La primera vez que le vi, pensé que era el típico jovencito de la zona alta, dice Elvira Solé. Ya me entiende: un niño de papá, un pollo pera, como entonces se decía. Con ropa cara, con estudios en colegios de pago, con la vida más o menos resuelta… Pero me equivocaba. Estoy hablando del año 68. Yo trabajaba de secretaria en Construcciones Nebot. Bueno, trabajaba de secretaria, de telefonista, de chica de los recados… De lo que hiciera falta: ¡hasta de chófer hacía! Todas las mañanas, antes de ir al trabajo, el señor Nebot asistía a misa de ocho en la iglesia de San Gregorio Taumaturgo, en la calle Ganduxer, muy cerca de su casa. A la salida de misa, un taxi le recogía para llevarle a la oficina, que estaba en la calle Nicaragua, en un bloque construido por la empresa. El taxista era el mismo desde hacía años, un hombrecito que llevaba siempre un mondadientes entre los labios. Se llamaba Ulpiano. Era algo así como el taxista personal del señor Nebot. Le decía: ¡Ulpiano, venga a buscarme a tal hora!, ¡Ulpiano, vaya a casa a recoger tal cosa…! Ulpiano para arriba, Ulpiano para abajo. A mí en la oficina me consideraban una moderna sólo porque me había empeñado en sacarme el carnet de conducir, y hubo mucho pitorreo cuando por primera vez me vieron llegar en mi coche, un Gordini al que yo había bautizado como Hardy, por el gordo del Gordo y el Flaco. En aquella época, los hombres todavía se burlaban de las mujeres que conducían. Nos silbaban, nos tocaban el claxon, nos llamaban desertoras de la cocina… Bueno, la cuestión es que el tal Ulpiano se puso enfermo o se jubiló, no sé muy bien, y que un día el señor Nebot me hizo ir a su despacho y me dijo:
—O sea que usted vive en San Antonio María Claret, o sea que no tendría que desviarse demasiado si pasara por la calle Ganduxer…
El señor Nebot solía empezar las frases así: O sea que, o sea que… Sacudió un poco la cabeza y añadió:
—O sea que mañana a las nueve menos cuarto quiero que esté esperándome con su coche a la salida de misa.
Y, en efecto, a la mañana siguiente estaba esperándole con mi Hardy para llevarle a la oficina. Así fue como me convertí en su chófer, o su choferesa, o como se diga. Al principio no parecía fiarse mucho de mis habilidades como conductora. Me decía: Ojo con el semáforo. O: Tenga cuidado con ese coche. O: No hace falta que corra… Luego ya fue ganando confianza, y se desentendía de la conducción y se interesaba por mi vida:
—O sea que su padre tiene una ebanistería en la calle Sicilia…
Los compañeros de trabajo veían al señor Nebot salir de mi Hardy y no podían ocultar su envidia. Se habían reído de mi coche y de mi carnet, y gracias a mi carnet y a mi coche tenía con el señor Nebot una familiaridad con la que ellos no podían ni soñar.
En la empresa se trabajaba mucho y bien, dice Elvira Solé. La ciudad crecía sin parar. Seguían llegando emigrantes de muchos sitios de España, y los que habían llegado en los cincuenta habían logrado prosperar y podían ya permitirse una vivienda decente, con electrodomésticos, con calefacción. La ciudad, además, crecía hacia todas partes: hacia la montaña, hacia Badalona, hacia Hospitalet… El señor Nebot sería lo que fuera, pero no se puede negar que para los negocios era un lince. Previendo lo que iba a ocurrir, había ido comprando terrenos aquí y allá. Normalmente eran huertas o simples descampados, y no le habían costado casi nada. Muy pocos años después, aquello valía un Potosí. Claro que el señor Nebot estaba muy bien relacionado. Era amigo del alcalde. De toda la vida. De los años veinte, de la facultad de Derecho. Por eso nunca tenía problemas con las licencias de obras, las recalificaciones y todo eso. Si le faltaba algún papel o un funcionario municipal se ponía tiquismiquis, el señor Nebot descolgaba el teléfono y decía: Oye, José María… Y todo se solucionaba. En aquella época, donde más construíamos era en el Guinardó. Algunas mañanas el señor Nebot se montaba en mi Hardy y, en lugar de a la oficina, me decía que le llevara a ver las obras. Iba sólo para dejarse ver. Sabía que sus hombres rendían más si de vez en cuando le veían por ahí cerca. Y no era porque él fuera a exigir cuentas al jefe de obras o al capataz. Tampoco porque fuera a gritar a ningún obrero si le veía fumarse un pitillo o gandulear junto al botijo. No, el señor Nebot nunca levantaba la voz, y yo creo que su autoridad le venía de ahí: de que todo el mundo sabía que no necesitaba levantar la voz para que sus órdenes se cumplieran al momento. Era como si tuviera algo que nadie más tenía: una fuerza interior, una seguridad que le nacía muy dentro y se manifestaba con naturalidad en su voz, en su mirada, en sus gestos… Si él decía tal, se hacía tal, y si decía cual, pues se hacía cual. Y nadie le discutía nada y a nadie tenía que repetir las cosas. He trabajado en otros sitios, he tenido otros jefes, y todos eran jefes sólo porque eran jefes, no sé si me explico. Lo del señor Nebot era diferente. Su autoridad no tenía que ver con el hecho de que fuera el jefe. Tampoco con el dinero, ni con el éxito profesional, ni con la edad… Yo creo que su autoridad residía en el mismo escondrijo del alma en el que residen las convicciones, los principios morales, las creencias religiosas… El señor Nebot era un hombre muy religioso. Y no lo digo sólo porque fuera a misa todos los días… Algunas mañanas, mientras le llevaba y le traía en el coche, le miraba por el espejo retrovisor y, viéndole con los ojos cerrados, me parecía que aprovechaba para dormitar un poco o descansar. Nada de eso. Pronto descubrí que, muchas de esas veces que parecía ensimismado o ausente, en realidad estaba rezando. Rezando. Luego, de repente, daba un respingo y decía algo así como:
—O sea que han anunciado lluvia para hoy… ¿No le parece admirable la lluvia? ¡Toda esa agua que se evapora del mar y se concentra en las nubes y viaja alrededor del planeta y se reparte en millones y millones de gotas! Imagine todas las gotas que caen cada día en todos los rincones del mundo. E imagine todas las gotas que han caído sobre la tierra desde que el mundo es mundo… Cada una de esas gotas es una creación prodigiosa, perfecta. ¡Multiplique ahora esa perfección por todos esos millones de millones de gotas!
Al señor Nebot le maravillaba la infinita complejidad de los seres y las cosas, y en todo veía la mano del Creador. Recuerdo que en la bandeja trasera de mi Hardy llevaba una piña seca que había cogido en una excursión al monte. El señor Nebot la observaba y la tocaba, y decía:
—¿Se da cuenta del tiempo que tardaría un artesano en tallar una figura como ésta? ¡Y seguro que no le saldría tan hermosa!
Pero también en la obra del hombre veía la mano de Dios. Por entonces, en las cocinas de los pisos de cierta categoría solíamos instalar un desagüe auxiliar con triturador de residuos. El señor Nebot me explicó una vez su funcionamiento, y luego dijo:
—¿No le parece increíble que Dios haya sido capaz de crear al ser humano, que es capaz de idear algo así?
Lo del triturador, por cierto, era cosa de Justo, dice Elvira Solé. Una de las empresas que representaba fabricaba accesorios y equipamientos para cocinas: fregaderos, extractores… Alguien que se dedicaba a vender esas cosas dependía para todo de los constructores, y el señor Nebot era en aquella época uno de los fuertes. Al principio, cuando les veía salir juntos de San Gregorio Taumaturgo, me parecía la cosa más normal del mundo. Daba por sentado que los dos pertenecían al mismo ambiente, el mismo barrio, la misma clase social, y no podía extrañarme que tuvieran también las mismas costumbres, como por ejemplo ir a la misma hora a la misma iglesia. La primera vez que hablé con él no varió la impresión que me había formado antes de conocerle. Supongo que fue por su comentario sobre el nombre de mi Gordini. Mientras se despedían, el señor Nebot tardó un poco en entrar en el coche, y no sé cómo fue pero la cuestión es que dijo algo sobre mi Hardy. Entonces Justo, pronunciándolo a la francesa, preguntó:
—¿Hardy por Françoise Hardy?
—No —dije yo, avergonzada—, Hardy por Oliver Hardy, el gordo del Gordo y el Flaco.
Y me pareció que ese pequeño detalle indicaba lo distintos que eran nuestros mundos: el suyo, un mundo de tocadiscos nuevos, cantantes de moda y palabras francesas, y el mío, un mundo de diversiones ruidosas, cines de barrio y castañas asadas.
El señor Nebot tenía un hijo que era un tarambana, un bala perdida, dice Elvira Solé. Se llamaba Joaquín, como el padre, pero algunos le llamaban Quim, otros Quino, otros Quinito… Nadie le llamaba Joaquín, un nombre demasiado serio para alguien como él. Era como si hubiera nacido para ser un adolescente perpetuo y no llegar nunca a convertirse en adulto. Había empezado cuatro carreras y en ninguna había pasado de primero. Salía todas las noches y sus juergas eran legendarias. En la mili habían estado a punto de formarle consejo de guerra porque, en lugar de volver a su cuartel en Ceuta después de un permiso, decidió quedarse en Algeciras, en un puticlub o algo así… ¡A saber los hilos que tuvo que mover su padre para que no le acusaran de prófugo, o de desertor, o de lo que fuera! Eso sí, lo que no se podía negar es que era muy salao, y hasta los maridos se reían de los chistes que hacía sobre los culos gordos de sus mujeres. La verdad es que tenía gracia. Desde luego, no parecía hijo de su padre. Ni hermano de sus hermanos. ¡Con lo formales que eran todos en su familia, y él siempre de juerga y jijí-jajá y viva la Virgen! Se juntaba con gente de todo pelaje: actores, músicos, marineros, prostitutas, simples borrachos… A veces se metía en peleas y acababa con un ojo morado. Por aquella época hizo una trastada de las grandes. No sé qué pudo ser. Lo único que sé es que el señor Nebot tuvo que ir una mañana a sacarlo de comisaría. Y eso lo sé porque yo misma, a la salida de misa, lo llevé en mi Hardy. La policía debía de haberle avisado algunas horas antes, pero el señor Nebot no parecía tener prisa.
—Aparque en esa esquina y espéreme —me dijo cuando llegamos a comisaría.
Al cabo de media hora los vi aparecer. Quim llevaba la camisa por fuera del pantalón, pero por lo demás no tenía mal aspecto. Anduvieron unos cuantos metros y el señor Nebot le hizo parar. Desde donde yo estaba no podía oírles, pero los gestos de uno y otro resultaban elocuentes: el padre señalándole con el índice, el hijo asintiendo avergonzado. Luego echaron a andar hacia mi Hardy. El señor Nebot se sentó, como siempre, en el asiento trasero y, cuando Quim se disponía a entrar en el coche para ponerse a su lado, el padre le detuvo con un gesto y le dijo:
—Tú delante.
Era su forma de decirle que a partir de ese momento le iba a tratar como a un empleado, y no como a un hijo. Al día siguiente empezó a trabajar en la empresa. El señor Nebot quería tenerlo bien amarrado y trató de imponerle sus propios horarios. Los primeros días iban juntos a la iglesia y luego yo los recogía para ir a la oficina. Pero eso duró poco, y al cabo de una semana Quim ya sólo aparecía cuando la misa estaba a punto de acabar. Se sentaba a mi lado en el morro de mi Hardy y, fumando el primer cigarrillo del día, esperábamos a su padre. Es verdad que me gustaba, no lo puedo negar. Pero es que Quim nos gustaba a todas las chicas de la oficina. Guapo, divertido, hijo del jefe, con fama de canalla: ¿cómo no nos iba a gustar? Que fuera un completo inútil no le restaba ni un ápice de encanto. No sabía manejar la calculadora, era incapaz de escribir a máquina, carecía de aptitudes para las ventas… Y, lo peor de todo, no tenía el menor interés en aprender. Ah, pero era el hijo del jefe, y hubo que ponerle un despachito donde pasara las horas. De la noche a la mañana, se había convertido en nuestro flamante jefe de compras. Pero eso y nada venían a ser lo mismo, porque de las compras, como de tantas otras cosas, se ocupaba personalmente el señor Nebot. Llegaba Quim a su despacho, colgaba la americana en el perchero y se ponía a hablar por teléfono con unos y con otros. Él a eso lo llamaba hacer negocios; los demás lo llamábamos holgazanear. De vez en cuando recibía a algún amigo o conocido que no siempre tenía que ver con el trabajo. Justo empezó pronto a frecuentar el despachito, y desde mi mesa, que estaba en el otro extremo de la oficina, les oía reír y les veía fumar.
Para entonces ya me había dado cuenta de que Justo no pertenecía a la misma clase que los Nebot, dice Elvira Solé. Esas cosas se notan: un gesto inadecuado, una sonrisita servil, una pequeña vacilación… Durante un tiempo, viéndole hablar con el señor Nebot a la salida de la iglesia, me había parecido un joven extremadamente atento. Ahora comprendía que lo suyo no era atención. Lo suyo era un constante estar alerta, al acecho de la oportunidad. Como los perros cazadores. Y eso de ir todos los días a misa, a esa misa en particular, empezó a parecerme sospechoso… ¿De verdad era tan religioso como aparentaba? San Gregorio Taumaturgo no era una parroquia cualquiera. Al lado del campo de fútbol del Español, en uno de los mejores barrios de la ciudad, el barrio en el que vivían los funcionarios franquistas y los hombres de negocios…: si en aquella época algún trepa se hubiera propuesto frecuentar una iglesia sólo para codearse con los ricos y los poderosos, ¿cuál habría escogido que no fuera ésa? Se me ha escapado la palabra. He dicho trepa. Pero es que pronto empecé a ver a Justo como un simple trepa. Sus aproximaciones al señor Nebot no habían ido mucho más allá del mero intercambio de impresiones a la salida de misa. Que yo recuerde, había conseguido colocarle una partida de trituradores, otra de extractores para los garajes y creo que nada más: muy poca cosa para las molestias que se estaba tomando. Cuando Quim empezó a aparecer por la iglesia, Justo debió de ver el cielo abierto. Si el viejo Nebot era duro de pelar, el joven se le presentó enseguida como una presa fácil. Inexperto, atolondrado, manejable, hijo del dueño y, al menos en teoría, jefe de compras de la empresa. Ganarse su confianza no le resultó complicado. Justo era de los primeros en salir de misa. Venía directamente hacia mi Hardy y, antes de que llegara el señor Nebot, le daba tiempo de sostener con Quim una breve conversación. ¡Qué astuto era! Parecía cualquier cosa menos un embaucador: hacía siempre comentarios simpáticos, se interesaba por los asuntos de los demás, fingía prestar la misma atención a lo que decía la secretaria que a lo que decía el hijo del jefe… Y, lo más importante, lograba que su humildad pareciera sincera cuando alguien le preguntaba por su vida o su trabajo. Ni siquiera le incomodaban las indirectas que yo le lanzaba de vez en cuando. Porque yo ya sabía de qué pie cojeaba: ¡al bueno de Quim se la podía dar con queso, pero a mí te aseguro que no! Sus visitas a la oficina comenzaron pocas semanas después. Aparecía con cualquier excusa (dejarle unas revistas, enseñarle unas fotos o unos catálogos) y pasaba directamente al despachito. Yo les veía darse un apretón de manos y encenderse los cigarrillos, y me sonreía para mis adentros porque estaba segura de que el tiro le iba a salir por la culata: los negocios con Quim difícilmente podían llegar a buen puerto. ¿Estaba celosa de Justo? Posiblemente. Pero no porque estuviera enamorada de Quim, sino porque Justo y yo pertenecíamos a la misma clase social y, mientras yo seguía siendo una simple empleada, él había conquistado sin mayores problemas la camaradería de uno de los Nebot. ¡Qué irritante me resultaba esa relación!
