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Habla Carme Román

Mi prima Lali logró matarse al tercer intento, dice Carme Román. La primera vez lo había probado con el cuchillo de cocina, y la segunda tomándose un bote de somníferos. La tercera vez subió directamente a la azotea de la calle Tallers y se tiró. Pero los intentos no eran seguidos. Entre el primero y el segundo pasaron dos años y medio, y entre el segundo y el tercero un año más, y en esos períodos parecía que mejoraba y que recuperaba las ganas de vivir. Y luego, cuando menos nos lo esperábamos, volvía a hacerlo. Esa mañana les tocaba a ella y a Irene abrir la papelería. Normalmente nos lo repartíamos así: un día abríamos Enriqueta y yo y otro día Lali e Irene, y más tarde llegaban la tía Josefa o el tío Agustí o los dos. Yo, después del fracaso de El Catálogo Sorpresa, había renunciado al sueño de establecerme por mi cuenta, y seguía viviendo en casa de mis tíos y ayudándoles en la tienda. Lo que más tarde supimos por Irene fue que, como a esas horas no había clientes, estuvieron un rato limpiando y charlando como si tal cosa, y que luego Lali fue a buscar la correspondencia al buzón del portal contiguo y ya nunca se la volvió a ver con vida. Lo siguiente fue el estruendo del golpe contra el techo de un coche aparcado y los gritos de los transeúntes y el pitido insistente del silbato de un guardia y… ¿Qué ocurrió en la cabeza de Lali? ¿Qué es lo que hace que, en sólo un momento, una persona pase de estar alegre y normal a matarse lanzándose al vacío? La tienda tenía una puertecita que comunicaba con el portal de al lado, donde teníamos el buzón, y cada vez que yo iba a buscar la correspondencia me acordaba de ella y me hacía esas preguntas. Me veía a mí misma con el buzón abierto y el llavero colgando de la cerradura y las cartas aún dentro (así estaban cuando se suicidó), y la mirada se me iba hacia las escaleras por las que mi prima había subido aquella mañana. Lali había renunciado a recoger el correo y empezado a subir los escalones, y había subido a un piso y luego a otro y a otro sin encontrarse con ninguno de los vecinos de ninguno de los seis pisos, y había llegado hasta la azotea (cuya puerta solía quedarse abierta cuando alguien había acudido a tender) y se había agachado para cruzar las tres líneas de sábanas tendidas, y se había encaramado a la barandilla y se había tirado. ¿Qué había pasado por su cabeza para que la pequeña operación de meter la llave en la cerradura del buzón la hubiera empujado a acabar con todo? ¿Y cómo era posible que esa decisión suya de acabar con todo hubiera resistido a todas las pequeñas operaciones siguientes e incluso se hubiera fortalecido con ellas? Seis pisos son muchos pisos y entre ellos hay muchos escalones, muchas ocasiones para reconsiderar o rectificar… Cuando Irene oyó el golpe y los gritos y los pitidos, salió a la calle y vio el cuerpo desmadejado de Lali, que había quedado medio atrapado entre el bordillo y las ruedas del 850 Coupé sobre el que había rebotado. En medio de un ataque de histeria llamó a casa para dar la noticia. El tío Agustí había salido para hacer gestiones, así que cuando llegó no sabía nada y nosotras llevábamos ya un rato allí. Recuerdo como si fuera ahora el momento en que le vimos aparecer por la esquina de la calle Gravina. Venía fumando, como siempre, y al ver el coche de policía y el corro de curiosos tiró el cigarrillo e hizo un gesto de perplejidad. Pero luego nos vio a nosotras, y para comprenderlo todo no tuvo necesidad de ver el cadáver de su hija, que estaba ya cubierto con una manta. Entonces se paró en seco y se apoyó en la pared y fue poco a poco resbalándose hasta quedar acurrucado en el suelo, y la tía Josefa echó a correr hacia él llorando y gritando:

—¡Lali, nuestra niña, nuestra pequeña Lali…!

Habían pasado cuatro años desde la muerte de Germán, su novio, y puede que ya ni siquiera tuviera que ver con eso, dice Carme Román. Sencillamente, Lali se había matado porque se había matado, como se matan casi todos los suicidas. Sólo porque había algo dentro de ella que no funcionaba, porque llevaba todo ese tiempo desequilibrada, enferma. Para encontrar algún consuelo teníamos que aceptar su muerte como se aceptan las catástrofes naturales, algo que escapa a nuestro control y no podemos ni predecir ni evitar. Yo de eso sabía mucho, porque así era como había aceptado la muerte de mis padres y mi hermano en las inundaciones. Pero cada uno es como es, y el tío Agustí no parecía dispuesto a admitir que el destino de su familia se hubiera torcido así como así. Primero había sido lo de mi familia (en realidad, las hermanas eran mi madre y mi tía), después lo de Germán, más tarde mi fracaso con la venta por correo, ahora esto… Una cadena de desgracias que no nos daban descanso, una maldición que había que atajar de algún modo. El tío Agustí necesitaba encontrar una causa, un culpable sobre el que descargar todo el peso de su rabia y su dolor, y de una manera irracional y yo diría que desesperada creyó hallarlo en la figura de Justo, el oscuro socio de mi desdichada aventura empresarial. Hay que decir que, desde su desaparición en el otoño del 66, no habíamos parado de recibir en la tienda reclamaciones de compradores que se sentían burlados o insatisfechos y de proveedores que no habían cobrado. En mi ingenuidad, había aceptado en su momento que Justo pusiera como razón social la papelería de mis tíos, y de la documentación se deducía que yo (¡qué incauta fui!) había contraído algún tipo de responsabilidad civil. Así pues, todas las reclamaciones llegaban a la papelería y todas estaban dirigidas a mí, una chica entonces de veinte años, una menor por tanto, sujeta a la tutela de mi tío Agustí. Éste, al principio, intentó parar los golpes negociando con unos y con otros, comprometiéndose a saldar deudas si se nos concedían aplazamientos o facilidades de pago. Pero no tardamos en descubrir que el volumen de impagados era desorbitado, desde luego muy superior a lo que cualquiera habría podido imaginar, y cada vez que nos llegaba un nuevo requerimiento mi tío, sin pronunciar palabra, me lanzaba una larga mirada de reprobación. Yo estaba desolada. Me acordaba de mis encuentros con Justo en el Céntrico, de los libros de contabilidad con las columnas de ingresos repletas de anotaciones, de las previsiones de Justo acerca de posibles repartos de beneficios, del candor con que me había apresurado a renunciar a mi sueldo (con el fin, según él, de capitalizar la empresa) o a poner mis ahorros a su disposición… ¡Una simple y vulgar estafa! ¡Qué idiota había sido dejándome engañar!

El tío Agustí tenía un amigo abogado que no le cobraba las consultas, dice Carme Román. El despacho estaba en un principal de la calle Balmes. Nosotros esperábamos en una salita pequeña y, aunque fingíamos no darnos cuenta, la secretaria tenía órdenes de hacer pasar antes a los clientes que habían llegado más tarde. El abogado era un hombrecito arrugado con cara de pájaro que se apellidaba Ros. Trataba a mi tío con condescendencia. Le decía:

A veure, Agustí, a ver en qué lío me quieres meter ahora…

En cada visita nos pedía papeles y más papeles y, cuando se los llevábamos, sacudía la cabeza y decía:

—Qué mala pinta tiene esto, Agustí, qué mala pinta…

Para mí esos ratos pasados en el despacho del abogado eran muy amargos, pero supongo que formaban parte de mi penitencia, y mi tío no quería ahorrármelos. El señor Ros llegaba siempre a la misma conclusión:

A veure, Agustí, yo si quieres te llevo el caso. Y seguramente lo ganaríamos. Pero no creo que a ese pillo puedas sacarle un duro. Así que no te merece la pena meterte en pleitos. Yo tendría que cobrarte mi trabajo, y no sabes tú cómo son las normas colegiales. Te lo digo como amigo, Agustí: te va a salir más barato pagar…

En su manera de tratar a mi tío había siempre algo humillante, ofensivo, y no resultaba difícil imaginárselo haciendo a su secretaria algún comentario desdeñoso del tipo: ¡Ya está aquí el pelmazo ese! Y es probable que mi tío fuera particularmente terco e insistente. Durante los meses siguientes a la espantada de Justo fuimos a ese despacho al menos media docena de veces, y el tío Agustí salía siempre de allí resignado y vencido. Todo cambió de golpe tras la muerte de Lali. Llegó a la papelería una nueva reclamación, la enésima, y el tío me ordenó que me pusiera el impermeable y le siguiera. Nos presentamos en el despacho del abogado. En esa ocasión ni había llamado para anunciar nuestra visita ni toleró que otros clientes se nos colaran.

—Dígale al señor Ros que es urgente —dijo a la secretaria.

Algo había cambiado en el corazón de mi tío. Tenía ahora una autoridad que yo nunca había percibido en él, no al menos en aquel despacho. La secretaria nos hizo pasar. El tío Agustí tomó asiento sin esperar a que nadie se lo ofreciera y dijo:

—Estoy decidido. Vamos a por ese sinvergüenza, cueste lo que cueste.

Yo todavía no había tenido tiempo ni de sentarme, y vi al abogado mirar a mi tío con curiosidad y, por primera vez, con respeto. Y eso me gustó. El tío Agustí, que sólo conocía a Justo de sus esporádicos tratos comerciales, le había hecho responsable de todos nuestros males. El proceso podía salirle carísimo y acabar siendo improductivo, y sin embargo no parecía importarle. Lo que él buscaba era, sí, una victoria judicial, pero sobre todo un resarcimiento moral. Algo así como que el universo hiciera una declaración formal del tipo: Ya está, Agustí, quedas liberado de toda responsabilidad, no tienes la culpa de ninguna de tus desdichas… De ahí que aquélla fuera la última vez que me ordenó que le acompañara al abogado. A partir de ese momento, todas las visitas que hizo al despacho del señor Ros (fueran pocas o muchas, pero muy probablemente fueron muchas) las hizo él solo. Aquello ya no era un asunto que tuviera que ver conmigo ni con El Catálogo Sorpresa. Aquello era un litigio entre él y el destino. Para él, derrotar a Justo en un juzgado tenía algo de misión suprema. Como suele decirse, se había jurado hundirle aunque fuera la última cosa que hiciera en su vida. Y tal vez él creyera de verdad que iba a ser la última cosa, porque por esas fechas ya había empezado a tener problemas con las coronarias. Nadie en casa lo sabía, ni siquiera la tía Josefa, a la que ocultaba sus visitas al cardiólogo. Seguía durmiendo poco y fumando mucho y llevando la misma vida de siempre, y a veces, como cuando había que cargar pesos o subir escaleras, alardeaba de una buena salud que no tenía. Lo de sus coronarias no lo descubrimos hasta bastante después, y lo descubrimos porque a alguna de nosotras se le ocurrió echar un vistazo al prospecto de sus pastillas (Natirose), que no prevenían la acidez de estómago (como él decía) sino las anginas de pecho. Pero ya digo que eso lo supimos más tarde, en el 69 o el 70, en todo caso unos meses antes del juicio. El tío Agustí tendría entonces unos sesenta años. Achacoso como estaba, debía de notar la proximidad de la muerte, y seguramente se había propuesto irse de este mundo dejando sus cosas en orden y el asunto de Justo arreglado. No descarto que ese asunto le diera vida y energías al mismo tiempo que se las exigía. De hecho, su primera crisis cardíaca no le sobrevendría hasta después de la sentencia, como si su débil organismo, que tan bien había aguantado una tensión prolongada, hubiera relajado de golpe sus defensas y se hubiera venido abajo. Entre tanto, yo había permanecido completamente ajena al proceso. El tío Agustí nunca hablaba de sus visitas al abogado ni de la preparación del caso ni de las diligencias en curso, y todo aquello me había comenzado a parecer lejano, como si hubieran pasado muchos años desde la desaparición de Justo y tuvieran que pasar muchos más para la resolución judicial. Tras el suicidio de Lali, la tía Josefa dedicaba poco tiempo a la tienda, así que ahora sólo estábamos Irene, Enriqueta y yo para atender a los clientes. No me quedaban demasiados ratos libres, y las pocas tardes que podía salir entre semana quedaba con Clara para mirar los escaparates de la Puerta del Ángel y merendar en alguna granja de la calle Petritxol. Clara había terminado la carrera con buenas calificaciones y empezado a dar clases en un colegio, y tenía un novio aparejador al que reservaba los paseos del fin de semana. A veces, por divertirnos, nos hacíamos fotos juntas en un fotomatón que había en el metro de Atarazanas. Entonces los fotomatones eran todavía una novedad, y la gente se paraba a mirar y hacía comentarios cuando las fotos aparecían, todavía húmedas, por el dispensador. Para todos esos desconocidos, las vidas de esas dos jovencitas risueñas y gesticulantes que salían en las fotografías no debían de ser muy distintas. Pero lo eran. Clara estaba viviendo la vida que le tocaba vivir y yo no. Yo estaba viviendo una vida que no era la mía, y sabía que lo más parecido a lo que habría podido ser mi otra vida, la auténtica, era la vida de Clara. Como Clara, yo tendría que tener un título universitario y dar clases en un colegio de monjas, y tendría que vivir todavía en casa de mis padres en Tarrasa y coger todos los días el tren para ir al trabajo, y tendría que tener un novio al que reservarle los fines de semana… Cuando estaba con Clara me reprochaba a mí misma no haber tenido la disciplina ni la paciencia necesarias para ir sacándome por libre la licenciatura, y al mismo tiempo me lo disculpaba: ¿cómo podía ser tan egoísta como para pensar sólo en mí, en mi propia conveniencia, en mi porvenir, con todos los problemas por los que habíamos pasado en casa de mis tíos?

Una tarde cogí el tren en la plaza de Cataluña y me planté en Tarrasa, dice Carme Román. Aquel lugar sólo me traía recuerdos tristes. Hacía tres o cuatro años que no iba por allí, pero esa tarde me apetecía volver. Quién sabe si lo que de verdad me apetecía era estar triste. Di un paseo por la Rambla y, como no tenía que hacer nada en particular, me acerqué al que había sido mi barrio. De mi casa y de las otras casas y de la catástrofe que lo había arrasado todo no quedaba ni rastro, y lejos del cauce del río estaban levantando nuevos bloques de viviendas. ¿Qué me ligaba a esa ciudad? Muy poca cosa: sólo los recuerdos y las tumbas de los míos. Casi sin proponérmelo, acabé encaminándome hacia el cementerio. De los días posteriores a la tragedia conservaba unos recuerdos desvaídos. Mis tíos me habían ahorrado los trámites más dolorosos, como la identificación de los cadáveres, y en mi memoria prácticamente había un vacío entre mi llegada a Barcelona y mi regreso a Tarrasa para el funeral, casi una semana después. Y también el funeral y el entierro los recordaba confusamente. Los tres féretros iguales delante del altar, el cura pronunciando un sermón que me conmovió e hizo llorar, mi tía Josefa llevándome de la mano por las calles del cementerio, mis compañeras de colegio abrazándome llorosas… Curiosamente, siempre he guardado un recuerdo muy vivo de la ropa que llevaba puesta: los zapatos eran de Enriqueta (la única de mis primas que calzaba el treinta y ocho), la falda gris y la blusa de Lali, la chaqueta de Irene. Ropa prestada, ropa no mía, como también era prestada y tampoco era mía la vida que estaba empezando a vivir… Siete años después del entierro, era la primera vez que visitaba el cementerio, y volvían a mí sensaciones que creía olvidadas: un olor como a flores rancias y tierra mojada, un escalofrío recorriéndome la espalda, un rastro de sequedad en la garganta… Todo eso, que había sentido el día del entierro, volvía a sentirlo entonces, mientras me acercaba al muro en el que estaban los nichos de mis padres y mi hermano. Me detuve y leí en voz baja sus nombres completos y sus fechas de nacimiento y defunción. Luego sacudí con el pañuelo el polvo de los nichos y lamenté no haber comprado unas tristes flores para adornarlos. Y me hice a mí misma una promesa. Me prometí ser la persona que habría debido ser, o al menos intentarlo.

