cama, cuando creía que todos estábamos dormidos. Lloraba como esos perrillos que esperan atados a un árbol mientras la dueña entra en una tienda a comprar: ¡Guú, guú, guuuú…! Luego supimos que se había enamorado de una chica algo mayor que salía con un taxista. Hasta le escribía poesías, unas poesías muy cursis llenas de atardeceres y hojas secas… ¿Quién podía pensar que en el corazón de ese bruto había un hueco para el amor y la poesía? Con Justo me había ocurrido algo similar. ¿Cómo imaginar que un tipo así podía llegar a enamorarse como se enamoró de Carme Román? Desde luego, el suyo no era un amor normal, como los de las parejas de novios, o como el mío por Carmela. ¿Pero qué amor es normal? En esa época podía yo hablar largo y tendido sobre el amor, la pasión y todo eso, ja ja. La única diferencia entre lo mío y lo suyo consistía en que mi Carmela era una mujer auténtica, de carne y hueso, mientras Carme Román no era más que una fantasía suya. Justo se había construido una imagen ideal de ella, una imagen a la medida de sus necesidades. Seguramente la seguía viendo tal como era nueve o diez años antes, cuando la estafó: una jovencita alegre e ingenua, una huérfana desvalida y necesitada de protección… ¿Y cómo corregir esa imagen de ella si en todo ese tiempo prácticamente no la había vuelto a ver? Después de aquella mañana en el hospital no volví a hacer bromas sobre los sentimientos de Justo ni sobre Carme Román. De hecho, prácticamente no volvimos a hablar de ella. Lo más probable es que el propio Justo hubiera olvidado todas las confidencias que me había hecho entre los delirios de la anestesia, aunque quién sabe. Las cosas, de todos modos, siguieron complicándose…

Habla Carme Román

En marzo de 1974 el tío Agustí sufrió la segunda angina de pecho, dice Carme Román. Por primera vez se planteó en casa la posibilidad de traspasar el negocio. Irene, casada con un empleado de la Olivetti y embarazada de su primer hijo, dedicaba cada vez menos tiempo a la papelería, y Enriqueta, que ya tenía novio pero aún no planes de boda, había anunciado su decisión de no continuar ella sola con el negocio familiar. Yo sobre eso no me había formado una opinión. ¿Me veía a mí misma vendiendo carpetas y plumieres el resto de mi vida? No, desde luego que no, pero tampoco me veía dando clases en un colegio, a pesar de que en casa se daba por sentado que al año siguiente, en cuanto terminara la carrera, empezaría a trabajar como profesora. Ante esa perspectiva, y aunque no hubiera motivos para precipitar las cosas, ¿cómo no empezar a plantearse lo del traspaso? Mi tío, el más reacio a los cambios, formulaba sentencias dignas de una sibila.

—Todo ocurrirá cuando tenga que ocurrir si realmente tiene que ocurrir —decía, y las demás interpretábamos que, enfermo o no, quería reservarse la última palabra.

El tío Agustí se recuperó con rapidez, y en cuanto el médico se lo autorizó volvió a trabajar en la tienda. Era como si nada hubiera pasado, pero había pasado algo, y era que el futuro (un futuro que de momento quedaba aplazado hasta que yo acabara mis estudios y Enriqueta decidiera qué hacer con su vida) se había instalado en nuestras mentes. Y en ese futuro no estaba ya la papelería, que en alguna medida había dejado de ser nuestra, como si por el simple hecho de imaginarla ajena hubiera empezado a serlo de verdad. Todo en la tienda adoptó un aire de provisionalidad que poco a poco acabó siendo de abandono: la interrupción temporal de los trabajos de imprenta se convirtió en definitiva, los desperfectos del mobiliario quedaban sin reparar, no hacíamos ya pedidos a largo plazo, en las estanterías destacaban los huecos de los artículos caros o de difícil salida que no parecía razonable reponer, cada vez respetábamos menos los horarios de apertura y cierre… La imprenta-papelería de mis tíos, que tanto me había fascinado, pasó en pocos meses a convertirse en una tienducha pobretona, sin personalidad ni encanto.