En aquella época no era como ahora, que hay tantos bares para la gente joven, dice Elvira Solé. Había, es verdad, muchos bares de barrio, pero bares para los que entonces teníamos veintipocos años había poquísimos. Y, claro, siempre estabas encontrándote con unos y con otros. Por esa zona, la zona bien de la ciudad, estaban el Sándor, que era más bien para señorones, y el Peppermint y el Tejada… Pero el que estaba más de moda era el Taita. Un local estrecho, oscuro, con un cuartito al fondo en el que se fumaba hachís… ¡Hachís! Aquello era todavía novedoso en Barcelona, y no debía de haber muchos otros sitios en los que los hijos de la burguesía se reunieran para fumar drogas a escondidas. Yo, por supuesto, no fumaba: hasta para eso había que formar parte del cogollito. Pero saber que alguien estaba fumando ahí al lado bastaba para hacerme sentir más moderna, más europea… Muchos de los habituales del Taita se conocían de los veraneos en Cadaqués. Era casi una pequeña sociedad, un grupo cerrado que se veía diariamente, en Barcelona durante el año y en Cadaqués durante las vacaciones. El dueño del bar los conocía a todos por sus nombres y conocía a sus familias. Les fiaba las consumiciones porque sabía que siempre podría reclamárselo a sus padres, y los papeles con las cuentas que iban acumulando colgaban de unos hilos encima de la barra. A mí ese detalle me parecía bonito y original: esos papeles que se agitaban suavemente cuando alguien abría la puerta y entraba algo de corriente. Los que tenían derecho a un papel de ésos eran los escogidos, la gente del Taita. Yo, desde luego, jamás me habría atrevido a pedir nada a cuenta. ¿La razón? La misma por la que no se me habría ocurrido meterme en el cuartito del fondo y pedir una calada de hachís. Sencillamente, no formaba parte del club. Entonces salía todavía con mis amigas de siempre. Éramos amigas desde el colegio: Araceli, María Jesús, Cristina… Los padres de Araceli tenían un puesto de encurtidos en el mercado de la Concepción, el de María Jesús un taller de reparación de bicicletas, el de Cristina trabajaba de carpintero en la Monumental… Éramos del mismo barrio y de la misma clase social y, cuando íbamos a bares como aquéllos, estar juntas nos hacía sentir más seguras de nosotras mismas. De los del Taita solíamos decir que, aunque no lo parecieran, eran tan pijos como los del Peppermint o el Tejada. Si hablábamos de ellos, lo hacíamos con desdén, como si estuviéramos acostumbradas a tratar con gente así y no los encontráramos ni interesantes ni atractivos. Pero luego, si alguno nos hacía un poco de caso, nos emocionábamos y nos poníamos coloradas. En el fondo, nada nos habría gustado más que formar parte de ese grupito de asiduos… ¿Por qué, si no, seguíamos yendo casi todas las semanas? El que no tardó en convertirse en uno de ellos fue Justo. Supongo que la amistad con Quim pesaba mucho. Comenzó a dejarse ver por el Taita en la época de las visitas a la oficina, y al cabo de un mes parecía que llevaba toda la vida yendo. Yo pensaba: Sí, le hacen caso y hasta le ríen las gracias, pero todos se dan cuenta de que no es más que un advenedizo, un impostor… Sólo había que ver cómo iba vestido: unas chaquetas más bien ostentosas, unos pantalones y unos zapatos a los que nada más les faltaba la etiqueta con el precio. Al lado de los otros, que no daban la sensación de preocuparse demasiado por la ropa, saltaba a la vista que era un nuevo rico. Pero una tarde, mirando de reojo los papelitos con las cuentas, vi su nombre en uno de ellos: Justo Gil Tello. ¡Sí que iba rápido ese hombre, que ya hasta en el Taita le fiaban! La cuestión es que yo le prestaba una atención de la que él no podía ser consciente, y me fijaba en cada detalle, cada cambio, cada novedad. Me fijaba, por ejemplo, en su ropa. En muy poco tiempo dejó de llevar esos trajes suyos de nuevo rico y adoptó el estilo de Quim y los demás. María Jesús decía que iban disfrazados de existencialistas franceses: siempre de negro, con pantalones estrechos, con jerséis de cuello de cisne. Eran en general prendas baratas, compradas en cualquier sitio, porque allí todos se conocían y no tenían que demostrar nada a nadie. Pues bien, Justo empezó a vestir como ellos. Pero si ellos, vistiendo ropa de pobres, parecían ricos disfrazados de pobres, él, con esas ropas, parecía un pobre disfrazado de rico disfrazado de pobre. O sea, pobre sin más, no sé si me explico.
A mi amiga Araceli le gustaba Justo, dice Elvira Solé. Mejor dicho, le encantaba. Decía:
—No es muy alto, tampoco muy guapo, pero qué simpático parece…
Yo no sabía qué hacer para quitárselo de la cabeza. No podía decirle lo que pensaba de él porque seguramente habría sido peor. Y ellos intercambiaban sonrisas en el bar, y Araceli, nerviosa, me susurraba:
—Tú que lo conoces dile algo o preséntamelo o queda con él para más tarde, ¡haz algo!
No hizo falta que hiciera nada porque la propia Araceli espabiló y, poco después, cada vez que íbamos al Taita, pasaba más tiempo con Justo que con nosotras, sus amigas. Y la verdad es que no hacían mala pareja: ella con veintipocos años, él cerca de los treinta… Yo en esos momentos odiaba a Araceli, y ella, que me notaba rabiosa, me decía luego:
—¿Qué pasa?, ¿que te gusta Justo? Pues, si no te gusta, ¿por qué estás así? ¡Qué mal carácter se te está poniendo, Elvira!
Y en el fondo tenía razón, porque yo misma era incapaz de explicar los motivos de mi rechazo. ¡El que se pica, ajos come! La relación entre ellos no llegó a nada, al menos no entonces, pero bastó para que Araceli se hiciera un poco amiga de Quim y los otros. Y, claro, también María Jesús, Cristina y yo los tratamos en esa época un poco más. Recuerdo que una vez, mientras charlaba con alguien del grupo, me descubrí a mí misma ocultando mi origen social. Hablaba con una ambigüedad calculada, insinuaba una relación de amistad con los Nebot que, por supuesto, estaba lejos de existir… En un momento dado, miré a María Jesús y a Cristina, que me estaban escuchando, y me sentí ridícula. Ellas, tan arregladas, tan vulgares, eran mi mundo, y no Quim ni su padre ni sus amigos. Así era y así tenía que aceptarlo. Después de aquello estuve una temporada sin aparecer por el Taita. Araceli, en cambio, seguía yendo por su cuenta y se metía con el grupito en el cuarto del fondo. Un día, como quien revela un secreto importantísimo, me dijo:
—¿Sabes una cosa?, ¡me he enterado de que son comunistas!
Yo repliqué con sequedad:
—¡No seas ingenua!, ¡ésos tienen de comunistas lo que yo de obispo!
Araceli, confundida, dijo:
—Si no son comunistas, anarquistas. No sé. Son… algo.
Entonces, lo de fumar hachís y hacerse comunista o anarquista (o, como decía Araceli, algo) era un poco lo mismo. Como escuchar discos de grupos extraños o prestarnos los libros del marqués de Sade o ver películas polacas. La cuestión era estar en contra, hacer lo que nuestros padres no querían que hiciéramos.
A Justo y a Quim los seguía viendo en la oficina, dice Elvira Solé. Y seguía pensando que el trepa de Justo había ido a llamar a la puerta equivocada. ¿Conseguir cerrar algún trato gracias a Quim? ¡Ja! ¡Hasta ganándose la confianza del conserje tendría más posibilidades de lograr algo! Eso pensaba yo, pero me llevé una sorpresa. Una mañana, pasando por delante del despachito, me llegaron retazos de su conversación. Justo parecía tenso, o irritado. Decía:
—No me puedes hacer esto. Tú me dijiste que la cosa iba en serio y yo ya he formalizado el pedido. Si ahora me dices que no, me dejas con el culo al aire…
Y Quim, acobardado, replicaba:
—Pero ¿te fías de mí o no te fías de mí? Dime, Justo. ¿Te fías de mí o no?
Por las frases sueltas que padre e hijo intercambiaban algunas mañanas en mi Hardy fui enterándome de cuál era el asunto que Justo y Quim se traían entre manos. Una promoción de más de cien viviendas, una partida de campanas para hornos, unos precios que escapaban ligeramente al presupuesto pero unas calidades que según Quim no tenían competencia… Era sólo cuestión de atar cabos: Justo, campanas para hornos, Quim, dinero… Yo sabía que se trataba de una promoción más bien económica, en la que no estaba previsto ningún acabado de lujo, y me molestaba ver cómo el señor Nebot iba poco a poco cayendo en la trampa. El señor Nebot, con su fama de negociador astuto e irreductible, estaba sucumbiendo a los ardides de Justo sólo porque éste había acertado a atacarle por su flanco más vulnerable: su hijo. ¡Qué falso me parecía Quim con su repentino entusiasmo por las cosas de la empresa! Pero nada podía halagar tanto al señor Nebot como los propósitos de enmienda de su hijo tarambana. Haremos tal cosa y tal otra, y la haremos así y asá, decía. Yo me encargaré de que todo salga bien, fíate de mí, papá, esta vez no te fallaré… Y el señor Nebot se aferraba a la ilusión de que el inconsciente de Quim aún podía convertirse en el hijo serio, trabajador y responsable por el que siempre había suspirado. Yo, al volante de mi Hardy, tenía que morderme la lengua para no decir: ¡No le haga caso, señor Nebot! ¡No se deje engañar! ¿No se da cuenta de que éste y su amigo sólo buscan sacarle dinero? A qué arreglo habían podido llegar ellos dos, yo ni lo sabía ni me interesaba. Y a lo mejor ni siquiera habían llegado a ningún arreglo. A lo mejor Quim estaba favoreciendo a Justo sólo porque lo consideraba su amigo, o porque le pagaba las copas en el Taita, o vete a saber. La cuestión es que con operaciones como aquélla todos parecían salir ganando: Justo porque se llenaba los bolsillos, el señor Nebot porque creía estar enderezando a su hijo, éste porque por fin podía dejar de comportarse como un gandul… ¡Había que ver qué humos gastaba Quim de repente! Viéndole, cualquiera pensaría que era el presidente de una multinacional o algo así: ¡Señorita, tráigame inmediatamente tal expediente!, ¡diga a no sé quién que estoy reunido!, ¿pero es que no me ha oído cuando le he dicho que quería ver esos albaranes? Y siempre era yo, yo, yo: ¡Yo he hecho tal cosa, yo he ordenado tal otra, yo he dicho…! Parecía haber descubierto el placer de tomar decisiones y dar instrucciones y comportarse como alguien seguro de su poder, y probablemente eso era lo que el señor Nebot quería. Por supuesto, vinieron más operaciones como la de las campanas para hornos, y el señor Nebot no sólo no desconfiaba de Justo sino que le trataba cada vez mejor. Estaba claro: lo veía como una influencia positiva para su hijo, el artífice de su transformación, y eso lo justificaba todo.
—O sea que nos harás un buen precio por esos ventiladores, o sea que los tendremos para primeros de mes… —le decía, palmeándole la espalda.
Yo cada vez tenía más rencor pero menos argumentos contra Justo y contra Quim, y de vez en cuando, viéndoles exhibir su imagen de prósperos hombres de negocios, murmuraba para mí: ¡Menudos comunistas estáis hechos! No volví por el Taita hasta poco antes de la redada. Para entonces ellos habían empezado ya a frecuentar Bocaccio, pero nosotras todavía no. Nosotras íbamos siempre un par de pasos por detrás, y el mundo de Bocaccio nos parecía inalcanzable. ¿Qué pintábamos allí unas chicas como nosotras, que no éramos modelos ni actrices ni escritoras y que no pertenecíamos a ninguna de las familias ilustres de la ciudad? Pero que Quim y su grupo frecuentaran Bocaccio no quiere decir que hubieran desertado del Taita. Seguían yendo más o menos como siempre, sólo que ahora nada más hablaban de las cosas que les pasaban en Bocaccio. Sus conversaciones estaban plagadas de sobreentendidos. Ni siquiera decían la palabra Bocaccio porque no hacía falta. Decían lo que habían visto u oído, y se daba por supuesto que lo habían visto u oído en Bocaccio. Y decían nombres pero no apellidos, y todos teníamos que saber quiénes eran ese Oriol o esa Serena o ese Joan que no necesitaban apellidos, o por lo menos teníamos que simular que lo sabíamos. Esos fingimientos hacían que mis amigas y yo nos sintiéramos expulsadas de sus conversaciones y de sus vidas. Araceli, María Jesús, Cristina, yo…: cuatro buenas chicas, cuatro chicas de barrio. Habíamos creído acercarnos al centro de algo, no sabíamos muy bien de qué, y de repente ese centro se había desplazado y volvíamos a estar en la periferia. Qué triste era ver que el centro nunca estaba donde nosotras estábamos… De todos modos, aún pasaban algunas cosas fuera de Bocaccio. Por ejemplo, la redada. Era un sábado. Yo no estaba aquella tarde en el Taita pero María Jesús y Araceli sí, y por lo que me contaron todo fue muy rápido. Entraron ocho o diez policías, fueron directamente al cuartito del fondo y se llevaron en un furgón a todos los que en ese momento estaban fumando hachís. Eran seis: Justo, Quim, dos hermanos que se llamaban Alberto y Miguel, y dos chicas francesas delgadísimas que parecían modelos de Mary Quant. A las chicas las soltaron enseguida, y Araceli me dijo que salieron de comisaría temblorosas y asustadas, con el rímel corrido a causa de las lágrimas. Araceli, María Jesús y otros del bar habían ido a esperarles a la salida. Yo llegué algo más tarde, y las dos francesas, aún nerviosas, decían que los policías les habían preguntado por las personas que les vendían el hachís pero también por sus ideas políticas.
—¿No te dije que eran comunistas o algo? —me susurró Araceli al oído.
Enfrente de la comisaría había una cafetería que daba platos combinados. Alguien dijo que cenáramos algo mientras esperábamos, y me quedé. El simple hecho de estar allí, al lado de los habituales del Taita, me hacía sentir que también yo formaba parte del grupo. Que ésa era mi gente, aunque sabía muy bien que no lo era. Las francesas, convertidas en el centro de atención, repetían incansables su versión de los hechos, y un chico que estudiaba Derecho hacía conjeturas sobre el tiempo que podríamos pasarnos esperando a que les soltaran.
—¡Con la ley en la mano pueden tenerlos hasta setenta y dos horas detenidos antes de mandarlos al juez! —decía y, con ese extraño entusiasmo con que se dan las malas noticias, añadía—: ¡Pero como decidan pasarse la ley por el forro…!
Setenta y dos horas eran muchas horas, y ninguno de nosotros deseaba esperar tanto tiempo. Algunos pusieron cualquier pretexto y se marcharon. Yo misma no sabía por qué seguía esperando. Al cabo de un rato, cuando ya los camareros apilaban las sillas y pasaban la fregona, notamos movimiento a la salida de la comisaría. Vimos a Quim y a Alberto y a Miguel, y salimos para que nos vieran.
—¿Y Justo?, ¿por qué a Justo no le han soltado? —preguntó Araceli, que ya he dicho que estaba un poco enamorada de él.
Buscamos un bar abierto, y Quim dijo:
—Nos han tenido unas cuantas horas esperando y luego nos han interrogado. En realidad, lo del hachís no les importa tanto. Más bien no les importa nada. Esta gente anda detrás de algo más grande.
Dijimos:
—¿Más grande? ¿Qué quieres decir? ¿Y por qué a vosotros os han soltado y a Justo no?
Quim había adoptado el aire furtivo de los conspiradores y utilizaba expresiones como resistencia antifranquista, revolución popular o lucha clandestina. ¿Qué estaba pasando? ¿Podía ser que me hubiera equivocado y que de verdad Quim y Justo y los demás fueran comunistas o anarquistas o algo? De repente pensé que los revolucionarios eran una especie de agentes secretos y que muchas de las cosas que hacían las hacían para no levantar sospechas: los negocios, por ejemplo. Miré a Quim y me pareció más atractivo que nunca, enaltecido por virtudes que nunca antes le habría atribuido: la firmeza de convicciones, la fe en una misión superior, el arrojo ante el peligro, la aptitud para el sacrificio. Y pensé en Justo, y su imagen empezaba ya a transformarse en mi interior. ¿Por qué a los demás los habían soltado y a él lo habían retenido? ¿Tal vez porque las mismas virtudes que los otros tenían en mayor o menor medida él las tenía en grado sumo? Quim seguía hablando de las preguntas sobre política que le habían hecho en el interrogatorio, y nada nos parecía más presente que la ausencia de Justo. Las especulaciones sobre sus antecedentes por actividades políticas se multiplicaban, y su prestigio crecía en la misma medida que nuestra preocupación.