Un día, el tío Agustí apareció exultante porque el abogado acababa de decirle que Justo había sido localizado por la policía, dice Carme Román.

—Ese sinvergüenza no se irá de rositas —decía mi tío, frotándose las palmas de las manos.

Yo ni siquiera sabía que Justo no se había presentado a prestar declaración y que el juez había ordenado su búsqueda. Ni lo sabía ni en el fondo me importaba demasiado, tan ajena me sentía ya a todo aquel embrollo. La noticia de la localización de Justo tuvo un efecto inmediato: de repente fui consciente de que el reloj seguía en marcha, de que la cuenta atrás nunca se había detenido y cada vez faltaba menos para la celebración del juicio. Y durante el juicio mi antiguo socio y yo volveríamos a estar frente a frente. La perspectiva del reencuentro me inquietaba. Si por un lado quería que se le ajustaran las cuentas a ese hombre, por otro habría preferido olvidarme de todo. De no haber sido por mi tío, seguro que lo habría dejado correr, y al menos me habría ahorrado el mal trago de tener que verle nuevamente la cara. Por aquellas fechas, la maquinaria judicial, tan lenta durante tantos meses, se había puesto definitivamente en movimiento, y cada pocos días el tío Agustí llegaba con alguna novedad. Unas veces anunciaba que ya se había realizado esta o aquella diligencia, otra vez que ya teníamos fecha para la vista oral, otra que el abogado quería hablar conmigo… Al despacho del señor Ros acudí con la secreta esperanza de que me dijera: He pensado, señorita, que no hace falta que usted asista al juicio. Pero no fue así. Al contrario: si me había convocado había sido para darme instrucciones, para decirme lo que tenía que contestar cuando él me preguntara y lo que de ningún modo debía decir en caso de que el abogado contrario se dirigiera a mí.

La vista se celebró en marzo, muy pocos días después de mi vigésimo tercer cumpleaños, dice Carme Román. Tenía elegido el vestuario desde hacía semanas: traje de chaqueta negro, blusa estampada, medias oscuras, zapatos de tacón alto. Se trataba sobre todo de causar buena impresión al juez, pero además deseaba sentirme guapa y elegante, no sólo porque aquélla era una ocasión muy especial sino también porque no quería correr el riesgo de perder el aplomo y la confianza. Con el abogado habíamos quedado a la entrada del edificio. Subimos escaleras, recorrimos pasillos, nos sentamos a esperar. Era un lugar desangelado. Si no fuera porque había policías, habría podido parecer el área de espera de las urgencias de cualquier hospital. La gente mataba el rato yendo de la pared a la ventana y fumando. Busqué a Justo con la mirada pero no le vi, y por unos momentos quise creer que no se presentaría. Un funcionario aparecía de vez en cuando y recitaba con voz aguda algunos nombres, y la gente se apresuraba a ocupar las sillas que acababan de quedar libres. Cuando por fin fuimos llamados, Justo apareció de algún sitio y nos encontramos cara a cara ante el policía que custodiaba el acceso a la sala. Intercambiamos un vistazo fugaz. Su aspecto ahora era nuevo, distinto. Parecía uno de esos franceses que salían en las fotos de las revistas manifestándose por las calles de París. Pero también mi aspecto debió de parecerle nuevo a él, o al menos eso pensé durante el brevísimo instante en que permanecimos parados ante el policía y su mirada me recorrió de arriba abajo, deteniéndose primero en mi peinado y mis ojos y luego en mi traje de chaqueta y mis zapatos de tacón. En sus ojos no había arrepentimiento, culpabilidad, desazón, recelo, desafío, rencor… En sus ojos, sorprendentemente, había asombro y homenaje, y por un momento me pregunté si la verdadera razón por la que me había arreglado como me había arreglado no sería una absurda coquetería: ¿me había llegado a sentir atraída por Justo en la desdichada época en que fuimos socios? Entramos. Justo se sentó en el banquillo. Detrás de él, mi tío y yo sólo podíamos verle el perfil cuando se volvía para atender al fiscal, y en alguna ocasión (pero puede que me equivoque) me pareció que me miraba con el rabillo del ojo… El juicio fue feo y aburrido. Yo ya sabía que los juicios no eran como en las películas, con revelaciones inesperadas y momentos de encendido dramatismo, pero tampoco me esperaba algo tan anodino y tan soso como aquello: una sala casi vacía, un funcionario leyendo papeles con entonación notarial, los abogados citando leyes y artículos, el juez cabeceando adormilado… A pesar de todo, no se me escapaba lo bien que el señor Ros, enjuto y desdeñoso y con cara de pájaro, estaba haciendo su trabajo. La documentación que aportó acreditaba sobradamente los reiterados impagos de Justo, las deudas que había contraído, sus falsedades contables… Cada nuevo papel era una prueba más contra Justo, que seguía el juicio con expresión serena y casi diría aburrida, como si todo aquello no fuera más que un enojoso trámite que había que superar. Su abogado además no parecía haberse molestado demasiado en preparar la defensa, y prácticamente se limitó a negar la validez de algunos documentos argumentando que la firma de su cliente era falsa. Ros, como si hubiera estado esperando esa réplica, mostró al juez una prueba pericial caligráfica que descartaba tal posibilidad. Yo volví a mirar a Justo, que tampoco entonces hizo ningún gesto ni manifestó la menor inquietud. El momento mejor vino cuando su abogado le llamó a declarar. Justo contestaba a sus preguntas como con desgana, y el abogado, tratando de extraerle alguna respuesta convincente, volvía a formulárselas de distintos modos. Al final, el juez le cortó diciendo:

—No insista el letrado. Si su defendido no tiene nada más que añadir, por algo será…

Eso quería decir que el caso estaba ganado. Ros nos hizo discretamente con la mano el signo de la victoria, y el tío Agustí, tan tenso durante toda la mañana, se relajó por fin e inspiró aire con fuerza. Y fue entonces cuando Justo se volvió para mirarnos, primero a mí, luego a mi tío, y tras dos o tres segundos de sostenerle la mirada acabó humillando la cabeza. Aquél fue el gran momento del tío Agustí. Todavía no había concluido la vista oral y faltaban semanas para que se dictara sentencia. Podía ser que impusieran a Justo una condena mínima, casi simbólica. Podía ser que ni siquiera fuera a la cárcel. Podía incluso ocurrir que no devolviera nada de lo que había estafado. Pero a mi tío ese triunfo ya no se lo quitaba nadie. Esos pocos segundos bastaron para hacerle sentir que todo el tiempo perdido y todo el dinero y el esfuerzo invertidos habían valido la pena.

Habla Eliseu Ruiz

Cruzábamos la frontera con pasaportes falsos, dice Eliseu Ruiz. Yo llevaba dos, uno francés a nombre de Jean Leblanc y otro español a nombre de Juan García Esteban. Las falsificaciones eran perfectas y podría haber empleado cualquiera de los dos, pero estábamos en verano y lo más fácil era hacerse pasar por turistas franceses, así que ese día tuve tres identidades distintas: la mía auténtica mientras estaba en Francia (porque allí tenía los papeles en regla), la francesa durante los pocos minutos que nos retuvieron en la aduana, y finalmente la otra, Juan García, que fue la que utilicé desde ese día hasta que me detuvieron y volví a ser Eliseu Ruiz. Viajábamos en un Renault 10. Un chico y una chica, hijos de exiliados, se turnaban para conducir. En la Meridiana buscamos un sitio para aparcar y un bar donde despedirnos tomando un vaso de vino y un pincho de tortilla. Luego ellos se fueron de vuelta a Francia y yo me metí en una boca de metro. Era una estación de la línea 1, y mi contacto en Barcelona debía esperarme en unas escaleras de la estación de Hostafrancs, también de la línea 1. Por si acaso me seguía alguien, en la plaza de Cataluña simulé un transbordo y volví al andén confundido entre la gente que venía de la línea 3. En Hostafrancs localicé enseguida a mi contacto, un joven con una bolsa de Almacenes Capitol. Eran la hora y el sitio exactos, y no detecté ninguna presencia sospechosa, así que me acerqué a él y dije la contraseña, que era una pregunta sobre cómo llegar a la plaza de toros de Las Arenas.

—¿Conoce la calle Numancia? —contestó él, tal como estaba previsto, y yo me relajé por fin y le seguí.

Ahora tantas precauciones parecerán ridículas, pero lo cierto es que no podías fiarte de nada ni de nadie. En momentos así podían haber ocurrido muchas cosas sin que tú lo supieras. Si, por ejemplo, había caído uno de los nuestros y le habían hecho cantar, la cadena de detenciones no había manera de pararla. A veces no hacía falta ni que el camarada cantara. Encontraban una agenda o unas cartas o lo que fuera, se enteraban de las citas que tenía pendientes y lo utilizaban como cebo para pillar a más gente. En esos casos, el camarada, sabiendo que la policía estaba al acecho, lo único que podía hacer era intentar advertirte con algún detalle casi imperceptible. O no llevaba el objeto que se había acordado que debía llevar o te esperaba en un sitio que no era exactamente el sitio o aparecía por una esquina distinta de la habitual…: cualquier cosa que sirviera para hacerte sospechar que algo no iba bien. Lo importante eran los detalles. Teníamos que estar muy atentos a todos los detalles, porque cualquiera de ellos podía ser una señal de alarma.

El camarada que me esperaba en Hostafrancs me llevó a un local que tenía un altillo con un colchón, un par de sillas y un pequeño aseo, dice Eliseu Ruiz. El local iba a ser reformado y nadie me molestaría hasta que empezaran las obras, una semana después. Ése era, pues, el tiempo del que disponía para encontrar acomodo en una casa de huéspedes o un piso compartido. El asunto de la vivienda solía solucionarse así. Los camaradas no debían conocer mi domicilio y, cuanto menos supiera yo sobre los suyos, mejor para todos. Buscaba por la mañana en la sección de anuncios por palabras, llamaba después desde un teléfono público para informarme y, si las condiciones me parecían aceptables, me acercaba a ver la habitación. La comodidad era lo de menos. Lo importante era averiguar cómo eran y a qué se dedicaban las otras personas que vivían en el piso o la pensión: ¡sólo faltaría que acabara compartiendo vivienda con un policía de la Social o, yo qué sé, con un veterano de la División Azul! Después de dar vueltas por todos los barrios de la ciudad, acabé instalándome muy cerca de donde estaba, porque el cuarto que finalmente alquilé, en un principal de la calle Portugalete, se encontraba a sólo tres manzanas de la estación de metro de Hostafrancs. La propietaria, viuda de un carnicero, vivía con una hermana soltera en el piso superior, y el principal (que hasta la muerte del carnicero había sido la vivienda de la hermana soltera) lo compartían un estudiante de Medicina de Castellón y dos chicos de un pueblo de Córdoba que eran medio primos, uno empleado en un taller de reparación de bicicletas y el otro camarero en la estación de Sants. No me decidí a alquilar el cuarto hasta que los hube conocido a todos, que me parecieron gente discreta, entregada a sus quehaceres y poco dada a entrometerse en las vidas ajenas. Por ser el último en llegar, el dormitorio que me correspondió era el más oscuro y peor ventilado, pero yo tampoco necesitaba mucho más y la mensualidad era razonable. En el precio estaba incluida la colada, que las dos mujeres realizaban en el piso de arriba, y lo que más gracia me hacía de la organización doméstica era que la ropa se subía y bajaba por el patio interior en un cesto que colgaba de una rudimentaria polea. Junto a la cuerda de la ropa había un cordón atado al tirador de una campanilla y, cada vez que ésta sonaba, alguien en el piso de arriba o en el de abajo se asomaba para recoger el cesto de ropa sucia o limpia. El sistema, por lo visto, se había adoptado cuando todavía una hermana vivía en un piso y la otra en el otro, y los cambios habidos en la familia no lo habían alterado. Para los vecinos cuyas casas daban a ese patio debía de ser curioso ese trasiego de cestos que subían y bajaban. Cuando el que oía la campanilla era yo, las dos hermanas, con sus ojos saltones y sus caras de gnomos, me saludaban alborozadas desde el piso de arriba.

—¿Qué tal está hoy el reusenc? —me decían, porque en mi pasaporte ponía que había nacido en Reus y ellas me llamaban así, el reusenc.

Millor que mai —contestaba yo, alargando los brazos para agarrar el cesto, y las dos hermanas agitaban sus manitas pequeñas.

Eran unas mujeres juguetonas y dicharacheras, una especie de niñas viejas. Viéndolas tan compenetradas, me daba la sensación de que el matrimonio de la mayor no había sido sino una etapa transitoria, un accidente, y de que sólo tras la muerte del carnicero las vidas de esas dos mujeres habían alcanzado un estado de perfección que arrancaba de muy atrás: las dos juntas y felices para siempre, como tantas veces habrían soñado en sus juegos infantiles. Mi comunicación con ellas estaba por lo general limitada a esas breves conversaciones a la hora del cesto. Vivían las dos hermanas medio encerradas en su casa y hacían pocas preguntas, lo que para mí era un alivio. Delante de ellas (y también de mis compañeros de piso), yo era un reusense que asistía en la Universidad Central a unos indeterminados cursos de doctorado de la especialidad de Románicas. No habían hecho falta más explicaciones y, si alguna vez salía demasiado pronto o volvía demasiado tarde, me bastaba con aludir vagamente a los amplios horarios de la biblioteca universitaria.

El Comité me había enviado a Barcelona para reemplazar a un camarada que se ocupaba del aparato de propaganda y que acababa de ser detenido, dice Eliseu Ruiz. El camarada había sido enviado un par de años atrás para sustituir a otro camarada caído, y éste, a su vez, había sustituido a otro, y éste a otro… La cadena de detenciones y sustituciones se remontaba hasta el final mismo de la Guerra Civil y, sabiendo lo que les había ocurrido a mis predecesores, no resultaba difícil prever el destino que me aguardaba: en uno o dos años también yo acabaría en los calabozos de Vía Layetana, y el Comité mandaría rápidamente a alguien para sustituirme… Pero llevábamos tanto tiempo anunciando la inminente caída del régimen que nos lo habíamos acabado creyendo, y ¿por qué no podía ser que se desmoronara justo ese año, 1970, y no tuviera que venir nadie a reemplazarme? Las fuerzas antifranquistas estaban cada vez mejor coordinadas, la gente del partido había logrado infiltrarse en los sindicatos verticales, la contestación universitaria era más activa que nunca… El régimen parecía estar resquebrajándose por momentos y, si entonces me hubieran dicho que duraría aún cinco años más y que sólo se extinguiría con la muerte del dictador, no me lo habría creído, tan intensa era mi fe en las optimistas consignas de nuestra propaganda. Pero, entre tanto, la presión no podía ceder, y para eso estaba yo en Barcelona. Cada vez que se producía una cadena de detenciones había que empezar de nuevo. Con la caída del anterior aparato se había destruido buena parte de nuestra red de distribución de octavillas y publicaciones clandestinas, y mi primera misión era recomponerla. Eso me obligaba a establecer contacto con la gente de Comisiones Obreras que operaba en la industria, con las células formadas en la universidad, con las asociaciones de antiguos presos políticos… Además, debía buscar locales más seguros para nuestros ciclostiles y acudir a los encuentros regulares con los camaradas que llegaban de Francia con instrucciones, material y dinero. La actividad no me daba reposo. Mientras mis caseras me creían plácidamente instalado en la biblioteca universitaria, mantenía citas con unos y con otros en muchos de los barrios de la ciudad y bastantes de las poblaciones del cinturón. Por las noches llegaba tan cansado al piso que lo único que me apetecía era meterme en la cama, y los dos medio primos cordobeses, que sospechaban que andaba metido en algún lío de faldas, comentaban con retintín:

—¡Qué mala cara!, ¡deben de ser agotadores los cursos esos!

