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Habla Martín Tello

Sí, éramos medio parientes, dice Martín Tello. Pero es que en los pueblos pequeños todos son parientes o medio parientes. Mi padre y su madre se apellidaban igual y, aunque no sabían de dónde les venía el parentesco, entre ellos se llamaban primos. ¡Prima, tráeme esto!, ¡primo, tráeme lo otro! Pero mis primos de verdad no eran ellos, sino los hijos de mi tío Guillermo y mi tío Evaristo. Cuando nos vinimos, nos vinimos todos: mi tío Guillermo con su mujer y sus cuatro hijos, mi tío Evaristo con la suya y las dos chicas, mis padres conmigo y con mis hermanas. Llevaban tiempo, desde antes de la guerra, hablando del embalse y diciendo que tendríamos que dejar el pueblo y, cuando llegaron unos del gobierno y ofrecieron cuatro perras por las tierras y las casas, mis padres y mis tíos no se lo pensaron. Con embalse o sin embalse, aquello no tenía ningún futuro… Y, si teníamos que rehacer la vida en otro sitio, cuanto antes empezáramos mejor, ¿no? Así que metimos todo lo que pudimos en los carros y nos echamos a la carretera. Tardamos cuatro días en llegar a Barcelona. Lo que más llamó la atención de mis hermanas fue que las calles tuvieran nombre y las casas número. Claro, para no perderse, dijo mi padre. Íbamos con los carros por la Gran Vía, que entonces se llamaba de José Antonio, y la gente nos señalaba con la mano y se reía. Por un conocido de uno de mis tíos conseguimos que nos dejaran meternos en un piso del Barrio Chino. En aquella época, esa parte estaba llena de emigrantes aragoneses. Lo primero que hicimos fue ir a ver el Centro Aragonés, que estaba muy cerca, en la esquina de Joaquín Costa. Entrando en Barcelona habíamos visto otros edificios más grandes y más elegantes, pero aquél nos impresionó más. No sé. A lo mejor era que lo sentíamos un poco nuestro. A lo mejor era que lo comparábamos con las casas del pueblo, tan pobres, tan mugrientas, y nos parecía que en Barcelona podríamos llegar a hacer cosas y realizar sueños que en el pueblo ni siquiera éramos capaces de concebir. Y eso nos animaba. Empecé a trabajar esa misma semana. Primero fui chico de los recados de una carnicería del mercado de San Antonio, después estuve de aprendiz en una fábrica de corcho, más tarde entré de botones en el hotel Majestic… Por la cafetería del hotel iba un hombre que tenía varias gasolineras. Me preguntó cuánto ganaba. Se lo dije. Me dijo si quería ganar más y le dije que sí. Trabajé en cuatro o cinco gasolineras distintas: una en Igualada, otra en Manresa, otra en… Entonces las distancias parecían mayores que ahora, y no podías vivir en un sitio y trabajar en otro, así que lo que ganaba se me iba en pagar la pensión. Fui a ver al patrón y le dije que prefería estar cerca de mi familia. Aquel hombre tenía también una gasolinera en el centro de Barcelona, en la calle Casanova. En cuanto hubo una vacante, me llamaron y volví a vivir con mis padres. Enfrente de la gasolinera había una peluquería de caballeros que se llamaba Adolfo. Era raro, porque el dueño se llamaba Andrés. Yo iba a veces a darle conversación y así conocí a su hija, la Mari. Cuando Andrés vio que lo nuestro empezaba a ir en serio, me preguntó si me gustaría aprender el oficio. Y así fue como me hice peluquero. Al poco tiempo, la Mari y yo nos casamos y nos fuimos a vivir a la calle del Tigre. Allí nacieron nuestros tres hijos. Cuando apareció Justo con su madre, teníamos ya a los gemelos pero todavía no a María Jesús, la pequeña.

Yo de él ni me acordaba, dice Martín Tello. Pero es que Justo, cuando nos fuimos del pueblo, era un crío. Habían pasado catorce años desde entonces, y yo no había vuelto a saber nada de él ni de la gente del pueblo. Me acuerdo de la cara que puso la Mari:

—Que hay unos en la escalera que dicen que son parientes tuyos…

Pero es que había que verlos. Él, flaquito y pequeño y como desnutrido, y la madre con la cabeza torcida y los labios llenos de saliva seca, con ese aspecto de trastornada que se le había quedado desde que le dio el arrechucho. La Mari debió de pensar que eran mendigos o algo así, y yo no podía negar que éramos un poco parientes.

—¿Qué queréis? —dije.

—Acabamos de llegar, y como no conocemos a nadie más… —dijo.

Habría sido mejor que hubieran sido mendigos. Les habría dado unas monedas y me habría desentendido de ellos. Pero un buen cristiano no puede hacer una cosa así. Les dije que esa noche los gemelos dormirían con nosotros y que ellos dos podrían dormir en su cuarto. ¡Menudas caras me ponía la Mari! Justo cogió a su madre en brazos y me siguió hasta la habitación de los chicos. Había que ver con qué delicadeza la trataba. Le decía:

—¡Verá qué bien va a estar!, ¡qué casa tan maja!, ¡y qué cuarto tan agradable…!

La colocó con cuidado sobre una de las camas y corrió a recoger sus cosas, que habían dejado en el portal. Entonces me di cuenta de que había subido los tres pisos con su madre a cuestas: no se podía negar que el mozo era animoso. La Mari miró con aprensión a la mujer y murmuró:

—¿Éste no desaparecerá y nos dejará con la momia esa?

Pero Justo por nada del mundo abandonaría a su madre. Se desvivía por ella. Se diría que era lo único verdaderamente importante en su vida. Cuando volvió, me fijé en que no tenían ni maletas. Las pocas cosas que tenían las llevaban dentro de dos viejas mantas enrolladas y atadas con bramante… ¡A saber cómo habrían hecho el viaje desde el pueblo!

La verdad es que el mozo tenía buen corazón, dice Martín Tello. ¿Y cómo lo iba yo a dejar tirado, con su madre en esas condiciones? Por entonces llegaban montones de emigrantes todos los días. Los veías por todas partes con sus maletas de cartón y sus cestos de mimbre y sus ropas raídas… Venían en unos trenes que llamábamos borregueros. Un cliente de la peluquería que trabajaba en la estación de Francia me contó que a muchos de ellos la policía los obligaba a subir de nuevo al tren y los devolvía a su tierra. O directamente los encerraba en el castillo de Montjuïc. Como si fueran delincuentes. Como si vinieran a robar o a violar o a matar, cuando lo único que querían era trabajar y conseguir un trozo de pan que llevarse a la boca. A mí me daban mucha pena, pero en aquella época no podías opinar… A Justo, por lo menos, no le pasó nada. Ni a él ni a su madre. ¡Cómo la quería! ¡Cómo la trataba! Si digo que el mozo tenía buen corazón… Luego supimos que ni la hija, que estaba casada y vivía en Barbastro, ni los dos mayores, que se habían marchado a Zaragoza, habían querido hacerse cargo de la pobre mujer, y de todo tuvo que ocuparse él, que no tenía dónde caerse muerto. Un día me dijo que habían venido a Barcelona porque aquí estaban los mejores médicos. No había perdido la esperanza de curarla. Creía que, buscando, buscando, encontraría alguna eminencia de la medicina que la operaría o le pondría alguna inyección milagrosa, y entonces ella volvería a ser la de antes, una mujer sana, robusta, de esas que llevaban un cántaro en una mano y tiraban de un carro con la otra. Tardó bastante pero es verdad que, en cuanto pudo permitírselo, la llevó a que la vieran los mejores especialistas. Todos le decían lo mismo. Que la lesión en el cerebro era grave. Que nunca podría valerse por sí misma. Pero él no terminaba de creerles. Pensaba, simplemente, que no eran tan buenos médicos como la gente decía, y seguía preguntando a unos y a otros porque estaba seguro de que algún día acabaría dando con el médico que andaba buscando. Entre tanto, la mujer era lo que decía la Mari: una momia. Y él la lavaba y le cambiaba la ropa y le cortaba las uñas y le cepillaba el pelo. También hacía con ella unos ejercicios de rehabilitación que consistían en abrirle y cerrarle las manos, en doblarle y estirarle las piernas… Y le hablaba. Le hablaba como si ella pudiera entenderle. ¡Y vete a saber! ¡A lo mejor no estaba tan lela y un poco sí que le entendía! Pero a mí me parecía que era como lo de esa gente que habla con sus plantas mientras riega. O peor aún, porque hasta de un geranio se podía esperar más expresividad que de esa pobre mujer…

En casa los tuvimos cerca de un mes, dice Martín Tello. Lo primero era ayudarle a encontrar trabajo. Aquello no era fácil porque el mozo no sabía hacer nada. O, mejor dicho, sólo sabía de las cosas del campo. Sabía ordeñar una vaca y herrar una mula y cortar leña. Sabía cavar una acequia y retejar una casa. Y, al parecer, no era mal cazador: tenía buena puntería y sabía esperar. ¿Pero de qué le servía todo eso aquí? De nada. Me lo llevé conmigo un domingo y le estuve presentando gente. Por entonces hablaba muy poco, sólo si le preguntaban, y todavía usaba palabras de esas que decíamos en el pueblo. Al espejo lo llamaba espiello, y al bolsillo lo llamaba pocha, y a los callejones callizos… Ya casi había logrado olvidarme de esas palabras, y ahora venía él a recordármelas. Yo le corregía: espejo, bolsillo, callejón. Si quería salir adelante, tenía que empezar por civilizarse. Uno de los hombres que le presenté era pintor y me dijo que podía necesitar un aprendiz. A los pocos días apareció por casa uno de su cuadrilla y se lo llevó. ¡Dios mío, la cara que traía cuando le dieron el primer jornal! ¡Estaba feliz! Eran cuatro perras, pero él nunca había visto tanto dinero junto. Me lo enseñó y me preguntó si le llegaría para comprarle una silla a su madre. Eso era lo que le obsesionaba: poder comprar una silla de ruedas para su madre. ¿Tenía buen corazón o no? A la mujer la teníamos en casa mientras Justo salía a trabajar, y la Mari le echaba un vistazo cuando conseguía dormir a los gemelos. Fui a la parroquia a hablar con el padre Benet. Le hablé del chico y de su madre y le pregunté si sabía de alguien que tuviera una silla de ruedas y no la necesitara. Pero en realidad la silla era lo de menos. Yo sabía que una anciana del barrio había legado a la parroquia un localito que tenía pegado a la iglesia. El padre Benet la había convencido diciendo que necesitaba un local así para la catequesis, pero hacía más de dos años que la mujer había muerto y el local ni se usaba para la catequesis ni se usaba para nada. Y eso era lo que yo quería: que la parroquia les cediera el local como vivienda. Tal como estaba la madre de Justo, no se podía pensar en subir y bajar escaleras. Tenían que conseguir un local como ése. Tenían que conseguir ese local. Con las perras del mozo y unas pocas que le presté compramos una silla de ruedas de segunda mano. Y, por fin, Justo pudo salir a dar un paseo con su madre. La llevaba atada con una correa para que no se le cayera al primer bote. La mujer iba dando bandazos con la cabeza, como cuando te quedas dormido en un tren, y Justo le decía:

—Mire esa fuente, madre, qué bonita, y esas casas de allá, madre, mire qué altas…

Yo le dije que, siempre que la sacara a pasear, pasara un momento por la parroquia. Lo importante era que el padre Benet les viera, que se fijara en ellos. El mozo siguió mis instrucciones, y entonces yo empecé con las insinuaciones y las indirectas. Que si qué se ha hecho, padre, del localito ese de la herencia. Que si no estaría bien, padre, que desaprovecháramos los bienes que Dios Nuestro Señor ha puesto a nuestra disposición. Que si no me importaría, padre, cumplir con mi deber de buen cristiano y ayudarle a encontrar el mejor uso posible para el localito… Y así fue como les conseguí su primera vivienda. No está mal, ¿no? En la vida hay que tener mano izquierda. Y yo tengo, siempre he tenido. ¿Cómo, si no, habría podido llegar hasta donde he llegado?