—¡Ay, pobre Justo, qué le estarán haciendo! —suspiraba Araceli.
Le soltaron el domingo al mediodía. Yo no estaba entre los que le esperaban a la salida de la comisaría, pero sí estuve en el Taita cuando llegó por la tarde acompañado de Quim. De un día para otro se había convertido en un héroe del antifranquismo. El bar estaba lleno. Todos le abrazaban y felicitaban, todos querían hablar con él. El dueño del Taita invitó a una ronda en honor al recién llegado. Luego buscó su cuenta entre las que colgaban sobre la barra, la arrancó y la rompió, y todos reímos y aplaudimos. Cuando al cabo de un rato pasó por mi lado, me decidí a abordarle.
—¡No sabes cómo me alegro de que estés bien! —le dije—, ¡tenía tanto miedo de que pudieran hacerte algo!
Desde que entré a trabajar en la peluquería hacía servicios a domicilio, dice Martín Tello. Los primeros años me arreglaba con mi suegro: uno se quedaba en la peluquería y el otro iba a las casas a cortar el pelo. Después las costumbres fueron cambiando y, cuando mi suegro se jubiló, sólo había diez o doce clientes que todavía llamaban para que fuera a cortarles el pelo. Lo lógico habría sido pedirles que fueran a la peluquería, pero ¿cómo decírselo a alguien que lleva más de veinte años así? Un buen cliente siempre es un buen cliente. Lo que hice fue intentar concentrarme todas las visitas los sábados por la tarde. Los comerciantes de mi calle decían: ¡Qué suerte poder cerrar!, ¡ojalá todos nos lo pudiéramos permitir! Ay, si supieran que no dedicaba esas tardes precisamente a echarme la siesta… A don Joaquín Nebot, el constructor, le cortaba el pelo el primer sábado de cada mes. A don Joaquín se lo corté en tres casas distintas. Llegué a cortárselo en la de Pau Claris, su primer piso, creo que heredado de unas tías suyas. Después en la de Diagonal con Villarroel, en la que vivió sólo un par de años, y al final en la de Ganduxer. ¡Aunque también es cierto que, en la época de la calle Ganduxer, a don Joaquín le quedaba ya muy poco pelo! Fíjese que incluso se lo corté cuando ya estaba muerto… Recuerdo que me llamó Federico, su segundo hijo, para decírmelo:
—Que vengas cuanto antes, Martín. Que papá ha muerto y mamá no quiere que le entierren con las patillas largas y sin afeitar.
Así que para allí que me fui con mis peines y mis navajas y mis tijeras. ¡Y bien guapo que le dejé, si puede decirse tal cosa de un hombre de ochenta años consumido por el cáncer! Pero no adelantemos acontecimientos. Al principio (estoy hablando del cincuenta y tantos) también se lo cortaba a los dos chicos, Quim y Federico, y puedo decir que en la mayoría de los casos sabría reconocer si dos personas son familia sólo viéndoles el pelo: por los remolinos, por la fuerza del cabello, por el color y el brillo… El pelo no miente, y son tantas las cosas que uno acaba sabiendo de la persona sólo con mirarle la cabeza… Luego los chicos fueron creciendo y ya sólo se lo cortaba a don Joaquín. Eso sí, se lo cortaba todos los meses. Todos los meses durante casi treinta años. No voy a decir que acabé siendo como de la familia, pero casi. La cocinera, que se llamaba Rosaura, me contaba todos los chismes, y lo que no me contaba lo veía yo con mis propios ojos. Las depresiones de doña Mercedes, que ocultaba botellas de coñac por toda la casa y luego se atizaba sus buenos tragos a escondidas. Lo de Merceditas, que sólo se enamoraba de hombres casados y después no paraba de llorar. Lo de Quim, que pasó por no sé cuántos médicos hasta que por fin consiguieron curarle ese feo vicio suyo… El chico era lo que entonces se llamaba un invertido. Pero al principio no lo era. Al principio era normal. Fue de repente, por las malas compañías o por lo que fuera. Del colegio de los frailes le echaron porque le pillaron con otro en el vestuario, y yo no sé lo que habría sido del bueno de Quim si su padre no hubiera tenido dinero. Seguramente la enfermedad habría ido a más, y ahora vaya usted a saber… Pero don Joaquín era rico y no estaba dispuesto a aceptar esas cosas en su familia. Se enteró de cuál era el mejor psiquiatra de la ciudad y le llevó al chico a que lo curara. Pero el psiquiatra lo único que hizo fue atiborrarle a pastillas y, después de varios meses, parece que sólo consiguió que el chico estuviera todo el día tirado en el sofá como un alma en pena. Entonces don Joaquín se enteró de que había un psicólogo especializado en casos así, y mandó al psiquiatra a freír espárragos. El psicólogo ese curaba la homosexualidad por medio de la hipnosis. Rosaura no sabía muy bien en qué consistía el tratamiento pero, según me dijo, aquel hombre hipnotizaba a sus pacientes para convencerles de lo que estaba bien y lo que estaba mal: Con las chicas, lo que quieras; con los chicos, nada. Pero ya digo que Rosaura tampoco sabía demasiado. El tratamiento duró casi dos años, y un sábado Rosaura me dijo que Quim (o Quinito, como ella le llamaba) estaba curado. Yo ya me daba cuenta de que los últimos meses don Joaquín estaba de mejor humor.
—¡Qué contento está el señor desde que Quinito se curó! —me decía Rosaura.
Luego el chico sufrió, cómo decirlo, una recaída, y vuelta a empezar. Entonces don Joaquín agarró a su hijo y lo ingresó en una clínica que estaba por la plaza de Lesseps. Era como un hotel de lujo, pero los enfermos no podían ni acercarse a la calle. Les encerraban en la habitación, les hacían dormir durante horas y horas, y unos días los tenían haciendo ejercicio en el gimnasio y otros días les daban electroshocks. El tratamiento debió de ser duro, pero esa vez sí, esa vez funcionó, y en un par de meses Quim se convirtió en un chico sano y normal. Había que ver el buen aspecto que tenía cuando salió de allí, y lo fuerte y viril que se había vuelto, tan distinto del chiquillo afeminado que había sido hasta entonces…
Cuando me encontré con Justo en casa de don Joaquín, todo eso era ya agua pasada, dice Martín Tello. Debía de ser finales de 1968 o más bien principios de 1969. A Justo lo había visto por última vez en el otoño de 1966 en el entierro de su madre, y desde entonces no había vuelto a tener ni la menor noticia de él. Sencillamente, había desaparecido, y de repente, un sábado, me lo encontré en la cocina de casa de don Joaquín. Qué sitio tan raro para encontrármelo, ¿no? Don Joaquín solía regalarme fruta y verdura que le traían de Lérida. Antes de irme, me acompañaba a la cocina y decía:
—O sea que, Rosaura, prepárale un par de kilos de esas manzanas tan buenas…
Y luego yo ya salía por la puerta de servicio. Esa tarde, Rosaura estaba terminando de hacer unas tortillas de patatas, y Quim y Justo metían botellas en bolsas.
—¡Hombre, qué sorpresa! —dije, avanzando hacia Justo para abrazarle.
Justo, que estaba medio agachado delante de la nevera, levantó la vista y me hizo un gesto sutil, levísimo, pero un gesto que sólo quería decir: No se te ocurra tocarme. Me paré en seco, no me esperaba una reacción así.
—Soy…, soy yo —dije.
—Perdone, pero no le conozco.
—Pero ¿cómo no me vas a conocer…? —dije, y él me cortó:
—Si le digo que no le conozco, es que no le conozco.
Hablaba con seguridad, con calma, y por un segundo llegué a creer que me estaba confundiendo.
—¿No es usted Justo, Justo Gil Tello? —dije, tratándole ya de usted, por si acaso.
Menos mal que entonces don Joaquín dijo algo así como que la gente no se parece en nada a sí misma en cuanto se quita la ropa de trabajo…
—Claro, hombre —dijo Quim—, ¿dónde te cortas tú el pelo?
Justo asintió vagamente, como diciendo: Sí, ahora me acuerdo, el peluquero… A todos pareció hacerles gracia el equívoco. Luego don Joaquín me pagó y me dijo adiós, y Rosaura, mientras me elegía la fruta, comentaba no sé qué sobre la fiesta a la que los dos chicos iban a llevar las tortillas y las bebidas. Yo, azorado, no me atrevía a mirar a Justo. Cuando me fui con mis bolsas, él me abrió la puerta y se ofreció a llamarme el ascensor. Y allí, en el rellano, a solas los dos, me fijé en lo mucho que había cambiado: la ropa, el peinado, hasta los gestos eran distintos. Justo permaneció unos segundos esperando en silencio, y lo único que me dijo antes de cerrarme la puerta del ascensor fue:
—No vuelvas a hacerme esto.
Y yo no dije nada, pero después me preguntaba a mí mismo: ¿Qué es eso tan grave que le he hecho?, ¿qué es lo que no puedo volver a hacerle?, ¿saludarle?, ¿decirle hola, soy yo? Aquel encuentro me puso de un humor de mil demonios, y ya nunca volví a sentir ningún cariño por Justo. ¡Con todo lo que yo había hecho por él y por su madre, no me esperaba que fuera a rechazarme como lo hizo! ¡Qué ingratitud, Dios mío! ¡Qué ingratitud! No volví a encontrármelo en mis siguientes visitas, pero a veces le sonsacaba algo a Rosaura, que me decía que era un joven muy listo, con mucho talento para los negocios, y que las cosas le iban muy bien. ¡Mejor para él!, pensaba yo, ¡con su pan se lo coma! Había sido él el que había acudido a mí para que le ayudara, y yo, como buen cristiano, le había ayudado: los había tenido en casa a él y a su madre, le había recomendado para sus primeros empleos, le había encontrado una vivienda… Ahora las cosas le iban muy bien y, por lo visto, estaba forrado de millones. Pero yo, desde luego, no pensaba pedirle nada. ¡Desde luego que no!
Algunas tardes, cuando bajábamos andando por Muntaner, mi abuelo me señalaba el lugar en el que había estado Bocaccio, dice Toni Coll. Yo era un crío y me daba la sensación de que mi abuelo me hablaba de la prehistoria, pero en realidad no hacía tanto tiempo que habían cerrado Bocaccio. Mi abuelo nació en enero de 1927, mi madre en enero de 1952 y yo en enero de 1977: veinticinco años justos de diferencia entre ellos dos, veinticinco entre mi madre y yo. Quiero decir que tampoco es que él fuera un anciano cuando pasábamos por delante de lo que había sido Bocaccio. ¿Cuántos años tendría? ¿Cincuenta y seis? ¿Cincuenta y siete? Para entonces gobernaban ya los socialistas, y mi abuelo había salido elegido senador y formaba parte de la comisión de cultura. Pero en el Senado debían de tener largas temporadas de inactividad, y yo aquellos años los recuerdo como si mi abuelo siempre estuviera en Barcelona y nunca en Madrid. Aunque también recuerdo que a veces mi madre y yo íbamos a despedirle o recibirle a la estación. Lo que más gracia me hacía era que, por ser senador, tenía derecho a viajar gratis en tren, y en primera clase. Y me extrañaba que no estuviera todos los días cogiendo trenes de aquí para allá: ya se sabe que a los niños, en cuanto descubren el valor del dinero, les fascina todo lo que es gratis… Pero es curioso que no guarde recuerdos anteriores a mis cinco años. Al menos no de mi abuelo, que en mis primeros recuerdos aparece ya como senador. Mi madre y yo vivíamos con él desde el principio, porque mi abuelo era viudo y mi padre dejó a mi madre cuando estaba embarazada de mí. (¿Cómo se diría eso? ¿Nos dejó o la dejó? En fin, qué más da). Para otros podíamos ser una familia extraña, pero para mí era lo normal. Mi familia: mi abuelo, mi madre y yo. Mi madre había comprado varios de esos álbumes con páginas de cartulina negra y láminas transparentes, y yo me encargaba de recortar las fotografías de los periódicos en las que se veía a mi abuelo. Los álbumes estaban llenos de fotos de mi abuelo con gente importante, gente que salía en los telediarios como Felipe González o el Rey, y para mí también eso era lo normal. No hace falta que diga que siempre fui su nieto favorito. Entonces no es que fuera su favorito. Entonces era su único nieto, porque mis primos Daniel y Erika (hijos de mi tío Antoni, que vivía en Francia) nacieron bastante después, ya en los noventa. Mi abuelo fue senador durante las dos primeras legislaturas de Felipe González, pero en ningún momento abandonó la pintura. A mí me gustaba servirle de modelo, y salgo en muchos de sus cuadros de esa época. Cuando, algo después de su muerte, montamos la retrospectiva del Palau de la Virreina, vi cómo en sus cuadros había querido dejar testimonio de las sucesivas fases de mi crecimiento: del niño ensimismado y feliz que había sido al principio, del chico inseguro y tristón que fui después, del arisco adolescente en el que me acabé convirtiendo. Era como si mi abuelo midiera el paso del tiempo a través de mí, de mis transformaciones, y sus trazos se hacían más borrosos e imprecisos a medida que pasaban los años y yo dejaba de ser ese nieto ideal que siempre había sido para él. Cuanto más me alejaba de ese nieto ideal, más difícil resultaba reconocerme en sus retratos. A mi propio abuelo debía de costarle mucho reconocerme en el adolescente que yo era. Pero unos lazos tan fuertes como los que a nosotros nos unían son difíciles de romper, y entre él y yo hubo siempre, hasta en los peores momentos, una corriente de confianza mutua. De hecho, lo habría preferido como padre a cualquier otro hombre en el mundo. Lo prefería, desde luego, a mi propio padre, al que he visto cuatro o cinco veces en mi vida, y también a todos los que intentaron ocupar su lugar. En el 87 mi madre y yo nos fuimos a vivir a la calle Craywinckel. Ella decía que necesitaba un cambio de aires, pero lo único que cambió fue que ya no vivíamos con el abuelo sino con un fotógrafo de El Mundo Deportivo. Después de Ernest, el fotógrafo, pasaron por el apartamento de Craywinckel un profesor de Derecho Natural, un criador de perros policía, un pianista argentino que tocaba en el bar del Avenida Palace… Cada nuevo novio de mi madre era la negación del anterior. Rompía con uno porque, según ella, no le daba estabilidad, y se enamoraba de otro que era la estabilidad en persona. Pero al poco tiempo se quejaba de que de su vida habían desaparecido el riesgo y la aventura, y enseguida rompía para irse con alguien que le parecía la personificación misma del riesgo y la aventura, hasta que empezaba a echar de menos una pizca de creatividad o de talento y todo volvía a ponerse en marcha… El problema estaba en mi madre, que ha sido siempre una pura contradicción. El hombre que ella andaba buscando no ha existido jamás: un hombre que fuera a la vez tranquilo y nervioso, maduro y juvenil, rico y pobre… Yo, entre tanto, aprendí a no encariñarme de ninguno, porque sabía que todos iban a durarle más o menos lo mismo: tres o cuatro meses, medio año en el mejor de los casos. Lo único firme que había en mi vida era mi relación con mi abuelo. Eso nunca podría cambiar. Él siempre sería mi abuelo y yo siempre sería su nieto, y la verdad es que me alegraba cuando mi madre, con esa vocecita quebradiza que ponía cuando se sentía culpable, me preguntaba si no me importaría pasar el fin de semana con el abuelo porque ella se iba de viaje con el fotógrafo o con el profesor o con el criador de perros. Muy al contrario. ¡Qué más quería yo que librarme por unos días de ella y de sus ronroneos y de los besitos que intercambiaba con el novio de turno cuando creía que no les miraba! Con el tiempo aquello acabó convirtiéndose en la norma, y prácticamente todos los fines de semana dormía en el piso de mi abuelo.
Lo de los informes policiales debió de ser hacia el 89, al final de su etapa como senador, dice Toni Coll. Llegué a su casa un viernes a la hora de cenar y le vi revisando una carpeta que parecía contener sobres con fotos y recortes. Por un momento pensé que me había estado esperando para que le ayudara a ordenarlos en los álbumes y estuve a punto de protestar: yo ya no era un crío y hacía tiempo que había dejado de jugar con las tijeritas… Pero aquello no tenía nada que ver con las noticias de periódico que a mi madre le gustaba coleccionar.