Otra de las razones que me animaron a decidirme por aquel piso fue lo lejos que estaba del barrio de Teresa, dice Eliseu Ruiz. Tal vez tendría que haber empezado mi historia por ahí. Tal vez tendría que haber empezado diciendo que, al volver a Barcelona, volvía a la ciudad en la que vivía la mujer a la que más he querido en mi vida. A Teresa la conocí en el otoño de 1963, a las pocas semanas de instalarme en Barcelona. Hasta entonces yo casi no había salido de mi pueblo, El Vendrell, donde mis padres regentaban un pequeño hostal de carretera. En mi infancia sólo pasaban por allí camioneros y viajantes de comercio. Luego empezaron a aparecer turistas durante los meses de verano, y los chicos del pueblo me pedían que les presentara a las alemanas y las francesas que se alojaban en el hostal. Recuerdo la primera chica a la que vi desnuda. Yo pasaba por el pasillo del segundo piso. La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta y la luz encendida. Entré un momento con la intención de apagarla y me encontré a una de esas extranjeras peinándose ante el espejo completamente desnuda. ¡Completamente desnuda! Para mi sorpresa, la chica no se avergonzó ni trató de taparse, sino que me sonrió y me mandó un saludo a través del espejo… Aquellos veranos fueron gloriosos. En cuanto aparecía un grupito de extranjeras, me ofrecía a enseñarles el pueblo y las playas, y casi todas las noches acababa abrazado a alguna de ellas en algún ribazo. Pero enamorarme, lo que se dice enamorarme, sólo me enamoré de una. Se llamaba Carola y, aunque no lo parecía, era alemana. Delgadita, morena, con la nariz en punta y los ojos castaños. ¡Me volví verdaderamente loco por ella! Y la verdad es que yo le gustaba mucho y parecía que por mí estaba dispuesta a quedarse en el pueblo… Pero llegaron las lluvias de finales de agosto y, un domingo, Carola me buscó para decirme que regresaba a Bremen, su ciudad.

—¿Irte?, ¿cómo puedes pensar en irte? —dije, desolado.

Le recordé las palabras de amor que me había susurrado la noche anterior. Le dije que, cuando dos personas se querían tanto como nos queríamos nosotros, no podían vivir alejadas la una de la otra. Entre nosotros nos entendíamos en un francés chapurreado, y no sé qué curso tomó la conversación que al cabo de un rato tenía ya la maleta preparada para irme con Carola a Alemania. Corrí a decir adiós a mis padres pero estaban en misa, y me limité a dejarles una nota de despedida junto al teléfono de recepción. Mi hermana Anna, que estaba arreglando las habitaciones, me advirtió:

El pare no et perdonarà mai que te’n vagis així.

Me encogí de hombros y seguí a Carola a la parada del autobús. Al cabo de un par de horas estábamos en Barcelona, en la estación de Francia. Debíamos coger un tren que salía a las cinco para la frontera, donde yo confiaba en hacerme el pasaporte. Estuvimos un rato dándonos besos en un rincón discreto. Cuando faltaba sólo media hora para que el tren saliera, Carola se echó a llorar. Intenté consolarla. Ella ahora sólo hablaba en alemán. Intuí lo que quería decirme cuando sacó de la cartera una foto suya con un joven alto y rubio en un parque de atracciones. Luego, con los ojos aún húmedos, me dio un beso en la frente y se encaminó hacia el andén. Estaba claro que no podía seguirla. El tren se marchó y ella ni siquiera se asomó para decirme adiós. Pensé en volver a mi pueblo, pero me pareció que ya nunca soportaría estar sin Carola en los mismos sitios en los que habíamos estado juntos. Además no me apetecía tener que dar explicaciones a mis padres.

En Barcelona había estado sólo dos veces antes, la última de ellas para asistir a la boda de mi primo Eloi, dice Eliseu Ruiz. Busqué su nombre en el listín de teléfonos y le pedí que me dejara pasar un par de días en su casa. Eloi vivía en la Barceloneta y trabajaba en La Maquinista Terrestre y Marítima. Si me hice del partido fue por él. Y si conocí a Teresa fue también por él. Mi primo me consiguió trabajo en una de las cuadrillas que se ocupaban de la limpieza de la fábrica. Solíamos entrar al tajo cuando concluía el último turno, y algunas noches, además de los útiles de trabajo, llevábamos en la furgoneta paquetes con ejemplares de Mundo Obrero y Treball que los camaradas de La Maquinista distribuirían después entre sus compañeros. Pero a mí la policía no me cogió por repartir periódicos clandestinos. A mí me cogieron haciendo una pintada en un muro de la Zona Franca. Me llevaron a jefatura y me tuvieron un buen rato esposado a la pata de una mesa. Luego me hicieron pasar a un cuartucho y me hicieron el corro, que consistía en que varios hombres se abalanzaban sobre ti y, sin cesar nunca de insultarte y de amenazarte, te daban golpes y patadas en todas las partes del cuerpo. El que llevaba la voz cantante era el inspector Revuelta. Me gritaba:

—¿Quiénes son tus jefes, marxista de mierda?, ¿quién te dice lo que tienes que escribir y dónde?

Después me hicieron hacer la gallina: tenía que mantenerme en cuclillas con las manos esposadas debajo de las nalgas y, si me caía o buscaba un punto de apoyo, volvían a golpearme.

—¡Conque no quieres hablar! —me decía el cabrón de Revuelta—. ¡Al final cantarás como cantan todos los que pasan por aquí! ¡No seas idiota! ¿Qué crees que vas a conseguir sacrificándote?

Yo decía que no conocía a nadie que fuera comunista y casi era verdad, porque el único al que conocía con nombre y apellidos era mi primo, y a él no pensaba delatarle aunque me arrancaran la piel a tiras. Al final, debieron de convencerse de que yo no era más que un pelagatos que iba por libre. Me tuvieron un día más en un calabozo y luego dos policías me llevaron a mi casa, es decir, a la casa de mi primo. Ni él ni Maruja, su mujer, estaban cuando llegué. Yo ya suponía que se habrían escondido y que habrían hecho desaparecer libros y papeles. Pero es que se habían llevado también la ropa y las fotografías, y hasta habían arrancado la tarjeta del buzón.

—¿Quién más vive aquí? —me preguntó uno de los policías.

—Nadie —dije.

Los policías lo registraron todo a conciencia. Uno de ellos se asomó a la galería y señaló unas bragas olvidadas en el tendedero.

—¿Y eso?

—Una amiga.

—¡A saber qué amigas tendrás tú…! —dijo el otro.

Pero no siguieron indagando, y por fin estuve seguro de que ni a Eloi ni a Maruja les iba a pasar nada por mi culpa. Y tampoco es que me sintiera particularmente orgulloso de mí mismo. Sólo dolorido. Tenía hematomas por todo el cuerpo y me dolía el pecho al respirar. En cuanto los policías se marcharon, me tumbé en el sofá y me quedé dormido. No me desperté hasta que noté que alguien me desabotonaba la camisa. Era una mujer joven, pecosa. Su sonrisa descubría una dentadura muy blanca con las palas ligeramente separadas.

—Te presento a Teresa, trabaja de enfermera en el hospital Sant Pau —dijo mi primo desde algún lugar de la habitación, y añadió—: ¡Esos cabrones te han dejado hecho un cristo!

Tenía la fiebre alta y varias costillas rotas, y lo único que me apetecía era seguir durmiendo. El enamoramiento no fue instantáneo. Teresa se pasaba todos los días para ver cómo evolucionaban mis lesiones. Al principio casi no hablábamos. Luego fuimos cogiendo confianza y, cuando le dije que no sabía cómo pagarle lo que estaba haciendo por mí, me dijo que para saldar una deuda como aquélla tendría que llevarla muchas veces a bailar. Me lo tomé al pie de la letra, y un sábado le pregunté si quería venir conmigo a La Paloma. Aquella noche, la orquesta tocó algunas versiones de éxitos de Edith Piaf, que había muerto un par de semanas antes, y Teresa apoyó la cabeza en mi hombro y canturreó con tristeza:

Non, rien de rien, non, je ne regrette rien

Como no había delatado a nadie, en el partido me consideraban un tipo duro, y empezaron a encomendarme misiones más comprometidas, dice Eliseu Ruiz. A veces tenía que ir con la furgoneta hasta algún pueblo próximo a la frontera, cargar unas cajas y llevarlas a una casita del barrio de Gracia en la que por entonces teníamos la imprenta. En las cajas iban los clichés de nuestras publicaciones. Si me hubieran atrapado con ellas, me habrían caído unos cuantos años de cárcel. Las cajas me las entregaba un tipo que se hacía llamar Búfalo, y yo se las daba a otro al que sólo conocía como Alcalá. A mí comenzaron a llamarme Casals, como el músico, que había nacido en mi pueblo. Por entonces vivía todavía en el piso de mi primo, pero cada vez pasaba más noches en el apartamento que Teresa tenía alquilado en la calle Escorial. Aquéllos fueron los meses más felices de mi vida. Las horas de trabajo y de actividad clandestina no me pesaban, porque sabía que al final de la jornada recibiría la recompensa del amor de Teresa, que me hacía sentir libre, fuerte, poderoso. Alcalá desaprobaba mi relación con Teresa porque no era del partido, y yo me reía de él:

—¿Me vas a decir tú con qué chica puedo salir y con cuál no?

Pero tenía razón en que por prudencia no había que mezclar las cosas, y Teresa, aunque conocía mi militancia comunista, sabía poco de mis actividades para el partido y nada de la existencia de Casals. Para ella yo era Eliseu o Eli, el enamorado que la llevaba a pasear por las Ramblas o a ver los barcos del puerto y que se lanzaba a besarla y abrazarla en cuanto estábamos a solas. El año 1964 fue el que Franco bautizó como el de los veinticinco años de paz. No habían sido años de paz sino de injusticia y represión, y nosotros teníamos que aguarle la fiesta al régimen. Antes del 1 de abril, que iba a ser el día de las grandes conmemoraciones, debíamos llenar la ciudad de pintadas y octavillas que denunciaran la situación. Sin justicia y sin libertad no podía hablarse de paz: aquello no era una celebración de la paz sino de la victoria, de su victoria. Pero estaba claro que la policía tampoco se iba a quedar de brazos cruzados. Reforzaron la vigilancia en las fábricas, y poco a poco fueron cayendo algunos de los camaradas más valiosos. Cuando en La Maquinista me dijeron que habían detenido a Eloi, comprendí que había llegado el momento de esconderme. Ese día tenía que ir a recoger un envío en un pueblo de Gerona. Fui pero Búfalo no tenía nada para entregarme. Sus instrucciones eran comprarme ropa de abrigo y llevarme a una gasolinera de Puigcerdá.

—¿Y la furgoneta? —pregunté.

—Se queda aquí —dijo Búfalo.

—¿Y mis cosas?

—¿Pero tantas tienes, Casals?

Lo que de verdad me preocupaba era no poder decir ni siquiera adiós a Teresa. Me había ido de mi pueblo sin despedirme de mis padres, y ahora me iba de España sin despedirme de Teresa. En la gasolinera de Puigcerdá me recogió un joven del que nunca supe el nombre y, tras una noche de recorrer caminos a temperaturas bajo cero, llegamos a una masía de unos camaradas franceses que nos dieron caldo caliente y un bocadillo de queso. Dos días después estaba en París. Me presenté en el CISE, el Centro de Información y Solidaridad con España, que tenía un espacioso local en la rue Saint Jacques, cerca de la Sorbona. Allí me buscaron un sitio donde dormir, me dieron algo de dinero y me ayudaron a regularizar mis papeles ante la gendarmería. Yo, a cambio, colaboraba en la elaboración de unos boletines en los que denunciábamos los procesos contra camaradas del partido y pedíamos apoyo económico para sus familias. En cuanto estuve medianamente instalado, escribí una larga carta a Teresa explicándole los motivos y circunstancias de mi espantada y diciéndole cuánto la echaba de menos. Uno del CISE me dijo que lo más prudente sería hacérsela llegar a través de uno de los correos del partido, y se la di. Ni esa carta ni las otras cuatro que envié a Teresa por el mismo conducto obtuvieron nunca respuesta y, aunque ahora parece evidente, entonces tardé en comprender que mi correspondencia con ella era sistemáticamente interceptada. Decidí saltarme las medidas de seguridad del partido y enviarle una carta poniendo como remitente la dirección de una cafetería que no solía ser frecuentada por refugiados políticos. Al cabo de un par de semanas me llegó una larga respuesta en la que Teresa aseguraba no guardarme ningún rencor. Me decía: «Hubo un momento en el que tuviste que elegir y elegiste, y no puedo recriminártelo…». En la carta no se aludía expresamente a la ruptura, pero se daba a entender. Contesté de inmediato, renovando mis antiguas promesas de amor y asegurándole que nuestra separación no tenía por qué prolongarse demasiado, y tres o cuatro veces por semana me acercaba inútilmente a la cafetería para preguntar si tenían correo para mí. Durante todo el año siguiente le escribí al menos una carta al mes, siempre con el mismo resultado. A finales del 65 recibí una felicitación navideña en la que Teresa, escuetamente, me informaba de que estaba embarazada y pensaba casarse con el padre de la criatura, un compañero de trabajo. En la misma tarjeta me decía que mi primo Eloi estaba cumpliendo condena en la cárcel de Zaragoza, cosa que yo ya sabía por el CISE. El resto del tiempo que pasé en Francia lo dediqué sobre todo a tratar de olvidarla, y creí haberlo logrado hasta que el Comité Central me envió a Barcelona y los recuerdos de nuestros meses de felicidad volvieron a perseguirme con una obstinación inesperada.

En el otoño de 1970 empezamos a calentar el ambiente con vistas al proceso de Burgos, que tenía que celebrarse en diciembre, dice Eliseu Ruiz. Ninguno de los dieciséis encausados era del partido, pero la ocasión se presentaba propicia, entre otras cosas porque dos de esos jóvenes eran sacerdotes y hasta la Iglesia, o al menos un importante sector de la Iglesia, había decidido plantar cara al régimen. Yo debía encargarme de coordinar a intelectuales y artistas que, sin ser de los nuestros, estuvieran dispuestos a firmar manifiestos y participar en acciones de protesta. La idea era cederles el protagonismo: no debía parecer que los comunistas estábamos detrás de todo. Hice que me presentaran a gente de influencia y prestigio, y conseguí sacar adelante la propuesta de organizar un encierro multitudinario en la abadía de Montserrat, durante el cual se haría público un manifiesto reclamando libertades democráticas. En las reuniones con esa gente, que se celebraban casi siempre en viviendas particulares, me exponía a veces más de lo aconsejable, porque no siempre resultaba sencillo controlar quién iba a asistir y quién no. Traté entonces a muchas figuras de la literatura, la filosofía, el cine, la arquitectura o la universidad que después se han hecho muy célebres o han ocupado cargos importantes. De otros, en cambio, no se ha vuelto a saber… Como ese chico, Justo Gil. Digo chico aunque ya no lo era. Andaría por los treinta o treinta y un años, dos o tres más que yo, pero, como era bajito y tenía cara de niño, a mí me parecía un jovencillo, uno de los muchos jovencillos ansiosos de contribuir como fuera a la caída del régimen. Justo, que había pasado por los calabozos de Vía Layetana, conocía de antes a varias de esas personas, y era habitual que me lo encontrara en esas reuniones clandestinas. La tercera o cuarta vez que coincidimos ya casi nos tratábamos como amigos. En algunas ocasiones recurrí discretamente a él para averiguar quiénes eran unos u otros, qué habían hecho, si eran célebres o no, y Justo, que parecía muy bien informado, me ponía al corriente de todo. La sensación que me daba era la de un tipo eficiente, disciplinado, despierto, carente por completo de sentido del humor, rabiosamente antifranquista: una de esas personas, en fin, que solían resultar muy útiles en situaciones así. Yo siempre llegaba el último a esas reuniones y me iba antes que los demás. Y siempre solo, por supuesto. Una noche, a la salida de una de ellas, me apresuré a coger el metro en Lesseps. Cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, apareció él en el andén y se metió de un salto en el vagón. Ya he dicho que nos tratábamos casi como amigos. Si entre toda aquella gente que acababa de conocer hubiera tenido que elegir a una persona que me mereciera total confianza, casi seguro que le habría elegido a él. A pesar de todo, no podía relajar las medidas de seguridad. Después de charlar unos instantes sobre cualquier cosa, le pregunté en qué estación bajaba.