Sería un error atribuirlo todo a los problemas de salud del tío Agustí, dice Carme Román. A mis primas y a mí nos había llegado, ahora sí, el momento de vivir nuestras propias vidas, y la papelería era el residuo de algo hermoso pero anterior a nosotras y que en el fondo no nos incumbía. Irene tuvo su primer hijo y pocos meses después del parto volvería a quedarse embarazada. Enriqueta pasaba más tiempo en casa de su novio que en la de mis tíos, y tenían ya decidido mudarse a Mallorca y abrir un restaurante. En cuanto a mí, fue justo por esa época cuando, tras el inesperado éxito obtenido con Viejos tiempos de Harold Pinter, llegué a pensar seriamente en la posibilidad de dedicarme al teatro y profesionalizarme. Todas las grandes actrices habían empezado más o menos así, subiéndose a un escenario por el mero placer de actuar, y en algún momento se habían atrevido a dar el salto y consagrar su vida al teatro. ¿Por qué no iba a ser ése mi caso? Veía abrirse ante mí un futuro al mismo tiempo incierto y apasionante, y mi fantasía me sugería prometedoras imágenes de popularidad y prestigio. ¿Por qué será que en esos momentos te ves a ti misma desde la hipotética cumbre de tu carrera: recogiendo premios, cosechando aplausos…? ¿Por qué me resultaba tan fácil identificarme con las actrices que habían triunfado e ignorar a las muchas, muchísimas que habían quedado por el camino? Supongo que eso mismo les ocurre a todas las chicas que quieren ser actrices. Y seguramente está bien que así sea: sin esas fantasías de éxito, ¿cómo vas a tener fuerzas para recorrer el largo y difícil camino que tienes por delante? Sí, de esas fantasías se alimentan las vocaciones. El problema es que no sé si lo mío era auténtica vocación. Puede ser que sólo necesitara un cambio de vida, un cambio radical, definitivo, y que me aferrara al teatro porque era lo que tenía más a mano… Me daba la sensación de haber vivido siempre como un personaje secundario en las historias de los demás y de que entonces, por fin, podía empezar a protagonizar mi propia historia. La primera vez que había intentado vivir mi vida había sido cuando lo de El Catálogo Sorpresa, y había fracasado. Esta segunda vez no podía permitirme el fracaso. Cuando todavía estábamos representando Viejos tiempos asistí a un cursillo de técnicas para la relajación y el control de la respiración, y en julio a otro de expresión corporal, que entonces era lo más avanzado que había. Después, junto a dos amigas, frecuenté durante un par de meses a un actor retirado que enseñaba dicción y recitado de clásicos. Y mientras hacía quinto de carrera, aprovechando que la facultad estaba medio paralizada por huelgas y asambleas, intenté incluso aprender algunos rudimentos de canto y danza, algo para lo que no me sentía en absoluto dotada… La cuestión era aprender, prepararme. Al mismo tiempo, me mantenía atenta a los estrenos de la cartelera y trataba de no perderme ninguno. Con la gente de la compañía iba a ver las obras más vanguardistas y profundas: las de Bertolt Brecht, Edward Albee o Max Frisch. Con mis tíos veía las comedias, la mayoría mediocres, que entonces estaban de moda: las de Alfonso Paso, Álvaro de Laiglesia o Joaquín Calvo Sotelo. A ver el teatro clásico, el de Lope, el de Shakespeare, el de Molière, iba casi siempre sola, pero no porque a mis amigos o a mis tíos no les gustara, sino porque de algún modo sentía que esas obras no podía compartirlas con nadie, que me pertenecían más a mí que a los demás. Con la compañía estábamos ya preparando Ubu Rey, pero en mis ensoñaciones no me veía triunfando con un personaje de Jarry sino con uno de Chéjov: con cualquiera de las románticas y desdichadas protagonistas de Las tres hermanas, con la hermosa y resentida Elena de Tío Vania, con la seria y piadosa Varia de El jardín de los cerezos o, por encima de todas ellas, con Nina, la inmadura y entusiasta aspirante a actriz de La gaviota, un personaje que de hecho acabaría interpretando… Aún me acuerdo de algunas de sus frases: «Por la dicha de ser escritora o actriz, yo soportaría el desapego de mis allegados, la pobreza, las decepciones; viviría en un desván y sólo comería pan de centeno; padecería con la insatisfacción de mí misma, con mis imperfecciones… Pero, a cambio, exigiría gozar de la fama…, de una fama auténtica y clamorosa…». ¿Cómo no iba yo a fantasear con interpretar a un personaje así si Nina era igual que yo, una chica que soñaba con una vida distinta, superior, y que estaba dispuesta a cualquier sacrificio con tal de conseguirla?