Habla Pascual Ortega

Era ver unas faldas y volverse loco, dice Pascual Ortega. ¡Qué hombre! En presencia de una mujer bonita se transformaba. Ahuecaba la voz, achinaba un poco los ojos, ponía esa media sonrisa que él creía irresistible… Hasta parecía más alto. ¡Porque mira que era bajito! Ahora me acuerdo de la Juju. Se llamaba Juana, pero como era tartamuda… Que yo sepa, no tenía otro defecto. Morena, guapetona, con un trasero que le rebosaba la falda. Y alta, muy alta, más que la mayoría de los hombres. Verles pasear juntos era todo un poema: ella tan bien plantada, y él un canijo que se empeñaba en llevarla cogida del hombro. Iba siempre como colgado de ella. Parecía un mono, uno de esos chimpancés de las películas. Es que no la soltaba ni un segundo, y de vez en cuando le saltaba al cuello y ¡venga a besuquearla y a besuquearla! Ella fingía resistirse: ¡Ju-ju-justo!, ¡que hay ge-ge-gente!, ¡que nos está viendo todo el mu-mu-mundo! Ay, la Juju…, ¡cómo me gustaba esa mujer! Estudiaba en una academia de corte y confección de la Ronda Universidad. Yo iba mucho por allá porque mi madre era amiga de la dueña, la señora Eulalia, y a veces me mandaba a recoger algún paquete: unos visillos, unas servilletas de hilo… Recuerdo que en verano tenían las ventanas abiertas y se oía el tiqui-tiqui de las máquinas de coser. Yo mataba el tiempo hasta que salían las chicas, a la una y media. Ahí estaban siempre los novietes esperándolas. Entre ellos, claro, estaba él. Con su traje barato, con sus ojines de seductor, con ese peinado que se hacía para parecer más alto… Yo tendría entonces diecinueve años y él unos veintidós. Empezaban a salir las chicas. Las feas se iban en grupitos porque nadie las esperaba, y las guapas corrían a reunirse con sus novios. De ellas, sin duda la más guapa era la Juju, y todos, hasta los que estaban con las otras chicas, la seguían con la mirada desde que aparecía por el portal hasta que se lanzaba a los brazos de Justo. Parecía que no estaban allí para recoger a sus novias sino para presenciar ese momento, el momento de verla salir. Y se la comían con la mirada y las novias se enfurruñaban. Pero ella, la Juju, como si nada. Ella ni se enteraba de la admiración que despertaba en los demás, porque sólo tenía ojos para él… A mí, desde luego, nunca llegaba a mirarme. Yo era invisible para ella, como lo eran todos los hombres del mundo. Todos menos Justo. ¿Qué vería en él? ¿Qué era lo que le hacía tan atractivo para la Juju?

El caso es que la chica, para pagarse la academia, trabajaba de taquillera en el Arnau, en el Paralelo, dice Pascual Ortega. Te puedes imaginar la clase de hombres que todas las noches pasaban por delante de ella: crápulas, golfos, vividores. Siempre había alguno que le hacía proposiciones o trataba de citarse con ella a la salida del trabajo. Pero la Juju ni caso. Les decía:

—A la salida vendrá a buscarme mi novio, así que no se te ocurra aparecer por aquí.

Luego, en efecto, aparecía Justo, y los otros le miraban con desprecio: ¿cómo podía ser que una mujer como ésa bebiera los vientos por un hombrecillo así? Uno de esos tipos acabó encaprichándose de ella y recurrió al truco más viejo… ¿Que cuál? El de los ramos de flores. Prueba a mandar todos los días un ramo de flores a una mujer, y ya verás como acabará cayendo rendida a tus pies. Te lo garantizo: eso funciona siempre. Siempre. Con todas las mujeres. Casadas o solteras, ricas o pobres, anticuadas o modernas, extranjeras o españolas… Piensa en la que quieras: la que te parezca menos accesible, la más virtuosa, la que ni por asomo ha pensado en ser infiel a su marido. Yo te aseguro que el truco de las flores funciona siempre y con todas. Pero, eso sí, las cosas hay que hacerlas bien, y aquel tipo debía de ser un viejo zorro. Los primeros ramos le llegaron anónimamente, y a ella le hacía gracia la idea de tener un admirador secreto. Colocaba las flores en unas cubiteras que le prestaban los del bar y las ponía en la repisita que tenía en la parte de atrás de la taquilla. Cuando aparecía Justo y veía un ramo nuevo, ella se hacía la interesante. Y, curiosamente, entonces no tartamudeaba. Decía:

—No tengo ni la menor sospecha de quién es el que me las envía.

Pero lo decía con un tono que daba a entender que en realidad sabía un poquito más de lo que decía… Te lo puedes imaginar: el clásico coqueteo, el típico jueguecito para provocarle celos y poner algo de pimienta en la relación… Y Justo le seguía la corriente y le decía que le robaría alguno de esos ramos para regalárselo a una bailarina que parecía que no le miraba con malos ojos. Y ella hacía como que se enfadaba y entonces volvía a tartamudear: ¡Co-co-como te vea yo con una de ésas…! Bueno, la cosa es que siguieron llegando ramos de flores. Llegaban todos los días y siempre de forma anónima, y la Juju los ponía en la repisita y cada vez sentía más curiosidad por la figura de su admirador. ¿Quién sería ese hombre que parecía haber desarrollado una pasión tan intensa? ¿Acaso uno de esos a los que todos los días veía fugazmente desde su ventanilla? ¿Y por qué se empeñaba en mantener el anonimato? ¡Tenía que ser sin duda un hombre muy especial, uno de esos hombres que aman sin pedir nada a cambio, que no necesitan ser amados para seguir amando! Pero, a la vez que crecía su interés por su enamorado, crecía también su sensación de culpa. Dirás: ¿Culpa por qué, si no había hecho nada reprobable? No hace falta ser culpable para sentirse culpable, y la Juju se sentía culpable por pensar demasiado en ese hombre, quienquiera que fuese…

Entonces empezó a ocultar los ramos, dice Pascual Ortega. Los dejaba donde nadie pudiera verlos: en los rincones de la taquilla, en el cuartito que tenía para cambiarse… Pero eso casi era peor. Era como admitir que tenía motivos para sentirse culpable. Estaba empezando a comportarse como si de verdad hubiera engañado a Justo con otro hombre, y un día decidió cortar por lo sano. Le dijo al mozo de la floristería que se llevara el ramo y que no quería volver a verle por allí. El mozo, por supuesto, regresó al día siguiente: él iba donde le mandaban, y el cliente había dado instrucciones para que siguiera yendo todas las noches con flores al teatro. La Juju, alterada, le amenazó con llamar a la policía:

—¡Co-co-como vuelva a verte por aquí, te juro que acabas en co-comisaría!

El chico se marchó, intimidado. Pasados unos minutos, apareció, llevando el mismo ramo, un caballero de unos cuarenta y tantos años, bien vestido, repeinado, un poco barrigón, que se limitó a dejar las flores en la taquilla y a decir:

—Le prometo, señorita, que no volveré a molestarla.

Dijo eso, hizo una inclinación de cabeza y se fue. Ni siquiera dijo cómo se llamaba. Hizo una inclinación, se fue, y al día siguiente nadie llegó con flores para la Juju. Dirás: ¡O sea que el truco no funcionó! Naturalmente que funcionó. Si he dicho que nunca falla, es que nunca falla. Pasó una semana y luego otra, y ya no llegaban ramos de flores y al caballero no se le había vuelto a ver por allí. La historia parecía haber terminado, y todo daba la impresión de ser otra vez como antes. Pero había algo nuevo en la Juju. ¿Cómo decirlo? Había aflorado una veta de melancolía, una tristeza desconocida, suave, casi placentera… Así somos los seres humanos, que sólo queremos lo que tenemos cuando ya no lo tenemos. Ahora echaba de menos las flores, pero sobre todo echaba de menos la sensación de saberse amada y admirada por un desconocido. ¿Viene a ser lo mismo? Ya he dicho que el admirador debía de ser un zorro. Hizo que se sintiera primero abrumada y después abandonada. Ahora sólo faltaba esperar el punto exacto de cocción: como la paella. Al cabo de dos o tres semanas, reapareció el caballero. Por supuesto, no llevaba ningún ramo. Y no hizo nada que no hicieran los demás: aguardar en la cola, comprar la entrada, pasar a ver la función. Volvió al día siguiente, y al otro, y al otro. Siempre solo, siempre silencioso. La Juju esperaba que cualquiera de esas veces le dirigiera la palabra, pero él nada. Como si lo de los ramos de flores no hubiera ocurrido. Como si todo hubiera sido un sueño. Así que ella se decidió a tomar la iniciativa, y una noche le dijo:

—Sólo quería decirle que las flores eran muy bonitas…

La fruta ya estaba madura y cayó por su propio peso. Lo siguiente casi te lo puedes imaginar. El hombre intentó invitarla a cenar esa misma noche, pero, como Justo estaba a punto de llegar, ella lo arregló todo para la noche siguiente. Inventaría una indisposición, pediría a una amiga que la sustituyera en la taquilla… Esta parte de la historia es muy vulgar: el restaurante de lujo, los halagos del caballero, la conversación sobre asuntos íntimos, las confidencias acerca de sus desdichas conyugales, los lamentos sobre una existencia que carece de auténtico sentido… En fin, lo de siempre. ¿Dónde acabaron? En la Casita Blanca o algún sitio así. Al día siguiente, la Juju se levantó con dolor de cabeza y sentimiento de culpa. Un sentimiento tan intenso que no lo podía aguantar. Fue a las clases de la academia, y durante toda la mañana estuvo armándose de valor. Tenía que decírselo. Tenía que confesar a Justo su infidelidad. Cuando llegó la hora, fue la última en salir. Ese día estaba yo porque había ido a recoger un traje de mi padre que la señora Eulalia había arreglado para mí, y recuerdo su palidez y sus ojeras. Pero a mí me parecía que, pálida y ojerosa, seguía siendo la mujer más guapa del mundo… Yo no tenía ni idea de que aquel día iba a ser distinto de los anteriores. Lo supe después. Lo supe cuando ya todo había pasado y la Juju dejó de asistir a la academia. El caso es que se saludaron como siempre, con muchos abrazos y mucho besuqueo, y Justo se le colgó del hombro y se fueron juntos a los jardines de la Universidad. Se sentaron en un banco. La Juju estaba muy compungida, pero ni siquiera tuvo tiempo de confesar. Antes de que llegara a hacerlo, Justo le dijo que la seguía queriendo, pero ahora la quería como a una hermana o una amiga, bla-bla-bla…:

—Me he enamorado de otra…

Ella saltó:

—¿Qué estás di-di-diciendo?, ¿que me dejas por otra?, ¿y quién es la gu-gu-guarra esa?

Era junio, hacía calor y las clases se daban con las ventanas abiertas. Al cabo de un minuto estaban todos los alumnos y los profesores asomados a las ventanas para ver qué era ese griterío.

—¡Con la Fi-fi-fina! —gritaba la Juju—, ¡te has liado con la pu-pu-puta esa! ¿Cómo has podido hacerme esto?