—Voy al centro, ¿y tú? —dijo Justo.

Yo hice un gesto vago y no respondí. Luego, no recuerdo por qué motivo, mencionó mi libreta, un pequeño bloc en el que hacía algunas anotaciones que sólo yo debía ser capaz de interpretar.

—¿Qué libreta? —dije, poniéndome en guardia.

Justo debió de notarlo y casi se disculpó:

—No, te lo digo sólo por si necesitas más datos, para que no dudes en preguntarme…

—Bajas aquí, ¿no? —dije, porque estábamos llegando ya a plaza de Cataluña.

Nos despedimos con un movimiento de cabeza, y desde el vagón en marcha le vi dirigirse hacia los pasillos. Tendría que haber desconfiado entonces de él, pero no desconfié.

Y una de esas tardes la vi, dice Eliseu Ruiz. Una tarde vi a Teresa delante de un colegio de la calle San Antonio María Claret. Era la hora de la salida y había bastantes madres esperando. Si la vi, fue probablemente porque de una forma inconsciente la andaba buscando. ¿Cómo explicar, si no, el que cada vez que me cruzaba con una mujer de su estatura y su aspecto me detuviera a observarla con la secreta esperanza de que fuera ella, Teresa? Los niños empezaron a salir en medio de una gran algarabía. Yo, ahora que la había encontrado, no podía alejarme de allí. Necesitaba seguir viéndola, necesitaba ver en qué había cambiado, casi siete años después de la última vez, y cómo abrazaba a su hijo y cómo se comportaba cuando creía que nadie la estaba mirando. Yo estaba en la esquina, semiescondido detrás de un buzón, y al ver que Teresa y su hijo venían en mi dirección me subí el cuello del abrigo y me volví hacia el otro lado. Teresa pasó a menos de dos metros de distancia, y yo inspiré con fuerza para captar su olor. Aunque en aquella ocasión supe contenerme, algo se había desatado en mi interior. Cuando no pensaba en nada, pensaba en Teresa. Podía ser que nunca más volviera a estar con ella y, a pesar de todo, necesitaba perentoriamente saber de su vida. Averigüé que ya no vivía en la calle Escorial pero seguía teniendo el mismo puesto de trabajo. Que se había sacado el carnet de conducir y tenía un Seat 600 gris. Que su marido se llamaba Ramiro y su hijo David… Me los imaginaba como una familia alegre y feliz, y esa alegría y esa felicidad me imponían tanto o más respeto que las normas de seguridad del partido. ¿Quién era yo para inmiscuirme en sus vidas?

Pero, ay, sabía en qué lugar podía encontrarla cinco tardes a la semana, y esa tentación era demasiado fuerte para mí, dice Eliseu Ruiz. Varias veces me acerqué al colegio para ver sin ser visto. Al menos ésa creía yo que era mi intención. En el fondo, seguramente, aspiraba a ser descubierto. Un día me pareció que sus ojos se detenían un instante en mí. La tarde siguiente no falté, y Teresa apareció de repente a mi lado, agitada y temblorosa.

—¿Qué haces aquí, Eli?, ¿por qué te crees con derecho a entrar y salir de mi vida cuando te conviene?

—Algún día tendremos que aclarar las cosas —dije.

—¡No hay nada que aclarar! —exclamó, y algunas de las madres nos miraron desde la otra acera. Repitió en voz más baja—: No hay nada que aclarar…

—Necesito hablar contigo, sólo un momento…

Ella negó con la cabeza y se volvió hacia la puerta del colegio, de la que empezaba ya a salir el griterío de los niños.

—Toma, te apunto mi dirección, ven el sábado por la tarde… —dije.

Ella cogió el papel y lo arrugó en la palma de la mano. Pensé que iba a tirarlo al suelo pero se lo guardó en un bolsillo. Luego localizó a su hijo junto a otro niño, ensayó una sonrisa forzada y sin añadir una palabra cruzó en dirección al colegio. La mañana del sábado la pasé ansioso, tan pronto convencido de que vendría como de que no. Cuando por fin llegó, eran más de las seis y yo casi había perdido ya toda esperanza.

—No te habrá seguido nadie… —murmuré, y ella, negándose a quitarse la gabardina, dijo:

—Tengo poco rato, he dejado a David con mis suegros.

Nos encerramos en mi habitación, me senté en la cama y le hice un gesto para que viniera a mi lado. Ella negó con la cabeza y se sentó en la silla.

—No sabes cuánto lloré cuando me abandonaste… —empezó a decir.

—¡No te abandoné!, ¡el partido me ordenó marcharme!

Teresa alzó la voz:

—¡El partido! ¿Qué me importa a mí tu partido?, ¡una pandilla de visionarios que sueñan con salvar el mundo! ¡A vosotros os preocupa el futuro de gente a la que no conocéis pero no la felicidad de los que os quieren!

Le pedí perdón y traté de abrazarla.

—¡No me toques!, ¡no se te ocurra tocarme! —gritó, pero un rato después quiso saber qué había sido de mi vida durante esos años, tanto tiempo fuera de España, y fue ella la que intentó consolarme.

Aquella misma tarde nos hicimos amantes. No podía ser de otra manera. Estábamos hechos para querernos, y sólo las circunstancias nos habían separado. Yo no ignoraba que estaba infringiendo las medidas de seguridad y corriendo demasiados riesgos, pero me sabía incapaz de resistirme, tan intenso era el deseo que Teresa despertaba en mí. Nos veíamos siempre en mi casa, aprovechando las frecuentes ausencias de mis compañeros de piso y los ratos libres que le permitía su trabajo en el hospital. Si en lugar de citarnos allí lo hubiéramos hecho en un hotel, el riesgo habría sido incluso mayor, y lo único que temía era que la Social se hubiera enterado de mi presencia en Barcelona y tuvieran vigilada a Teresa. Ella misma, por su condición de mujer casada, era la primera interesada en que lo nuestro no se descubriera. Esa clandestinidad compartida aunque distinta nos unía aún más, y las precauciones se iban imponiendo de forma natural. Antes de entrar en el portal, se aseguraba de que nadie la seguía y, si en algún momento notaba algo extraño o se encontraba con algún rostro familiar, ya sabía que debía pasar de largo. Ella se ocultaba de su marido; yo, de la policía franquista pero también de mis camaradas, que a la primera sospecha me habrían denunciado ante el Comité.

Pero la relación con Teresa no interfería en mis actividades, dice Eliseu Ruiz. ¿Qué mejor prueba que el éxito de la tancada, el encierro en Montserrat? Yo, por obvias razones de seguridad, no pude participar, pero estuve en todo momento al tanto de todo y, cuando vi que la cosa estaba encarrilada, hablé con los camaradas de París para que siguieran con los pasos previstos. Lo importante era la repercusión internacional: demostrar que no estábamos solos sino que la opinión pública europea nos apoyaba. Todo salió a pedir de boca, y la policía no se olió nada hasta que la noticia apareció en Le Monde. ¡Con tanta gente como intervino en aquello y tanto follón como estábamos armando, los de la Social tuvieron que enterarse por un periódico francés…! Nos habíamos reído de ellos en sus mismísimas narices: ¡los habíamos dejado en ridículo! La tancada duró dos días. Un par de semanas después, ya a finales de año, llegó la sentencia contra los de Burgos: nueve condenas a muerte. Pero el estrépito que habíamos montado no había sido inútil. Los gerifaltes del régimen, viendo lo que se les venía encima, no tardaron ni dos días en conmutar las condenas. Habíamos vencido. Habíamos demostrado que éramos lo bastante fuertes como para obligarles a rectificar. Esto ocurría el 30 de diciembre. Teresa me había dicho que, por culpa de las vacaciones escolares, no podríamos volver a vernos hasta después de Reyes. Pero yo necesitaba estar con ella, necesitaba compartir el triunfo. Como conocía sus horarios de trabajo, acudí a recogerla al hospital. Cuando llegué, ya había salido, así que fui a su casa, en la calle Padilla, y estuve un buen rato merodeando por las proximidades. Tardó casi una hora en aparecer por la esquina. Iba cargada con varias bolsas. Corrí hacia ella.

—¿Te has vuelto loco? —me dijo, lanzando un mirada furtiva hacia el portal de su casa.

—Has salido de compras, nadie va a sospechar nada porque tardes media hora más —dije.

Nos alejamos de allí. Teresa no se relajó hasta que entramos en un café ruidoso y mal iluminado. Por si acaso, evitamos tocarnos. La compañía de Teresa me resultaba tan estimulante que a su lado todo, hasta el éxito de nuestra campaña por los procesados, quedaba oscurecido. El poco rato que permanecimos allí hablamos de la Nochevieja que habíamos pasado juntos siete años antes. Entonces habíamos acudido al piso de Eloi a tomarnos las uvas escuchando por la radio las campanadas de la Puerta del Sol.

—¿Cuál fue tu deseo? —pregunté.

—¿Qué deseo?

—El deseo que formulaste aquella noche después de las uvas… —dije, y ella rió:

—Supongo que el mismo que todos vosotros, ¿no? Que no tuviéramos que aguantar a Franco un año más.

—No, yo pedí que nada ni nadie pudiera separarnos jamás.

—¡Pues ya lo has visto! —volvió a reír.

—Y mañana volveré a pedirlo —añadí.

Ella me envió un beso:

—Vámonos ya.

Dije:

—¿Seguro que podrás aguantar sin verme hasta después de Reyes?

—Seguro —dijo, recogiendo sus bolsas.

Aquella Nochevieja la pasé solo, dice Eliseu Ruiz. El estudiante de Medicina se había ido a Castellón a pasar las vacaciones, y los dos medio primos de Córdoba, para sacarse un sobresueldo, estaban trabajando en un cotillón. Me tomé las uvas mirando el televisor en blanco y negro y luego me fui a dormir. Como los enfermos que no aguantan seguir en la cama, sólo deseaba que el tiempo pasara deprisa. Que las vacaciones terminaran cuanto antes. El primer día laborable era el lunes 4. Me levanté temprano y puse en orden mi habitación. Después me vestí y puse en el cesto la ropa sucia de los últimos días. Justo en ese momento sonó un timbrazo. Fue un timbrazo largo, muy largo. Yo siempre había imaginado que algún día la policía llamaría a mi puerta con un timbrazo así. En ese momento sólo estaba en el piso uno de los cordobeses, que se llamaba Santos. Sonó un nuevo timbrazo, tan largo como el anterior. Desde la cocina pregunté a Santos si podía abrir. Le vi pasar en camiseta y calzoncillos. Luego oí la cerradura y una voz masculina que preguntaba por Juan García Esteban. Me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón, donde siempre guardaba mi libreta. Tenía que hacerla desaparecer. Por el corto pasillo se aproximaba con rapidez el ruido de voces y de pasos. Tuve apenas dos segundos para meter la libreta entre la ropa sucia, sacar el cesto al patio interior y tirar del cordón de la campanilla. Luego salí al pasillo. Eran dos policías. Uno de ellos, grande, calvo, con bigote, miró un papel que llevaba grapada una fotografía y dijo:

—Con que Juan García Esteban, ¿eh?

El otro me apuntó con una pistola:

—¡No te muevas o te abraso!

Mientras uno me ponía las esposas, el otro ordenaba a Santos que se encerrara en su habitación y se estuviera calladito.

—¡Ya te tenemos, hijo de puta!, ¿creías que te ibas a escapar? —me gritó el policía calvo, y el otro, después de registrarme, me empujó violentamente contra la pared.

—¿Te acuerdas del inspector Revuelta? Pues ahora es comisario. Pero ya sabemos que también tú has ascendido, ¿verdad, Eliseo? —dijo, y al sonreír enseñó un diente de oro.

El calvo iba de aquí para allá abriendo puertas, vaciando cajones, derribando sillas y lámparas. Yo, sobre todo, estaba furioso. Furioso conmigo mismo por haber corrido tantos riesgos. ¡Qué idiota había sido! ¡Qué imprudente! ¿Cómo no me iban a pillar esos cabrones, si no había hecho otra cosa que tentar la suerte? Me pregunté si habrían detenido también a Teresa y, en ese caso, de qué podrían acusarla… Ni siquiera cuando el calvo, dándome bofetadas, me preguntó por mi libreta, sospeché que habían llegado hasta mí por una vía bien distinta.

—¡Esa libreta, Eliseo!, ¿dónde has metido la puta libreta?, ¡no nos hagas perder el tiempo y dinos dónde está! —me gritaba, y yo negaba con la cabeza sin reparar en que Teresa jamás había tenido noticia de la existencia de la libreta.

Entonces ocurrió una cosa prodigiosa. Los policías me tenían agarrado por el cuello, con la nuca pegada a la pared del pasillo, y por encima de sus cabezas y a través de la cocina podía ver la galería. En el momento en que más me insistían en lo de la libreta, el cesto de la ropa sucia iniciaba, a sus espaldas, un lento y silencioso ascenso por el patio interior, alejándose de ellos y de mí, alejándose de todo y llevándose consigo mi libreta. En ese instante pensé dos cosas a la vez. Por un lado pensé que gracias a ese cesto los camaradas podrían salvarse. Por otro, que tardaría mucho, muchísimo tiempo en volver a besar a Teresa.

Habla Marc Jordana

A veces ni nosotros mismos entendíamos lo que decíamos, dice Marc Jordana. Utilizábamos expresiones como discurso promocional del hipertexto, performatividad y aleatoriedad de la creación, comunidad cooperativa de expresión… No teníamos muy claro lo que todo eso quería decir, pero sí sabíamos que era urgente transformar la sociedad. Nosotros no lo llamábamos así porque habría resultado zafio, vulgar. Nosotros lo llamábamos alterar la organización del poder, abolir las estructuras jerárquicas, etcétera, y nos parecía que el teatro era una herramienta tan eficaz como la que más. Digo el teatro igual que podría haber dicho la novela o la música. La cuestión era reaccionar contra los modos tradicionales de entender la creación, porque consagraban el autoritarismo que queríamos combatir. En vez de la novela de siempre, la antinovela, y en vez de la música, el silencio y el ruido del caos. ¡Qué extraño suena todo ahora y qué claro lo teníamos entonces! A mí y a mis amigos lo que nos interesaba era el teatro. Teatro tal como entonces lo entendíamos: descartando el texto en favor de la improvisación, renunciando a representar en espacios convencionales, atacando la complacencia y la pasividad del público, convirtiendo a actores y espectadores en coautores del drama, optando por la vida en comunas para que el yo-individuo y el yo-creador no permanecieran escindidos… Luego se ha dicho que lo único que hacíamos era copiar a los del Living Theatre. ¡Pues claro que les copiábamos! Pero es que entonces, en España, bastante mérito tenía estar al tanto de las cosas más novedosas que se estaban haciendo lejos de nuestras fronteras…

A Montserrat subí en el Citroën de Chantal, dice Marc Jordana. Chantal y yo, como ya era habitual en esa época, nos habíamos pasado la mañana discutiendo. Ella quería ir y yo también, pero ella decía que ella no y que yo sí y, sólo cuando dije que yo tampoco, dijo ella que sí: ponernos de acuerdo incluso en lo que estábamos de acuerdo exigía unas negociaciones laboriosísimas. Cuando llegamos había ya sesenta o setenta personas, y un par de horas después éramos cerca de trescientas. La gente, excitada, se saludaba como si se conociera de antes, y de algún sitio se sacaban sillas para que los recién llegados pudieran asistir a los debates.