Cuando terminé la carrera empecé a hacer suplencias en colegios privados, dice Carme Román. A veces eran de sólo un par de semanas, a veces de dos o tres meses, pero estaba claro que ya no podía ayudar en la papelería, de la que habían vuelto a ocuparse mis tíos, a la espera de que el traspaso se concretara. El día de la muerte de Franco estaba supliendo una baja por embarazo en el colegio de mi amiga Clara. Ella y su marido eran del PSUC, y esa noche me junté con ellos y con sus amigos y descorchamos unas cuantas botellas de champán. Lo hicimos, eso sí, procurando no alborotar demasiado, porque entonces no podías fiarte de los porteros ni de los vecinos. Yo también estaba contra la dictadura pero nunca milité en ninguna organización. Supongo que me faltaba valor. El simple hecho de que Clara me confiara de vez en cuando algunos boletines clandestinos bastaba para ponerme nerviosa. Tenía la sensación de que la policía, que a ella y a su marido jamás había conseguido pillarles, me iba a pillar precisamente a mí mientras escondía unos pocos boletines debajo de la cama o los echaba a un buzón… Sí, lo reconozco: para esas cosas siempre fui un poco cobarde. Y quizás por eso admiraba más lo que hacían Clara y sus amigos. Algunos de ellos, profesores, participaban en los encierros de los estudiantes a sabiendas de que se les podía abrir expediente y expulsar de la universidad. Para mí ése era el auténtico heroísmo: jugarte tu puesto de trabajo, tu bienestar, tu futuro por defender lo que crees justo. Al lado de lo que ellos arriesgaban, yo prácticamente no habría arriesgado nada participando en encierros y manifestaciones. Y sin embargo no participaba: ya he dicho que para esas cosas siempre fui bastante cobarde. Mi mayor contribución al antifranquismo fue acompañar a Clara a comprar garbanzos. Sé que no es mucho. Nosotras íbamos a la Boquería a comprar garbanzos, y luego otros, durante las manifestaciones, los esparcían por el suelo para que patinaran los caballos de la policía armada. ¡Me habría gustado ver a alguno de esos caballos resbalarse y brincar y patalear en el aire y derribar a su jinete, que seguramente caería de un modo algo ridículo, igual que caen los jinetes en los concursos hípicos! Ésas eran las armas de los estudiantes, los garbanzos, y con tan poca cosa hicieron mucho por cambiar España. Bueno, con los garbanzos y también con la razón y con la justicia, que estaban de su parte. Ojalá hubiera yo tenido valor para hacer algo más que ir al mercado a comprar garbanzos… Pero, en realidad, es que tampoco me sentía muy a gusto con los amigos de Clara. Se reunían con frecuencia para intercambiar libros y listas de libros, siempre libros sobre marxismo, sobre el Tercer Mundo, sobre el Ché, sobre Cuba, sobre América Latina, y cuando los comentaban me recordaban al cura de religión del colegio de Tarrasa, tan serio, tan solemne, tan ofendido por todo. Una vez, uno de ellos me dijo que lo que yo tenía que hacer era proletarizarme. Ésa fue exactamente la palabra que utilizó, y yo me quedé muy desconcertada. ¿Proletarizarme yo, que había perdido la casa y la familia, que vivía acogida en casa de unos parientes, que no tenía nada? ¿A qué más tendría que renunciar para proletarizarme?

Habla Mateo Moreno

La recuperación de Justo fue bastante lenta, dice Mateo Moreno. Hasta después de las navidades no estuvo en condiciones de caminar, por supuesto con muletas. Un día de mediados de enero cogí un coche de jefatura y pasé a buscarle. A la altura de Molins tomé el desvío hacia Vallirana. En una de las curvas hizo una seña hacia un terraplén. Era ahí donde había ido a parar cuando el accidente. Detuve el coche y salió a echar un vistazo. Se acercó al terraplén y dijo:

—Puede que fuera aquí pero también puede que no, era de noche…

—Venga, coño, que hace frío —dije, y volvió al coche.

Como no había cogido las muletas, los pocos pasos que dio los dio cojeando.

—Creo que los huesos no han soldado bien, se me ha quedado una pierna más corta que la otra… —dijo.

Lo dijo sin lamentarse, informando nada más. Entramos en el coche y arranqué. Los cristales se habían vuelto a empañar. Dijo:

—¿Te has preguntado cómo será el sitio en el que morirás, las cosas que verás por última vez?

—No, ni quiero —dije, pero él siguió:

—Ahora te compras un piso para casarte. Un piso de tu propiedad, puede que el piso definitivo, un piso para toda la vida… ¿Te das cuenta de que, cuando decidas en qué habitación poner el dormitorio, muy probablemente estarás eligiendo también el sitio en el que acabarás muriendo dentro de, no sé, cuarenta o cincuenta años…?

Le interrumpí, de mal humor:

—¿Te quieres callar, coño?

Se echó a reír. Dijo:

—Cruza todo el pueblo y luego te indico.