Le tenía medio acorralado contra el banco, y el bueno de Justo parecía todavía más pequeño de lo que era. Ella lloraba y le insultaba, le llamaba enano, cerdo, cabrón, y los estudiantes les lanzaban burlas y les silbaban… ¡Tan concentrada había estado en los galanteos de su admirador que ni se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo delante de sus narices! ¡Justo llevaba semanas coqueteando con la bailarina esa, Fina, la que se suponía que no le miraba con malos ojos, y había aprovechado la falsa indisposición de la Juju para rematar la faena y liarse con ella! Una mujer impresionante, Fina, creo que cubana, medio negra, que luego estuvo en El Molino… ¡Otra mujer de bandera! Ese hombre era un fenómeno… ¿Tan buen amante sería? ¿Qué veían en él? Está claro que para conquistar a una mujer guapa no hay nada como rodearse de mujeres guapas. Pero lo que ocurría con Justo era que se enamoraba. Que se enamoraba de verdad, y al segundo día ya estaba hablando de que el suyo era un amor eterno, para toda la vida, y de que quería casarse y tener hijos… Eso a muchas mujeres las desarma. Tiene gracia que fuera así: él, que, hasta donde alcanzan mis noticias, nunca se casó ni tuvo ningún hijo…

¿Qué fue de la chica?, dice Pascual Ortega. Podría decirte que se hizo amante del repeinado ese. Que éste no tardó en cansarse de ella y que la Juju se buscó otro que la mantuviera. Que al cabo de unos años trabajaba de puta en un burdel… Pero lo cierto es que no lo sé. Le perdí la pista cuando me fui a la mili. Luego, a mi vuelta, nadie se acordaba de ella en el teatro ni en la academia de corte y confección… A Justo sí que lo seguí viendo. Duró muy poco con Fina, y un día supe por qué. No sé si lo supe por entonces o algo más tarde, en la época en que nos hicimos más amigos, cuando él quería aprender a nadar y yo le acompañaba a la Barceloneta y trataba de enseñarle. Lo de Fina era, no te lo pierdas, una cuestión de pedos vaginales. Sí, has oído bien. ¿No sabes lo que son los pedos vaginales? Pues, si no lo sabes, te lo puedes imaginar. Por lo visto, la chica tenía una pequeña malformación, o ni siquiera eso, digamos una particularidad en la vagina, que hacía que se le llenara de aire con facilidad, y en cuanto se metían en la cama y Justo la penetraba, el aire salía expulsado y sonaba igual que un pedo. Un pedo estruendoso, tremendo. Y él, vete a saber por qué, se quedaba como paralizado al oír aquello y ya no podía consumar el acto. Me decía Justo:

—Lo intenté de todas las maneras, fingiendo no haberlo oído, bromeando para quitarle importancia, aguardando unos minutos para ver si así me sobreponía, pero nada, que no había forma…

Aquel sonido ridículo permanecía en su cabeza y le impedía seguir adelante y cumplir en la cama. ¿Qué dirían ahora los psicólogos? ¿Que se trataba de alguna inhibición freudiana o algo así? Entonces no sabíamos nada de Freud ni de psicoanálisis, y lo único que Justo podía hacer era desahogarse contándoselo a los amigos. Él decía que estaba enamoradísimo de Fina, pero que la relación no podía prosperar por culpa de esas inoportunas ventosidades que hacían insoportable su intimidad… Sería la más desdichada y al mismo tiempo la más cómica, la más tonta, la más ridícula historia de amor, si no fuera porque no estoy seguro de que fuera realmente una historia de amor… ¿Qué habría de cierto en eso de los pedos vaginales? Y aunque todo fuera cierto, ¿cómo iba a tener unas consecuencias como aquéllas? ¡Justo decía muchas cosas, y no todas eran verdad! Pero sí era verdad que tenía un éxito enorme entre las mujeres. A Fina la dejó enseguida por otra bailarina, y a ésa la abandonó por otra chica, una criadita o una niñera, y a todas las pedía en matrimonio y les juraba amor eterno. ¿Y por qué no se casó con ninguna? ¿También ellas se tiraban pedos vaginales? No. El problema era otro, creo yo. El problema era que Justo no podría casarse mientras viviera su madre. Por eso todas sus historias de amor fracasaban. Ya sabes que vivía con su madre y que la mujer estaba enferma, minusválida, no sé muy bien… ¡Qué hombre, Justo! ¡Menudo personaje!

Habla Pere Riera

El piso estaba en la calle Valencia, a la altura de Marina o de Lepanto, dice Pere Riera. Había de todo en aquel piso: jaulas para pájaros, armaduras de imitación, grandes rollos de tela, fuentes para jardines… Había tantos trastos que no podías ni dar un paso. Yo no sé de dónde sacaba el señor Manuel todas aquellas cosas. Cuando empecé a ir por allí, era todavía la época del Duralex. El señor Manuel juntaba a media docena de chicos, los tenía una tarde dándoles consejos sobre la venta a domicilio y ¡hala!, ¡a patearte las calles y llamar a los timbres con tu cargamento de vajillas irrompibles! En otros países no sé, pero en España no existían los cursillos sobre técnicas comerciales. En eso el señor Manuel fue un pionero, porque los consejos que te daba esa primera tarde eran como un cursillo acelerado. Te explicaba cómo tenías que saludar según quién abriera, qué debías decir para que no te cerraran la puerta en las narices, cómo tenías que convencerles de las virtudes del producto… Los vasos de Duralex, en realidad, no eran de Duralex auténtico, y nosotros asegurábamos que eran mejores, hechos de un material nuevo, más resistente. Para demostrarlo, les ofrecíamos la posibilidad de tirar un vaso al suelo. Normalmente, las amas de casa se negaban a hacerlo. Pero a veces había alguna que aceptaba, y casi siempre el vaso se rompía. ¡Catacrac! Y lo más curioso era que luego esas mujeres se compadecían de ti y acababan comprándote algo: una jarra, un salero, cualquier cosa.

Justo todavía no iba por allí, dice Pere Riera. A Justo lo conocí algo después, cuando lo de las máquinas de escribir. Eran unas máquinas un poco toscas, más grandes que las normales: unos auténticos armatostes. Eso sí: funcionar, funcionaban. Creo que eran de fabricación checoslovaca, o de algún país del Telón de Acero. El señor Manuel nos dijo que las había comprado en una subasta judicial, pero todos sospechábamos algún asunto oscuro. Contrabando o algo así. ¡Cómo pesaban aquellas máquinas, la mare de Déu! Para llevarlas utilizábamos maletas. O, mejor dicho, maletones. En cada uno de esos maletones cabían dos máquinas, pero no recuerdo a nadie que llevara más de una cada vez. Sólo él. Cuando el señor Manuel preguntaba cuántas, todos decíamos una, una, una, menos Justo, que decía dos. Los demás le veíamos acomodar las dos máquinas dentro de la maleta, pasar las correas por las trabillas y levantar todo aquello como si nada. Y le decíamos: ¡Cómo se nota que eres de campo!, ¡la de árboles que habrás cortado en el pueblo! Nos burlábamos de él porque siempre nos dejaba en evidencia ante el señor Manuel. Pero Justo iba a lo suyo, y nuestras bromitas le resbalaban. Unos minutos después salíamos del portal de la calle Valencia. Solíamos ser unos quince, todos con maletas. Era como si dentro de aquel edificio se escondiera una estación de tren o de autobús, y como si nosotros acabáramos de llegar. Teníamos asignados los diferentes sectores de la ciudad, y cada cierto tiempo se modificaba el reparto de las zonas y todos luchábamos por quedarnos con las mejores. Él, en cambio, nunca discutía, y aceptaba sin rechistar la que le daban. ¿Pueblo Seco? Pues Pueblo Seco. En eso de las ventas jamás sabías qué era lo bueno y qué lo malo: a veces te llevabas una sorpresa en un sector considerado malo, y en uno bueno no te comías un rosco. Lo único que sabías era que, si te salía un día tonto, no había manera de arreglarlo. Y la mayoría de los días te salían tontos. ¡La de veces que volvíamos todos al piso de la calle Valencia sin haber vendido nada! Recuerdo una tarde de un calor sofocante, infernal. Los chicos iban llegando con las maletas. Estábamos todos sudorosos y agotados, y nadie había logrado vender una sola máquina. Nos consolaba pensar que tampoco Justo lo habría logrado y que llevaría toda la tarde dando vueltas con el doble de peso. ¡Tantas horas bajo este sol de justicia!, decíamos, ¡y con dos máquinas! Pero pasaron unos minutos y le vimos llegar, tan fresco. Nos dedicó una sonrisa, abrió el maletón y metió otras dos máquinas de escribir.

—Para mañana —dijo.

¡Las había vendido!, ¡había vendido sus dos máquinas!

He oído decir que luego su vida se torció, dice Pere Riera. Yo de eso no sé nada. Lo que sé es que entonces era un chico listo y trabajador. Era el típico que parecía que llegaría lejos. Aprendía con facilidad, no escatimaba esfuerzos y, sobre todo, tenía muy claras sus metas. Mientras los demás soñábamos con el gordo de la lotería o con un braguetazo que nos arreglara la vida, él sabía que nadie le regalaría nada y que debía luchar para ser el mejor en lo suyo. Y lo suyo era vender, se veía a la legua. Tenía las dosis precisas de simpatía y discreción que hacen falta para ser un buen vendedor, y nunca se le olvidaban una cara o un nombre. A mí me llamaba Rierita. Me decía: ¿Qué tal tu chavala, Rierita?, ¿se cansa mucho haciendo las guardias? Porque en esa época yo tenía una novia que trabajaba en una farmacia y, cuando le tocaba una noche de guardia, solía hacerle alguna visita para que no se aburriera demasiado. También a los otros chicos les preguntaba por los empleos de sus novias o los estudios de sus hermanos o las enfermedades de sus padres. Ese interés suyo hacía que te sintieras a gusto a su lado. Pero luego cada uno se iba a su casa y te dabas cuenta de que él sabía bastantes cosas de tu vida y tú no sabías nada de la suya. Por eso no tenía amigos, amigos de verdad. ¿Cómo va a tener amigos alguien que no suelta prenda sobre su manera de vivir o de pensar? No sabíamos nada de él: de dónde había salido, si tenía familia o no, si le gustaba el fútbol o la música… Y lo poco que averiguábamos solía estar equivocado. Dijeron que se le había visto por el Paralelo y que podía ser que fuera un boy, uno de esos chicos que bailaban con las vedettes. También dijeron que se dedicaba a hacer obras de caridad, como pasear ancianos en sillas de ruedas, y que seguramente era una persona muy religiosa, tal vez un novicio que estuviera cumpliendo algún tipo de penitencia. Y hasta hubo quien dijo que era un hijo secreto del señor Manuel… Era una estupidez pero, si los veías juntos, te daba la sensación de que tenían cierto aire de familia o, como decimos aquí, una retirada: esos ojos pequeños, esa nariz recta y grande… Bueno, supongo que, si alguien dijera de mí que soy hijo del Papa, también nos encontrarían algún parecido, ¿no? Es verdad que el señor Manuel le tenía cariño y le trataba un poco mejor que a los demás. Pero ¿cómo no le iba a tener cariño, si era el mejor de sus vendedores? Lo demostró con las máquinas de escribir, con los flexos, con los ventiladores de mesa, con los juegos de cuchillos de cocina, con una cosa que llamábamos Lavadora Económica Sigma, que era un barreño de plástico con unas aspas dentro que dejaba la ropa tan sucia como al principio pero mucho más arrugada… Si cualquiera de nosotros lograba vender diez flexos o diez lavadoras económicas, él vendía veinte o veinticinco en el mismo tiempo. Estaba claro que lo suyo era vender.