—Es increíble —le oí murmurar—, ¡es verdaderamente increíble!
Me senté a su lado, cogí varias de esas fotos y les eché un vistazo. No eran buenas fotografías. Movidas, borrosas, a menudo mal encuadradas, algunas habían salido demasiado oscuras y otras, por el efecto del flash, demasiado claras.
—¿Bocaccio? —pregunté.
—Ajá —asintió mi abuelo, meditabundo.
Toda mi vida oyendo hablar de Bocaccio y aquélla era la primera vez que podía verlo por dentro. Ver las paredes forradas en lo que acaso fuera terciopelo rojo, y el mobiliario de inspiración modernista, y las lámparas de estilo más o menos Liberty. Ver también a la gente que frecuentaba Bocaccio. Porque, además de la escasa calidad y de que estaban todas hechas en el mismo local, aquellas fotos tenían en común que eran siempre fotos de gente, fotos de hombres y mujeres en actitud festiva: riendo, abrazándose, fumando, bebiendo, brindando… Entre aquellas personas reconocí, con veinte años menos, a mi abuelo y a varios de sus mejores amigos. Algunos habían cambiado tanto que sólo los identifiqué por los nombres que figuraban en el dorso. Quienquiera que hubiera hecho esas fotos se había tomado la molestia de señalar a cada una de aquellas personas con un numerito y de anotar luego sus nombres en la parte de atrás. Mi abuelo, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz, seguía examinando aquel material y hablaba como para sí:
—Tú has nacido ya en la democracia y no lo puedes entender… Entonces desconfiábamos de casi todo el mundo. Si alguien se presentaba como funcionario, funcionario a secas, tenía por fuerza que ser de la policía. Si no, se habría presentado como funcionario de Correos o de Agricultura o de lo que fuera. Pero, claro, esto no lo hizo un policía, sino un confidente, un chivato. Y chivato podía serlo cualquiera…
Le interrumpí:
—¿Me vas a decir de dónde ha salido todo esto?
—Qué importa ya, son cosas del pasado —dijo él, y comenzó a guardar aquellos papeles y aquellas fotos en un gran sobre con membrete del Ministerio del Interior.
Antes de que llegara a hacerlo, agarré un par de cuartillas. Tenían los bordes doblados y amarillentos y estaban escritas a mano, con una caligrafía pequeña y apretada, casi sin márgenes. Leí:
—«Miguel Pons (3 en foto 17), conocido como Miquel, periodista o escritor, comunistoide aunque no consta que milite en ninguna organización. Viajes frecuentes a Francia, de donde vuelve con libros de tema político que luego hace circular entre sus amistades. Soltero, mantiene relaciones con Margarita Hernández (2 en la misma foto), conocida como Marga, dueña de una boutique, según todos los testimonios casada aunque nunca se la ve con el marido, conocida por su promiscuidad y…».
Mi abuelo me arrancó aquellos papeles de la mano.
—Déjalo, ya te he dicho que son cosas del pasado —dijo, súbitamente irritado.
—¿Pero me vas a decir de dónde ha salido esto? —dije.
No me lo dijo entonces pero sí algo más tarde, dice Toni Coll. Un amigo suyo, creo que un socialista que ocupaba un alto cargo en Interior, había encontrado aquellas fotos y aquellas cuartillas mientras curioseaba en los archivos de la Brigada Político-Social y se las había dado a mi abuelo por si le podían interesar. No se trataba en realidad de fichas policiales (mi abuelo nunca había llegado a ser detenido) sino de informaciones diversas acerca de las cosas que hacía o decía y de la gente con la que entonces se relacionaba: fotografías de Bocaccio e informes sobre amigos o conocidos suyos, pero también transcripciones de conversaciones, relatos de fiestas y borracheras, breves testimonios de terceras personas… Algunas de esas notas eran lo suficientemente detalladas como para refrescar en mi abuelo el recuerdo de alguna noche lejana, y de vez en cuando me decía cosas como:
—He ido a ver a Jaime Gil. El pobre está bastante jodido, los médicos no saben muy bien qué hacer con él… Sólo por distraerle un poco, le he llevado algunos de estos papeles. Y qué raros son los mecanismos de la memoria…: ¿por qué uno se acuerda perfectamente de una conversación que el otro ha olvidado, y al revés? Curiosamente, de mi memoria se ha borrado lo que decíamos sobre arte y sobre pintores pero no lo que él, un poeta, comentaba sobre Rilke o Eliot o Saint-John Perse, es decir, sobre poesía. Y a él le ocurre lo contrario: que recuerda bien nuestras conversaciones sobre Kandinsky o Paul Klee… Pero todo está en estas cuartillas, así que sin duda hablábamos de las dos cosas: de poesía y de pintura. ¡Y de muchas otras cosas, naturalmente! ¿Sabes qué es lo que más le ha llamado la atención a Jaime? Que los nombres de esos pintores y esos poetas están siempre bien puestos. Que, cuando pone Kandinsky, pone Kandinsky. Si esto lo hubiera escrito un policía, vete a saber cómo lo habría puesto. Pero es que esto no lo escribió un policía sino un confidente. Jaime está intrigado. Me ha dicho que quiere saber quién era y que intente averiguarlo. ¡Ah, también a mí me gustaría saberlo, pero ya me dirás cómo! Mi amigo del ministerio me ha dicho que no conservan ningún registro de los confidentes. Lo único que conocemos es su apodo: el Rata. Los policías le llamaban el Rata. ¡El Rata! Nosotros estábamos en la barra de Bocaccio, hablando, bebiendo, discutiendo, y por ahí estaba el Rata tomando buena nota de todo para informar al día siguiente a la Social… Tiene razón Jaime: ¿quién coño sería ese Rata? Podría ser cualquier amigo, cualquiera de éstos, cualquiera de los que salen en las fotos…
—No —dije—, seguro que no sale en ninguna de las fotos. Él era el que las hacía, ¿no? Y tampoco aparecerá en ninguno de los informes, ¿qué sentido tendría? En realidad, no puede ser tan difícil: sólo se trata de ir eliminando…
Mi abuelo se echó a reír.
—¿Pretendes que me acuerde de toda la gente con la que hablé en Bocaccio? —dijo, moviendo teatralmente las manos.
Mi abuelo siempre fingía restar importancia a las cosas que de verdad le importaban, dice Toni Coll. Y aquel asunto había empezado a importarle. No era una cuestión de nostalgia, de recuperar los viejos tiempos, la época en que él y sus amigos habían sido jóvenes y felices. Era más bien una cuestión de coherencia narrativa. Como si de golpe te abandona tu mujer y comprendes que llevaba varios meses preparando el momento, y todo lo que ha pasado entre ella y tú durante esos meses va poco a poco cobrando un significado distinto: los comentarios y los silencios, los cambios de planes, las ausencias… Digamos que buscaba reinterpretar aquella época a la luz de la nueva información. La certeza de la existencia de aquel chivato lo cambiaba todo retrospectivamente: nada de lo que entonces había ocurrido era tal como él creía que había sido. En primer lugar, ¿por qué vigilarles de una manera tan estrecha a él y a sus amigos, que, por muy antifranquistas que fueran, no podían ser vistos por el régimen como elementos particularmente peligrosos? Y luego, ¿quién entre los habituales de Bocaccio habría sido capaz de colaborar en una vileza así? Seguramente no fuera más que un conocido, una de esas amistades ocasionales surgidas al calor de la noche y las copas, pero ¿quién le aseguraba que no había sido alguien con quien hubiera seguido relacionándose a lo largo del tiempo? ¿Y por qué no una persona más próxima? ¿Por qué no un amigo? Todos, todos sus amigos y conocidos de aquellos años quedaban expuestos al roce de la sospecha, que parecía capaz de contaminarlo todo: la gente, el sitio, la época misma. La curiosidad de mi abuelo acerca de aquel chivato desconocido acabó convirtiéndose en necesidad, casi diría en obsesión. Le dio entonces por recuperar amistades del pasado, y enseguida la conversación se orientaba hacia Bocaccio y sus asiduos, y mi abuelo llegaba por fin al punto que de verdad le interesaba: ¿quién podía ser ese Rata que por la noche les hacía fotos y tomaba notas de todo y que luego corría a informar a la policía? Yo le acompañé a bastantes de esas citas con viejos amigos: con el periodista Joan de Sagarra, con el director de cine Jaime Camino, con la fotógrafa Colita, con el escritor Enrique Vila-Matas, con algunos otros que ya ni recuerdo… Para mi abuelo, en algunos casos, era de verdad como volver al pasado, porque a varios de ellos no los había vuelto a ver en esos veinte años. Pero también para mí, adolescente perpetuamente enfurruñado, fue como retroceder en el tiempo, volver a la infancia, a la época en que él y yo paseábamos juntos casi todas las tardes. De hecho, aquélla fue la última temporada en que estuvimos verdaderamente unidos, porque mi madre y yo nos fuimos pronto a vivir a Madrid y, cuando, a finales del 96, volvimos a instalarnos en Barcelona, mi abuelo acababa de morir. En fin, la cosa es que entre unos y otros iban rescatando recuerdos que podrían ayudar a mi abuelo a identificar al Rata, y salían rostros a los que nadie acertaba a poner nombre y nombres a los que nadie sabía poner rostro, en general rostros y nombres olvidados que no tardaban en ser descartados. Una tarde alguien lanzaba una hipótesis (¡eso seguro que sería alguno de los camareros!), y a la tarde siguiente otro la desbarataba: ¡Los camareros ni pensarlo!, ¡eran todos de confianza! Así pues, las pesquisas no llevaban a ningún sitio.
En diciembre del 89 murió Carlos Barral, el poeta y editor, uno de los intelectuales más activos de su generación, dice Toni Coll. Mi abuelo lo había tratado bastante en los años sesenta, y a mediados de los ochenta habían coincidido en la comisión de cultura del Senado. Yo mismo lo conocía de los veraneos de Calafell, de cuando jugaba al balón con el grupo que llamábamos de los mayores, entre los que estaba su nieto Malcolm. Fuimos al funeral en el coche de mi madre. Íbamos mi abuelo, mi madre, el pianista del Avenida Palace y yo. Mi madre y Juancho, el pianista, estaban a punto de romper, y no paraban de discutir. Lo de siempre: que si métete por esta calle para acortar, que si la que conduce soy yo, que si adelante, equivócate y ve por donde te apetezca… Mi madre no se equivocó al escoger la ruta para llegar al tanatorio de Les Corts. Al contrario: llegamos muy deprisa por el camino más directo y encontramos aparcamiento a la primera. Su único error fue confundir los tanatorios: el funeral no era en Les Corts sino en Sancho de Ávila, en el otro extremo de la ciudad.
—¡Pues sí!, ¡me he equivocado! —gritaba mientras corríamos de vuelta al coche—. ¡Pero también vosotros podíais haberos dado cuenta!
Y en el trayecto entre ambos tanatorios cogimos atascos, semáforos en rojo, calles cortadas por obras… Juancho no hacía ya ningún comentario, pero ahora hasta sus silencios ofendían a mi madre.
—¿Vas a dejar de mirarme así?, ¿eh?, ¿vas a dejar de mirarme así de una puta vez? —le decía, agarrándose con fuerza al volante, y Juancho volvía hacia mi abuelo y hacia mí una mirada de falsa perplejidad, como diciendo: Vosotros lo estáis viendo, sois testigos de que yo no he dicho ni mu y ella se ha puesto como una fiera…
El cadáver de Barral estaba siendo velado en el salón principal, que se había quedado pequeño para tanta gente. Cuando llegamos, había todavía bastantes personas en la cola del pésame. Nos pusimos los cuatro en la fila y poco a poco fuimos avanzando hasta llegar ante la viuda y los hijos, a los que mi abuelo saludó afectuosamente uno por uno. Yo, cogido de su brazo, me limitaba a asentir seriamente con la cabeza. Luego se nos acercó alguien y nos ofreció asiento junto a las autoridades. Mi madre y Juancho, odiándose con los ojos, desaparecieron. Mi abuelo y yo nos sentamos. Estaban el alcalde, varios concejales, otros senadores y diputados… Permanecimos en silencio quince o veinte minutos, y luego nos levantamos y cedimos nuestro sitio a otros recién llegados. En el exterior se habían formado distintos corrillos. La gente se abrazaba con esa conmovida efusión que sólo se ve en los funerales. Mi abuelo saludaba a unos y a otros, y yo, a su lado, me preguntaba quiénes serían aquellas personas. Más tarde sí que vi algunas caras conocidas. Mi abuelo había acabado alejándose de los grupitos de los políticos y juntándose a los de la gente de la cultura. Se hablaba de quién estaba y quién no, y algunos comentaban la ausencia de Gil de Biedma, tan amigo de Barral. Cuando se mencionaba su nombre, se hacía en voz baja y ladeando levemente la cabeza, porque todos sabían que le quedaba muy poco tiempo de vida (murió al mes siguiente). Yo aproveché para salir en busca de Juancho y de mi madre. No los encontré por ningún lado, y tampoco el coche estaba donde lo habíamos dejado. Volví junto a mi abuelo. Alguien, no recuerdo quién, se ofreció a acercarnos a casa, pero mi abuelo prefirió coger un taxi. Prácticamente no habló durante todo el trayecto. Estaba como ausente, ensimismado. Yo opté por no decirle nada: todavía lo ignoraba todo sobre el mundo de los adultos, y pensaba que esa actitud debía de ser la normal cuando se sale del funeral de un amigo.
Tardé algún tiempo en descubrir que ese ensimismamiento respondía a otros motivos, dice Toni Coll. Porque fue sin duda entonces cuando alguien le dio la pista que le llevó a averiguar quién había sido el chivato, un individuo sin embargo del que nadie supo decir el nombre… Y enseguida mi abuelo se obsesionó por recordar, por rescatar de su memoria algún gesto o facción peculiar que le ayudara a representarse a ese hombre. Lo hacía como él sabía: tratando de atrapar con el lápiz alguno de aquellos rasgos movedizos, cambiantes, persiguiendo sobre el papel el hilo finísimo del recuerdo. Aquel invierno dedicó mañanas y tardes a hacer dibujos del chivato, de ese chivato vislumbrado o entrevisto o simplemente imaginado, y el resultado fue una vasta serie de bosquejos en los que el retratado, sin parecerse nunca, era siempre el mismo. Los observabas uno por uno y te dabas cuenta de que en uno tenía los ojos juntos y en otro separados, aquí el pelo largo, los labios finos, los pómulos marcados, allí el pelo corto, la boca carnosa, la cara sin sombras… Los rasgos podían coincidir o no, y sin embargo saltaba a la vista que todos esos rostros eran siempre el mismo rostro, como en esos sueños en los que se te aparece un familiar o un amigo con un aspecto que no es el suyo: sabemos que es él aunque no sea él, aunque no se le parezca en absoluto. A lo mejor el arte del retrato consiste en eso: no en captar el alma de una persona a través de sus rasgos, sino a pesar de sus rasgos. Y, desde luego, lo de mi abuelo tenía poco que ver con esos retratos-robot que la policía suele publicar de los delincuentes más buscados… Él no buscaba tanto ilustrar como conocer, averiguar. O tal vez comprender. Comprender al enemigo, al traidor, a la persona que se había acercado a él y a los suyos para delatarles.