La casa era un disparate. Una parte con ventanas y la otra sin, una habitación gigantesca y las demás minúsculas… Y, desde luego, faltaba mucho para que estuviera terminada: no tenía tejado, el suelo era de cemento, algunos tabiques sólo llegaban hasta media altura, en el lugar de las puertas sólo había unos huecos sin marco. Todo seguía tal como había quedado la tarde del accidente: la carretilla con arena, las herramientas tiradas, los sacos apilados. Justo, apoyándose en una muleta, agarró una escoba y apartó el polvo de la entrada.

—No pensarás ponerte a trabajar… —dije.

Él siguió con lo suyo, e incluso se agachó para recoger unos sacos vacíos y tirarlos a un cubo.

—Espera al menos a estar bien, ¿no? —dije, pero Justo no parecía escucharme. Insistí—: Cuando estés bien, haz lo que quieras, pero ahora… ¡Ah, y conmigo no cuentes! ¡Yo no soy como el tarado aquel! ¡No tengo la menor intención de ayudarte!

Su actitud tenía algo, no sabría decir qué, que me desconcertaba y hasta me molestaba. En mis comentarios sólo había reticencia:

—Todo esto es ilegal, ¿verdad? Si no tienes licencia, no tendrás toma de agua ni vertidos ni luz. ¿Cómo piensas solucionarlo? ¿O es que te crees que basta con poner un grifo en la pared y el agua sale sola?

Justo seguía sin prestarme atención. Verdaderamente, daba la sensación de no escuchar nada de lo que le decía. Dije:

—Bueno, yo me meto en el coche, que me estoy quedando pajarito.

A través de los huecos de las ventanas le veía agacharse y barrer. ¿Por qué se empeñaba en limpiar algo que volvería a ensuciarse a la primera ráfaga de aire? Hice sonar varias veces el claxon, y Justo acabó dejándolo todo y entrando en el coche. Recorrimos los primeros kilómetros en silencio. Sólo cuando estábamos ya a punto de entrar en Barcelona le dije:

—Ya sé por qué me has hecho antes esa pregunta.

—¿Cuál?

—La del sitio en el que moriré, la de las cosas que veré por última vez…

Justo me miró con curiosidad, como preguntándose de qué demonios le estaba hablando. Dije:

—Quieres que ésa sea tu casa definitiva, ¿no? Estás construyendo la casa en la que te gustaría pasar el resto de tu vida. La casa en la que te harás viejo y morirás…

Él sonrió y soltó un bufido.

—Qué estupidez —dijo.

En cuanto empezó a sentirse con fuerzas, volvió a trabajar en la construcción de la casa, dice Mateo Moreno. Nunca le pregunté cómo iba hasta allí, pero supongo que en autobús de línea. Cojo, maltrecho, tiernas aún las cicatrices de la cara, con ese aspecto que tenía como de perro apaleado, seguramente cargado con un fardo de material o herramientas, me lo imagino esperando primero el autobús de Molins de Rei y después el de Vallirana, y no sé por qué me lo imagino sentado en un banco, solo, silencioso, con las solapas subidas y una nube de aliento saliéndole de la boca… En aquella época ya no quedábamos en el Sapporo. Si sabía que Justo iba a estar trabajando en la casa, me acercaba por allí a la caída de la tarde y le ahorraba el autobús de vuelta. La obra avanzaba despacio, muy despacio. Los tabiques iban poco a poco alcanzando la que debía ser su altura definitiva, pero el conjunto seguía transmitiendo la misma impresión de abandono y chapuza.

—¡No te quedes ahí!, ¡ayuda un poco! —me gritaba Justo cuando me veía llegar y permanecer dentro del coche.

Yo le hacía con la mano un gesto que quería decir: Que te lo has creído, a mí no me líes.

Una tarde vi a unos hombres descargar de una camioneta una docena de grandes vigas de madera de pino, lo que sin duda significaba que había llegado el momento de construir el techo. Ayudando a los hombres estaba Noel, el chico que me había llamado el día del accidente. Para mover cada una de esas vigas hacían falta tres hombres. O lo que es lo mismo: dos hombres, un tullido y un crío, ja ja. Luego los dos hombres se fueron en la camioneta, y las vigas quedaron alineadas a la entrada de la casa.

—Ya veremos cómo te las arreglas para colocarlas… —dije, y él asintió con la cabeza:

—Nos las arreglaremos, nos las arreglaremos.

Yo utilizaba el singular y él un plural que incluía al chico pero desde luego no a mí. La siguiente tarde que aparecí por allí, estaban tratando de colocar la jácena, la viga más grande y pesada, la que dividía las dos aguas del techo. Noel y Justo, encaramados al mismo lado del muro, intentaban con unas cuerdas tirar de un extremo de la jácena hacia arriba. Debían de haber tardado un buen rato sólo en llevarla hasta allí, y por su manera de respirar resultaba evidente que el esfuerzo los había agotado.