De un día para otro desapareció sin decir nada, dice Pere Riera. Nadie sabía si había dejado el trabajo o si el señor Manuel le había echado. Los malpensados decían que el jefe se había hartado de él, y es verdad que en los últimos tiempos se tomaba demasiadas confianzas. Por ejemplo, con el teléfono. Aprovechaba que el señor Manuel estaba ocupado con algo y se colaba en el despacho y se hinchaba a hacer llamadas. El señor Manuel nos dejaba llamar para avisar de que llegaríamos tarde a casa y cosas así. Pero lo de Justo no era una llamada de vez en cuando. Lo de Justo era coger el teléfono y no parar. Llamaba, colgaba, volvía a llamar… Si el jefe entraba en el despacho, él ponía cara de buen chico y decía:

—Muchas gracias por dejarme llamar. Era una pequeña emergencia, pero ya está solucionada.

¿Qué líos se traía entre manos? ¿Por qué tantas llamadas y tanto secreteo? Igual que yo lo descubrí, pudo descubrirlo el señor Manuel, y a lo mejor por eso le despidió, si es que le despidió. En el bar de abajo tenían La Vanguardia (o, como se llamaba entonces, La Vanguardia Española). Yo solía echar un vistazo a los titulares mientras me tomaba el café, y me daba cuenta de que en las páginas de los anuncios por palabras siempre faltaban trozos y había anotaciones y tachaduras… Un día vi a Justo arrancar un buen pedazo de página y guardárselo en el bolsillo. Y al día siguiente le vi hacer algo parecido. ¿Estaría pensando en vender o en comprar algo? No tardé en descubrir que ni una cosa ni la otra. O, mejor dicho, las dos cosas a la vez. ¡Ese hombre era un lince, Déu meu! En la oficina solía estar El Noticiero Universal, que era vespertino. Justo se guardaba el periódico cuando ya lo había leído el señor Manuel, y luego se dedicaba a cotejar las columnas de ventas de La Vanguardia con las de compras de El Noticiero, y viceversa. Buscaba las coincidencias. «Véndese piano», «cómprase piano». «Barbería liquídase», «busco mobiliario peluquería». Cosas así. Ahí entraba él, y se encerraba en el despacho del señor Manuel y se colgaba del teléfono, y ante unos simulaba querer vender y ante otros querer comprar, y regateando un poco y sin arriesgar una sola peseta se llevaba sus buenos duros. ¿Era un lince o no? Sí, claro que lo era. Pero sobre todo era ambicioso, y esa ambición suya le había sido muy útil al señor Manuel durante un tiempo pero de pronto dejó de serlo. En algún momento, ¿cómo decirlo?, el chico dejó de remar a favor de la empresa y ya sólo remaba para sí mismo, y yo no sé si el señor Manuel se dio cuenta y le echó o fue él el que se marchó antes de que el señor Manuel se diera cuenta y le echara… En definitiva, ¿qué diferencia hay? La cuestión es que yo ya nunca le volví a ver, y todo lo que luego supe de él lo supe por terceras personas.

Habla Carme Román

Se puede decir que Justo y yo fuimos socios, dice Carme Román. Eso fue en 1964, dos años después de que mis padres y mi hermano murieran en la riada y yo me viniera a Barcelona a vivir con mis tíos. Todavía ahora, tantos años después, las imágenes del desastre se me aparecen en las pesadillas. Fábricas destruidas, casas en ruinas, postes de la luz caídos, bombonas de butano semienterradas en el fango, motos y coches volcados, animales muertos patas arriba, madres desesperadas buscando a sus hijos, hombres gritando… Nuestra casa estaba pegada al río, y debió de ser de las primeras en desaparecer. ¿Quién podía pensar que aquel río por el que nunca bajaba agua fuera capaz de causar tanta desolación? Yo me salvé de casualidad. Era septiembre, acababa de aprobar mi última asignatura de Preu y, por primera vez, mis padres me habían dado permiso para dormir en casa de una amiga. Clara y yo subimos al piso en cuanto cayeron las primeras gotas. Se fue la luz, encendimos unas velas y nos acercamos a una ventana a ver llover. Desde luego, llovía mucho, muchísimo, pero ¿cómo imaginar que aquella lluvia iba a matar a tanta gente como mató, cerca de mil personas? Nosotras mirábamos los coches que pasaban con los faros encendidos y nos reíamos de los conductores que no lograban controlar sus vehículos. Pero es que en esa parte, como estaba en alto, los daños fueron insignificantes. Recuerdo que entre el sonido de la lluvia se distinguían las campanadas de varias iglesias. Los vecinos se reunieron en el descansillo y alguien dijo que el río se había desbordado. La madre de Clara iba de un lado para otro con una palmatoria y no paraba de santiguarse. ¡Quiera Dios que no tengamos ninguna desgracia!, murmuraba. Clara y yo no teníamos sueño. Más que inquietas, estábamos excitadas, y yo pensaba tontamente que a los míos no había podido pasarles nada. A la mañana siguiente teníamos previsto ir a Barcelona a matricularnos en Filosofía y Letras, porque las dos soñábamos con ser profesoras. A primera hora, la madre de Clara entró a decirnos que las líneas de tren estaban cortadas. Pronto supimos que eso era lo menos grave. Se hablaba de decenas, seguramente cientos de desaparecidos, y todos entendíamos que cuando alguien decía desaparecidos quería decir muertos.

—Me voy a mi casa —dije.

—Ni se te ocurra —dijo el padre de Clara.

No me dejaron acercarme hasta que, por la tarde, llegaron mis tíos. Ni mis padres ni mi hermano aparecían en las primeras listas, pero nos bastó con ver en qué estado había quedado la casa para comprender que ninguno de los tres había podido sobrevivir. Sólo una de las cuatro paredes se mantenía en pie, y el resto era un amasijo informe de barro, cascotes, trozos de viga, restos diversos… Yo intentaba fingir entereza, pero aquello era superior a mis fuerzas y me eché a llorar.

—Tú te vienes con nosotros —me dijo mi tía Josefa, abrazándome.

Mis tíos tenían una papelería en la calle Tallers, dice Carme Román. El sitio me encantaba, con aquel olor a madera y a tinta y a goma de borrar, con aquellas vitrinas repletas de artículos de escritorio y aquellos cajones que llegaban casi hasta el techo. Era aquél un pequeño mundo, ordenado y perfecto. Mi tía se ocupaba del mostrador y la caja registradora, y mis tres primas, que se turnaban para ayudarla, se pasaban las horas moviendo la escalerilla con la que se llegaba a los cajones más altos. En la trastienda estaba la imprenta, una minerva a motor en la que el tío Agustí hacía impresos comerciales, tarjetas de visita, cartas con membrete… También hacía invitaciones de boda y recordatorios de primera comunión. A eso el tío Agustí lo llamaba tarjetería fina. En la trastienda no solían entrar ni mi tía ni mis primas, y mi tío lo hacía todo prácticamente solo. A mí me gustaba el trabajo de cajista: mantener limpios los tipos, organizar los cajetines, componer las líneas, introducirlas en las galeras. Algunas veces, cuando se trataba de un encargo de poca importancia, mi tío me dejaba hacerlo a mí, pero eso no ocurría a menudo. Él, que tanto protestaba por lo solo que estaba en la imprenta, únicamente se fiaba de sí mismo, y yo me preguntaba qué habría pasado si, en vez de ser yo una chica, hubiera sido un chico. ¿Se habría esforzado por enseñarme el oficio? ¿Habría ido poco a poco delegando en mí responsabilidades? En algún momento llegué a pensar que, puesto a elegir, habría preferido que hubiera sido mi hermano Ernesto, y no yo, quien se hubiera salvado de la riada. Seguro que lo habría acogido como al hijo que no había llegado a tener. ¿Qué aportaba yo a una familia en la que ya había tres chicas? ¿Qué hueco me correspondía cubrir? Pero que no se me malinterprete. Nunca tuve motivos de queja contra mis tíos. Jamás me sentí discriminada o poco querida. Al contrario: siempre encontré en ellos el apoyo y el afecto que necesitaba para dejar atrás el dolor del pasado y salir adelante en mi nueva vida y, aunque viviera dos mil años, me faltaría tiempo para devolverles todo lo que entonces hicieron por mí. Y lo mismo puedo decir de mis primas Lali, Irene y Enriqueta, que me aceptaron como a una hermana más y me dispensaron tanto cariño y tanta generosidad como sus propios padres. Eso sí, aunque me llamaran hermana o hija, yo tenía muy claro que Lali, Irene y Enriqueta eran mis primas, no mis hermanas, y que el tío Agustí y la tía Josefa no eran mis padres sino mis tíos. Podían decir nuestra hermana o nuestra hija Carmeta, que yo siempre decía: Mis primas, mis tíos… Algunas veces, cuando me oían llamarles así, me lo recriminaban con breves miradas de desaprobación. Pero nunca llegaron a decirme nada. Mis padres y mi hermano, aun estando muertos, seguían siendo eso: mis padres, mi hermano.

A Justo lo conocía vagamente, dice Carme Román. Alguna vez lo había visto entrar en la papelería, preguntar por mi tío y encerrarse con él en la trastienda a hablar de negocios. De pequeños negocios, en todo caso. Partidas no muy grandes de estuches, de plumieres, de compases: cosas así. Justo se las dejaba en depósito y al cabo de unas semanas volvía para arreglar cuentas y ofrecer nuevos artículos. A mí él no me gustaba demasiado. No sé. A lo mejor era sólo su manera de preguntar por mi tío.

—Buenas tardes, quiero hablar con don Agustín —decía, ahuecando la voz, y en su sonrisa de galán de película antigua me parecía percibir algo de desdén o, peor aún, de indiferencia.

Como si mi tía, mis primas o yo, por el simple hecho de ser mujeres, no contáramos para él. Como si creyera que las mujeres sólo estábamos capacitadas para ser dependientas. Ya entonces, sin saberlo, era yo bastante feminista, y me molestaba que los hombres se deshicieran en halagos y sonrisas pero se negaran a tratar conmigo de cosas serias. Cuando Justo venía por la papelería y preguntaba por don Agustín, yo adoptaba una actitud muy ceremoniosa y decía:

—Tenga la bondad de esperar, voy a ver si don Agustín está en condiciones de atenderle.

Y mi tía y mis primas percibían el retintín y les costaba contener la risa. Luego asomaba mi tío con la bata azul y las manos negras de tinta, y Justo pasaba con él a la trastienda. Yo le hacía una pequeña reverencia, y entonces mi tía y mis primas sí que reían. Volvía a hacer la misma reverencia cuando, al cabo de un rato, se marchaba y nos dedicaba a las mujeres otra de esas sonrisas suyas, tan trasnochadas. Durante varios meses, ésa fue la única relación que tuve con él. Por entonces ocurrió lo del accidente de Germán, el novio de mi prima Lali. Era bajito, rechoncho, no muy guapo, pero tenía una voz grave y hermosa que no se correspondía con su apariencia. Daba la sensación de que no era su voz, de que Dios o quien fuera se había equivocado en el reparto de voces. ¿Por dónde andaría el apuesto hombretón al que por error habían adjudicado la vocecilla de Germán? La cuestión es que la belleza de su profunda voz masculina no había pasado inadvertida y, tras unos años de colaborar en una emisora de radio, se ganaba la vida como actor de doblaje en La Voz de España. Una mañana, saliendo precisamente del estudio, lo atropelló un tranvía y lo mató. Lali tardó mucho en recuperarse del golpe, y en realidad nunca llegó a recuperarse del todo. Desaparecía sin decir nada y no volvía hasta la noche, y mis tíos temían que pudiera cometer cualquier locura. Un día descubrí qué era lo que hacía durante esas ausencias. Me metí en el cine Alexandra y allí estaba Lali, en una de las filas del fondo, siguiendo la película con los ojos cerrados, sonriendo cada vez que reconocía entre las voces de los protagonistas la voz de su novio. Me senté a su lado y cerré también yo los ojos, y el Germán que me mostró mi imaginación, sin dejar de ser Germán, era bastante más esbelto, más viril y más guapo que el que yo recordaba. Si estrenaban una película en la que Germán había trabajado, Lali era capaz de ir a verla todas las tardes, y luego la perseguía por las diferentes salas de reestreno y de dobles sesiones. Yo iba con frecuencia a buscarla a la salida. Iba primero a los cines del centro y luego a los de barrio y finalmente a los del extrarradio, porque ésa era la ruta que solían seguir las películas antes de desaparecer de la cartelera, y gracias a eso conocí partes de la ciudad que de otro modo nunca habría visitado. Una de esas veces, estando por la zona de Sagrada Familia, alguien se paró a mi lado y me llamó por mi nombre. Era él, era Justo, y a mí me sorprendió que se acordara de mí y que supiera cómo me llamaba. No sé si fue eso o fue el hecho de estar en un lugar extraño, pero lo cierto es que, si lo hubiera intentado, no habría podido dedicarle ninguna ironía ni hablarle con retintín.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó, dejando en el suelo la maleta que llevaba.