¿Cómo no íbamos a ser franquistas si fue Franco el que nos sacó de la calle y nos dio cama, comida, educación, trabajo…?, dice Mateo Moreno. Para los chavales de familia bien, para los que tenían padre y madre y casa propia, era muy fácil ser antifranquista. A nosotros, a los que nos criamos en los Hogares Mundet, ni se nos pasaba por la cabeza. Teníamos pocas cosas, pero lo poco que teníamos se lo debíamos al régimen, y es de bien nacidos ser agradecidos. ¡Aunque es gracioso que yo, que crecí en un hospicio, me considere bien nacido! Me acuerdo de cuando era un crío y las monjas de la Casa de la Caridad nos decían que bien pronto nos mudaríamos todos a un sitio nuevo y bonito y limpio… Más limpio que aquél seguro que sería. Cucarachas, dirás tú. Cucarachas, desde luego que sí, ¡y hasta ratones teníamos en la Casa de la Caridad! Pero en realidad éramos felices en aquel edificio viejo y destartalado y laberíntico, y nos daba pena pensar que tarde o temprano tendríamos que abandonarlo, aunque fuera para mudarnos a un sitio más moderno y mejor. El propio Franco vino a Barcelona a inaugurar los Hogares Mundet. Fue en 1957, y las monjas seleccionaron a unos cuantos críos, los más presentables, los mejor alimentados. Les pusieron ropa nueva y se los llevaron a la inauguración por si Franco quería fotografiarse con ellos. Los que no fuimos elegidos estábamos desolados. Tan desolados que ni nos apetecía aprovechar la ausencia de nuestros guardianes para escaparnos al mercado de la Boquería a robar fruta. Esperábamos con ansiedad y envidia que volvieran nuestros compañeros, y casi nos alegramos cuando supimos que Franco no se había acercado a hacerse la foto y que sólo le habían visto un instante y de lejos. A lo largo de los meses siguientes nos fueron instalando en los Hogares. ¡Qué lugar tan hermoso, con aquellos dormitorios tan amplios, aquellas aulas tan luminosas, aquel salón de actos, aquellos campos de fútbol! ¡Y qué gusto daba pensar que estábamos estrenándolo todo, que todo aquello lo habían hecho para nosotros! Sabíamos que podíamos considerarnos unos privilegiados, porque no nos faltaba de nada. Nos ponían películas, hacíamos teatro, nos enseñaban oficios, si te gustaba la música tocabas en la banda, practicábamos todo tipo de deportes… ¡No creo que hubiera en toda España unos festivales de gimnasia como los nuestros! Estaba por un lado el pabellón de los niños y por otro el de las niñas, y es verdad que vivíamos casi encerrados y que para salir los domingos necesitábamos una autorización especial que no siempre nos daban. Pero no teníamos la sensación de vivir como prisioneros. Al revés: si salíamos de excursión, si algún día nos íbamos a conocer Montserrat o Tarragona o Poblet, era porque nos llevaban los salesianos de los Hogares Mundet, aquellos buenos hombres. ¿Cuántas veces me llevó de excursión mi madre, que aparecía de visita cada seis o siete meses e invariablemente me prometía que en el viaje siguiente me llevaría consigo y viviríamos juntos para siempre? Ninguna. Pero mejor así. Me pregunto qué habría hecho yo con una mujer que para mí siempre fue una desconocida, una extraña… Los que no teníamos casa fuera de los Hogares nos sentíamos un poco dueños de todo eso. Los demás tenían dos vidas: una dentro de los Hogares y otra fuera. Nosotros sólo teníamos esa vida, y los salesianos eran nuestra única familia, ¿me explico? Yo no era buen estudiante pero era buen chico, y la gente me quería. Jugaba en el mejor equipo de balonvolea hasta que me rompí un brazo en unas escaleras, hacía pequeños papeles en las funciones de teatro, ayudaba a misa… Lo que más me gustaba era subir al campanario de la iglesia, que era el punto más alto de la ciudad, y observarlo todo desde allí arriba: los campos en pendiente, las carreteras cercanas, las calles, el mar. Para mí, el día más feliz de todos fue el de la gran nevada del 62. Estábamos ya en las navidades, y casi todo el mundo se había ido de vacaciones: allí sólo quedábamos los que no teníamos dónde ir. Durante toda la Nochebuena no paró de nevar y, cuando nos despertamos por la mañana, había casi un metro de nieve por todas partes. Salimos al jardín e hicimos una guerra de bolas de nieve. Luego llamaron a misa y yo corrí a vestirme de monaguillo. Cuando todavía quedaban unos minutos, subí corriendo las escaleras del campanario y me asomé a ver Barcelona. Las calles, los coches, los tejados y hasta los barcos del puerto estaban sepultados bajo la nieve. Y de repente no sé qué sentí, pero me pareció que aquello era hermoso y que todo era posible y que la vida me tenía reservadas grandes cosas… Me sentí feliz, sencillamente. No podía dejar de mirar, y ni notaba el frío ni prestaba atención a nada más. La misa se estaba retrasando por mi culpa, pero yo ni siquiera me daba cuenta. El hermano Tomás subió resollando en mi busca. Me agarró muy enfadado de un brazo y con la otra mano hizo el gesto de abofetearme. Pero entonces también él miró la ciudad y se quedó parado, y fue como si la nieve nos hubiera transportado a los dos a un mundo mejor. Ése fue para mí un momento de felicidad absoluta: yo allí, vestido de monaguillo, y el hermano Tomás a mi lado, echando por la boca nubes de vapor, los dos mirando en silencio aquella Barcelona tan blanca y tan hermosa…
He dicho que era buen chico pero casi da lo mismo, dice Mateo Moreno. Muchos buenos chicos de los Hogares Mundet acabaron luego metiéndose en líos. Y yo pude ser uno de ellos, pero en vez de eso me hice policía, que es otra manera de meterse en líos, ja ja. De mi madre hacía más de un año que no tenía noticias y, poco antes de mi graduación, el padre Monfort rebuscó entre los cajones de la sacristía hasta dar con una cartilla de ahorros de la Caja de Pensiones.
—De parte de tu madre —me dijo, entregándomela.
No me atreví a mirar el saldo hasta que estuve a solas. Era bastante dinero, el suficiente para afrontar con algunas garantías los comienzos de esa nueva etapa de mi vida. Pero sobre todo era la prueba de que mi madre, a su manera, me quería. Repasando la columna de los ingresos, comprobé que todas las imposiciones se habían hecho coincidiendo con las fechas de sus visitas a los Hogares. Unas veces las cantidades eran mayores, otras veces eran menores, pero no había habido ninguna visita suya en la que no se hubiera registrado ningún ingreso, y yo, conmovido, deduje que su trabajo (cualquiera que fuera, pues yo no quería saberlo) no le había permitido apartar demasiados ahorros para mí y que por eso, y sólo por eso, no había venido a verme más a menudo… Me tocó hacer la mili en Valladolid. Para mí el ejército fue como una continuación de los Hogares Mundet. Me acuerdo de que mis compañeros se pasaban las horas ideando argucias para conseguir destinos en oficinas, pases de pernocta, permisos. Todos tenían una casa donde ir. Todos menos yo, pero eso no era nuevo para mí, y no me costó ningún esfuerzo adaptarme a la vida del cuartel. Me gustaba, además, ese tipo de vida: la autoridad, la disciplina, el ejercicio físico, la camaradería. Pensé incluso en la posibilidad de reengancharme, pero me imaginé a mí mismo con cuarenta o cincuenta años, convertido en un sargento chusquero que lo único que sabe es pegar gritos a los reclutas y emborracharse en la cantina, y eso me desanimó. Durante el año y medio del servicio militar no gasté ni un céntimo de la cartilla de mi madre. Con ese dinero me fui después a Madrid y me pagué la preparación para entrar en la policía. Vivía en una pensión y estudiaba en la academia Carrera del Castillo, que estaba en la calle Mayor. Para ingresar en la Escuela General de Policía era la mejor, todo el mundo utilizaba sus apuntes. La verdad es que me preparé a conciencia: cuando no estaba haciendo ejercicio, estaba estudiando los setenta y ocho temas del temario, que eran sobre todo de Derecho. La Escuela estaba en la calle Miguel Ángel. El examen estaba dividido en tres partes: pruebas físicas, escrito y oral. Pasé las tres con buenas calificaciones y, con veintiún añitos recién cumplidos, me convertí en lo que se llamaba un alumno en prácticas. Un aprendiz de policía, en definitiva. En la Escuela podías estar seis, siete, ocho meses, dependiendo de las necesidades del servicio. Los de mi promoción estuvimos sólo seis. En ese tiempo nos enseñaron un poco de todo: investigación criminal, investigación social, psicología, dactiloscopia, manejo de armas… Yo siempre había creído que no tenía acento catalán, pero allí desde el primer día me tomaron el pelo imitando mi manera de hablar y diciéndome escolta, noi! y Barcelona és bona si la bossa sona. De hecho, me llamaban el Catalán, cosa que a mí ni me gustaba ni me dejaba de gustar. Pero claro que era catalán, ¿qué iba a ser si no?, y cuando llegó la hora de elegir destino, yo, que era de los primeros de mi promoción (el número treinta y ocho de un total de trescientos y pico) y podía pedir cualquier ciudad, pedí Barcelona.
Nada más llegar fui a los Hogares Mundet a saludar a los míos, dice Mateo Moreno. Aquello seguía igual que como lo había dejado, pero ya no era mi casa. Sí, los frailes y los profesores eran todavía los mismos, pero los chicos que ahora estaban en el curso de los mayores eran tres años más jóvenes que yo, y yo casi ni me acordaba de ellos. Alquilé un apartamento en la avenida Mistral, muy cerca del canódromo. Era la primera vez que vivía por mi cuenta, la primera vez que tenía una casa que podía considerar mía y sólo mía, y la verdad es que echaba de menos el barullo de los dormitorios colectivos. Dejaba siempre las ventanas abiertas para oír los ladridos de los perros del canódromo, que hacían mucha compañía, ja ja. Pero en mi corazón los Hogares seguían siendo mi casa, y de vez en cuando me acercaba a ver a la gente y recoger las cartas que me escribía mi madre. En los Hogares había dicho que todavía no tenía un domicilio definitivo y que por eso prefería que me guardaran ellos la correspondencia, pero se trataba sólo de una excusa. En realidad no quería que mi madre conociera mis señas. No me imaginaba a mí mismo abriendo la puerta y encontrándomela en el rellano: Mateo, hijo mío, soy yo, tu madre… No quería romper definitivamente con ella, pero tampoco quería volverla a ver. ¿Qué tenía que hacer si se me presentaba en casa? ¿Cómo debía comportarme? ¿Tenía que darle las gracias por el dinero de la cartilla, a ella, que prácticamente se había desentendido de mí al poco de nacer? Sentía hacia mi madre un rencor muy intenso, pero un rencor mezclado con cariño, conmiseración, gratitud, culpa… En una de las cartas que me entregaron en los Hogares hablaba como de pasada de unos médicos y un tratamiento y una pequeña operación que tenían que hacerle en un pecho. Luego estuve unos meses sin aparecer por los Hogares y, la vez siguiente, el padre Monfort me entregó una nota de un hospital de Vigo en la que me informaban de su fallecimiento. Junto a la nota habían enviado una caja con sus escasas pertenencias. Yo cogí la caja sin decir nada y me despedí del padre Monfort con un abrazo. Vacié el contenido de la caja sobre la mesa de mi cocina. Unos cuantos carnés viejos, unos pendientes y unos collares sin valor, un reloj de pulsera… Eso era todo lo que había dentro de la caja. Eso y mis cartas: todas, absolutamente todas las cartas que yo le había escrito desde que tuve uso de razón. Me imaginé a mi madre agonizando en un lejano hospital gallego con la sola compañía de mis cartas y me eché a llorar, y ya no pude dejar de llorar en todo el día. Aquella tarde había hecho mi última visita a los Hogares Mundet. Después de aquello ya no tenía ningún sentido volver, ¿me explico?
Pero estoy hablando de algo que ocurrió más tarde, cuando ya conocía a Justo, dice Mateo Moreno. Aunque estaba adscrito a la Brigada Social, en esos primeros meses colaboraba a veces con los de la Criminal: cualquier cosa con tal de aprender. Quería ser un buen policía. Mis superiores me trataban con consideración: supongo que veían en mí a un apasionado de la profesión y no querían que me echara a perder. Durante varios meses, a mí y a otros como yo algunos inspectores veteranos nos enseñaron las técnicas de los interrogatorios sin violencia. Sí, esas cosas se aprenden. Uno no nace enseñado, y el sospechoso no te va a contar por tu cara bonita lo que sabe. Es como jugar al póquer, sólo que las reglas las pones tú. Tú dices cuándo empieza y cuándo termina la partida. Y, claro, la partida sólo termina cuando has conseguido lo que quieres. Pero no te olvides de la época. Estábamos en el año 69. Los altos mandos eran todavía de la vieja escuela: gente que había hecho la guerra, que había conocido las cárceles republicanas o había sobrevivido a una condena a muerte o había perdido algún hermano a manos de los rojos. Para ellos la violencia seguía estando justificada: si hasta entonces la habían empleado libremente contra los enemigos del régimen, ¿por qué iban a dejar de hacerlo ahora? Me explico, ¿no? Ésa era la mentalidad. ¿Para esto hemos ganado una guerra?, decían, ¿para que ahora nos cuelen el comunismo por la puerta de atrás? Al mismo tiempo, no se puede negar que las cosas habían empezado a cambiar. Dentro del propio régimen, quiero decir. Franco era ya un anciano. Podía vivir cuatro, cinco, diez años más… ¿Y después? Después, los mismos a los que nosotros teníamos que interrogar podrían estar dándonos órdenes desde el ministerio. No digo yo que en esa época no se practicara la tortura, no. Lo que sí digo es que ya no se podía practicar impunemente, y cada cual era responsable de sus actos. Un año antes de que yo llegara a Vía Layetana habían enviado a los hermanos Creix al País Vasco. ¿Has oído hablar de ellos? Eran dos de los torturadores más famosos de la época. Pregunta, pregunta a cualquier viejo comunista y ya verás lo que te cuenta… Nadie que haya pasado por sus manos los habrá podido olvidar. Pero ya digo que en el 69 no estaban en Barcelona: los métodos que aquí ya no valían seguían valiendo en el País Vasco, por el terrorismo. En todo caso, la gente que traíamos para interrogar no sabía si estaban los Creix o no estaban los Creix o si los que estaban eran más blandos o más duros que los Creix: lo único que sabían era que Vía Layetana era un sinónimo de torturas, malos tratos, palizas… Llegaban todos acojonados, la verdad, y eso siempre facilitaba las cosas. ¡Si supieras la cantidad de figurones de la izquierda que lo cantaban todo antes de que hubiéramos llegado a preguntarles nada…! ¡Y luego los veías por ahí haciéndose los gallitos! En cambio, a otros que nosotros sabíamos que sabían cosas no había manera de hacerles hablar: ésos acababan ganándose nuestro respeto. Hacía falta tener temple para no soltar prenda. Hacía falta tenerlos bien puestos, ja ja. Nosotros ya no le tocábamos un pelo a nadie, pero tampoco nos interesaba que se supiera: ya te he dicho que el miedo facilita las cosas. Para un buen interrogatorio es importante escoger el lugar y el momento. El lugar era inmejorable, y no sólo por la fama que Vía Layetana arrastraba desde hacía treinta años, también por cómo era aquella comisaría por dentro. Por la escenografía, digamos: los pasillos oscuros, las ventanas cegadas, los muebles incómodos, las paredes manchadas de humo de tabaco, las escaleras estrechas, el olor a zotal… ¿Pero quién dice que las comisarías tengan que salir en las revistas de decoración? ¿Cómo crees que eran las comisarías americanas o las francesas? Y tan importante o más que el lugar es el momento. Déjame que te diga que un buen interrogatorio es sólo cuestión de tiempo. Cuando vas a interrogar a alguien, el tiempo empieza a correr desde que entra en la comisaría. En la entrada se les retenían sus pertenencias y a cambio se les daba una ficha. ¿Por qué crees que se hacía? ¿Para evitar que pudieran atacarnos con las llaves o con el bolígrafo o con el monedero? No. Para que supieran que desde ese preciso instante estaban en nuestras manos. A partir de ese momento teníamos setenta y dos horas, y todo era cuestión de administrarlas bien. Lo primero era hacerles esperar. Nosotros no teníamos ninguna prisa; ellos sí. Los teníamos un buen rato esperando, y ya sabíamos que se pondrían a darle vueltas a todo y a especular sobre lo que queríamos de ellos y a inventar coartadas y a pensar en los errores propios o ajenos que los habían llevado hasta allí… Eso, eso: que pensaran. Hasta las voluntades más firmes acaban por quebrarse, sólo pensando. Pasado un par de horas, llegaban las primeras preguntas. Podía ser el interrogatorio definitivo o no. Como las mujeres cuando abren el horno y pinchan el bizcocho con una aguja de tejer. Ese primer contacto nos servía para saber si el bizcocho estaba hecho o no. ¿Que necesitaba un rato más? Pues un rato más. Mirábamos el reloj, decíamos que había llegado la hora del almuerzo o de la merienda o de la cena, y llamábamos a alguien para que acompañara al sospechoso a incomunicados. Si quería más tiempo para pensar, allí abajo tendría todo el tiempo del mundo. Pero lo más gracioso era que, cuando bajabas con uno por la escalera que llevaba a las celdas de incomunicados, siempre te hacía la misma pregunta. ¿Pero estoy detenido?, decían con cara de susto. ¡Ay, ingenuos, qué más daba si estaban detenidos o no! Lo importante era el tiempo, ¡el tiempo!