—¿No tendremos que dormir en una silla? —murmuró Chantal.

Algunas celebridades, como Miró o Tàpies o Vargas Llosa, estuvieron un rato y luego se marcharon. La asamblea avanzaba con intervenciones contra la pena de muerte y lecturas de comunicados. En el fondo, estábamos todos un poco desilusionados porque ni la policía armada ni la guardia civil habían aparecido para disolver la reunión. ¿Qué sentido tenía que organizáramos aquello si el régimen ni siquiera se daba por enterado? Ya de noche, se anunció que Radio Montecarlo acababa de dar la noticia. Eso quería decir que la policía podía llegar en cualquier momento. Mientras tanto, formamos varios grupos para discutir el borrador del manifiesto que debía hacerse llegar a la prensa extranjera. En mi grupo, además de Chantal, estaban tres chicos que se dedicaban o querían dedicarse al cine. Enseguida supe lo que ocurriría. Chantal, muy erguida sobre la silla de forma que se marcaran bien sus bonitas caderas y sus tetas, empezó a coquetear con el más guapo de los tres. Se le arrimaba poco a poco, le enviaba sonrisas, le acariciaba la espalda en un gesto pretendidamente casual. Era el mismo numerito de siempre. Cada vez que íbamos a una fiesta o una reunión con desconocidos elegía al más guapo de los presentes y trataba de ligárselo. En un momento dado, el chico le cogió la mano y se la besó, y yo me levanté en busca de un cuarto de baño. A la vuelta no me incorporé a ese grupo sino a otro, lo más lejos posible. Ahí fue donde conocí a Justo. En ese grupo nadie se tomaba muy en serio lo de discutir el manifiesto. Decían que, propusiéramos lo que propusiéramos, los comunistas acabarían imponiendo su borrador. En Montserrat eran bastantes los que no simpatizaban con los comunistas y temían ser manipulados. Justo tomaba muchas notas pero no intervenía en la discusión. Cuando empezaron a pasar para recoger sugerencias, todos nos volvimos a mirarle. Él se encogió de hombros y se guardó los papeles en un bolsillo.

—¿Entonces qué escribías? —dijimos.

—Cosas mías —dijo, esquivando nuestras miradas.

—¿Y la policía sigue sin venir?, ¿es que nadie ahí fuera tiene radio? —preguntó alguien.

Eso era lo que de verdad nos preocupaba: que tanto encierro y tanto debate y tanto manifiesto no sirvieran para nada.

Por la mesa de los organizadores seguía pasando gente que se acercaba al micrófono para soltar su discurso, dice Marc Jordana. Algunos se habían internado en las dependencias de la abadía buscando un sitio donde dormir, pero la mayoría, como no teníamos nada mejor que hacer, escuchábamos a los oradores y participábamos en las votaciones. De Chantal y sus escaramuzas me había desentendido por completo, y no me alegró verla venir con su sonrisa de falsa inocencia, como diciendo: Ya estoy aquí. Me besó en los labios y se sentó a mis pies, cruzando las piernas.

—Hola, soy Chantal —se presentó a los otros, y para irritarla la llamé por su verdadero nombre, Loreto.

—¿Chantal o Loreto? —preguntó Justo.

—Loreto, y aunque se haga llamar Chantal y tenga un Citroën no es francesa sino de Salamanca —me apresuré a decir.

Chantal me miró con odio y se inclinó hacia Justo:

—¿Tú crees que alguien que se llame Loreto puede vivir una sexualidad libre de ataduras e inhibiciones?

Estaba dicho. No hacía falta conocerla demasiado para adivinar quién iba a ser su próxima presa. Justo era un hombre ni guapo ni feo, tirando a bajito, de facciones corrientes, con unos ojos pequeños que habían empezado ya a recorrer el cuerpo de Chantal.

—¿Pero vosotros sois pareja o no? —preguntó, cauteloso, y ella le cogió una mano y comentó con un tono entre irónico y maternal:

—¡Cuánto te queda por aprender…!

Estaba claro que esa vez el numerito sería distinto. En lugar de las tiernas miradas, ahora tocaba el discurso sobre la nueva afectividad para una nueva sociedad, la guerra a muerte contra instituciones como la familia, el reivindiquemos la naturaleza subversiva del sexo… Sí, yo estaba a favor de todo eso, pero no me consideraba apóstol de nada. Además, tenía sueño. Cuando me levanté, Chantal, que había empezado a masajearle el cuello y los hombros a Justo, interrumpió un instante su monólogo para gritarme:

—¿Dónde vas? ¡Vuelve! ¡Que vuelvas, te digo!

Encontré sin problemas la zona de la hospedería. Fui probando dormitorio por dormitorio, pero todas las puertas estaban cerradas por dentro. Lo de dar con una cama en condiciones no iba a ser tarea fácil. Al menos, el pasillo era silencioso y se estaba caliente. Me acomodé como pude en un sillón y traté de conciliar el sueño. Al cabo de un rato se abrió la puerta de una habitación y vi alejarse a dos personas. La puerta había quedado entornada. Perfecto. De momento tenía un sitio donde reposar. Si alguien me reclamaba algo, me levantaría y solucionado. Me quedé dormido al instante. No sé cuánto tiempo habría pasado cuando noté unos golpecitos en la puerta. Me levanté a abrir y me encontré a Chantal y a Justo, cogidos de la cintura.

—Qué bien —dijo ella.

—¿Cómo que qué bien? —dije.

—Hay dos camas, digo yo que con una tendrás bastante.

—¡Que te lo has creído! —dije, y volví a cerrar, esta vez echando el pestillo.

Me metí de nuevo en la cama y me tapé la cara con la almohada. Pero, por supuesto, la cosa no iba a ser tan sencilla. Chantal golpeaba ahora la puerta con todas sus fuerzas y gritaba desde el pasillo:

—¡Abre, Marc!, ¿me estás oyendo?, ¡o abres o no paro de gritar en toda la noche!

La conocía muy bien y sabía que era capaz. Al final, harto, me levanté, agarré como pude el colchón y empecé a arrastrarlo hacia el pasillo. Abrí la puerta. Como no había mucho espacio entre ésta y una de las camas, me quedé atascado, con el colchón medio aplastándome y las sábanas enredándose en mis brazos y mis piernas.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó Chantal.

—¡Cállate y déjame pasar! —dije, como si fuera ella la que me estaba impidiendo salir.

Me señaló con el dedo. Dijo:

—¿Qué ocurre?, ¿que no aguantas que nadie folle a tu lado? ¿Lo ves ahora?, ¿ves como no has conseguido liberarte de los viejos convencionalismos pequeñoburgueses? ¡Sigues siendo un celoso y un posesivo, igual que lo fueron tu padre y tu abuelo, igual que lo fueron los neandertales! En el fondo crees que te pertenezco, ¿verdad? ¡Sí, es eso!, ¡es eso…!

Yo, que seguía forcejeando con el colchón, acabé tropezando y cayendo.

—¡Terminemos ya con este vodevil! —grité desde el suelo, sintiéndome ridículo, y de un empujón conseguí por fin sacar el colchón al pasillo.

Ella se abrazó a Justo y exclamó:

—¡Reconócelo, Marc!, ¡estás celoso!

—¡Estoy cansado!

—¡Estás celoso!

El griterío resultaba audible en toda la hospedería, y de algunos dormitorios se asomaba gente a curiosear. Yo seguía arrastrando el colchón, y delante de mí, desde el extremo del pasillo, vi venir a dos benedictinos jovencitos con expresión de apuro. Chantal pisó con fuerza el colchón para obligarme a parar.

—¡A mí no me engañas!, ¡eres un carca! —dijo.

—¿Por qué?, ¿porque quiero dormir soy un carca? —dije.

—¡Porque la única parte de tu cerebro que funciona es el paleocórtex!

—¿Paleocórtex?, ¡si hasta hace una semana ni sabías lo que significaba esa palabra!, ¡tú, la pijita de Salamanca que iba a misa todos los días…!

Dijo:

—¡Esa fase está superada y no tienes derecho a recordármela!

Los dos monjes habían llegado hasta nosotros y pedían calma con las manos, pero a mí ya no había quien me parara.

—¡En cambio tú sí que tienes derecho a despertarme para follar con otro! —grité.

Dijo:

—¿Lo ves?, ¿lo ves como eres el típico paleocortical?, ¡a ver cuándo superas tus contradicciones, Marc!, ¡la pareja es una estructura de poder!

—¡Pero es que tú y yo no somos pareja!, ¡vivimos en una comuna y allí nos acostamos todos con todos!

Uno de los monjes, escandalizado, se llevó las manos a los oídos. Seguí:

—¡Y no me hables de celos! ¡Si estás todo el rato queriendo ponerme celoso, será porque eres tú la que cree en los celos! ¡Yo lo que quiero es dormir!, ¿hace falta que me quede a miraros para demostrarte que no estoy celoso? ¡Porque, si hace falta, me quedo! ¡Venga, sí, a follar pero rapidito, y ustedes, hermanos, entren también a mirar…!

Los dos benedictinos ya no sabían dónde meterse, y los de los otros dormitorios habían formado un corrillo a una distancia prudencial y no se perdían detalle. El único que no daba señales de vida era Justo, que seguía en la habitación. Chantal me miró con desprecio.

—¿Ésta es la revolución sexual que tanto predicas? ¿A qué le tienes miedo? ¿A mi cuerpo? ¿A mi sexo? —preguntó.

Sin pensárselo dos veces, se soltó la cremallera lateral de la falda y la dejó caer a sus pies. Luego, con un contoneo procaz, se apresuró a desabotonarse la blusa, hasta quedar prácticamente en ropa interior. La cosa había ido demasiado lejos. Eso era más de lo que los dos religiosos estaban dispuestos a aguantar y, mientras uno se apresuraba a tapar nuevamente a Chantal, el otro me agarraba con fuerza del brazo y me sacaba de allí. Aún me dio tiempo de oír a mi espalda cómo ella me llamaba retrógrado y no sé cuántas cosas más.

Por lo menos, el resto de la noche pude descansar a gusto en el dormitorio en el que aquel monje me metió, dice Marc Jordana. Desde luego, lo nuestro (si es que había algo que podía llamarse así) estaba acabado, y mi intención era no reaparecer por la comuna mientras Chantal formara parte de ella. Pero en Montserrat, al menos de momento, había cosas más importantes en las que pensar. El domingo, algo después del mediodía, unas camionetas de la guardia civil bloquearon los accesos al monasterio. Entre unos y otros contamos hasta trece camionetas. Eso quería decir que las autoridades empezaban a tomarnos en serio. Entre nosotros crecía la excitación. Nos sentíamos, por fin, protagonistas de algo, y ese algo se volvía más importante a cada minuto que pasaba. Pronto supimos que L’Osservatore Romano había recogido nuestro manifiesto, y por la tarde corrió la noticia de que también había aparecido publicado en Le Monde, en aquella época periódico vespertino. Eso era, en definitiva, lo que se pretendía. El encierro había sido un éxito, y sólo faltaba saber si llegaría a producirse la intervención policial y cuándo. Cada cierto tiempo nos asomábamos al exterior para ver si había movimientos, pero los agentes permanecían en sus sitios, a la espera de instrucciones. Si, como se decía, el abad había hablado en varias ocasiones con altos cargos del ministerio de la Gobernación, bien poco sabíamos del contenido de esas conversaciones. La tensión y la incertidumbre hacían que el tiempo pasara más deprisa. Comí unos espaguetis que me ofreció un desconocido. Cuando empezaba ya a vencerme el sueño y buscaba un rincón donde tumbarme, caí en la cuenta de que en todo el día no me había encontrado ni una sola vez con Chantal. ¿Se habría marchado? ¡Ojalá! Aquella segunda noche, pese a las incomodidades, dormí de un tirón. Al día siguiente, lunes, debíamos elegir entre prolongar el encierro o abandonarlo a la hora prevista. Para mí las cosas estaban claras. Habíamos dado el testimonio que pretendíamos dar y captado la atención de la prensa internacional: nadie podía reclamarnos más. Por otro lado, tampoco podíamos complicar la vida a la comunidad de religiosos, con los que se había pactado que el encierro duraría cuarenta y ocho horas, y ni una más. El debate se inició al mediodía, y enseguida se vio que podía alargarse durante horas. La gente iba exponiendo sus razones. En realidad los argumentos estaban claros, y todo resultaba bastante reiterativo. Los que defendían la opción de seguir encerrados clamaban con solemnidad de héroes antiguos: ¡No hemos llegado hasta aquí para rendirnos! Pero daba la sensación de que lo hacían sólo por exhibirse y, por mucho que insistieran, difícilmente convertirían aquella victoria en una rendición. La cosa se alargaba tanto que yo mismo tomé la palabra para reclamar una votación. Dije que ya estábamos cansados de discusiones bizantinas y alegatos que no llevaban a ningún lado, y desde una de las filas del fondo se alzó una voz que gritó:

—¿A ningún lado? ¡Lo que no nos va a llevar a ningún lado es esa actitud vuestra de cobarde colaboracionismo! ¡Sí, he dicho cobarde, porque eso es lo que sois quienes queréis abandonar la batalla como ratas asustadas…!

Era Chantal, claro, siempre dispuesta a llevarme la contraria… Su intervención provocó una airada ola de protestas. Yo, por estar en el uso de la palabra, me apresuré a replicar:

—¡Sal, asómate y dinos qué es lo que ves! ¡Las fuerzas represivas nos tienen cercados, a nosotros, todos desarmados, y tú te atreves a tacharnos de cobardes y colaboracionistas! ¿Qué pretendes? ¿Que el monasterio acabe negándonos su hospitalidad y el régimen dictatorial tenga un pretexto para atacar? ¡Eso tiene un nombre: hacerles el juego, hacer el juego a la tiranía! ¡Me gustaría saber, en el fondo, de qué lado estáis quienes pretendéis alargar el encierro!

Mis palabras, pronunciadas con una elocuencia que a mí mismo me sorprendió, fueron acogidas con aplausos y murmullos de aprobación. Chantal, picada, hizo un amplio gesto que abarcaba a todos los presentes y acabó señalándome con el dedo:

—¡Cobardía es no saber estar a la altura del momento histórico!, ¡cobardía es encontrar las palabras engañosas que encubren las auténticas responsabilidades…!

Oh, Dios mío, le estaba saliendo la mala actriz que llevaba dentro… ¿Quién se creía que era? ¿Margarita Xirgu haciendo de Medea? Para disgusto mío, la gente la escuchaba con atención, y ella, envalentonada, alzaba las manos y seguía con su perorata:

—¡Cobardía es no ser capaz de encarar con entereza el propio destino…!

No, por favor, que no siguiera diciendo estupideces. Había que hacer algo para terminar con ese numerito.

—¡Ya está bien! —grité, y por lo menos conseguí hacerla callar—. ¡Ya está bien, Chantal!, ¡te sientas en tu silla y te estás calladita!, ¿tienes que estar siempre dando la nota?

Eso era justo lo que no tenía que haber dicho. Ahora todos me miraban con gesto de reproche. Que si la compañera tenía derecho a expresarse, que quién era yo para censurarla, que si bastante censura teníamos con la de Franco, que si estaba recurriendo a los viejos clichés del autoritarismo machista para imponer mi opinión… Con lo bien que había estado mi primera intervención, qué fácilmente lo había echado todo a perder. Chantal renunció a proseguir con su actuación, y yo me limité a enviarle una mirada de odio y a dejarme caer en mi silla. El debate, entre tanto, seguía por otros derroteros, y lo más sensato era esperar a que las cosas se arreglaran por sí mismas. Primero había que dilucidar si la votación era realmente el método idóneo de decisión, cosa que sólo podía esclarecerse mediante otra votación, y luego si la votación debía ser vinculante o no, para lo cual hacía falta otra votación previa que determinara si debía ser vinculante o no la votación acerca de si la votación debía ser vinculante o no… Cuando, por fin, se sometió el asunto central a votación, sólo cincuenta y dos manos se alzaron a favor de prolongar el encierro. Supuse que Chantal estaba entre esas cincuenta y dos personas, pero tampoco me molesté en comprobarlo. Qué importaba ya. A esas alturas, cansado y sucio y hambriento, lo único que yo quería era que todo acabara cuanto antes.