—¡Joder, cómo sois! —exclamé.

Les hice bajar. Les expliqué dónde tenía que ponerse cada uno y cuál era el movimiento que debíamos hacer entre los tres. En unos pocos minutos habíamos apoyado uno de los extremos en el lugar correspondiente. El chico volvió a subirse al muro. Su misión ahora era encajar ese extremo en su hueco mientras Justo y yo levantábamos el otro ayudándonos con unas cuerdas.

—¡Una, dos y tres!, ¡arriba! —grité, y la viga maestra quedó colocada en su sitio—. ¡Ahora sí!, ¡ahora sí que empieza a parecer una casa! —dije, aunque el aspecto general no era muy distinto.

A partir de esa tarde me acostumbré a echarles una mano. Les ayudé a colocar los listones del techo y a instalar la malla y a cubrirla con el estuco. Para terminar la cubierta sólo faltaba poner las tejas. Pero las tejas no llegaban porque a Justo se le había acabado el dinero.

—No pensarás que lo voy a pagar yo —dije.

—No te estoy pidiendo nada —dijo.

Al final le di dinero para las tejas, claro. Eso sí, no le ayudé a poner ni una, ja ja. Era como decirle: O pago o ayudo, pero las dos cosas no, ¡faltaría más! Y, cada vez que iba por la casa, allí estaban Justo y el chico, subidos al tejado, colocando las tejas con la misma concentración con que montarían un puzzle. De vez en cuando, Justo, que en presencia del chico era mucho más hablador de lo habitual, contaba alguna historia de su infancia en el pueblo. Me acuerdo de una que contó sobre una mula moribunda. Por lo visto, en su pueblo arrojaban siempre los cadáveres de las bestias en el mismo sitio, una especie de cementerio de animales. Pero aquella mula aún no había muerto. Los críos del pueblo siguieron a la mula y al dueño de la mula y, cuando llegaron al lugar, vieron cómo el hombre le golpeaba con un hierro las patas hasta rompérselas. De lo que se trataba era de que se quedara allí tumbada, entre los restos de osamentas, y nunca volviera a levantarse. Luego el hombre y los críos se marcharon. Pero Justo volvió. Los buitres estaban ya sobrevolando la zona, y Justo había decidido hacer compañía al animal mientras agonizaba.

—¿Por qué le cuentas esas cosas al chico? —le interrumpí, pero él siguió hablando:

—Mientras yo estuviera delante, los buitres no se acercarían. No quería que se la comieran viva, ¿entiendes, Noel? Miraba los ojos abiertos, casi humanos, de la mula, que parecía que me daban las gracias por estar allí, y tenía claro que no era decente abandonarla así…

—¡Que no le cuentes esas cosas! —volví a decir, y él terminó su historia:

—Luego la mula dio un respingo, un respingo largo, como cuando te desperezas, y su mirada dejó de ser humana para ser la mirada de un animal muerto. Y entonces sí. Entonces sí que me marché y dejé que los buitres bajaran a comérsela…

Uno de esos días propuse a Justo que se fuera a pasar una temporada al extranjero, dice Mateo Moreno. Yo me encargaría de conseguirle el pasaporte y hablaría con el comisario para que, al menos durante un tiempo, no le retirara la asignación. Él me observó con incredulidad y dijo:

—¿Por qué tendría que irme?, ¿tú crees que estoy construyendo esta casa para irme a vivir al extranjero?

Dije:

—No te hablo de la casa. Te hablo de ti. Están cambiando muchas cosas, y tal vez te convendría alejarte una temporada…

Era verdad que, tras la muerte de Franco, estaban cambiando muchas cosas. También en jefatura, a la que había llegado un comisario nuevo, Landa. Si en Vía Layetana había gente especializada en comunismo, anarquismo, separatismo, etcétera, Landa se estaba especializando en la ultraderecha, pero no para reprimirla sino para organizarla. Landa era un navarro de huesos grandes y voz poderosa, con un bigote a la mexicana y el pelo demasiado largo para ser policía. Venía de Valencia y tenía fama de duro, lo que entre nosotros quería decir que era una mala bestia. Durante unas semanas colaboré un poco con él, pero cuando me ofreció formar parte de su equipo preferí seguir con Revuelta. Si de éste me fiaba poco, de aquél aún menos. No puedo asegurar cuál de los dos estaba detrás del asunto de los carteles, pero muy bien podría ser que estuvieran los dos. La cosa es que un día aparecieron por toda la ciudad los carteles esos que acusaban a Justo de chivato. ¿Quién había puesto aquellos carteles? Sin duda, cualquiera de las muchas organizaciones clandestinas que se estaban preparando para pasar a la legalidad. Pero lo importante no era quién había pegado los carteles sino quién los había inspirado, quién estaba detrás. En cuanto los vi pensé que la información había salido de Revuelta. Era una de sus jugadas típicas: ofrecer una pieza menor para asegurar su posición y ponerse a buenas con quien fuera, descargarse de responsabilidad entregando como cabeza de turco a un confidente que a esas alturas le servía ya de muy poco… ¡Qué gran cabrón! ¡Ese hombre era capaz de vender a su propia madre con tal de salvar el pellejo!