Los del grupo de Justo eran pan comido, dice Mateo Moreno. Estaban en comisaría por un asunto de poca monta, algo sobre un pequeño alijo de droga que había aparecido en la Costa Brava. El inspector Peribáñez, de la Criminal, los hizo esperar un rato y luego los fue llamando uno a uno. Estábamos en uno de los despachos grandes, con tres o cuatro mesas de oficina, unos radiadores viejos y una pared repleta de archivadores metálicos. En las mesas del fondo, Campos y yo fingíamos examinar unos papeles pero no podíamos perdernos detalle. Campos y yo éramos subinspectores de segunda (es decir, novatos), y los inspectores nos obligaban a asistir en silencio a decenas de interrogatorios antes de permitirnos intervenir en uno. En eso consistían las prácticas. Primero veíamos actuar a los veteranos y luego nos hacían preguntas: ¿por qué tanta insistencia en esta o aquella pregunta?, ¿dónde estaba el punto débil de la declaración?, ¿en qué momento nos había parecido que mentía?, ¿cuándo había incurrido en una contradicción? Lo que primero se aprende es a distinguir si alguien está tratando de ocultarte algo o no. En aquel grupo nadie tenía el valor suficiente para ocultarle nada al inspector, desde luego no las dos francesitas, que, si Peribáñez hubiera querido, hasta le habrían dicho cuándo perdieron el virgo, ja ja. De los otros me acuerdo a medias, pero de Justo claro que me acuerdo, ¿cómo no me voy a acordar, con todo lo que ocurrió después? Habían ido pasando uno por uno, y Peribáñez los había acojonado un poco con las condenas que podían caerles por consumo de drogas y todo eso. Luego les hizo esperar un rato más mientras buscábamos sus nombres en los ficheros, les hizo firmar las copias de la declaración y los dejó marchar. A todos no. A Justo no. A Justo me hizo acompañarlo a incomunicados y, claro, cuando terminó de bajar las escaleras y vio esas celdas con los barrotes y el ventanuco y el asiento de cemento, me dijo lo que todos:
—¿Pero es que estoy detenido?
Yo me encogí de hombros. Volví después al despacho, y Peribáñez, que estaba pelándose una manzana de forma que la piel cayera en una sola tira dentro de la papelera, dijo:
—A ése no le vendrá mal una nochecita ahí abajo…
Justo no lo sabía pero había sido acusado de estafa, y estaba en busca y captura por desobediencia. Eso quiere decir que su caso estaba en fase de instrucción y que habían intentado localizarle para tomarle declaración pero no le habían encontrado. Cuando Peribáñez se lo dijo por la mañana, Justo casi dio la sensación de sentirse aliviado. Debía de haberse pasado toda la noche preguntándose: ¿Por qué a ellos los han soltado y a mí no?, ¿qué tiene esta gente contra mí? Ahora, al menos, sabía el motivo. Pero después del alivio inicial vino la preocupación: ¿estafa?, ¿busca y captura?, ¿qué significaba todo eso…? Su ignorancia parecía sincera, pero el inspector no tenía por qué darle demasiadas explicaciones. Le dijo:
—¿Ve este papel? Es la orden que ha dictado el juez. Anóteme aquí su nueva dirección y procure estar localizable. Vaya a la salida, recoja sus cosas y espere. Dos inspectores le acompañarán para asegurarse de que es su verdadero domicilio.
Le acompañamos Campos y yo. Vivía en la calle Berlinés, casi tocando con General Mitre. En la zona alta, por tanto, pero la casa era bastante modesta y el piso mucho más. Un pisito interior, de unos sesenta metros, con unas paredes que no se habían pintado desde antes de la guerra. El salón pretendía ser un despacho, pero más bien parecía un trastero, con cajas a medio abrir y decenas de catálogos amontonados.
—Disculpen que esté todo un poco desordenado… —dijo él.
¿Un poco? ¡Aquello era un tótum revolútum! Comprobé que el teléfono funcionaba y que el número coincidía con el que nos había dado. Me asomé luego al cuarto de baño y me detuve en el pasillo ante una tosca balda en la que había varios números de las Selecciones del Reader’s Digest y algún que otro libro del tipo Cómo ganar amigos de Dale Carnegie. En esa misma balda había también una vieja foto de una mujer vestida de negro y un niño que sin duda era el propio Justo. Campos estaba en el rellano fumándose un cigarrillo, y la puerta había quedado abierta.
—Dígale a su compañero que pase —dijo Justo con timidez.
Yo no dije nada: si le inquietaba que algún vecino chismoso pudiera vernos en su casa, peor para él. Fui hasta el final del pasillo, abrí la última puerta, miré.
—¿Aquí duerme? —pregunté.
Pero no lo pregunté con el tono de ¿esto es el dormitorio? sino con el de ¿es posible que duerma alguien aquí? Porque, más que un dormitorio, aquello era una leonera, con un colchón viejo puesto directamente sobre el suelo, un rebujo de sábanas apelotonadas, ropa sucia tirada por todas partes, ceniceros llenos de colillas, platos con restos de comida… Entré en la habitación y abrí la ventana para ventilarla. Tampoco es que oliera especialmente mal, pero no estaba dispuesto a dejar escapar ninguna posibilidad de incomodarle. La luz de la calle daba de lleno sobre una pared en la que había un perchero con dos trajes colgados de sendas perchas y otra fotografía enmarcada de la mujer del pasillo. Me entretuve un instante observándola.
—Es mi madre —dijo Justo—. La foto original era muy pequeña y tuve que hacer que la ampliaran.
Volví al pasillo y desde allí hice una seña a Campos: todo en orden. Luego dirigí a Justo una mirada neutra.
—Ya sabe que no puede cambiar de domicilio sin comunicárnoslo —dije.
—No se preocupe —dijo.
Cuatro o cinco días después supe que Justo había vuelto por jefatura y había pedido hablar con el inspector Peribáñez. Lo supe porque el propio inspector no paraba de contarlo.
—¡Hay que ver la de chalados que hay por el mundo! —decía Peribáñez—. ¡Pretendía que traspapeláramos lo suyo para librarle de ir a juicio! ¡Como si nosotros pudiéramos hacer una cosa así!
Me acuerdo de Peribáñez contándolo a voz en grito por los pasillos y de Campos sacudiendo la cabeza y riendo. Decía Peribáñez:
—Lo más gracioso es que el tipo intentaba negociar. Que si la vida está hecha de intercambios, que si ustedes tienen algo que me puede interesar y yo tengo algo que les puede interesar… ¿Pero tú qué coño tienes?, le digo, y el muy cabrón va y me dice que tiene información. Que me puede informar sobre gente que consume y trafica con drogas, sobre comunistoides que frecuentan lugares de moda… Si de verdad sabes algo sobre delincuentes y enemigos del régimen tienes que decírmelo, pero porque es tu deber, no porque yo te vaya a dar nada a cambio, le digo. ¡Y si no me lo vas a decir, lárgate antes de que me arrepienta, porque por bastante menos que eso he empapelado a muchos!, le digo. ¡Y no veas qué prisa se dio en marcharse el pobre diablo…!
Campos volvió a sacudir la cabeza y a reír, y yo también reí. Después el inspector nos señaló con el índice y dijo:
—A ese pájaro no me lo perdáis de vista. Ése es de los que cuando menos te lo esperas levantan el vuelo. Y luego échales un galgo.
En casos así, lo normal era llamar alguna vez por teléfono para asegurarnos de que seguía localizable, dice Mateo Moreno. Yo dejé pasar un par de días, y una tarde, a eso de las siete, me presenté en su casa. Me abrió la puerta con el traje puesto y la corbata a medio anudar.
—Una visita rutinaria, sólo para comprobar —dije.
—Pues ya lo ha comprobado —dijo con sequedad.
Después de un escarmiento como el que le había dado Peribáñez todos se ponían un poco farrucos. Yo no me moví del descansillo.
—Si tiene que entrar, entre, pero rapidito, que me tengo que ir —añadió, haciéndose a un lado.
Su tono estaba empezando a joderme. Entré y di una vuelta por el piso, que seguía como la vez anterior. En el pasillo me detuve de nuevo ante su fotografía con su madre.
—¿Ya se ha buscado un buen abogado? —pregunté.
—¿A qué ha venido?, ¿a burlarse de mí?
—Bonita foto.
Él ni se inmutó. Me parecía un tipo despreciable, con ese peinado medio moderno y esa americana ceñida y esa sonrisa tirante del que está a la defensiva.
—Pues si todavía no tiene abogado… —dije, encogiéndome de hombros y yendo hacia el despacho.
—Dígale a su jefe que no se preocupe por mí —dijo, y yo le hice un gesto de impaciencia:
—Mi jefe ni siquiera sabe que estoy aquí.
En un rincón, en el suelo, había un hornillo de cámping-gas con una cafetera encima. La miré como esperando que se decidiera a ofrecerme un café, pero él terminó de hacerse el nudo de la corbata e ignoró mi gesto.
—Muy bien —dije, encaminándome hacia la escalera.
Ya en el rellano, justo antes de que él cerrara la puerta, me volví y dije:
—Por cierto, la próxima vez que vaya a ofrecer una información, asegúrese de que ha elegido al interlocutor adecuado…
—¿Qué le han contado? —dijo.
—Buenas tardes —dije, bajando el primer escalón.
—¡Espere un momento!
Lluís y yo nos hicimos novios unos pocos meses antes de que Justo empezara a salir con Elena Castellnou, dice Elvira Solé. Lluís me gustaba porque tenía la voz grave y las manos fuertes y, cuando me agarraba por la cintura y me decía cosas al oído, me daba la sensación de que el mundo era más sencillo y a su lado nunca podría ocurrirme nada malo. Lluís trabajaba en el Ayuntamiento, tramitando multas y cosas así, pero lo que de verdad le gustaba era leer. La primera vez que me llevó a su casa y vi todas aquellas pilas de libros, pregunté la típica idiotez:
—¿Te los has leído todos?
Él podría haberme tratado como a una tonta pero, en vez de eso, se echó a reír y me abrazó por detrás y me besó. Estábamos muy enamorados. Él decía que le gustaba todo de mí. Eso significaba que le gustaban hasta mis carencias y mis defectos. Por ejemplo, en vez de reprochármelo, le hacía gracia que no fuera tan leída ni tan culta como él. ¡Dios mío, cuánto sabía! Le podías hablar de ciencia, de lingüística, de historia, de filosofía, de lo que fuera, y Lluís siempre tenía cosas interesantes que decir. A su lado no parabas de aprender, y yo me sentía una privilegiada por ser su novia. Gracias a él empecé a tener opiniones. Daba lo mismo que mis opiniones fueran menos originales o menos audaces o menos elaboradas que las de Lluís. Eran mis opiniones, que era de lo que se trataba, y para expresarlas no me importaba tener que recurrir a un vocabulario que no era mío en absoluto. Utilizaba expresiones como solipsismo, autocomplacencia, torre de marfil, alienación… Que mis opiniones de ahora no coincidan con las que tenía entonces importa poco. Lo que importa es que empecé a tener mis propias opiniones. Al principio eran sólo opiniones sobre lo que Lluís decía, pero de ahí pasé enseguida a tener opiniones sobre todo lo demás. Sobre la religión, sobre la política, sobre la familia, sobre el matrimonio…: sobre la vida. Eso me fue distanciando de la gente que hasta entonces había sido mi gente, personas todas ellas a las que podía seguir queriendo pero con las que difícilmente podía ya mantener una conversación. Mientras ellos continuaban viviendo en el mundo de los lugares comunes y los saberes recibidos, yo había conseguido hacerme un hueco en el de la gente con opinión propia, y entre esos dos mundos sólo cabía el enfrentamiento. ¡Qué horrible, qué asfixiante era aquella España llena de pequeños Francos que disfrutaban imponiendo a todas horas su autoridad! Iba yo, una chica joven con un Gordini y media docena de opiniones recién estrenadas, y me encontraba con que la gente sólo sabía replicarme dándome órdenes. ¡Y lo peor es que siempre lo hacían por mi bien! Habré oído esa frase un millón de veces: Te lo digo por tu bien, te lo digo por tu bien… Mi pobre madre, mi padre, que por entonces tenía ya el enfisema, mi hermano mayor, Arturo, que trabajaba en la Seat, mi otro hermano, Andrés, que acababa de abrir la carnicería con Conchita, su mujer: todos me daban órdenes y todos decían siempre que lo hacían por mi bien. Y también mis amigas, también Araceli, María Jesús y Cristina, cuando me decían que hiciera tal cosa o no hiciera tal otra, me lo decían por mi bien.
Ya nunca salíamos juntas y, para no perder su amistad, me acercaba los domingos a la cafetería en la que tomaban el aperitivo después de la misa de doce, dice Elvira Solé. Yo había dejado de ir a misa al conocer a Lluís; ellas seguían yendo. A la misma iglesia, a la misma hora, para seguramente sentarse siempre juntas en el mismo banco… Mientras sus vidas parecían no cambiar en absoluto, en la mía no paraban de ocurrir cosas, y esas cosas me estaban convirtiendo en una persona distinta. ¿Puede ser que en esos encuentros las tratara con algo de superioridad o de condescendencia? Puede ser, pero en todo caso yo no era consciente. Sí tenía la sensación de que me miraban de otra forma, como estudiándome, y de que luego, cuando me iba, hacían comentarios acerca de mi ropa o mi peinado o simplemente mi actitud. Sin duda había quedado excluida de la complicidad que nos había unido desde niñas (y que ahora sólo las unía a ellas) pero, mientras estábamos juntas, las cuatro nos esforzábamos por simular que todo seguía más o menos como siempre. Por ejemplo, nos lo contábamos todo sobre novios y novietes y, por supuesto, sobre sexo. Pero incluso en eso me distinguía de ellas. Teníamos veintitrés años y yo era la única de las cuatro que mantenía relaciones sexuales regulares y completas. Cristina, la menos agraciada, corpulenta, un poco hombruna, sólo tomaba la palabra para lamentarse de sus escasísimos avances con un compañero de trabajo que le gustaba desde hacía años. María Jesús, que tenía novio desde los dieciocho, se había jurado llegar virgen al matrimonio y, aunque se había acostado varias veces con su chico y habían hecho casi de todo, nunca le había autorizado a penetrarla. Araceli, coqueta, enamoradiza y bastante más avezada que las otras en los placeres de la carne, vivía con mucha intensidad sus noviazgos, invariablemente breves y decepcionantes… En definitiva, las tres seguían a la espera del amor verdadero, a la espera del héroe o el príncipe que viniera a rescatarlas de sus tristes vidas sentimentales, y frente a ellas yo era como ellas se imaginaban a sí mismas una vez rescatadas: la mujer realizada, la enamorada que había acertado a encontrar el amor. Nuestras conversaciones, salpicadas de sobreentendidos y de suspiros de excitación y de risitas nerviosas, adquirían un matiz especial cuando yo hablaba de mi intimidad con Lluís. En la atención que entonces me prestaban percibía algo parecido a la admiración, algo que me hacía sentirme más segura de mí misma y más enamorada. Pero también podría ser que no fuera admiración sino envidia. O rencor, no sé muy bien. La que menos razones tenía era la que parecía más resentida conmigo. Hablo de Araceli, que al fin y al cabo había tenido bastantes ocasiones de encontrar el amor y nunca había sabido aprovecharlas. Era Araceli la que con cierta frecuencia me dedicaba comentarios sarcásticos del tipo: ¿Y cuándo nos presentarás a tu tortolito?, ¿tienes miedo de que te lo quitemos?, ¡o a lo mejor es que no es tan maravilloso como quieres hacernos creer! Yo me tenía que morder la lengua para no contestar.
Uno de esos breves y decepcionantes noviazgos de Araceli había sido con Justo, dice Elvira Solé. Sí, después de esos coqueteos de los que todas habíamos sido testigos, consiguió salir con él cuando yo ya no frecuentaba el Taita ni ninguno de aquellos sitios. Lo curioso es que para entonces Araceli había perdido toda esperanza con respecto a Justo. Seguía yendo por la zona del Taita y a veces se dejaba ver por Bocaccio, pero no se hacía ya demasiadas ilusiones. ¿Cómo conseguir siquiera que le prestara atención alguien como Justo, a quien el episodio de la comisaría había otorgado un prestigio fulminante? Bien relacionado, próspero, heroicamente antifranquista…: lo tenía todo para triunfar en esos círculos, y Araceli sabía que para una chica como ella Justo se había vuelto inalcanzable. Pudiendo elegir a cualquiera de las que iban por allí, ¿por qué iba a fijarse en ella? Bueno, la cuestión es que una tarde Justo la abordó y le dijo:
—Tú y yo tenemos que hablar.