La salida debía producirse a las siete de la tarde, exactamente cuarenta y ocho horas después del comienzo del encierro, dice Marc Jordana. Uno de los potentes reflectores que iluminaban la totalidad de la plaza nos enfocaba directamente mientras formábamos algo parecido a una fila y nos disponíamos a salir. Era una luz cegadora, como las de los patios de las cárceles en las películas americanas. Te daba la impresión de que, si te echabas a correr, te perseguirían los perros y alguien te dispararía por la espalda. Pero nadie pensaba en echarse a correr. Delante de la puerta, tres agentes iban tomando nota de nuestros nombres y domicilios. Una vez mostrado el carnet de identidad, nos metíamos en el hotel que había al otro lado de la plaza y pedíamos cigarrillos, café, algo de comer. El bar del hotel se llenaba por momentos, y al cabo de un rato no había quien pudiera dar un paso. El bullicio era tremendo. Aunque la presencia de los guardias en el exterior nos seguía intimidando, teníamos una inequívoca sensación de triunfo. Cantábamos canciones prohibidas, brindábamos con lo que tuviéramos a mano, nos abrazábamos unos a otros. Luego la gente empezó a distribuirse por los coches, y unos a los que acababa de conocer me dijeron que en el suyo tenían sitio para mí. Mientras seguía al grupito hacia el aparcamiento vi a Chantal de pie junto al Citroën. Estaba sola, y en su desvalimiento había algo enternecedor. De Justo no se había vuelto a saber nada desde el sábado por la noche. Me despedí del grupo y fui hacia ella, que al verme bajó la vista y sonrió con timidez. Estaba guapa, la verdad, con ese aspecto suyo de chica decente de provincias.

—¿Esperas a alguien?, ¿dónde se ha metido tu amiguito?, ¿no se habrá perdido? —pregunté.

Chantal primero se encogió de hombros y luego bajó la mirada. Se había cansado de hacer de niña mala y sabía que, como siempre, tenía asegurado mi perdón.

—Ese tipo no era nadie, un idiota, un paleto… —dijo.

Permanecimos callados unos cuantos segundos más, y al final señalé la puerta del coche.

—Vamos, vamos, que hace frío, ve encendiendo el motor… —dije.

Habla Mateo Moreno

Ahora Justo me pasaba información muy buena, buenísima, dice Mateo Moreno. Lo del encierro de Montserrat, del que siempre se ha dicho que lo supimos por Le Monde, lo avisé con tres días de antelación. Otra cosa es que Revuelta, que siempre intentaba desacreditar a mi confidente, no quisiera darse por enterado. Cuando empezaron a llegar noticias y vi que todo se estaba desarrollando tal como Justo había anunciado, me puse a dar saltos de alegría. Aquello fue para mí un triunfo. Un gran triunfo: ya nadie en jefatura discutiría mi instinto para elegir a mis colaboradores, y el comisario tendría que tragarse sus chistecitos de ¿no te habrás vuelto maricón?, ¿no será que ése y tú…? Para valorar la importancia de mi información hay que tener en cuenta la época. En aquel momento no dábamos abasto: encierros aquí y allá, manifestaciones violentas, movilizaciones en fábricas y universidades, un cónsul alemán secuestrado, etcétera. Hacía falta un éxito policial y lo de Montserrat podía haberlo sido, pero, por la inoperancia de los mandos o por la cerrazón de Revuelta o por lo que fuera, no lo fue. Cuando el comisario me felicitó, lo que equivalía a reconocer su error, yo me quité méritos, y en mi fuero interno pensaba: Este cabrón no me lo perdonará jamás… Intuía que mi acierto, lejos de facilitarme las cosas, me las iba a complicar. No me equivocaba. Pero, para cobrarse la deuda, Revuelta necesitaba encontrar mi punto débil. Y lo encontró. O, mejor dicho, se lo inventó. Un par de meses antes había tenido lugar un suceso lamentable. La cosa fue tal como la voy a contar. A principios de octubre, Nixon viajó a Madrid, y ya sabíamos que habría lío delante del consulado. Lo de siempre: que si Vietnam, que si la CIA, que si las bases… La policía armada estaba preparada para lo que pudiera ocurrir, y algunos de la Brigada nos acercamos a husmear un poco. Nos acercamos quiere decir que nos metimos en el bar de siempre, el de al lado de jefatura, porque de jefatura al consulado no había ni doscientos metros. Yo estaba con varios compañeros, tomándome un carajillo. Luego empezó el barullo: carreras, gritos, ruido de sirenas… Campos y yo salimos del bar, y un tío canijo que corría mirando hacia atrás chocó contra nosotros y cayó literalmente a nuestros pies. Y al caer se le desparramaron todas las octavillas que llevaba escondidas dentro de la chaqueta. Conque sí, ¿eh? Lo cogimos, lo metimos en jefatura y lo esposamos a un radiador. Ni siquiera hablamos con él. Ni siquiera supimos si era español o francés o griego… Lo dejamos esposado al radiador, y ahí seguía cuando volvimos después del follón. Por la tarde fuimos tomando declaración a los detenidos. De él sólo nos acordamos al final, cuando ya era de noche. Fue Campos a buscarle, y volvió enseguida.

—¿Qué pasa?, ¿por qué esa cara? —dije.

—¡Hostiaaa! —dijo.

El tipo estaba muerto. Tal como le habíamos dejado, pero muerto. Y nadie le había tocado un pelo. El susto, o la emoción, un infarto, una bajada de azúcar, yo qué sé… Le registramos por todas partes y no encontramos nada. Ni documentación ni una puta carta ni una medalla con unas iniciales…: nada, ¿me explico? Ni siquiera sabíamos si era español o extranjero. ¿Qué teníamos que hacer con él? Vinieron varios superiores, Revuelta entre ellos, y alguien dijo:

—A ver cómo os las arregláis, porque aquí no se va a quedar…

Por suerte, lo habíamos encerrado en un despacho y ninguno de los otros detenidos lo había visto. Aprovechando que se estaban haciendo obras en uno de los patios, lo metimos en un saco, que luego rellenamos con escombros y cargamos en un coche celular. Salimos a la carretera y cogimos las curvas del Garraf. En cuanto llegamos arriba, lo sacamos del coche, lo arrastramos hasta un acantilado y lo tiramos al mar. Si el cuerpo apareció o no, yo no lo sé, pero lo cierto es que nunca volvimos a saber nada. Eso ocurrió a principios de octubre, dos meses y medio antes de lo de Montserrat, y en todo ese tiempo nadie mencionó el asunto. Y cuando digo nadie incluyo también al comisario Revuelta. Después de lo de Montserrat empezó con las indirectas.

—¿Qué sabemos de aquel tipo, el que se te murió en el despacho? Supongo que te habrás ocupado de averiguar si ha aparecido el cadáver… —me decía.

Atención a sus palabras: el que se te murió, te habrás ocupado… ¡Qué cabrón! Como si ese muerto fuera mío o como si yo hubiera hecho algo para que se muriera… ¡A eso es a lo que se le llama cargarle el muerto a alguien! Yo me callaba como un putas, confiando en que la cosa no tuviera consecuencias. Revuelta dejaba pasar un par de días y volvía a la carga. Ponía su cara más inocente y decía:

—Tendremos que investigarlo, tendremos que mirar si se ha denunciado alguna desaparición que coincida. Es nuestra obligación como policías, ¿no te parece, Moreno…?

¡Qué cabrón y qué hijo de puta! ¡Me estaba jodiendo bien jodido y encima fingía que lo hacía por cumplir con su deber! Las cosas siguieron así durante dos o tres semanas, hasta bien entradas las navidades. Me llamaba a su despacho y me decía:

—De la que te estás librando, Moreno…

Pero lo que de verdad quería decir era:

—De la que te estoy librando, Moreno…

Estaba claro que buscaba un intercambio, un trueque: yo te tapo lo tuyo, tú me das algo a cambio. Y era secundario que, por lo que pudiera ocurrir, tampoco a él le conviniera remover demasiado lo del muerto. La cuestión era tenerme bien cogido por las pelotas y, al mismo tiempo, presentarse delante de mí como mi protector. ¿Pero qué era exactamente lo que quería de mí? Si pretendía quedarse con mi confidente, me hacía una putada. ¡Con lo que me había costado formar a Justo, no estaba dispuesto a desprenderme de él cuando por fin su trabajo empezaba a dar fruto! Comprendí que tenía que entregarle algo a Revuelta. Le dije:

—Comisario, sé cómo localizar al que montó lo de Montserrat. Se llama o se hace llamar Juan García Esteban. Si lo quiere, es suyo.

—¿Juan García Esteban? —preguntó—, ¿no será un mindundi?

Quedamos en enseñar a Justo algunas fotos. Puse como condición que el encuentro debía celebrarse lejos de Vía Layetana. Ahora era yo el que no quería que a Justo se le viera entrar y salir de jefatura. Revuelta asintió con un bufido, y esa misma tarde él y otros dos inspectores aparecieron por el bar de la calle Marina. Yo a Justo lo tenía ya aleccionado:

—Te mostrarán unas fotos. Si ves la de García Esteban, lo dices. Si reconoces a algún otro, te callas.

Justo fue pasando las fotos una por una sin decir nada. Cuando llegó a la última, volvió atrás y sacó una.

—Éste es —dijo.

—¿Estás seguro, Rata? —dijo Revuelta.

—Estoy seguro.

Revuelta agarró la foto y frunció los labios como si fuera a escupir.

—El Eliseo, no te jode… —dijo luego, sonriendo.

Los comunistas estaban obsesionados con los chivatos, dice Mateo Moreno. Sospechaban de todo el mundo, en todas partes veían infiltrados… De Justo, en cambio, se fiaban bastante. Su paso por los calabozos de Vía Layetana era una especie de salvoconducto, y él, por su parte, había demostrado la habilidad suficiente para ganarse la confianza de unos y otros. Un buen confidente valía su peso en oro, mientras que uno malo sólo servía para provocar errores calamitosos. Mi misión, que primero había consistido en orientarle, ahora consistía en protegerle. Por eso me negué a que el encuentro se celebrara en jefatura, y por eso le dije que de todas aquellas fotos identificara sólo la de García Esteban. Lo que yo no quería era sacrificarle, sacrificar mi fuente de información, cosa que con toda seguridad ocurriría si de la noche a la mañana fueran detenidos varios de sus contactos. Yo al comisario le entregaba una pieza, y Justo no corría demasiados riesgos si el comisario, por su cuenta, hacía bien su trabajo y podía cobrarse unas cuantas piezas más. Pero Revuelta desperdició esa oportunidad. Por lo que luego supe, el tal Eliseu o Eliseo ya había pasado alguna vez por las manos del comisario cuando éste todavía era inspector. Eran viejos conocidos y, como él mismo decía, le tenía ganas. La detención se produjo una fría mañana de invierno. Campos y yo, en una esquina, tapábamos posibles vías de escape. En otra esquina estaban otros dos hombres y delante del portal el coche de Revuelta. La operación fue limpia porque la información era buena. En sólo diez minutos los dos inspectores estaban de nuevo en la calle con el detenido, que sangraba por una oreja. Revuelta, sonriente, salió del coche y le dio unos cachetes de bienvenida.

—Eliseo, cuánto tiempo, no me digas que no te alegras de verme —le dijo.

El tal Eliseo tenía fama de duro y, por lo que sé, no soltó prenda en los interrogatorios. Y aunque teníamos noticias de que solía tomar notas de sus citas con la gente, no se le encontró ningún papel, ningún cuaderno, ninguna agenda que pudiera conducir a otras detenciones, así que el éxito de Revuelta lo fue sólo a medias y, encima, no era de Revuelta sino mío y sólo mío, porque el único pájaro que llevaba en el zurrón se lo había cazado yo…

Estábamos a comienzos de 1971, dice Mateo Moreno. Hasta octubre de 1973, concretamente hasta el 28 de octubre, que fue cuando pillamos a los miembros de la Asamblea de Cataluña en la parroquia de María Medianera, en la calle Entenza, fueron muchos los activistas clandestinos que fuimos deteniendo gracias a los soplos de Justo. Algunos más importantes que otros, algunos más peligrosos que otros, pero en todo caso muchos, quizás más de cuarenta. Y todos pasaban por ser mérito exclusivo de Revuelta, que se llevaba las felicitaciones y las medallas… Al menos, eso mejoró mi posición dentro de jefatura. Por supuesto, el comisario ya no se permitía con respecto a mí ninguna de sus habituales insidias. Cada cierto tiempo me decía:

—Llama al Rata y dile que quiero hablar con él, vamos a ver si tiene algo interesante para mí…

Y yo hablaba con Justo y le poníamos en bandeja alguna detención, y lo que ahora me jodía era su manera de llamarle Rata. Sí, ya sé que entre nosotros era más prudente no usar su verdadero nombre, pero me parecía que en su manera de decir Rata había una repugnancia y un desprecio que el bueno de Justo no se merecía. Al fin y al cabo, muchos de sus éxitos se los debía a él, a Justo. El mayor de esos éxitos fue el de la Asamblea de Cataluña. Llevábamos más de dos años detrás de ellos, y al final los cogimos. Ciento trece, nada menos. Ciento trece dirigentes de la oposición al régimen en Cataluña. Allí había de todo: cristianos de base, independentistas catalanes, socialistas, comunistas… Y si la cosa salió bien fue gracias a Justo, que se había hecho medio amigo del organizador, un tipo del PSUC al que llamaban el Fantasma. De hecho, salió todo tan bien que no tuvimos ni que pegar un tiro, aunque íbamos preparados para lo que hiciera falta. Justo me había anunciado punto por punto cómo iban a ser las cosas. A la hora de la misa entrarían mezclándose con los feligreses, después se reunirían en uno de los locales parroquiales, a la entrada del local habría dos chicos haciendo de semáforo que sostendrían bajo el brazo un libro forrado de blanco para indicar que no había moros en la costa… Todo se cumplió tal como Justo me había dicho. Conocíamos hasta la contraseña. Tenían que decir: Venimos a celebrar el décimo aniversario de Paz en la Tierra. O de Pacem in Terris, ya no me acuerdo si lo decían en latín o en castellano o en catalán… Los muy cándidos creían que no los teníamos controlados porque habían conseguido pinchar nuestra onda de radio. Pero Justo ya nos lo había advertido y nosotros habíamos cambiado de frecuencia. ¡Ya lo creo que los teníamos controlados! Los dejamos entrar y luego, ¡paf!, los cazamos como a ratones. Sería a eso de las diez y media cuando recibimos la orden. Los de la policía armada llevaban metralletas, nosotros íbamos con pistolas. Uno de los que estaban en la mesa nos vio y, como si estuvieran esperándonos, gritó:

Ja són aquí!

Pero no nos estaban esperando: no tenían ni la más remota idea de que los teníamos pillados. Y menudo follón se armó. Les apuntamos con las armas y les ordenamos que se echaran al suelo. Unos tiraron los papeles que tenían en las manos, otros se los metieron en la boca e intentaron tragárselos, otros trataron de escapar por la iglesia o por los patios interiores… No se nos escapó ninguno porque teníamos toda la manzana vigilada. Los fuimos metiendo en las furgonetas y los llevamos a interrogar a Vía Layetana. Todos decían más o menos lo mismo: que se habían reunido para hablar de la encíclica, que no habían tenido tiempo de tratar ningún otro tema… ¡Qué iban a decir! Fueron todos procesados y multados, y el gobernador civil llamó personalmente para felicitar al comisario, al que poco después condecoraron. ¡Un nuevo éxito de Revuelta, y otra vez gracias a Justo o, como él seguía llamándole, gracias al Rata!