La siguiente vez que fui por Vallirana la obra volvía a estar parada, dice Mateo Moreno. Pero ahora parecía parada de verdad. Justo estaba apoyado en la carretilla. Con unos restos de tablas y cartones había encendido un pequeño fuego, en el que asaba unos chorizos. Me hizo un gesto seco de bienvenida. Busqué un sitio donde sentarme y agarré la barra de pan para preparar dos bocadillos. Hice algún comentario acerca del tejado, que estaba ya terminado, pero él no dijo nada. Nos comimos los bocadillos en silencio. Estaba claro que había visto los carteles. Eso significaba, por decirlo de algún modo, el final de su colaboración con la Brigada.

—Los dos sabíamos que esto tenía que ocurrir —dijo sin venir a cuento.

Se levantó y pisoteó las últimas brasas. Yo seguía sentado.

—Cuando quieras nos vamos —dijo.

Parecía tranquilo, pero de repente agarró un ladrillo y lo estrelló con fuerza contra la fachada de la casa. Luego hizo lo mismo con varios ladrillos más, sin parar en ningún momento de blasfemar.

—¿A ti qué te pasa?, ¿te has vuelto loco? —le grité.

Justo lanzó un último ladrillo, que entró por el hueco de la puerta y fue a chocar contra una de las paredes interiores.

—¡Tanto esfuerzo para qué! —exclamó, rabioso.

Fui hacia él e intenté calmarle. Dije:

—Hablaré con el comisario. Puede que aún te dé algo de dinero. Vete de España y empieza una nueva vida. En el fondo, lo que ha ocurrido tal vez sea lo mejor para ti. ¿Que no quieres salir de España? Pues acaba esta casa y vente a vivir aquí. En el pueblo nadie te conoce…

Justo se me encaró, agresivo.

—¡No has entendido nada! —gritó.

—¿Qué es lo que tengo que entender? —dije y, mientras lo decía, comprendí que se refería a Carme Román.

Seguro que habían pegado carteles por Tallers, por Pelayo, por plaza Universidad. Seguro que Carme Román había visto la foto de Justo y le había reconocido. Oímos entonces un sonido de pasos y vimos venir a Noel, que debía de haber oído el ruido desde su casa.

—¡Vete, Noel!, ¡es tarde! —gritó Justo.

El chico se paró, indeciso.

—¿No me estás oyendo?, ¡te digo que te vayas! —volvió a gritar Justo.

Noel, intimidado, se alejó unos metros. Pero no llegó a irse del todo porque en ese momento Justo agarró con rabia el pico y descargó unos fuertes golpes contra la pared de la casa. Estaba fuera de sí y parecía decidido a derribarla.

—¡Ya basta, hombre!, ¡ya basta! —dije, pero él aún dio un nuevo golpe, fortísimo, que abrió en la pared una grieta vertical.

Agarré el mango del pico y traté de arrancárselo de las manos. Estuvimos unos segundos forcejeando. Dije:

—¡Eres un ingenuo! ¿De verdad pensabas que algún día Carme Román querría venirse a vivir contigo en esta casa? ¿De verdad lo pensabas? ¡Qué estupidez, construir esta casa para ella! ¡Qué estupidez y qué ingenuidad!

Justo me miró con odio, y por un momento estuvimos a punto de agredirnos. Si no lo hicimos, creo que fue sólo porque Noel estaba delante. Al final nos apartamos el uno del otro dándonos un empujón. Lancé el pico a la carretilla. Justo, ya sin gritar, dijo:

—Lárgate. Métete en el coche y lárgate.