Se lo dijo con expresión grave, como si hubiera ocurrido algo irreparable. Araceli se encogió de hombros.
—¿De qué?
—¡Ya sabes tú de qué! —dijo el otro, y por señas le ordenó que le siguiera a un rincón discreto.
Araceli obedeció, algo aturdida. Luego Justo acercó mucho su cara a la de ella y dijo:
—Sólo te voy a decir una cosa, y te la voy a decir sólo una vez. Si vas a por él, ten mucho cuidado. Podrías hacerle daño…
Araceli negaba con la cabeza y trataba de sonreír:
—¿Pero de qué me estás hablando?, ¿de quién me estás hablando?
—No te hagas la tonta, lo sabes muy bien —dijo Justo, y se dio la vuelta.
Araceli, que tenía bastante temperamento, le agarró por el brazo.
—A mí, las cosas claras y el chocolate espeso —le dijo—. ¿Me vas a explicar de qué va todo esto?
Justo bajó la voz:
—No me negarás que estás todo el rato lanzándole miradas y sonrisitas…
Araceli habló también en susurros, ¿pero de quién demonios le estaba hablando?, y él hizo con la cabeza un gesto en dirección a la barra, donde estaba Quim con unos amigos. Araceli tardó todavía unos instantes en comprender a quién se refería, y se puso a la defensiva:
—¿Yo?, ¿con Quim?, ¡te juro que…!
—No hace falta que jures —dijo Justo—. Sólo te digo que es una persona especial y que, si de verdad te gusta, tienes que tratarle con delicadeza…
Entonces ella no pudo contenerse y se echó a reír.
—¡Pero si no me gusta! —dijo—. ¡De verdad que no me gusta!, ¡no me gusta nada!
Eso era cierto: Araceli a Quim siempre lo había encontrado ostentoso, afeminado, estrafalario…
—No te creo —dijo Justo.
—Pues créeme.
—¿Por qué tendría que creerte?
—Porque a mí me gustas tú…
Más o menos así fue la conversación, y al cabo de un rato estaban los dos dándose besos en un portal cercano. Durante las tres o cuatro semanas siguientes, Araceli y Justo vivieron lo que parecía ser una apasionada historia de amor. Él la recogía en un taxi, la llevaba primero a cenar y luego a Bocaccio, la presentaba a todos como su novia. Después se iban a un apartamento cercano, destartalado y lleno de cajas, que no se usaba como vivienda sino como pequeño almacén o como meublé improvisado, y allí se quedaban hasta el amanecer. Araceli estaba exultante, y más guapa que nunca. Al igual que Cristina y María Jesús (y que yo misma hasta poco antes), solía recortar fotos y patrones de las revistas extranjeras y hacerse su propia ropa, que luego no se atrevía a ponerse porque le parecía demasiado moderna, demasiado llamativa.
—¿Cómo me voy a poner esto para vender pepinillos en el mercado? —decía, porque entonces ayudaba a sus padres en el puesto de encurtidos en vinagre.
Pues bien, mientras duró su relación con Justo, siempre que salía a la calle lo hacía llevando unos vestidos y unas minifaldas que a lo mejor no habrían llamado la atención en París o en Londres pero sí en la España de Franco. Era como si se hubiera convertido en otra persona, en una modelo de alta costura, en una mujer seductora y mundana, habituada a los casinos de la Costa Azul y a los descapotables y a los yates. Desde luego, alguien así no podía desentonar en una sala de fiestas como Bocaccio. Yo, que la conocía y la quería como a una hermana, trataba a veces de prevenirla contra ese mundo de juergas nocturnas y apellidos ilustres, y ella, medio en broma, medio en serio, pero más en serio que en broma, me decía:
—No estarás celosa, ¿verdad? ¡A ti Justo siempre te ha gustado! ¿No te basta con tu Lluís?
Araceli había encontrado la felicidad y no podía tolerar que nadie viniera a ensombrecerla. Lo malo es que esa felicidad le duró bastante poco. Recuerdo muy bien el domingo en que, en la cafetería, nos contó entre sollozos y juramentos de venganza cómo había terminado todo. La noche anterior, Justo había quedado como de costumbre en pasar a recogerla y sencillamente no se presentó. Ella supuso que habría tenido algún contratiempo y algo más tarde fue a buscarle a Bocaccio. Le encontró en la barra, en el centro de un pequeño grupo. En cuanto la vio acercarse, Justo se encaró con ella y le dijo:
—¿Me quieres dejar en paz?, ¿por qué tienes que andar siempre detrás de mí como un perrito?, ¿no comprendes que lo nuestro se acabó?
Araceli, guapísima, elegantísima, no pudo aguantar el ultraje y se marchó de allí llorando. Fue un golpe muy duro: ¡ni habían discutido ni habían hablado de que lo suyo fuera mal o de que Justo se hubiera cansado de ella o se hubiera enamorado de otra! Nosotras tratábamos de consolarla, pero ella aspiraba sobre todo a entender lo ocurrido.
—¡Ha sido un paripé! —decía—. ¡Todo! ¡Desde el primer momento!
Araceli estaba convencida de que Justo se había limitado a jugar con ella, como un gato con un ratón. Sabiéndola presa fácil, la había seducido con una burda comedieta, la había exhibido como un trofeo y, al final, cuando ya no la necesitaba, la había abandonado. Así, como si nada, sin dar explicaciones, como quien tira un trasto viejo o una piel de plátano a la basura. ¡Y todo para pavonearse delante de esa pija, todo para atrapar en sus redes a la zorra esa de la Nita! Algo de razón debía de tener Araceli, porque lo siguiente que supimos de Justo fue que estaba saliendo con Elena Castellnou, y parecía que lo suyo iba en serio. Elena, Elenita, Nita, la guapa y caprichosa Nita Castellnou, hija de un industrial que se había hecho de oro con unas contratas de suministros para la red de hospitales públicos…
—¡Qué hijo de puta! —bramaba Araceli, despechada—, ¡lo que le gusta de esa chica es la fortuna de su padre! ¡Porque en todo lo demás soy mil veces más mujer que ella!
Para mí era lo de siempre. Nosotras seguíamos siendo unas buenas chicas, unas chicas de barrio, y él, que siempre había ido un par de pasos por delante, se había situado ahora a una distancia sencillamente inalcanzable. Vivíamos en mundos distintos y no valía la pena darle más vueltas, pero yo me cuidaba mucho de decírselo a Araceli, que conmigo estaba siempre muy susceptible.
—Ahórrate tus consejos y tus opiniones —me decía—, ¡prefiero equivocarme sola!
Lo de que vivíamos en mundos distintos se hizo más patente cuando mi empresa se trasladó a un edificio nuevo de la calle Santaló, dice Elvira Solé. Allí ya no estábamos todos en el mismo piso sino que los despachos de los jefes ocupaban una planta, la quinta, y la oficina de los empleados otra, la cuarta. Si Justo seguía viniendo o no a hacer negocios con Quim, yo no podía saberlo, porque ya no hacía falta pasar por la oficina para llegar al despacho del jefe de compras, que por supuesto estaba en el piso superior. Aquel cambio lo interpreté entonces como una metáfora de la vida y de la sociedad. Unos estaban arriba y otros abajo, y a mí me había tocado estar abajo. Ahora, además, la empresa estaba muy cerca de la casa del señor Nebot, por lo que no tenía que recogerle en mi Hardy a la salida de misa. La relativa familiaridad que había llegado a tener con él y con su hijo se esfumó de golpe, y lo normal era que ya sólo de vez en cuando coincidiéramos en el ascensor. Entonces Quim me dedicaba alguno de sus saludos guasones (¡qué guapa estás, Elvirita!, ¡debes de tener montones de novios!), y el señor Nebot balanceaba mansamente la cabeza como esos perrillos de los coches y decía:
—O sea que la familia bien, ¿no?
—Todos bien, gracias, señor Nebot —contestaba yo.
La única vez que coincidí con Justo, yo estaba ya en el ascensor en el momento en que entró y, medio tapada por otras personas, creo que él, que estaba hojeando unos papeles, no me vio. El ascensor se detuvo en el cuarto y yo, al salir, procuré no mirarle. Luego las puertas se cerraron a mi espalda y el ascensor siguió hasta el quinto piso.
Para nosotros era el Rata, simplemente el Rata, dice Mateo Moreno. No sé de dónde le venía el apodo pero la verdad es que le pegaba, quién sabe si por esa mirada inquieta que tenía o por el pelo algo encrespado o por su manera de moverse, cautelosa, solapada. Vete a saber. De todas formas, con la gente como él siempre usábamos apodos, y cuando digo la gente como él me refiero a los colaboradores, es decir, a los confidentes, a los chivatos, a los membrillos. Para nosotros era el Rata, y yo mismo tardé bastante tiempo en empezar a llamarle por su nombre. Justo no era un confidente de la Brigada Social; Justo era mi confidente. Las cosas funcionaban así. Cada cual se las arreglaba como podía para obtener información y, si uno conseguía captar a un confidente valioso, los compañeros se lo respetaban, ¿me explico? Pero Justo ni siquiera era un confidente valioso, no al principio. Él creía que sabía muchas cosas pero no sabía casi nada, y lo poco que sabía no valía una perra gorda. ¡Qué difícil resultaba trabajar con gente así! Yo siempre le decía que era un peliculero. Como no quería que fuera por su casa y tampoco que le vieran entrando en jefatura, me citaba en los sitios más disparatados. En el teleférico de Montjuïc, en los porches del parque Güell, en el mirador de Colón, en el Pasaje de la Luz, que era una galería comercial que estaba debajo de la plaza de Cataluña… ¡Menos mal que todavía no existían ni el Museo de Cera ni el de Autómatas, porque seguro que también me habría citado allí, ja ja! Me harté el día en que me hizo ir al espectáculo de los delfines del Zoo. Los delfines daban saltos y aletazos y no paraban de salpicarnos, y yo, escurriéndome las mangas de la chaqueta, le dije:
—¡Ya está bien, Rata!, ¡no aguanto más!
Él se excusó diciendo que había escogido ese sitio por motivos de seguridad, porque allí sólo había niños y turistas, y yo seguí increpándole:
—¿Por motivos de seguridad? ¿Pero cuántas películas has visto tú? ¡Peliculero, que eres un peliculero!
En realidad, de lo que estaba harto era de su información, que era muy pobre. Nos fuimos de allí y nos metimos en un bar de la calle Marina. Yo seguía frotándome las manchas de humedad de la chaqueta sólo para recordarle su torpeza, y él recitaba nombres y más nombres y me decía quiénes eran unos y otros y qué le había oído decir a éste y qué a aquél. En aquella época me informaba así, de viva voz, y las pocas veces que soltaba algo interesante yo sacaba mi agenda y lo anotaba. Aquella tarde no estaba de humor para nada.
—¿Qué ocurre? —me preguntó en un momento dado—, ¿por qué no tomas notas?
—Mira, Rata —le dije—. Todo lo que me estás contando es una mierda. ¡Qué me importa a mí que unos niños de papá se fumen unos porros y se pongan a decir que si Franco esto o si Franco lo otro! ¡La risa que me dan a mí esos comunistas de salón que se reúnen a emborracharse en Bocaccio! Esos rojillos de familia bien no quieren líos. ¡Mucho de boquilla y nada más! ¡Que te lo digo yo!
Y sin añadir nada me levanté de la silla y me marché del bar. Hay que entenderlo. Yo era entonces un joven policía deseoso de hacer méritos ante mis superiores, y no podía permitirme perder tiempo y energías siguiendo pistas que no conducían a nada. Justo, además, no me inspiraba ninguna simpatía. Esa tarde, al salir del bar de la calle Marina, creía haberme librado de él para siempre, pero cinco o seis días después volví a recibir una llamada suya.
—¿Dónde quedamos? —me dijo—, ¿donde la última vez?
—¡Ah, no, Rata, los delfines otra vez no! —exploté, y él se apresuró a aclarar:
—No me refiero al Zoo, me refiero al bar…
Aunque tanto a él como a mí nos cogía un poco a desmano, a partir de entonces nos veíamos siempre en ese sitio, el bar de la calle Marina, dice Mateo Moreno. Olía a tabaco barato y a pulpo a la gallega pero, fuera de las horas de las comidas, en las que se llenaba de trabajadores de las fábricas y talleres de Pueblo Nuevo, podíamos hablar con tranquilidad. Ese día llegó con una cartera. La abrió, sacó unas cuartillas y me las entregó.
—¿Qué es?
—Fichas de gente, fichas que te pueden servir.
Les eché un vistazo. No parecían muy interesantes, pero tampoco podía negarse que el hombre se había esmerado: había filiaciones políticas, datos sobre reuniones y viajes al extranjero, breves transcripciones de conversaciones, fechas, números de teléfono, domicilios… Justo me observaba con ansiedad, esperando mi aprobación.
—He pensado que te voy a traer también fotos, ya sé más o menos cómo me las arreglaré… —añadió.
—Bueno, bueno —dije, guardándome aquellos papeles, y él me agarró del brazo y dijo:
—Te ocuparás de lo mío, ¿verdad? Hablarás con el juez o con quien haga falta…
Hice un gesto de asentimiento y me levanté. Justo sonrió, y la verdad es que por un instante sentí lástima por él. Dije:
—¿Para dónde vas?
—Para Arco de Triunfo.
Desde entonces quedábamos cada diez o doce días, siempre en ese bar, siempre a media tarde. Él me entregaba una nueva serie de fichas y yo le decía cuáles de aquellos personajes podían llegar a interesarnos (los menos) y cuáles no (la mayoría), y luego cruzábamos juntos el parque de la Ciudadela y nos separábamos ante la boca de metro de Arco de Triunfo. Durante esos breves trayectos por el parque hablábamos de cosas que no tenían que ver con el trabajo, y gracias a eso llegué a conocerle un poco más. En realidad, hablaba sobre todo él, y como desahogándose. Era como si no tuviera nadie más a quien contarle su vida, y me hablaba de su infancia en el pueblo con su madre, la mejor mujer del mundo, y de cómo la había traído a Barcelona cuando ella estaba ya gravemente enferma y de cómo había luchado por pagarle los mejores médicos…
—¿Tú por tu madre no estarías dispuesto a robar y a estafar y a lo que hiciera falta? —me preguntó en una ocasión, y yo, que nunca le hablé de mi madre, dije nada más:
—¡Qué sabrás tú de mi madre!
Otro día me dijo que incluso había confiado en una curandera y que unos desaprensivos se habían aprovechado de su buena fe para sacarle todo su dinero…
—¿Estás intentando justificarte, Rata? ¿Me estás diciendo que, como a ti te estafaron, también tú puedes ir por ahí estafando a la gente? —le interrumpí con aspereza.