Lo más contradictorio es que el gran éxito de Justo fue también el comienzo de su fracaso, dice Mateo Moreno. Después de aquello, ¿qué sindicalista o qué político seguiría fiándose de él? Que le desenmascararan era cuestión de tiempo. Justo empezaba ya a no tener ningún valor como confidente. Estaba quemado, ¿me explico?, y tarde o temprano tendría que abandonar la colaboración con nosotros. Pero eso yo se lo había avisado mucho tiempo antes, porque no soy de los que dejan tirados a los suyos cuando ya no les sirven. Se lo había avisado, y además me había preocupado por buscarle alguna salida. Desde que empezamos a tenernos cierta confianza le decía que lo que debía hacer era estudiar.

—¿Estudiar?, ¿a estas alturas?, ¿no te parece que soy un poco mayor para ponerme a estudiar? —protestaba él, pero estaba claro que la idea no le disgustaba.

Yo me armaba de paciencia y le decía:

—Te sacas el bachiller para adultos, y luego vas a la universidad y te matriculas en lo que te apetezca…

Él se reía:

—¡Sí, hombre!, ¡y al año siguiente catedrático, no me jodas!

Se reía pero en realidad sabía que yo tenía razón. Sabía que algún día dejaría de sernos útil y que con las cuatro letras que había aprendido en el pueblo nunca encontraría un trabajo decente. Yo fingía enfadarme:

—¿No viniste a esta ciudad en busca de una vida mejor? ¡Pues eso es lo que te estoy diciendo!, ¡que, si estudias algo, tu vida acabará mejorando!

Justo negaba con la cabeza pero, en el fondo, su forma de negar se parecía mucho a un asentimiento. Los dos estábamos de acuerdo, aunque nunca lo declaráramos explícitamente, en que aquélla podía ser su última oportunidad de enderezar su vida, de convertirse en una persona digna, en alguien que no se odiara a sí mismo. En 1971, después de la detención de Eliseo, empezamos con el papeleo: la matriculación, las convalidaciones, todo eso. Primero tenía que aprobar un examen, y yo a veces me quedaba hasta las tantas con él para repasar las materias: ¿Quién escribió La Regenta?, ¿cuál es el símbolo del sodio?, ¿quién era el cardenal Cisneros…? Justo resultó ser bastante más avispado de lo que yo mismo pensaba. Sentía una curiosidad natural hacia todas las cosas, y no abandonaba una lección hasta estar seguro de haberla comprendido por completo.

—¿Tú tienes alguna idea de lo que es eso de la fenomenología? —me dijo una vez, y casi me cabreé.

—¿Cómo cojones quieres que lo sepa? —le dije—, ¡soy un policía, coño!, ¡no un premio Nobel de física!

Por aquella época empezó a aficionarse a la lectura, y yo, siempre que le veía con libros que no eran del temario, le tomaba un poco el pelo. Se los cogía y hacía como que los lanzaba lejos. Le decía:

—¿Qué libro es éste? Colección particular, de Jaime Gil de Biedma… ¡Ah, ahora al señorito le ha dado por leer poesías! ¿Y este tipo con cara de maricón es el Gil de Biedma ese? ¡A ver ese otro! Les dones i els dies, Gabriel Ferrater. ¡Pero si está en catalán…!

Justo se defendía:

—¿No te acuerdas? Te he pasado información sobre ellos un montón de veces. Me apetecía saber algo más sobre esa gente…

—¿Y por eso te los lees? ¡No hace falta que seas tan perfeccionista, hombre! ¡No pierdas el tiempo en estas cosas…!

Justo sentía curiosidad por la gente a la que investigaba pero es que, además, le gustaba leer. Yo le decía que, si tanto le gustaba, por qué no estudiaba Filosofía y Letras o Magisterio, y él se echaba a reír:

—¿Magisterio?, ¿tú me ves a mí de maestro?, ¿me imaginas rodeado de niños leyendo en voz alta Platero y yo?

Pasó el examen con buena nota. Para obtener el título de bachiller tenía que estudiar dos cursos, así que, si todo iba bien, podría entrar en la universidad dos años después, cuando tuviera treinta y cuatro. Estoy hablando de septiembre de 1973. Aunque las calificaciones no eran brillantes, consiguió aprobar todas las asignaturas, y tras muchas vacilaciones se matriculó en Derecho. Un mes después dimos el golpe a la Asamblea de Cataluña. Si no me importó correr el riesgo de sacrificarle, de sacrificar a mi confidente, fue porque lo tenía todo perfectamente organizado. Justo, apartado de la circulación, podría dedicarse a estudiar, y jefatura le seguiría pasando su asignación mensual a cambio de que nos tuviera al corriente de lo que ocurría en la facultad, en la que nadie le conocía. Tómatelo como una beca, le decía yo cada vez que le entregaba el sobre con las cuatro mil pesetas, y así pretendía darle a entender que no hacía falta que se esmerara demasiado: algún que otro chivatazo menor para cubrir el expediente, y basta. No es que Justo fuera un gran tipo, ni mucho menos, pero había acabado cogiéndole afecto y deseaba que algún día pudiera vivir como las personas normales, fuera de las cloacas en las que la vida le había metido. La información que ahora me pasaba valía muy poco: publicaciones universitarias de escasa circulación, líderes estudiantiles a los que ya teníamos fichados, profesores que aprovechaban la seguridad de las aulas para soltar mítines, asambleas en las que se había dicho esto o aquello… Era información de segundo orden, la clásica información que casi nunca conducía a nada: deteníamos de vez en cuando a alguno, que cantaba lo poco que sabía, pasaba la noche en el calabozo y por la mañana se iba a su casa tan contento. Pero estaba bien así. Yo no le pedía más, y los réditos del golpe a la Asamblea habían sido lo bastante importantes para que, al menos de momento, ni Revuelta ni los otros comisarios le exigieran nada.

Un día interrogamos a una loquita, una chalada (eso sí, muy guapa), que ni siquiera estudiaba Derecho, dice Mateo Moreno. Que no tuviera nada que ver con la facultad tal vez tendría que haberme escamado, pero no lo hizo. Según la información que Justo me había pasado, formaba parte de una de las células universitarias más activas y a través de ella podíamos llegar a algún pez gordo. Sin embargo, cuando le hice las primeras preguntas tuve la certidumbre de que no sabía ni lo que era una célula. Por supuesto, lo normal era que negaran toda actividad política. También lo era que dijeran no conocer a ninguna de las personas con las que se les relacionaba. Pero por lo general lo decían porque creían que debían decirlo, y no porque fuera cierto. Aquella chica decía no saber nada de nada ni de nadie, y Campos y yo teníamos la impresión de que estaba siendo totalmente sincera. O era una gran actriz interpretando el mejor papel de su vida o realmente es que estaba limpia. Pero algo, por poco que fuera, tenía que haber: si no, Justo no nos habría puesto sobre su pista. Campos echó un nuevo vistazo a su ficha, se la enseñó de lejos y dijo:

—A ver, Loreto…

Cuando Campos llamaba al detenido por su nombre de pila quería decir que no lo consideraba ni peligroso ni importante. Dijo Campos:

—A ver, Loreto, ahora no me vengas con que tampoco estuviste en el encierro de Montserrat…

La chica nos miró a los ojos y contestó sin dudar:

—Ahí sí que estuve. Fui con mi novio. Bueno, con mi novio de entonces…

—¿Y a qué fuiste?

La chica se encogió de hombros y no contestó, y Campos dijo:

—Tu alias es Chantal, ¿no?

Ella se llevó la mano a la boca, como conteniendo una carcajada.

—¿Mi alias? —dijo.

—¿A qué fuiste a Montserrat? —volví a preguntar, algo impaciente—. ¡Y no me digas que estabas haciendo turismo, Loreto o Chantal o como te llames…!

La chica suspiró y con un gesto pidió permiso para fumar. Campos asintió con la cabeza. Ella echó la primera bocanada de humo y dijo:

—A nada especial, a pasar el fin de semana, a conocer gente…

La suya no era la actitud entre medrosa y desafiante de quien tiene cosas que esconder.

—¿Qué gente? —dije.

—Gente —dijo.

—¿Con cuál de esa gente has seguido teniendo contacto? —dije, y ella volvió a encogerse de hombros:

—Con nadie. Ni siquiera con mi novio, porque rompimos poco después…

Dije:

—¿Seguro?

Dijo:

—Bueno, sí, hubo uno. Un palurdo. Me lié con él el primer día, el sábado, y el domingo se largó, no sé muy bien cómo, porque la guardia civil lo tenía ya todo rodeado. Pensé que no lo volvería a ver pero después no paraba de llamarme. Hay muchos así…

Campos soltó dos breves bufidos por la nariz y se puso sarcástico:

—¿Se acuestan una vez contigo y ya se creen con derecho a acostarse siempre?

Luego me miró como diciendo: Estamos perdiendo el tiempo, ya se puede ir, ¿no? Pero fue precisamente en ese instante cuando tuve la intuición.

—¿Quién es el tipo? —dije, y ella, apagando el cigarrillo, dijo:

—Un palurdo, ya le he dicho.

—Sí, un palurdo, pero ¿cómo se llama?

—Ya casi ni me acuerdo de él…

—Justo, se llama Justo, ¿verdad?

La chica receló por primera vez:

—¿Y usted cómo…?

Su actitud cambió de golpe. Ahora sí parecía tener cosas que ocultar, y sus respuestas eran esquivas e incompletas. Yo, tenso, trataba de atar cabos, y una y otra vez repetía las mismas preguntas: qué habían hecho en Montserrat, cuántas veces se habían visto después, cuándo fue la última vez que se vieron, si follaban o no siempre que se veían… Ella añadía algún que otro detalle a su versión inicial: Justo la había llamado unas cuantas veces, cuatro o cinco, y al final ella se había hartado de él y se lo había quitado de encima, lo había despachado… Pero yo necesitaba saber más, y mi insistencia podía parecer anómala, perversa: ¿Cómo lo despachaste?, ¿dónde estabais?, ¿estabais solos, estabais en la cama, había más gente…? La chica, de repente, se quedó en silencio. Hice una pregunta más, no recuerdo cuál, y ella me dedicó una mueca de desprecio.

—¿Así es como disfrutas? ¿Detienes a las mujeres para que te cuenten cómo follan? ¿Qué más quieres saber?, ¿si le comí la polla o me dio por el culo? —dijo, y yo perdí el control de mí mismo y le di una bofetada.

—¡Cállate, zorra! —grité, y Campos se apresuró a interponerse entre los dos.

La chica, asustada, soltaba unos gemidos que recordaban los maullidos de un gato. Campos la acompañó al cuarto de baño para que se arreglara un poco y luego la dejó marchar. Volvió al despacho y cerró dando un portazo.

—¿Qué te pasa? —me gritó—, ¿estás mal de la cabeza?

Después del pisito en la calle Berlinés esquina con General Mitre, Justo había vivido en dos sitios más, dice Mateo Moreno. Durante unos meses había vivido en un apartamento en Roger de Flor, y luego, durante casi un año, en un entresuelo del pasaje de San Antonio, cerca del mercado. La gente como él acaba acostumbrándose a cambiar constantemente de guarida y a borrar siempre las huellas. Ahora, desde hacía unas semanas, vivía en Santa Coloma, en unos bloques que habían construido junto al psiquiátrico. Localicé la casa, subí y llamé al timbre.

—¿Quién es? —preguntó él desde dentro.

—¡Abre! —grité.

En cuanto me vio se dio cuenta de lo rabioso que estaba.

—Qué sorpresa —dijo, e hizo un gesto algo paródico hacia el interior del apartamento, como invitándome a valorar el mobiliario vulgar y las reproducciones baratas de Dalí y Van Gogh.

—¿Qué te ha hecho esa chica?

—Pasa y siéntate, hombre —dijo.

Me senté en el sofá de escay y volví a decir:

—¿Qué te ha hecho esa chica?

—¿Quién? —dijo él, sentándose también.

—No te hagas el tonto, sabes muy bien de quién te estoy hablando.

—¿Desde cuándo te preocupas por esa gente? —dijo, y yo insistí:

—¿Qué te ha hecho para que quieras vengarte de ella?

Justo adoptó un tono sarcástico:

—¿Tú qué eres?, ¿un caballero andante que va rescatando damiselas? ¿O es que te la has follado y ahora estáis enamorados?

Yo guardé silencio y él me guiñó un ojo.

—Es buena en la cama, ¿a que sí? —dijo, y sentí unos deseos incontenibles de partirle la cara.

—¡Cállate, Rata! —grité.

Oírme llamarle otra vez así al cabo de tanto tiempo le convenció de que la cosa iba en serio. Saqué un sobre que llevaba doblado en el bolsillo de la gabardina y se lo lancé. Justo, sin mirarlo, lo dejó sobre la mesita, junto a un par de libros, algunas revistas y restos de comida.

—Ábrelo.

Después del interrogatorio a la chica esa, me había pasado un buen rato revisando los chivatazos de Justo. La mayoría de las veces, sus informaciones nos habían permitido detener buenas piezas, pero entre ellas había de vez en cuando alguna que no conducía a nada. Eran siempre informaciones poco concretas, y se espaciaban en el tiempo de forma que no parecían estar relacionadas. Pero lo estaban. Justo, indolente, abrió el sobre y echó un vistazo a su contenido. Eran fichas que él mismo había redactado, con esa caligrafía suya, apretada, mezquina. Señalé la primera de las fichas. Dije:

—Esa tal Elena, Elena Castellnou, es Nita, ¿no? La Nita esa de la que tanto me hablabas. La Nita de la que estabas tan enamorado. La que tenía un padre influyente con el que querías hacer negocios, la que te ponía los cuernos con todo quisque. Y esos otros ¿quiénes son? ¿Los que se la tiraban? ¿Los que te ponían los cuernos con ella?

Señalé luego otra de las fichas. Dije:

—Aunque supongo que no todos se la follaban. Ese de ahí seguro que no. Quim Nebot, el mariquita más conocido de la ciudad. ¿Qué ha podido hacerte un tipo como él para que nunca le hayas perdonado…?

Él, risueño, casi altanero, dijo:

—No te pongas así, Mateo. Ya has visto qué clase de gente es. Zánganos, drogadictos, maricas, degenerados…: parásitos. Gente a la que tú y yo siempre hemos despreciado, ¿no, Mateo? No me digas que ahora te preocupas por gente así. Además, tampoco les ha pasado nada. Los habéis tenido unas cuantas horas encerrados, los habéis interrogado y luego los habéis soltado. ¿Tan grave es? Merecían un pequeño susto y se lo han llevado. Eso es todo. Créeme, Mateo…

Sacudí la cabeza. A él no podía decírselo, pero con algunos de esos tipos, creyendo que se resistían a colaborar, habíamos sido más persuasivos de lo habitual: algún toquecito con la porra, algún tirón de pelo, algún bofetón. Noté que mi silencio le incomodaba. Volvió a hablar:

—En cuanto a esa chica, Loreto, es verdad que nos vimos algunas veces y que al final discutimos. Pero eso es lo de menos. Si pensé que podía serte útil fue porque se ha follado a medio PSUC y no me pareció difícil que, tirándole de la lengua…

—Eres un cabrón, Rata —dije.

Dijo:

—Ya sé que soy un cabrón, Mateo.

Dije:

—Eres un cabrón.

Dijo:

—Si no lo fuera, no trabajaría contigo.