Habla Carme Román

A principios del 76, mi tío consiguió traspasar la papelería, dice Carme Román. El día que nos reunió a todas para decírnoslo, tuve la sensación de que una etapa de mi vida quedaba definitivamente atrás. A punto de cumplir treinta años, sin nada que de verdad me perteneciera, sin una situación laboral estabilizada, sin más afectos que los que me proporcionaban mis esporádicos amoríos, perdía para siempre esa firme referencia que había sido la tienda, y ya sólo me quedaban el apoyo de una familia cada vez más dispersa y, sobre todo, mi vocación de actriz. En el montaje que estábamos preparando de Ubu Rey, una obra con tantos personajes pero tan pocos femeninos, ni siquiera había un papel para mí y, disfrazada de músico húngaro con un abrigo enorme y una espada, hacía de capitán Bordura. Supongo que eso influyó para que el proyecto no me entusiasmara. Pero es que, en realidad, no era ése el teatro que a mí me gustaba. Me aburrían las discusiones de mis compañeros acerca de la búsqueda de nuevas formas de expresión y, cuando todos condenaban con vehemencia los convencionalismos sociales y la cultura establecida, yo me preguntaba si también en su momento Chéjov habría pretendido algo similar. Siendo como eran estrictamente contemporáneos, ¡qué poco revolucionario y qué poco vanguardista parecía Chéjov al lado de Jarry! Pero a mí el que me interesaba era Chéjov, no Jarry, aunque por supuesto, temerosa de que alguien me acusara de defender los valores pequeñoburgueses o algo así, me guardaba mis dudas y reflexiones para mí… Sentía, pues, muy poco apego por aquel Ubu, y a pesar de todo acudía disciplinadamente a los ensayos y, a la espera de otra oportunidad, trataba de dar lo mejor de mí misma.

Precisamente a la salida de uno de los ensayos se produjo aquel extraño encuentro con Justo Gil, dice Carme Román. Seguíamos reuniéndonos en el local de siempre, una sala cedida por el decanato de Letras. Como la facultad se cerraba en cuanto acababan las clases de nocturno, lo normal era que si nos retrasábamos un poco nos encontráramos cerrada la puerta principal. Entonces el vigilante nos hacía salir por la puerta de atrás, la del jardín, que daba a la confluencia de Diputación con Enrique Granados. Allí encendíamos el último cigarrillo y nos despedíamos hasta el día siguiente. Unos se iban por Enrique Granados, otros hacia Muntaner o hacia Balmes. Los tres o cuatro que íbamos hacia Balmes pasábamos junto a los puestos cerrados del mercadillo de libros y nos separábamos al llegar a la esquina: los otros seguían por Diputación, yo bajaba por Balmes. Esa noche, al pasar por el mercadillo de libros, que era la zona más oscura de la calle, sentí que alguien nos vigilaba. Era una sensación extraña, como cuando te vuelves sin motivo y descubres a alguien mirándote con atención. En la esquina con Balmes pregunté a los demás adónde iban y dijeron que adónde iban a ir un lunes a esas horas. Se fueron. Miré a mi alrededor y no había nadie cerca. Eché a andar hacia la Gran Vía, y luego crucé Pelayo para meterme por Jovellanos. Un poco antes de la esquina con Tallers me volví, y unos quince metros por detrás de mí había un hombre con aspecto de mendigo. Poco después noté que algo o alguien me tocaba el brazo. Solté un grito de terror y apreté el paso.

—No te asustes, no te asustes… —imploró una voz a mis espaldas.

La calle Jovellanos estaba a oscuras, y yo me sentía como en una de esas pesadillas en las que avanzas directamente hacia un precipicio y, por mucho que te esfuerzas, no puedes parar ni desviarte.

—¿Qué quiere?, ¡váyase!, ¡no llevo dinero encima!, ¿me ha oído?, ¡no llevo nada…! —dije sin volverme del todo, y la voz dijo:

—No, Carme, por favor, no te asustes…

Entonces sí que me volví.

—¿Por qué sabe mi nombre?, ¿quién es usted? —dije, porque no resultaba fácil reconocer a Justo Gil en aquel hombre desmejorado y renqueante.

Me detuve y me alcanzó. Al darme cuenta de quién era, tuve de verdad la sensación de estar dentro de una pesadilla. Una pesadilla de la que no había manera de salir. Las frases que entonces pronunció Justo me parecieron inconexas. Hablaba de no sé qué carteles que según él yo tenía que haber visto. Insistía mucho en lo de los carteles y me decía que necesitaba hablar conmigo y que había un montón de cosas que tenía que explicarme… Yo le entendía sólo a medias porque estaba a punto de desmayarme. Recuerdo que Justo hizo un gesto hacia Tallers. En la esquina de enfrente estaba, con la persiana ya a medio bajar, el Céntrico.

—¿Sigues viniendo? —me preguntó—, ¿te acuerdas de la cantidad de tardes que pasamos juntos aquí…?