—Estoy esperando a alguien —dije.

—Pues mejor esperar dentro del bar, que se está más caliente.

Con una mano agarró la maleta y con la otra me cogió del codo y me condujo a la cafetería del cine.

—¿Y tú? —dije—, ¿te vas de viaje?

Justo abrió la maleta y me mostró el contenido: diez o doce relojes de cocina idénticos.

—Me llevo sólo lo indispensable —bromeó.

Mientras nos tomábamos los cafés, me habló de su trabajo. Unos meses antes era un simple vendedor a comisión y ahora era ya un intermediario por cuenta propia, una especie de representante de comercio. Y no se conformaba con eso. Su idea era montar una empresa de venta por correo, como las que según él estaban ya triunfando en América y pronto triunfarían en todo el mundo. Pero para eso necesitaba socios: ¿me animaría yo a asociarme con él? A mí me parecía que Justo hablaba un poco por hablar y que en realidad lo único que quería era cortejarme, y le seguía el juego: claro, cómo no, ¿quién no estaría dispuesto a asociarse con él, un hombre tan activo y emprendedor…? No me lo tomaba muy en serio, porque para mí Justo seguía siendo ese joven repelente que cuando venía por la papelería sólo aceptaba tratar con mi tío, con don Agustín. Mientras él hablaba, empezó a salir gente del cine. Vi a Lali encaminarse hacia la calle con esos andares suyos de sonámbula y me apresuré a despedirme de Justo.

—Te lo pensarás, ¿verdad? —me dijo, y yo asentí distraídamente y corrí hacia mi prima.

Por supuesto, tardé bastante en volver a acordarme de él, dice Carme Román. El estado de Lali nos tenía a todos muy preocupados. Cuando parecía que empezaba a recuperarse, sufría una de sus habituales recaídas: lloraba sin parar, hablaba poquísimo, se negaba a comer. Mis tíos, mis primas y yo nos turnábamos para hacerle compañía, y eso hacía que pasáramos en la tienda menos tiempo del habitual. Una de las pocas tardes que sí me encontraba en la papelería vi a Justo asomar la cabeza por la puerta y hacer algo parecido a un gesto de alivio.

—Lo siento pero don Agustín no está —dije, recuperando el tonillo de siempre.

—Vengo a hablar contigo —replicó él con un mohín de contrariedad.

Tras intercambiar una mirada con Irene, que estaba atendiendo a unas señoras, hice una seña a Justo para que me siguiera. Entramos en la trastienda. Justo me hizo sentar en el asiento del impresor y se acercó un taburete. Luego me miró a los ojos y dijo:

—Ahora escúchame bien. Lo que te comenté la otra tarde iba en serio. He decidido lanzarme y montar mi propia empresa. Me voy a dedicar a la venta por correo: artículos para el hogar, juguetería, algo de ropa… Hay un par de fabricantes que confían en mí. Me falta un socio que se ocupe de los catálogos y he pensado en ti. ¿Qué te parece? Di algo. ¡Ocasiones como ésta se presentan muy pocas veces en la vida!

Yo sacudí la cabeza y pedí tiempo con las manos: ¿socios?, ¿catálogo?, ¿fabricantes? Justo tenía facilidad para contagiar su entusiasmo. Se notaba que creía en lo que decía, y era difícil no darle la razón cuando afirmaba que nada podía fallar. Los riesgos eran mínimos y las posibilidades de éxito enormes, y nada me impediría compaginar mis nuevas responsabilidades con mis ocupaciones de entonces: según él, si no entraba en el negocio, me pasaría toda la vida arrepintiéndome.

—¿Qué?, ¿a qué estás esperando?, ¿qué es lo que no ves claro? —me decía, sonriendo, y yo volvía a sacudir la cabeza y a pedir tiempo.

Quedé en contestarle esa misma semana. Pero en mi fuero interno la decisión ya estaba tomada. Aunque mi sueño seguía siendo estudiar Filosofía y Letras y ganarme la vida dando clases, acabar acaso trabajando en el mismo colegio que mi amiga Clara, la realidad se obstinaba en enseñarme que hasta los sueños más modestos resultan siempre difíciles de realizar. A esas alturas, Clara estaba ya terminando segundo, y yo, que me había matriculado por libre con la idea de ir poco a poco aprobando asignaturas, nunca había llegado a presentarme a ningún examen. Cada paso que Clara avanzaba era un nuevo paso que me alejaba de mí misma, y cada día que pasaba renunciaba un poco más a mi sueño. Pero en la vida hay puertas que se cierran y también puertas que se abren. Si no podía ser la persona que quería ser, intentaría al menos querer ser la persona que podía ser. ¿Por qué no iba a sentirme a gusto ejerciendo de socia de una nueva firma comercial, responsable de su catálogo y estrecha colaboradora del propietario de la empresa? ¿Por qué no creer que esa actividad podía reportarme las mismas o incluso más satisfacciones que la docencia? Tenía entonces dieciocho años y muchas cosas que demostrar. Tenía que demostrar a mi tío que no quería ser una carga para nadie y, sobre todo, tenía que demostrarme a mí misma que era capaz de abrirme camino en la vida. Cuando lo dije en casa, todos se llevaron las manos a la cabeza. En aquellos años no estaba bien visto que una mujer quisiera ocupar un puesto reservado a un hombre, y ése lo era o al menos lo parecía. Que una mocosa como yo decidiera montar una empresa con alguien se consideraba casi un acto de rebeldía. Mis tíos no llegaron a decirlo, pero estoy segura de que pensaban: ¿Por qué no se limitará a buscarse un novio, como hacen todas?, ¡qué ganas tienen algunas de complicarse la vida! La tía Josefa no hacía más que negar con la cabeza, pero todo dependía de lo que dijera el tío Agustí. En primer lugar, porque era mi tutor legal. En segundo, porque la imprenta era suya y para encargarme de los catálogos me hacía falta su colaboración.

—¿Quién es ese hombre?, ¿de dónde ha salido? —me preguntaba, y yo le decía:

—¡Pero si lo conoces! Se llama Justo Gil Tello. Tiene mucha experiencia en ventas y, sobre todo, me fío de él.

Era verdad: me fiaba tanto de él como podía fiarme de mis propios tíos o de mí misma. Me inspiraba Justo toda la confianza del mundo porque era como mis padres y como la gente entre la que yo había crecido, emigrantes casi todos, personas honradas y trabajadoras, educadas en el esfuerzo y el sacrificio, dispuestas a luchar con todas sus energías con tal de conseguir una vida mejor… El tío Agustí me oía hablar y yo notaba que le estaba convenciendo, y al final hizo un gesto que podía interpretarse de mil maneras y que yo interpreté como un asentimiento.

—¡Muchas gracias! —exclamé, dándole un abrazo.

El trabajo era bonito, dice Carme Román. En la misma calle de la papelería estaba el bar Céntrico. Justo y yo nos reuníamos allí a preparar el catálogo. Lo llamábamos El Catálogo Sorpresa y estaba dividido en tres secciones: Novedades Fantasía, Productos Sorpresa y Ofertas. Que un artículo fuera a parar a una u otra sección dependía de las existencias. Si éstas eran escasas, lo poníamos en Novedades Fantasía. Si suficientes, en Productos Sorpresa. Si demasiadas, en Ofertas. Justo llevaba la lista de los artículos, hacía una breve descripción de sus características y entre los dos redactábamos las frases promocionales. Me acuerdo, por ejemplo, del peine cortapelo, un ridículo peinecillo de plástico que entre las púas tenía incorporada una cuchilla graduable. Lo metimos en Productos Sorpresa y escribimos: «¡Señora! ¿Ha pensado en el dinero que su familia gasta anualmente en la peluquería? ¡Ya puede ahorrarse esa fortuna con el nuevo PEINE CORTAPELO, el sistema más cómodo y eficaz para lucir siempre el MEJOR PEINADO!». Con los termómetros para el agua o los botiquines familiares o las bañeritas infantiles era más o menos lo mismo. De dónde sacaba Justo aquellos objetos, yo ni lo sabía ni me importaba. Eso era cosa suya, y sólo me preocupaba que los catálogos estuvieran listos para ser enviados el día 25 de cada mes. Una estudiante de Bellas Artes a la que conocía de la papelería se encargaba de hacer los dibujos, en los que invariablemente el peine cortapelo y el termómetro para el agua y el botiquín familiar se mostraban más atractivos de lo que en realidad eran, y yo luego me encerraba en la imprenta y en tres o cuatro noches concluía el trabajo. Los primeros dos meses me ayudó mi tío. Después le dije que no se tomara más molestias: bastante hacía dejándome usar la minerva. Me gustaba la soledad de la imprenta a esas horas de la madrugada. Y me gustaba trabajar. Me daba la sensación de estar contribuyendo a algo importante. Al fin y al cabo, dado que yo no había tenido que invertir ni un duro, ésa era toda mi aportación a la empresa. Justo se ocupaba de contactar con los proveedores, atender los pedidos y llevar las cuentas. Los gastos en concepto de material los pagaba religiosamente, y el tío Agustí agradecía con un movimiento de cabeza el pequeño ingreso mensual que yo le proporcionaba. Lo de mi sueldo, en cambio, era otra historia. Aunque lo habíamos fijado en mil doscientas pesetas, Justo me había advertido de que durante los primeros meses no lo cobraría. Esas cantidades servirían, según él, para capitalizar la empresa, y de todos modos ambos confiábamos en que en menos de un año habría un primer reparto de beneficios. Las cosas marchaban bien. En nuestras citas en el Céntrico, Justo me mostraba los libros de contabilidad, en los que la columna de ingresos superaba con claridad a la de gastos, y me decía en qué tenía previsto invertir los beneficios: en adquirir una partida de básculas de baño o de farolitos de jardín o de muñecas andaluzas. La confianza de Justo en nuestro catálogo era total. Yo le decía:

—¿Pero quién va a comprar esas cosas?

Y él decía:

—Cualquiera, cualquiera que tenga unas perrillas y no sepa en qué gastarlas.

Y es verdad que las cosas iban saliendo. Unas más deprisa, otras más despacio, pero todas iban saliendo.

Por entonces se produjo el primer intento de suicidio de Lali, dice Carme Román. Una mañana, mientras todos dormíamos, se abrió las venas con un cuchillo de cocina. Mi tía, por suerte, se despertó muy poco después y llegamos a tiempo de salvarla. Pero la vida familiar quedó ya marcada, y el ambiente en la casa y en la papelería se enrareció. Lo que respirábamos no era aire. Lo que respirábamos era tristeza, sensación de culpa, de fracaso. Ya sé que parecerá muy egoísta por mi parte, pero yo entonces sólo pensaba en irme de casa. Era poco lo que podía hacer por Lali y poco también lo que podía aportar a la felicidad de mis tíos, y estableciéndome por mi cuenta al menos dejaría de ser una carga para ellos. Por eso me alarmé tanto cuando empecé a notar a Justo desanimado e inquieto.