Dije:

—Tú no eres como los otros confidentes. Eres peor. Tú esto no lo haces por dinero o por desesperación. Lo haces por venganza. ¿De quién te estás vengando? ¿De tus antiguos amigos y tus antiguas novias, que te volvieron la espalda cuando las cosas empezaron a irte mal? ¿De la gente que te humilló? ¿De la gente que simplemente ha tenido mejor suerte que tú? No se lo perdonas, ¿verdad? No les perdonas que ellos sigan tan ricamente, con sus juergas, con sus drogas, mientras tú tienes que revolverte en la mierda y vives de la limosna que te da un puto policía como yo. Eres un cabrón, Rata. Me has estado utilizando, me has estado engañando…

Justo bajó la cabeza.

—¿Falta alguno? ¿Hay más gente a la que hayamos interrogado sin motivo?

Echó un nuevo vistazo a las fichas.

—No, no hay más, están todos —dijo, y después de un largo silencio añadió—: Perdóname, Mateo.

—Ya no puedo fiarme de ti. ¿Cómo voy a fiarme de ti después de esto?

Justo, afligido, negó varias veces con la cabeza, y luego me tendió la mano con timidez. No hice ningún ademán de ir a estrechársela.

—Por favor, no me hagas esto, estoy solo, eres mi único amigo… —suplicó, sosteniendo la mano en el aire.

Al final acabé estrechándosela. Me agarró la mano con fuerza.

—Está bien, olvidémoslo todo —dije.

Él me dedicó una sonrisa de agradecimiento y yo sonreí también, pero lo cierto es que el daño estaba hecho y que aquel día Justo me pareció tan despreciable como cuando lo conocí.

Habla Carme Román

En septiembre del 70 decidí cumplir la promesa que me había hecho a mí misma en el cementerio de Tarrasa, dice Carme Román. Matricularme de nuevo en Filosofía y Letras fue mi manera de recuperar esa vida posible que creía que me correspondía. Reconozco que no era el momento más oportuno. El tío Agustí acababa de tener la angina de pecho, y nunca como entonces había sido tan necesaria mi ayuda en la papelería y la casa. Cuando anuncié mi decisión, se apresuraron todos a felicitarme y darme ánimos, pero yo igualmente me sentí culpable. En lugar de descargar de preocupaciones a mi tía y mis primas, escurría el bulto y pensaba nada más en mi propia conveniencia. ¿Ésa era mi manera de agradecer todo lo que esa familia había hecho por mí? Pero es que, a mis veinticuatro años, tenía la sensación de que el tiempo empezaba a correr muy deprisa y de que la vida (la Vida, así, con mayúscula) pasaba por mi lado sin ofrecerme nunca posibilidades de elegir. Para una oportunidad que se me había presentado, había resultado ser una estafa. ¿De verdad no tenía derecho a una segunda oportunidad? Visto ahora, tanto tiempo después, está claro que veinticuatro son muy pocos años, poquísimos, pero eso díselo a alguien que empieza una carrera universitaria cuando ya los de su edad hace un par de años que se licenciaron… Como por la tarde era cuando más trabajo había en la papelería, empecé el curso asistiendo a las clases de diurno, en las que casi todos mis compañeros eran siete años más jóvenes que yo. ¡Qué vieja me sentía! Menos mal que todavía estaba a tiempo de pasarme a nocturno. Lo comenté con Irene y Enriqueta, y no pusieron ninguna pega: por la mañana me ocuparía de la tienda y por la tarde iría a la facultad. Entre los compañeros de nocturno había gente de muy diversas edades, y no me resultó difícil adaptarme. Casi todos ellos trabajaban en algo que no les gustaba, y la tardía vocación docente ocultaba apenas sus ansias de cambio. Me imagino que lo que me hacía sentirlos cercanos era ese vago descontento. Eso y la impresión de que sus inquietudes, sólo por ser distintas de las de las personas a las que yo frecuentaba, se parecían más a las mías.

En realidad no era así, pero qué importaba, dice Carme Román. Yo nunca había sido una gran lectora y el teatro me había interesado más bien poco, y sin embargo los libros y el teatro formaban ahora parte de mis conversaciones con mis compañeros. Creo que para mí no se trataba tanto de abandonar mi pequeño mundo heredado como de poder elegir. Por primera vez podía elegir a mi gente. O, lo que es más importante, por primera vez podía elegirme a mí misma: quién quería ser, en quién quería convertirme. Enseguida se formó un grupo de amigos que nos guardábamos sitio en las aulas, nos juntábamos en la cafetería de la facultad y quedábamos para salir los fines de semana. Si alguna vez mis primas se interesaban por mis nuevas amistades o se ofrecían a acompañarme a alguna de mis citas, yo me las arreglaba para cambiar de conversación. Tenían que ser dos mundos diferenciados: el de mi familia y el verdaderamente mío. Yo pertenecía al primero, pero el segundo me pertenecía a mí. Las citas de los sábados no tardaron en convertirse en una costumbre. Al principio no teníamos un sitio fijo. Después acabamos haciéndonos asiduos del bar Velódromo, en la calle Muntaner, que era donde Emili, uno del grupo, solía jugar al billar. El Velódromo no era todavía el café antiguo que acabaría siendo quince o veinte años después. Entonces era sólo un bar viejo. Un bar viejo y grande y destartalado en el que los ancianos se reunían para jugar al dominó y los jóvenes para intercambiar apuntes. Las mesas de billar francés, con los tapetes verdes destacando en la oscuridad del fondo, daban al local un aire de casino de pueblo que a mí me encantaba, y desde el piso de arriba, en el que nosotros nos poníamos, se oía el pausado entrechocar de las bolas. Hablábamos de novelas y de teatro. O, mejor dicho, hablaban, porque a mí todo me sonaba a chino. Nunca en mi vida había oído mencionar ninguno de esos nombres que ellos manejaban con tanta soltura (Heinrich Böll, Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet, Cesare Pavese…), y una vez hablaron de Beckett y, tonta de mí, yo entendí Bécquer y exclamé:

—¡Ah, me encanta la poesía esa de las golondrinas!

Aunque nadie me lo tuvo en cuenta, después de aquello quedé tan avergonzada que me obligué a frecuentar la biblioteca y a leer a esos autores que tanto les gustaban. Poco a poco fui poniéndome a la altura de los demás. Algunas veces alguien llevaba un libro y nos leía el párrafo o el fragmento que más le había impresionado. Con el tiempo, eso dio paso a lecturas completas de breves textos dramáticos, y éstas a algo que podríamos llamar ensayos… Así fue como, sin habérnoslo propuesto, nació nuestra modesta compañía de aficionados, a la que pusimos el nombre de La Legua.

Actriz de teatro, ¿por qué no?, dice Carme Román. Que jamás me lo hubiera planteado no quería decir que no estuviera dotada para serlo. Para mí el futuro era una pizarra en la que no había nada escrito, y ahora escribía en ella la palabra actriz del mismo modo que habría podido escribir cualquier otra. Actriz, por qué no… Después de largas discusiones en el Velódromo, nos decidimos por La lección, de Ionesco, que habíamos leído en la edición argentina de Losada y cuya puesta en escena no podía ser más sencilla: una mesa, unas sillas y muy poco más. Ensayábamos en una pequeña sala cedida por el decanato. El papel de la alumna se lo quedó Alicia, una chica que ya había actuado alguna vez, y a mí me tocó el de la criada. Estaba claro que, al lado de la alumna y del profesor, que experimentaban una violenta transformación a lo largo de la función, el mío era un personaje auxiliar, más bien pobretón y carente de brillo. Me acuerdo de la larga discusión en la que el profesor preguntaba a la alumna: Si usted tiene dos orejas y me como una de ellas, ¿cuántas le quedan? Dos, decía la alumna. Una, decía el profesor. Dos, volvía a decir ella. Una, volvía a decir él, y luego se pegaban un rato largo diciendo solamente: ¡Dos!, ¡una!, ¡dos!, ¡una!, ¡dos…! Nos reíamos tanto que en más de una ocasión tuvimos que interrumpir el ensayo, y en esos momentos sí que me habría gustado ser la alumna y que la gente se partiera de risa cada vez que yo, con una entonación diferente, dijera: ¡Dos!, ¡dos!, ¡dos…! Emili era el director pero allí opinábamos todos, y lo pasábamos muy bien dando ideas y sugiriendo cambios. Con Emili, por cierto, tuve una relación que duró algunos meses. En aquella época me dio por recuperar el tiempo perdido y liarme con hombres. Los elegía siempre mayores que yo. Parecía uno de esos personajes que inventan los novelistas mediocres: la chica que busca en los hombres al padre que perdió antes de tiempo. Pero es que yo no quería novios sino amantes, y con esas relaciones desiguales corría pocos riesgos de acabar atrapada en una pareja estable. Con quien más tiempo duré fue precisamente con Emili, que tenía diez años más que yo y estaba casado desde los veinte. Al bueno de Emili, un izquierdista católico (pero mucho más católico que izquierdista), aquella situación le atormentaba. Nos veíamos después de los ensayos en el apartamento de un amigo suyo que pasaba todos los fines de semana fuera, y siempre acababa soltándome la misma letanía: que si esto no puede seguir así, que si yo te quiero a ti, que si mi mujer pertenece al pasado y mañana mismo hablaré con ella… Yo sabía que nunca hablaría con su mujer, y por eso estaba tranquila: si de verdad algún día llegara a dejarla, Emili se convertiría en una amenaza para mí. Cuando nos despedíamos en el ascensor, volvía a la carga.

—Esta vez sí, hablo con ella y la dejo —decía.

—Ni se te ocurra —decía yo.

—Dices eso pero en el fondo deseas lo contrario —decía él.

—Digo lo que digo porque es lo que deseo —decía yo.

—¿Por qué deseas lo que no dices y no dices lo que deseas? —decía él.

Ay, lo nuestro sí que era teatro del absurdo, y no lo de Ionesco…

La idea era representar la obra en mayo, antes de los exámenes finales, dice Carme Román. Para entonces lo mío con Emili ya había terminado, y él, después de varias sesiones de lágrimas y reproches, había vuelto a ser un marido ejemplar. Alicia, Emili y yo nos recorrimos todos los colegios universitarios y las cajas de ahorros en busca de un sitio en el que estrenar. Al final conseguimos que el Instituto de Estudios Norteamericanos, en la Vía Augusta, nos cediera el salón de actos para una única función. Perfecto. Con eso nos bastaba. Llenamos la facultad de carteles: los tablones de anuncios, las columnas del patio, las puertas del bar. Cuando llegó el día, estábamos nerviosísimos. Habíamos ensayado mucho pero siempre sin público, y podía ocurrir cualquier cosa. Por la mañana montamos el escenario, probamos las luces e hicimos algo parecido a un ensayo general, que nos dejó bastante descontentos. Luego pasé por casa para comer algo y relajarme un poco (no conseguí ni lo uno ni lo otro). Mis tíos y mis primas tenían ya preparada su mejor ropa, y estaban tan excitados que parecía que fueran a asistir a un estreno de alto copete en el Liceo en vez de a una modesta representación amateur. Lo que más me sorprendió fue comprobar que nadie se iba a quedar a cargo de la tienda.

—Esta tarde no abrimos, la ocasión lo merece —dijo mi tío, guiñándome un ojo mientras se probaba una corbata ante el espejo.

A eso de las cinco volví al Instituto, donde Emili, con la ayuda de otras personas, trasladaba la mesa en la que iban a venderse las entradas. Emili me presentó a la chica morena que estaba a su lado.

—Berta, Carme… —dijo, algo apurado.

La chica, de una belleza exótica que recordaba a Ali MacGraw, la actriz de Love Story, me miró con suspicacia, y yo adiviné que era su mujer.

—Encantada —dije.

¿Había sido tan ingenuo como para hablarle de mí? Bueno, qué importaba ya… En cuanto se abrieron las puertas, se formó una pequeña cola para las entradas. A la cabeza de la cola estaban mis tíos y mis primas, que me saludaron con timidez.

—Acordaos de que tenéis invitaciones a vuestro nombre —dije, y mi tía negó con la cabeza y se golpeó la palma de una mano con los nudillos de la otra, como diciendo: Queremos pagar.

Sonreí. Sabía que ésa era su manera de decirme que me querían y que estaban orgullosos de mí. Pero quedaba ya muy poco rato y teníamos que seguir con los preparativos. Entré en la habitación que utilizábamos como camerino y me puse mi ropa de criada: unas sayas oscuras, un delantal, un pañuelo para la cabeza. Alicia, Emili y los demás estaban tan nerviosos como yo misma. Alguien se asomó al patio de butacas y dijo que había casi doscientas personas: mucho más de lo que habíamos esperado. Sin embargo, faltó muy poco para que todo se fuera al traste. Cuando ya estábamos listos para salir al escenario, apareció una de las secretarias del Instituto con expresión de alarma.

—Está la policía, dicen que la representación no ha sido autorizada… —dijo.

Al cabo de un par de minutos llegaron dos policías de paisano. Lo que más me molestó de ellos fue su chulería.

—¿Es que ustedes no leen los periódicos?, ¿no han oído hablar del estado de excepción? —nos decían, tocándolo todo, revolviéndolo todo, despreciándolo todo.

Era verdad que, desde diciembre del año anterior, con motivo del proceso de Burgos, regía el estado de excepción y que, entre muchas otras cosas, eso quería decir que todo espectáculo estaba obligado a pasar censura previa. ¿Pero cómo pensar que nos lo fueran a exigir para una función tan humilde como la nuestra y para una obra, además, que otras compañías habían representado antes que nosotros? Emili y los policías se retiraron a parlamentar, y la representación obtuvo finalmente permiso para comenzar, con la condición de que sería interrumpida si, desde el público o desde el escenario, se pronunciaba alguna frase que pudiera considerarse subversiva. Entre tanto, la gente, inquieta por el retraso, debió de olerse lo que estaba ocurriendo y, cuando los dos policías, con los brazos cruzados, se situaron a ambos lados de la entrada, se volvió hacia ellos y empezó a gritar: ¡Fuera, fuera! Me asomé discretamente al patio de butacas y me gustó ver que también mi familia participaba en los abucheos, cada uno a su manera: mis primas gritando con todas sus fuerzas, la tía Josefa negando con la cabeza, el tío Agustí alzando los brazos con sagrada indignación… Para que la cosa no llegara más lejos, Emili mandó apagar las luces. Se hizo el silencio y mi voz surgió entre los bastidores pronunciando las primeras palabras de la obra: ¡Sí, un momento! De los policías no volvimos a tener noticias, y la función transcurrió sin incidentes. Aislada del resto del mundo, que era sólo una mancha oscura más allá de los focos, me sentí plena, feliz, ilimitada… Mi personaje era bien poca cosa, sí, y mis intervenciones no permitían grandes lucimientos, pero ¡qué placer experimentaba actuando, transformándome en alguien que nada tenía que ver conmigo! Alguna vez he oído comentar que muchos grandes actores eran unos tímidos enfermizos que, mientras daban vida a sus personajes, conseguían liberarse momentáneamente del lastre de la timidez. Yo jamás llegué a ser una gran actriz, pero es cierto que en el escenario me sabía libre de culpas e inhibiciones, sin otra responsabilidad que la de vivir por un tiempo una vida que no era mía. La representación fue buena, muy buena, y el público nos premió con un largo aplauso. Al final salimos todos a dar las gracias y, con un sonido de olas, como un vaivén, la ovación arreciaba cuando decían el nombre de cada uno de los miembros de la compañía. Y justo en el instante en que sonó mi nombre e hice con la cabeza un gesto de agradecimiento fue cuando creí distinguir su rostro al fondo de todo, en una de las últimas filas, cerca ya del pasillo izquierdo. ¿Era él o no era él? ¿Era Justo, Justo Gil Tello, mi antiguo socio, mi desgracia? Tratando de salir de dudas, lo busqué con la mirada y no lo volví a ver. No, me dije, seguro que no era él. Imposible. No podía ser que precisamente en ese momento lo peor de mi pasado reapareciera para perseguirme… Miré entonces a mi familia. Estaban en una de las filas de delante, aplaudiendo con entusiasmo, y al ver que les miraba asintieron los cuatro con la cabeza y sonrieron.