Pero yo ya no oía su voz, o la oía distorsionada, como cuando los niños hablan a través de un tubo. Di unos pasos en dirección a Tallers. Le advertí:

—¡No me sigas, no se te ocurra seguirme o me pondré a gritar…!

De hecho, se lo debí de decir ya gritando, porque algunos de los clientes del Céntrico salieron a ver qué ocurría y Justo volvió a adoptar el tono suplicante del principio.

—Necesito hablar contigo, sólo quiero saber que ya no me odias, me gustaría tanto que volviéramos a ser amigos… —le oía farfullar, y yo me tapaba los oídos y sacudía la cabeza, porque no podía soportar el sonido de su voz.

Entonces aparecieron de no se sabe dónde unos jóvenes, que me preguntaron:

—¿Te está molestando?, ¿te encuentras bien?, ¿quieres sentarte un momento…?

Y aquí recuerdo que me faltaba aire para respirar y lo siguiente ya era el portal de casa, la escalera, mi habitación, mi cama… Y las lágrimas, por supuesto, unas lágrimas que me sabía incapaz de contener. ¡Ay, con qué dureza me estaba tratando la vida! Porque para mí aquello fue como una señal del destino, una señal que el destino me enviaba para decirme que el pasado me perseguiría siempre y que nunca podría desembarazarme de él. Que toda la vida me estaría aguardando. Que el día menos pensado volvería a asaltarme en otra calle oscura u otra esquina… ¡Precisamente cuando estaba tratando de estrenar mi nueva vida, el destino se encargaba de recordarme que jamás conseguiría eliminar lo peor de mi vida anterior…!

Habla Mateo Moreno

Puede decirse que esa tarde en Vallirana acabó mi relación con él, dice Mateo Moreno. Nuestra amistad, o lo que fuera, había quedado muy maltrecha después de aquello, y como colaborador, sencillamente, ya no me servía. De hecho, tardé bastante en volver a saber de él. Un día del mes de julio, de vuelta de un viaje a Lérida, tuve que pasar junto al desvío que llevaba a Vallirana, y en el último segundo, casi sin pensármelo, di un volantazo para tomarlo. La construcción seguía exactamente como la había visto la última vez, y la única novedad eran los hierbajos que, como en todas las casas abandonadas, habían empezado a crecer entre las grietas del suelo. Arranqué sin llegar siquiera a salir del coche, e intenté no darle más vueltas: hay mucha gente que, igual que entra en tu vida sin anunciarse, sale de ella sin dejar rastro. Aquel verano fue el de los preparativos de boda. Aunque el piso tenía que estar terminado en primavera, el constructor no nos entregó las llaves hasta la última semana de julio. Las dos semanas que Carmela y yo nos cogimos de vacaciones en agosto las dedicamos a comprar los muebles, elegir el restaurante para el banquete, hacer la lista de invitados… Por parte de Carmela, entre familiares y amigos, había más de ochenta personas. Por mi parte no llegaban a la veintena, y entre ellos había varios compañeros de jefatura que ni siquiera podían considerarse verdaderos amigos. Me planteé la posibilidad de incluir a Justo. Si iba a invitar al comisario Landa, al que casi no había tratado, ¿cómo no invitar a Justo, con el que había llegado a unirme cierta amistad? Carmela, sin embargo, pensaba que Justo no era trigo limpio, y acabé tachando su nombre. El día en que Landa recibió la invitación me llamó a su despacho para darme la enhorabuena. Cuando ya estábamos despidiéndonos, me dijo:

—Por cierto, ¿de dónde sacaste al Rata? Supongo que sabes que está colaborando conmigo…

—No tenía ni idea —dije, tratando de ocultar mi sorpresa, y él agitó la cabeza y dijo:

—Tiene huevos el tío. No se equivocaba Revuelta cuando me lo recomendó. Lo dicho, Moreno. Enhorabuena otra vez…

De aquel despacho salí profundamente contrariado. Lo poco que sabía del trabajo de Landa era que había recurrido a gente ajena a la estructura policial para coordinar a los grupos ultraderechistas de lo que se llamaba acción directa. ¿Qué coño pintaba Justo en todo eso? Fue entonces cuando empecé a sospechar que también Landa, como Revuelta, estaba detrás de lo de los carteles. Si lo que ambos querían era utilizarlo para esas otras actividades, ¿qué mejor que quemarlo por completo como confidente, encerrarlo en un callejón sin salida, no dejarle otra alternativa que ponerse al servicio de Landa? Pobre diablo…, pensé, pero tampoco le di muchas vueltas más. Ya he dicho que en la vida hay mucha gente que entra y sale así como así.