—¿Qué ocurre?, ¿qué es lo que no funciona? —le preguntaba, y él sacudía la cabeza y trataba de tranquilizarme:

—Nada, nada, todo va bien…

Pero yo sabía que algo fallaba. Un día, medio en broma, medio en serio, me preguntó si no me interesaría seguir llevando el negocio a solas: él me vendería a buen precio su parte, me facilitaría los contactos, me aconsejaría…

—O sea que las cosas no van tan bien —dije.

—No es eso —dijo—. Es sólo que yo aspiraba a algo, no sé, algo más grande, más potente, y creo que con la estructura actual ya hemos tocado techo. Ya ves: tú todavía no has cobrado ningún mes, y a pesar de eso no tenemos liquidez suficiente para, ¿cómo llamarlo?, para dar el salto y proponernos objetivos más ambiciosos…

—¿No te parece que estás yendo demasiado rápido? —protesté—. ¡Sólo hace un año que empezamos!

Justo puso un ejemplo: le habían ofrecido una partida de transistores, que entonces eran una novedad, pero había tenido que desistir porque pedían mucho dinero y por adelantado… ¿Cómo íbamos a prosperar si cuando se nos presentaba una ocasión así nos veíamos obligados a dejarla escapar? Justo permaneció un instante en silencio, y luego sonrió y pareció recuperar el buen humor.

—Probablemente tienes razón —dijo—. Estoy siendo demasiado impaciente. Todo llegará cuando tenga que llegar. ¿Te apetece otro café?

Aquella tarde, de vuelta del Céntrico, estuve jugando al parchís con Lali. Ninguna de las dos prestaba demasiada atención, ella porque seguía sumida en su abatimiento habitual, yo porque no paraba de darle vueltas a una idea. Tres días después volví a encontrarme con Justo y se lo solté a bocajarro. Le dije:

—¿Todavía estamos a tiempo de comprar los transistores esos? ¿Cuánto piden por ellos? Tengo unos ahorrillos. De la herencia de mis padres. No es mucho, pero quién sabe…

—¡Ni pensarlo!, ¡ese dinero es tuyo y no lo pienso tocar! —dijo él, negando con la cabeza.

—¿Por qué?

—¡Porque no!, ¡porque tú ya aportas más de lo que te corresponde!

—¿Pero somos socios o no somos socios?

—Sí, claro que somos socios.

—Pues si somos socios… —dije, y Justo volvió a negar, pero esta vez con menos convicción.

Habla María Antonia Mir

Mi hermano Ramón, pobret…, dice María Antonia Mir. Cuando nació, las vecinas decían que la culpa la tenían mis padres, por haberlo tenido tan mayores. Y siempre pensé que era verdad, aunque quién sabe. A mí me habían tenido con treinta y pico, y yo a Ramón le llevaba casi diez años, así que eche cuentas… La propia comadrona les dijo: La criatura no va a llegar ni a mañana. Recuerdo el llanto desconsolado de mamá y a papá pasándose una y otra vez las manos por los ojos, como si se acabara de despertar. Al principio no querían que yo y mis hermanos mayores lo viéramos, pero nosotros dijimos que teníamos derecho a despedirnos de él y nos dejaron entrar en la habitación. Estaba en la cama, pegado a mamá, y pese a su deformidad me pareció tan mono, con los ojitos cerrados y esos bracitos minúsculos… Era un cuerpecito tan diminuto y tan débil que bastaba con verle para darse cuenta de que la vida que había en su interior podía apagarse en cualquier momento. Pobret. Mamá, con los párpados hinchados y el cuello lleno de arrugas, trataba de sonreír.

—Será mejor que le dejéis descansar —dijo, porque no quería que le viéramos morir.

Nosotros, algo intimidados, dijimos que no nos moveríamos de allí. Papá nos señaló con el dedo y puso cara de enfadado, pero luego agachó la cabeza y se encogió de hombros: qué importancia tenía si nos quedábamos o no. Al final fue él mismo quien acercó sillas, y allí estábamos todos, silenciosos y expectantes, pendientes de la criaturita, de un suspiro que podía ser el último, de un movimiento o un gesto que tal vez nunca repetiría. Papá había llamado a la parroquia. Esperábamos al cura como si su llegada pudiera aportar alguna solución. Luego el cura llamó para decir que lo sentía muchísimo pero le resultaba imposible venir, y al niño tuvimos que bautizarlo nosotros. La comadrona, que todavía estaba por la casa, sugirió que le pusiéramos Ramón por el patrono de las parturientas, San Ramón Nonato, cuya madre había muerto en el parto antes de que él naciera. Mis padres intercambiaron una mirada y asintieron con la cabeza: tampoco era cuestión de darle muchas vueltas, si el niño podía morirse en cualquier momento… Yo corrí a mi cuarto y volví con una concha muy grande que había encontrado en Arenys el verano anterior. Como pila bautismal utilizamos una jofaina que había en el trastero. Mamá sostuvo al recién nacido, que seguía sin reaccionar, como si en realidad ya estuviera muerto. Papá bendijo el agua, cogió unas gotas con mi concha y le salpicó levemente.

—Te llamarás Ramón por la gracia de Dios —dijo, y mamá dijo:

—Amén.

Mis hermanos y yo, de pie junto a la cama, nos santiguamos en silencio. Luego todo volvió a ser como antes y, sentados en nuestras sillas, lo único que hacíamos era mirar a Ramón y lanzar hondos suspiros. En algún momento me quedé dormida. Cuando abrí los ojos, tuve la sensación de que algo había cambiado. A lo mejor era porque la ventana estaba abierta y entraban la luz del día y una brisa fresca que olía a árboles y a mar. Miré a mamá, que permanecía en la misma posición que durante la noche pero me pareció más guapa, rejuvenecida. Sssssh…, me dijo con un dedo en los labios, y después hizo una seña en dirección a Ramón, al que acunaba con suavidad. Si mi hermano había superado esa primera noche, ¿por qué no pensar que podía superar la siguiente y la siguiente y muchas noches más? Al cabo de una semana dejamos de pensar en su muerte como algo inminente y, cuando cumplió el primer mes, le cantamos aquello de: ¡Y que cumplas muchos más! Con Ramón celebrábamos los meses porque estábamos seguros de que no llegaría al año. Pero cumplió un año, y luego otro, y ya casi teníamos la sensación de que era un niño normal, como los demás. Por supuesto, no lo era. Seguía siendo menudo y flaquito, mucho más menudo y más flaquito que cualquier niño de su edad, y por contraste la hinchazón del cráneo parecía mayor. Vomitaba todas las papillas y purés que le preparaba mamá y, cuando estaba despierto, abría mucho los ojos y los movía como siguiendo el vuelo de una mariposa. Y lloraba, ya lo creo que lloraba. El médico decía que era por los dolores de cabeza, y mamá no sabía qué hacer para calmarle. Decía: ¡Tiene que haber alguna manera de quitarle ese dolor!

Yo entonces coleccionaba adhesivos, dice María Antonia Mir. Sant Miquel del Fai me sonaba porque en esa época muchos coches llevaban pegado uno que decía: Jo també he anat a Sant Miquel del Fai! Era un adhesivo apaisado, rectangular, con una bandera catalana y un dibujo de la abadía encajonada entre los peñascos. Después de nuestra primera visita, también nuestro coche lo llevaba. Esa primera vez fuimos todos juntos en el Seat 600: papá y mamá con Ramón en los asientos delanteros, y los otros cuatro apretados en el asiento de atrás. Alguien había asegurado a mamá que por allí había una sanadora que lo curaba todo, y mamá había acabado convenciendo a papá para que fuéramos con Ramón. Por probar no se pierde nada, le había dicho. Sant Miquel del Fai está cerca de Sant Feliu de Codines. Se llega por una carretera llena de curvas. Papá conducía muy despacio para que no nos mareáramos, pero yo me mareé igual. Tuvimos que parar en una de las últimas curvas, y desde allí se veía casi todo: la abadía que domina el valle, el camino que lleva a las cuevas, la cascada cayendo entre las rocas, una tubería grande y oxidada que bajaba hasta una vieja central eléctrica. Era un día laborable, y en la explanada de la entrada no había más de media docena de coches. Dejamos el Seat 600, cruzamos un puentecito y bajamos por un camino. Ni yo ni mis hermanos sabíamos exactamente adónde íbamos, y tampoco mis padres parecían tenerlo muy claro. Llevaban a Ramón cogido de la mano entre los dos, y de vez en cuando se miraban y se encogían de hombros. Mis hermanos se pusieron a correr hacia el salto de agua. Yo les seguí, pero antes me paré en un sitio que llaman Llac de les Monges, que es una pequeña laguna subterránea, con ranas y pececillos. No sé cuánto tiempo me entretuve mirándolos. Cuando me volví, había perdido de vista a mis hermanos. Busqué a mis padres en la zona del monasterio y la iglesia, pero allí no había nadie. De repente me sentí sola. Completamente sola. Eché a andar por aquel camino. Pasado el Llac de les Monges, cerca ya de la cascada, hay una parte que está como excavada en la roca, y aquel día caía agua por todas partes. En algún punto, la cortina de agua era tan densa que me asusté. Tenía la sensación de que atravesando aquella cortina entraría en un mundo distinto, desconocido, un mundo del que tal vez no podría regresar. Apreté los labios, entorné los ojos y seguí adelante. Cuando salí al camino de la ermita, estaba totalmente empapada. Y entonces oí los gritos. No eran gritos en catalán o en castellano. Eran simplemente gritos, y procedían de la pequeña explanada de la ermita. Desde la última revuelta se veía un amplio corro de unas veinte personas, algunas de ellas con muletas. Entre esas personas estaban mis padres y mis hermanos. Me acerqué despacio. Papá y mamá seguían teniendo a Ramón entre los dos, y yo me agarré a la mano que le quedaba libre a papá. En el centro del corro estaba la mujer que daba aquellos gritos ininteligibles, pero a mí lo que más me llamó la atención fue la expresión de los que la rodeaban: una expresión seria y concentrada, como la de algunas chicas mayores de mi colegio cuando hacían cola para confesarse. También me sorprendió que tuvieran todos la ropa seca, con lo empapada que yo estaba.

Luego sí me fijé en la vidente, dice María Antonia Mir. Era una mujer bajita, de rasgos vulgares y dedos como butifarras. Tenía los ojos cerrados. Tenía también las palmas de las manos hacia arriba para invocar al cielo, aunque a mí sus gestos me recordaban los de esas mujeres que llevan fardos de ropa sobre la cabeza. Volvió a dar unos cuantos gritos, y casi me entró la risa. Mi hermano mayor me dio un codazo. No era que esos gritos no fueran ni en catalán ni en castellano. Era que esos gritos no eran humanos. Podías imaginar que un búho o un gorrino o hasta un delfín gritara así, pero no que lo hiciera un ser humano: ¡Grrruuu, grrruuu, grrruuu…! Al cabo de un rato, la vidente dejó de gritar, bajó la cabeza y juntó las manos para rezar. Otra mujer, que estaba entre los del corro pero evidentemente iba con ella, dijo:

—La Virgen está todavía muy alta.