Para mí, Justo seguía siendo un gilipollas, pero no podía dejar de admitir que nuestras historias con nuestras respectivas madres eran al mismo tiempo tan distintas y tan parecidas… Y la cosa es que, por muy gilipollas que Justo me pareciera, estaba empezando a tenerle cierta confianza. No tanta como para hablarle de mi madre pero sí, por ejemplo, para hablarle de mujeres. Yo entonces tenía veintiún años y, claro, iba más salido que un chimpancé, ja ja. El problema era que las chicas eran muy estrechas y que para divertirme un poco tenía que ir de putas. Ser policía tenía sus ventajas. Me conocían en casi todos los puticlubs, y en casi todos se negaban a cobrarme. Yo, a cambio, tenía algunos detalles con las chicas: un día les llevaba unos bombones, otro un ramo de flores, otro un frasquito de perfume… En aquella época había poco género de importación. Quiero decir que las putas eran casi todas nacionales, ja ja. Hubo algunas que se encariñaron de mí. Por ejemplo, la Vicky, que era de Castellón y trabajaba en un burdel muy finolis de la calle Mariano Cubí. Me decía la Vicky: A ver cuándo me retiras, Mateo, a ver cuándo pillas un buen montón de pasta y me sacas de aquí… Yo habré sido muchas cosas, pero ladrón no, ladrón nunca, y además tampoco quería liarme con una prostituta: al principio muy bien pero luego, en cuanto te dabas la vuelta, te ponían unos cuernos que ni el casco de un vikingo. Lo que yo buscaba era una chica sencilla y decente, alguien con quien formar eso que yo jamás había tenido: una familia. Las que me gustaban eran secretarias, telefonistas, dependientas… Lo bueno de mi trabajo era que me metía en todas partes y conocía a mucha gente. Antes de conocer a Carmela, que en paz descanse, tuve varias novias. La que más me gustaba se llamaba Neus, o sea, Nieves, y trabajaba en una floristería al lado del mercado de la Concepción. ¡Me volvía loco aquella chica! Me tenía tan enamoriscado que no podía dejar de pensar en ella y, claro, a las primeras de cambio me ponía a hablar de los ojos tan bonitos que tenía y de cómo me gustaba su sonrisa y de las ganas que tenía de volverla a ver. De aquellos paseos con Justo por el parque de la Ciudadela recuerdo sobre todo las conversaciones sobre nuestros problemas con las mujeres. Yo le hablaba de Neus y él me hablaba de la chica con la que salía, que se llamaba Nita. Justo me decía que no la entendía: un día parecía tan enamorada de él y al día siguiente ni siquiera le cogía el teléfono. Daba la sensación de que en sus anteriores noviazgos siempre había llevado las riendas de la relación y de que con esa chica había encontrado la horma de su zapato. No estaba acostumbrado a que las chicas jugaran con él, y parecía que la tal Nita no sabía hacer otra cosa.
—¿Qué es lo máximo que estarías dispuesto a perdonarle a Neus? —me preguntaba Justo.
—¿Lo máximo? —decía yo.
—Lo máximo.
—¿Quieres saber si estaría dispuesto a perdonarle a Neus que se acostara con otro, por ejemplo?
—Por ejemplo.
—¡Pues no, claro que no!, ¿cómo le voy a perdonar que se acueste con otro si ni siquiera se acuesta conmigo? —decía yo, y Justo replicaba:
—¡A ti lo que te pasa es que no la quieres, que no la quieres lo suficiente!
Yo, que para entonces había empezado ya a llamarle Justo en vez de Rata, me enfadaba con él:
—Mira, Justo, que a ti no te importe que tu novia te la esté pegando con otros no significa que yo no quiera a la mía. ¿Sabes lo que te ocurre? ¡Que estás encoñado, Justo! ¡En-co-ña-do!
Él negaba con la cabeza y en tono lastimero decía que Nita en el fondo sólo le quería a él y que un día se daría cuenta y le pediría perdón y que sentaría la cabeza, etcétera.
—Sí, sí —le decía yo con una sonrisita maligna, y con la mano le hacía el signo del cornudo.
Por supuesto, las cosas nunca son tan sencillas como parecen a primera vista, dice Mateo Moreno. Yo seguía viendo a Neus. A veces iba a recogerla a la floristería y, si al acabar su horario tenía que llevar un ramo a una parturienta o una corona de flores a un funeral, la acompañaba. Poco a poco pasamos de las sonrisas a los abrazos y de los abrazos a los besos, y un día le dije que quería ver dónde vivía y me llevó al piso que compartía con dos tías suyas en Menéndez Pelayo. Sus tías estaban de viaje, y en cuanto cerramos la puerta empecé a desnudarla. Cuando ya sólo llevaba puesta la ropa interior, se echó a llorar.
—¿Pero qué te pasa? —le dije.
—No quiero engañarte, quiero que lo sepas todo —me dijo, y luego, entre lágrimas, me contó que estaba liada con un hombre casado y que había intentado varias veces romper con él pero nunca había llegado a hacerlo.
—¡Corazón, corazón mío! —exclamé, más caliente que un brasero.
La estreché con fuerza entre mis brazos y la dejé que llorara un poco más antes de desnudarla del todo y llevarla a la cama. Unas semanas después la situación era la siguiente: Neus y yo éramos novios, y Neus seguía acostándose con su amante casado, con el que seguía teniendo intención de cortar pero… Una situación no tan distinta de la de Justo. Yo estaba fuera de mí:
—¡No me puedes hacer esto!, ¡tienes que mandarlo a tomar por culo!, ¿quieres que me ocupe yo?, ¡dime dónde vive y yo me encargo!
Neus lloraba y lloraba y me rogaba que, por respeto al amor que había sentido hacia ese hombre, le diera tiempo y le permitiera solucionarlo a su manera. Pero el caso es que nunca terminaba de romper con él, y yo estaba cada vez más desesperado y más confuso. ¿Qué debía hacer?, ¿olvidarme de ella para siempre?, ¿decirle que no quería volverla a ver mientras las cosas siguieran como estaban? Lo comenté una tarde con Justo, y el muy borde, como si me la hubiera estado guardando, se limitó a soltar una risita y a hacerme cuernos con la mano.
—¡Coño, Justo, no te cachondees, que esto es muy serio! —le dije, dolido, aunque en el fondo sabía que no le faltaban razones para burlarse de mí.
Estaba pasando una mala temporada, y poco después ocurrió lo de la muerte de mi madre. A Justo nunca le había hablado de ella, y tampoco iba a hacerlo ahora, así que todo el dolor y toda la rabia me los tuve que comer yo solo. Justo seguía hablándome de sus problemas con Nita, que todas las semanas le engañaba con alguien y todas las semanas renovaba sus promesas de rectificación, y yo le respondía con aspereza.
—¡A mí qué me cuentas, Rata! —le decía, porque en esos momentos Justo volvía a ser el Rata para mí—. ¡Si no fuera por el dinero de su padre, ya te habrías librado de esa zorrilla!
Porque podía ser o no que Justo estuviera tan locamente enamorado como decía, pero lo que no admitía réplica era que el padre de la chica estaba forrado y que Justo aspiraba a hacer negocios con él. Sobre eso no me ocultaba nada. Me decía que ya se había hartado de ir trampeando con pequeños negocios aquí y allá y que estaba a punto de poner en marcha una operación de las grandes. Me decía:
—No me pidas que te lo cuente, porque no te lo puedo contar.
Pero luego, sin que yo le insistiera, me lo contaba igual, y era verdad que con aquello parecía que podía ganar fácilmente un porrón de dinero. Era un asunto con la Diputación, que tenía previsto dotar de gimnasios a las escuelas rurales de la provincia. Justo había negociado con fabricantes y proveedores para asegurarse un buen margen de beneficio, y sólo le faltaba que la contrata de no sé qué aparatos le fuera adjudicada. ¿Y de quién dependía esa adjudicación? Del padre de Nita, un hombre que durante la guerra había salido de Cataluña para unirse a los requetés, un empresario que no necesitaba ocupar ningún cargo oficial porque era él el que nombraba y destituía, un oscuro personaje de cuyas influencias se decía que llegaban hasta el mismísimo palacio de El Pardo…
—¡No te puedes ni imaginar qué despacho tiene, con esas alfombras, esos tapices! —decía, y yo le hacía callar:
—¡Basta, Rata! ¡Ya sé por dónde vas! ¡Pero no pretendas hacerme creer que lo tuyo por esa chica es amor!
Él se hacía el ofendido:
—¡Claro que es amor! ¿Por qué, si no, te piensas que deseo prosperar? ¡Porque la quiero, porque quiero a Nita y quiero estar a la altura que ella merece…!
Puede ser que el muy idiota hablara en serio, pero para mí las cosas estaban claras: cuando hay mucho dinero de por medio, los cuernos no resultan tan molestos, ja ja.
Cuando Justo me preguntaba si había habido noticias del juez, yo le decía que estaba todo controlado, dice Mateo Moreno.
—Comprenderás que es muy importante para mí… —insistía, y yo sacudía la cabeza:
—Que sí, hombre, que sí…
En primavera salió la sentencia, y Justo me esperaba en el bar de siempre con cara de pocos amigos.
—Eres un cabrón —me dijo.
—No te pongas así, Rata. Nosotros nunca te prometimos nada. Tú te lo decías todo.
—Eres un cabrón —volvió a decir.
—De acuerdo, Rata, soy un cabrón y lo que tú quieras. Ahora, a ver. ¿Qué me has traído hoy?
Justo se levantó y se marchó. Yo dejé unas monedas sobre la mesa y salí detrás de él. Por supuesto, ni yo ni el inspector jefe ni el comisario nos habíamos molestado en hablar de Justo con ningún juez. Esas cosas se decían pero no se hacían. Hacía falta ser muy cándido para creer que colaborando con nosotros podía alguien librarse de una condena judicial. Y Justo era precisamente eso, un cándido. Se las daba de listo pero en el fondo era un ingenuo. O un loco, vete a saber. Confiaba tanto en mi intercesión que había encomendado su defensa a un abogado de oficio. Me lo imaginaba plantándose delante de un abogadito inexperto y mal pagado y diciéndole: No se moleste en estudiarse mucho el caso, ya verá como las cosas saldrán bien. Y me imaginaba también su desolación al enterarse de que las cosas no habían salido bien. Cuando le alcancé en el parque, estaba ya a la altura del estanque.
—Para, hombre, para… —le dije, pero él siguió andando.
—¡Déjame!, ¡no quiero saber nada de ti! —gritó.
—¡Que pares, te digo!
Justo se paró por fin y me señaló con el dedo índice:
—No has hecho nada por mí. No me has ayudado. No te debo nada.
Justo me acusaba directamente a mí, pero yo preferí utilizar el nosotros:
—No ha sido porque no hayamos querido sino porque no hemos podido.
—¡A otro perro con ese hueso! —dijo, y echó otra vez a andar.
Avancé a su lado. Dije:
—¿Qué te ha caído? ¿Un par de años? Como no tienes antecedentes, no tienes que cumplirlos…
—¿Y el dinero qué? ¿De dónde saco el dinero para pagar a esa gente?
Me encogí de hombros y sonreí, tratando de quitarle importancia:
—Te declaras insolvente, y solucionado.
Justo, furioso, volvió a gritar:
—¡Insolvente, dices! ¿Y qué tipo de negocios se supone que hacen los insolventes? ¿Y cómo crees que me van a dar la contrata de la Diputación, siendo insolvente? Y en cuanto a Nita, ¿qué piensas que va a pasar? ¿No lo entiendes? ¡Estoy acabado! ¡A-ca-ba-do!
Le agarré con fuerza por los hombros e intenté tranquilizarle:
—¡No seas crío! ¿Quién te dice a ti que esto va a llegar a oídos de tu novia o de su padre? Te lo digo yo, Justo: ¡nadie, nadie se tiene que enterar! ¡Si supieras la cantidad de insolventes que hay por ahí sin que ni tú ni yo lo sepamos y que no paran de hacer negocios millonarios…!
Empezó a llover suavemente, y Justo se pasó una mano por el pelo húmedo. Le cogí del brazo y le acompañé hasta la boca del metro:
—Ven, hombre, no te vayas a mojar.
Le dije que en realidad tenía que estar contento porque había salido bastante bien parado:
—Imagínate que hubieras tenido que ingresar en prisión. Eso sí que habría sido duro…
Cuando nos despedimos me pareció que estaba más calmado. Me dijo:
—¿De verdad crees que no se van a enterar?
—¡Por supuesto que no se van a enterar!
Le di un par de palmadas en la espalda y me apresuré a cruzar la calle.
Que se enteraran era sólo cuestión de tiempo, dice Mateo Moreno. Estaba claro que todo le iba a ir mal, pobre diablo. Que se le iban a cerrar todas las puertas, que se iba a quedar sin amigos, que le iba a dejar la novia, que el padre de ésta jamás haría ningún negocio con él… Estaba más claro que el agua, y yo aún me preguntaba cómo me había resultado tan fácil convencerle de lo contrario. ¡Ah, amigo, la gente desesperada sólo ve lo que quiere ver! ¡Son capaces de aferrarse a cualquier cosa! La realidad era que era un vulgar estafador y que lo que tenía se lo había ganado a pulso. ¿Que el juez le había condenado? ¡Sólo faltaría! ¿Que su vida se estaba yendo a pique? ¿Y a mí qué? Pero, qué quieres que te diga, le tenía lástima. Cualquiera en mi lugar se habría desentendido de él y de sus problemas. Yo, en cambio, previendo lo que estaba a punto de ocurrir, escogí algunas de las fichas preparadas por Justo y se las enseñé al comisario Revuelta.
—Creo que de aquí puede salir algo interesante —dije.
El comisario miró aquellos papeles con desprecio:
—¿Esto quién lo ha hecho?, ¿algún sobrinito tuyo?
—Ahí hay gente contraria al régimen, gente bien relacionada, y tengo a un pájaro que nos puede mantener informados —dije.
Cogió una de las cuartillas y leyó:
—«Pedro Portabella, miembro de una adinerada familia de industriales, alardea en público de su participación en numerosas reuniones clandestinas…».
Dejó caer la cuartilla sobre la mesa y repitió el apellido como si le sonara ridículo o inverosímil:
—Por-ta-be-lla…
—Ha producido películas raras, subversivas… A la gente así hay que vigilarla.
—¡Ya sé quién es Portabella! ¡Un comunista! ¿Quién es el otro? ¿Quién es el pájaro? —dijo, y le hablé del Rata:
—Nunca se le olvida un nombre ni una cara, estoy seguro de que nos puede valer.
—No será que te has vuelto maricón, ¿eh?
—No, señor comisario —dije, y directamente le pedí una asignación económica para mi confidente.
Revuelta se lo pensó unos instantes.
—¿De verdad crees que esta basura tiene algún valor? ¡Con todos los drogadictos que hay en esos ambientes, podrías conseguir lo que quisieras por mucho menos! Unos bofetones para intimidar, un par de noches en incomunicados y luego unos gramos de lo que sea para que se vayan contentos…
El caso es que conseguí convencer al comisario y que me autorizó a disponer de algo de dinero para pagar a Justo. A pesar de todo, Revuelta me seguía mirando con desconfianza.
—Seguro que no te has vuelto maricón, ¿eh? —volvió a decir cuando ya me iba del despacho.
En aquella época, el sueldo de un subinspector como yo estaba alrededor de las once mil pesetas. A los confidentes se les solía pagar cuatro mil. No era mucho, pero al menos daba para vivir, y en todo caso era lo máximo a lo que yo podía aspirar para Justo. No mucho después de eso, quizás al mes siguiente, acudí a uno de nuestros encuentros y me bastó con verle la cara para saber que ya había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Curiosamente, Justo no parecía resentido ni furioso, sólo deprimido.
—Lo saben —dijo—. Lo saben todo. Se ha corrido la voz…
—¿La chica también?
—Hace días que no hablo con ella. Pero, si lo sabe el padre, lo sabrá la hija.
Emitió un hondo suspiro. Dijo:
—Por supuesto, el padre no me ha dicho que lo supiera. Pero lo sabe. Me ha llamado por teléfono y ¿sabes lo que me ha dicho? Que de la gente como yo no se podía fiar. Con vuestras fiestas, vuestras drogas, vuestras ideas izquierdistas, ¿quién me garantiza a mí que luego no vas a repartir la empresa entre los empleados…? Ha fingido que me echaba del negocio por ser drogadicto y comunista como los amigos de Nita, pero en realidad me estaba echando por estafador.
Estuvimos un rato en silencio. Luego Justo dijo, como hablando para sí:
—En el fondo, casi mejor. Esa gente siempre me ha despreciado. Esa gente sólo hace negocios con los de su clase…
En su voz no había reproche, al menos no hacia mí. Traté de bromear:
—¡A ver si va a ser verdad que eres comunista!
Justo ni me escuchó.
—Pero saldré de ésta, ya lo verás —dijo, y se levantó para marcharse.
—¿No tienes nada para mí? —dije, levantándome también.
—¿Estás de broma?
—¿Esta vez no hay fichas ni fotos ni nada?
—¡Que no te burles!
—Toma —dije, y le tendí el sobre.
Él lo abrió y observó con curiosidad los cuatro billetes de mil. Le agarré del hombro.
—Somos amigos, ¿no? —dije—. Yo no soy como esa gente. Yo no te voy a dejar tirado. Pero a partir de ahora me vas a pasar mejor información. No más detallada sino mejor. Información que nos conduzca a detenciones, ¿me explico? Yo te orientaré, te daré instrucciones sobre lo que hay que investigar y lo que no.
Justo se guardó el dinero en el bolsillo interior de la americana.
—¿Ves como te podías fiar de mí? —dije, y le di un golpe amistoso en la nuca—. ¡Te trato demasiado bien…!