A mí, no sé por qué, esa frase me hizo gracia. Traté de contener la risa pero se me escapó un resoplido. Mamá me lanzó una mirada severa y con un movimiento de cabeza me ordenó que me fuera de allí. Lo demás lo vi desde el camino, a unos treinta metros. La vidente gritaba y rezaba y lloraba, y luego volvía a gritar y a rezar y a llorar. Pero no ocurría nada, y de los gestos de la otra mujer yo trataba de deducir la explicación: la Virgen, sencillamente, no se quería mostrar. De golpe, la vidente cayó al suelo y empezó a patalear. A mí me recordó a los ataques epilépticos de Rosita Galvany, mi compañera de pupitre. Alguien gritó que había entrado en trance, y la otra mujer se agachó a su lado y la agarró con fuerza por las muñecas. La vidente se agitaba en el suelo y la otra trataba de acercar la oreja a sus labios para entender lo que decía. Desde donde yo estaba, sólo se oía un murmullo apagado, como el sonido de la selva en las series infantiles, pero era evidente que estaban todos muy excitados. Algunos se pusieron de rodillas y un hombre con muletas avanzó hacia la vidente, que parecía agotada. La otra mujer la ayudó a incorporarse y el hombre se inclinó un poco para que la vidente le pasara las manos por la cabeza y por los hombros. Se formó entonces una pequeña fila detrás del hombre, y mamá se puso en la cola con Ramón. Papá, en cambio, siguió en su sitio, sin hacer ningún movimiento. Yo, en lo más profundo de mi corazón, deseé que papá estuviera equivocado y que en ese mismo momento se obrara el milagro que mamá estaba esperando.

Durante el viaje de vuelta nadie tenía ganas de hablar, dice María Antonia Mir. Mamá abanicaba con una revista a Ramón, que tenía los ojitos cerrados como siempre que le dolía la cabeza, y papá conducía con la mirada puesta en los coches de delante. Estuvieron los dos varios días sin hablarse. Las pocas veces que hablaban era para discutir, y yo pescaba retazos de conversaciones en las que papá decía: ¿No te has dado cuenta de que son unas estafadoras, unas farsantes?, ¿por qué te crees que el Vaticano no permite estas cosas? Como mamá nunca replicaba, parecía que papá la había acabado convenciendo, pero una mañana, justo después del desayuno, cuando ya todos se habían marchado y yo estaba a punto de salir para ir al colegio, mamá me cogió del brazo.

—Necesito que me acompañes —me dijo—, ya te firmaré un justificante para las monjas.

Al cabo de media hora, mamá, Ramón y yo estábamos esperando en la plaza Universidad, delante del bar Estudiantil. Yo llevaba la cartera y el uniforme del colegio para que luego en casa nadie notara que había faltado a clase. Reconocimos el autobús porque en la luna delantera, en el lado derecho, llevaba una lámina gigante con la imagen de la Virgen de Montserrat. Nos sentamos en los asientos del fondo. El autobús hizo dos o tres paradas más para recoger gente, y después salió a la carretera en dirección a Sant Miquel del Fai. Cuando llegamos a la explanada, había bastantes más coches que la primera vez. La fama de la vidente se había extendido en muy poco tiempo, y en torno a la ermita casi no había sitio para tanta gente. Volví a verlo todo desde el camino, pero en esta ocasión no porque mamá me hubiera castigado sino porque no encontramos un lugar mejor. Las cosas se desarrollaron más o menos como la vez anterior: los gritos de búho de la vidente, luego los rezos y los lloros, la otra mujer explicando a medias lo que estaba ocurriendo… La única novedad fue la agitación que se produjo espontáneamente en cuanto la vidente entró en trance y cayó al suelo. La atmósfera estaba cargada como en los instantes previos a una tormenta, y de pronto fue como si se hubiera desatado la locura: una mujer se desmayó y las de al lado empezaron a dar voces, otra intentó abrazar a la vidente y tuvieron que sujetarla, un anciano se puso a llamar a gritos a la Virgen… Por primera vez tuve la sensación de que aquello era real, de que la Virgen estaba de verdad entre nosotros. La gente se arrodillaba y juntaba las manos o se las ponía en el pecho y, cuando quise darme cuenta, también yo estaba de rodillas, y en algún lado una voz repetía el miracle, el miracle!, como si ya se hubiera obrado algún milagro o como si estuviera a punto de obrarse. Entonces varias personas ayudaron a la vidente a levantarse y la fueron paseando entre la gente para la imposición de manos. Algunos trataban de besarle la mano o se agarraban al extremo de su falda, y sus acompañantes tenían que forcejear para que la soltaran. Cuando llegó a nuestra zona, me fijé en que tenía los ojos en blanco y movía los labios como quienes rezan el rosario. Mamá le puso delante a Ramón, y ella cogió al niño por los hombros, por las mejillas, por las sienes, y apretó con tanta fuerza que parecía que quisiera romperle el cráneo. Luego pasó al siguiente enfermo, y Ramón, asustado y lloroso, se apresuró a refugiarse en los brazos de mamá.

—¿Has notado algo?, ¡algo has tenido que notar!, ¿qué has notado? —le decía ella con los ojos brillantes y la voz temblorosa.

Con Justo y su madre coincidíamos en el autobús, dice María Antonia Mir. O, mejor dicho, coincidíamos en la parada, delante del Estudiantil, y nosotras le ayudábamos a mantener en pie a su madre y a plegar la silla de ruedas en cuanto veíamos aparecer el autobús. Las visitas a Sant Miquel del Fai se hacían cada dos o tres semanas, y enseguida nos acostumbramos a sentarnos todos juntos: él con su madre a un lado del pasillo y nosotras dos al otro con Ramón encima. Mamá y Justo hablaban de enfermedades y curaciones, y al final siempre decían lo mismo: que nunca había que perder la esperanza, que la fe movía montañas. Justo lo había intentado todo con su madre, que prácticamente vivía en estado vegetativo. Durante un tiempo la había estado llevando a una remeiera de Amposta, una curandera que la purgaba con unas hierbas para que expulsara el mal que llevaba dentro del cuerpo. Después se había ido con ella hasta Villena, en Alicante, y allí otra curandera le embadurnaba la cabeza y la cara con un ungüento que olía a alcachofas… Al principio de cada una de esas curas, tenía siempre la sensación de que iban a funcionar: su madre parecía a punto de reaccionar, de moverse y hablar, de sonreír. Luego nada. Luego pasaban las semanas y Justo veía que su madre seguía igual. Por eso, igual que antes había dejado de confiar en los médicos, ahora desconfiaba de los curanderos. Me acuerdo de habérselo oído decir. Estábamos en el pasillo del autobús esperando para bajar, y él, mientras sostenía a su madre por los brazos, inclinó la cabeza hacia mamá y susurró:

—Yo ya no creo en nadie; yo ya sólo creo en la Virgen.

O a lo mejor no fueron ésas las palabras. A lo mejor lo que dijo fue:

—Yo ya sólo creo en los milagros.

En todo caso, eso lo decía con frecuencia. Decía que los milagros sólo les ocurrían a los que creían en ellos, y contaba algunos que la ciencia más avanzada seguía siendo incapaz de explicar. Los que más le interesaban eran, claro está, curaciones: un pastor al que la Virgen le había vuelto a colocar la pierna amputada, un tísico que fue a Lourdes y se curó gracias a la comunión… Cuando contaba esos milagros, yo notaba cómo se le iluminaba la cara y sus ojos parecían estar viendo cosas que los demás no podíamos ver. ¿Estarían viendo a su madre tal como era antes de la enfermedad? Justo era un hombre simpático y sonriente. Tenía algo que hacía que te sintieras a gusto a su lado: su manera de mirarte, de hablarte… Te hacía sentir que le importabas, aunque en realidad lo acabaras de conocer. A Ramón le gustaba empujar la silla de ruedas de su madre pero, como él solo no podía, la empujábamos entre los dos. Mamá y Justo, algo rezagados, hablaban en murmullos. Luego, cuando llegábamos a Barcelona, Justo volvía a sentar a su madre en la silla y nos acompañaba una parte del trayecto hasta nuestra casa. Al despedirse, nos besaba a mí y a Ramón en la mejilla y a mamá le daba la mano y le decía hasta pronto. ¿Hubo algo entre ellos? Seguro que no. Mamá, a pesar de que no los aparentaba, estaba cerca de los cincuenta años, y Justo tendría, no sé, veintiséis o veintisiete. Además, mamá era como era y, aunque se hubiera sentido atraída por algún hombre, habría sido incapaz de traicionar el sacramento del matrimonio. Pero es cierto que la amistad entre ambos se iba fortaleciendo con cada nueva visita a Sant Miquel del Fai y que todo eso ocurría a espaldas de papá, que seguía sin saber nada de nuestras escapadas. Llegué a fantasear con la posibilidad de que mamá viviera uno de esos amores románticos de las novelas y se fugara de casa con su enamorado… Es normal. Yo tenía catorce años, y a esa edad atraen más las pasiones amorosas que las rutinas del matrimonio. En uno de los viajes en autobús, Justo nos comentó que la mujer que ayudaba a la vidente se había puesto en contacto con él para, según dijo, pedirle ciertos sacrificios.

—¿Sacrificios? —preguntó mamá con suspicacia, y Justo asintió con la cabeza.

Tenía que ir una noche a la montaña de Montserrat y encender unos cirios a la Santísima Trinidad. Tenía también que ordenar dos misas en su parroquia y rezar todos los días el rosario… Justo hablaba de esos sacrificios con alegría, porque eso alimentaba sus esperanzas acerca de la curación de su madre.

—¿Algún sacrificio más? —preguntó mamá.

—Nada más, sólo una pequeña donación económica —dijo Justo, y mamá le miró con tristeza, no sé si porque también ella deseaba que le impusieran sacrificios para mantener viva la esperanza de curar a Ramón o porque en el interior de su cabeza resonaban las palabras de papá: ¿No te das cuenta de que sólo son unas estafadoras que buscan sacarle el dinero a la gente desesperada?

Una tarde, de vuelta de Sant Miquel del Fai, papá nos estaba esperando en el portal de casa, dice María Antonia Mir. Yo iba con la cartera y el uniforme, y mamá llevaba uno de sus bolsos grandes. Podía parecer que había ido a hacer recados y que luego me había recogido a la salida del colegio, pero bastaba con ver el gesto avinagrado de papá para comprender que todas nuestras excusas y protestas serían inútiles. Nos miró con absoluta seriedad, y sin decir una sola palabra cogió de la mano a Ramón y se encaminó hacia el ascensor. Los enfados de papá eran así, silenciosos. Cuando algo le sentaba mal, sencillamente dejaba de hablarte y no volvía a hacerlo hasta que se le pasaba. Pero aquello era más que un simple enfado. Su expresión no era la de alguien irritado o furioso, sino la de alguien que se siente ultrajado, herido en lo más profundo de su dignidad. Durante la cena, que entre semana era la única comida que hacíamos todos juntos, se respiraba una atmósfera de funeral, y lo malo era que también mis hermanos mayores parecían acusarnos a mamá y a mí con su silencio. Si en algún momento mi mirada se cruzaba con la de alguno de ellos, percibía en ella el reproche. ¿Cómo habéis podido?, ¿cómo habéis sido capaces de hacer una cosa así?, me decían sus ojos, y yo, en efecto, tenía la sensación de haber participado en algo gravísimo, un asesinato o algo así. ¿Qué importaba que nuestra única culpa hubiera consistido en creer que un milagro podía curar a mi hermano pequeño, Ramón, pobret? Por supuesto, lo de volver por Sant Miquel del Fai estaba descartado. Las semanas fueron pasando y, aunque parecía que poco a poco las cosas volvían a la normalidad, quedaba siempre un resto de tensión flotando en el ambiente, como neblina que se resistiera a disiparse. Una noche me despertaron las voces que salían de la habitación de mis padres. Yo dormía en un cuartito al lado de la cocina. Luego estaban el dormitorio de mis hermanos, un cuarto de baño y la habitación de mis padres, en la que también dormía Ramón. Entre esta habitación y el cuarto de baño había una puerta de cristal que partía el pasillo en dos. Me asomé a ver qué ocurría y vi a Víctor, mi hermano mayor, que sacaba a Ramón del dormitorio de mis padres y se apresuraba a cerrar la puerta del pasillo. Esas dos puertas, la del pasillo y la del dormitorio de mis padres, permanecieron abiertas sólo unos instantes, y durante esos instantes oí a mi madre gritar:

—¿Cómo has podido llegar a pensar eso?, ¿qué tipo de mujer te crees que soy?

Nunca la había oído gritar de ese modo, y me extrañó el tono de su voz, áspero y agudo. Víctor me ordenó que volviera a mi cama y acostó a mi lado a Ramón, que con toda aquella excitación tardó mucho en quedarse dormido. Me pasé un rato acariciándole el cuello y soplándole suavemente en la cara, que era algo que le calmaba y le hacía sonreír. Mientras tanto, pensaba en mis padres y me daba cuenta de que acababa de aprender algo sobre la naturaleza de los celos, que cuando se desatan son incontrolables y no se atienen a ninguna lógica. Porque ahora estaba claro que lo que de verdad ofendía a papá no eran nuestras visitas a la vidente sino la amistad de su mujer con otro hombre, con Justo, y qué importancia tenía que mamá le doblara en edad y que se hubieran visto sólo media docena de veces y siempre en presencia de otras personas, yo incluida…

Cuando mamá entraba a despertarme, colocaba a los pies de mi cama la ropa que me tenía que poner, dice María Antonia Mir. Aquella mañana no puso el uniforme del colegio sino ropa normal, ropa de calle.

—¿Qué día es hoy?, ¿sábado? —pregunté, restregándome los ojos, y ella cogió en brazos al pequeño, lo besuqueó un poco y dijo:

—Vístete, nos vamos.

Su tono de voz era cantarín y jovial, y yo comprendí que por la noche había librado una batalla y que la había ganado. A partir de ese día no haría falta que disimuláramos cuando fuéramos con Ramón a Sant Miquel del Fai. Me vestí con rapidez y fui a la cocina, donde papá y mis hermanos mayores apuraban cabizbajos sus desayunos. Como cada mañana, mamá los fue besando uno por uno a medida que cogían sus carteras y salían de casa, y me pareció que el beso que le dio a papá fue algo más prolongado que de costumbre.

—¿Estás lista? —me dijo después—. Ya sabes que el autobús pasa a las nueve.

Verla de buen humor me ponía también a mí de buen humor, y recuerdo que, de camino al Estudiantil, fuimos los tres tarareando aquello de: Yo estoy contento en Améri-ca, yo estoy contento en Amé-ri-ca… Llegamos a la parada. Justo y su madre no estaban, y mamá echaba rápidos vistazos hacia la ronda de San Antonio, que era de donde solían venir. ¿Había un fondo de ansiedad en su mirada o sólo me lo parecía? Lo cierto es que llegó el autobús y ellos dos seguían sin aparecer. Mamá echó una última ojeada en dirección a la ronda, y yo la observé con curiosidad y me descubrí pensando que su personalidad era bastante más rica y más compleja de lo que yo suponía, también bastante más misteriosa. En Sant Miquel del Fai había aún más gente que las últimas veces. Algunos, para ver a la vidente, habían trepado hasta el tejado de la ermita o se habían encaramado a la ladera. Cuando empezó la imposición de manos, la multitud empezó a moverse sin orden ni concierto, y una mujer recibió un empujón y estuvo a punto de despeñarse. Después, ya en el camino, vimos algunas caras conocidas, y mamá preguntó por la madre de Justo.

—¿La de la silla de ruedas?, ¿la de la silla de ruedas con aquel muchacho bajito y educado? —le dijo un hombre con un bulto en el cuello.

—Sí, ésa —dijo mamá.

—Ya no vienen por aquí, puede que se haya curado —dijo el del bulto.

—¿Usted cree? —dijo mamá, y una mujer intervino para decir:

—Me acuerdo de ellos; la madre se recuperó y se fueron a vivir a una playa…

—¿A una playa? —repitió mamá, y otra mujer comentó:

—A una playa, sí, en las Islas Canarias.

Mamá me miró con perplejidad. La mujer insistió:

—Seguro, una playa, cerca de Las Palmas.

Otras personas, desconocidas para nosotras, se sumaron a la conversación. Decían que todo el mundo lo sabía: la madre del muchacho se había curado y ahora hablaba y caminaba como si nunca hubiera estado enferma.

—¡Pero si estaba tan mal!, ¡ha tenido que ser un milagro! —exclamó mamá, y el hombre del bulto en el cuello le dedicó una sonrisa condescendiente y dijo:

—¿Para qué se piensa que estamos aquí?

Durante el viaje de vuelta, me pareció que mamá estaba feliz pero de una manera triste. O triste pero de un modo feliz. Con Ramón sentado en el regazo, hablaba como para sí misma:

—Claro, Justo tenía razón. ¡Los milagros les ocurren a los que creen en ellos! Nuestro problema es que no hemos creído con la suficiente intensidad…

Luego intentamos imaginarnos a Justo y a su madre paseando por una playa canaria. ¿Cómo serán las playas allí?, nos preguntamos. Seguro que grandes, muy grandes, bordeadas por palmeras y por casitas blancas, con la arena muy fina y la orilla llena de conchas, con olas transparentes que rompían mansamente en los tobillos de los paseantes… Mamá, de repente, abrazó con fuerza a Ramón y me pareció que se le empañaban los ojos. Y dijo:

—Hijo mío, cuando estés curado, te prometo que iremos a un sitio así para celebrarlo, te lo prometo…

Aún fuimos otras dos o tres veces a Sant Miquel del Fai, dice María Antonia Mir. Aunque nunca fuimos testigos de ninguna, nos llegaron noticias acerca de nuevas curaciones milagrosas, y eso avivaba nuestras esperanzas. Pero Ramón, pobret, no estaba bien. De hecho, estaba tan mal como en los peores momentos. Volvía a despertarse en mitad de la noche con vómitos y dolores, y en una de esas crisis perdió el conocimiento y todos en casa intuimos que ya nunca lo recuperaría. El pequeño estaba en la cama de mis padres, con la boca entreabierta y la cara inexpresiva. Mamá se había sentado a su lado, sobre el embozo de la sábana, y le agarraba una mano y le acariciaba las puntas de los dedos. Alrededor de la cama pero a cierta distancia, como si no quisiéramos importunarla en su despedida, estábamos los demás: el médico, el cura, papá, mis hermanos mayores, yo. Cuando todavía Ramón respiraba, mamá se volvió hacia mí y con una sonrisa llorosa me susurró:

—¿Cómo era la playa esa a la que pensábamos ir con él?

Yo pensé que era una de esas preguntas que se hacen sin esperar respuesta, pero ella insistió:

—¿Cómo era?, ¿cómo era?

—Una playa muy grande. Una playa desierta entre altas palmeras. Una playa con la arena muy fina y conchas en la orilla… —dije, y me pareció que mis palabras la consolaban y la tranquilizaban.

Habla Pascual Ortega

Cuando más lo traté fue cuando las oposiciones, dice Pascual Ortega. Las de notarías no, las de secretario de ayuntamiento. Hasta entonces mi madre siempre había decidido por mí. Si estudié Derecho fue por ella, porque ella decía que era una carrera con muchas salidas. Y si luego empecé a preparar notarías también fue por mi madre, porque decía que la mayor ilusión de su vida era tener un hijo notario. Un hijo notario: o sea, yo, su único hijo. ¡Ojalá hubiera tenido un hermano con el que compartir esa responsabilidad! Nos lo habríamos podido jugar a cara o cruz y al menos habría tenido un cincuenta por ciento de probabilidades de salvarme. ¡Si sale cara, eres libre de elegir tu destino! ¡Si sale cruz, a hacer notarías! Pero, claro, como mi padre murió tan joven… Siempre me he preguntado el porqué de esa obsesión de mi madre. Para ella, el notariado no era sólo sinónimo de posición social o de triunfo profesional o de seguridad económica. Para ella era algo más: algo que daba sentido a mi existencia, y sobre todo a la suya. Después de tantas privaciones y tantas estrecheces, después de tantos años de esforzarse por darme un vida decorosa, aprovechando la ropa vieja de mi padre, dándome la parte tierna del filete que tomábamos a medias, pagándome un colegio que estaba por encima de sus posibilidades, después de todo eso hacía falta algo que la resarciera definitivamente. Algo que borrara de un plumazo todos sus sacrificios. Algo que le certificara que durante esas dos décadas no había estado equivocada y que lo que había hecho estaba bien hecho y había valido la pena. Por eso no le bastaba con pensar que me había dado una carrera y que yo, por mis propios medios, acabaría abriéndome camino en la vida. Lo que ella quería tenía que ser concreto, próximo, inaplazable. Casi diría fulminante: yo telefoneándola una mañana para darle el anuncio del aprobado y ella convirtiéndose de golpe en la madre del notario. Mi hijo es nota-rio, no-ta-rio… Me la imaginaba diciéndoselo a sus amigas con esa vocecilla infantil que ponía cuando estaba de buen humor: Mi hijo es no-ta-rio… Y me imaginaba luego a sus amigas felicitándola y besuqueándola y dándole palmaditas en el hombro, y a ella negando humildemente con la cabeza y diciendo que no tenía ningún mérito, que todo el mérito era mío, cuando en realidad creía que el mérito era suyo y sólo suyo por haberme sabido educar, por haberme dado todo lo que estuvo en su mano, por haberme asistido cuando lo necesité, por haberme alentado en todo momento, por haberme sostenido durante mi época de opositor… Así, sin darme mucha cuenta ni pararme demasiado a reflexionar, me encontré un día firmando unas oposiciones que no había elegido. Y luego suspendiéndolas. Suspendiéndolas la primera vez, suspendiéndolas la segunda… Era como en esas pesadillas típicas de los estudiantes: me presentaba ante el tribunal, decía el título del tema seleccionado e inmediatamente me quedaba en blanco. Totalmente en blanco. Bloqueado. ¡Y lo malo era que ese tema me lo sabía, porque iba muy bien preparado! ¿Qué era entonces lo que me ocurría? ¿Por qué me pasaba eso? Yo creo que era el sentido de la responsabilidad, que me aplastaba, me oprimía, me paralizaba… ¿Cómo no va a sucumbir ante un peso así un chico de veintipocos años que en sólo unos minutos tiene que redimir la vida entera de su madre, redimir ese pasado suyo de viuda venida a menos, de mujer condenada por el destino a la infelicidad?

La segunda vez que me quedé en blanco me dije que no podía volverme a ocurrir, dice Pascual Ortega. Estaba destrozado. Mi madre ocultaba su tremenda decepción y trataba de consolarme y de animarme. Me decía: No te preocupes tanto, la próxima vez lo conseguirás, a la tercera va la vencida… Hasta que un día le dije que había descubierto mi verdadera vocación y que no quería ser notario sino secretario de ayuntamiento. Dirás: ¡Qué risa!, ¿cómo puede alguien tener una vocación así? Pero es cierto que en aquel momento era eso lo que sentía. Me parecía que un secretario de ayuntamiento era como un dios pequeño y discreto, alguien que desde la penumbra de un despacho velaba por el buen funcionamiento de una comunidad, alguien que inscribía la vida cotidiana de sus convecinos en el orden superior del Derecho… Sí, ya sé que estoy exagerando, pero reconóceme que el secretario tiene algo de benefactor y el notario mucho de parásito. ¿Y cuándo se ha visto que un joven prefiera ser parásito a ser benefactor? El caso es que ésa fue mi gran rebelión. Ya ves qué birria de rebelión… ¡Pero qué disgusto se llevó mi madre! Cuando se lo dije, abrió mucho la boca, como si le faltara aire, y con una mano se apoyó en el marco de la puerta y con la otra empezó a darse golpecitos en el pecho. Parecía realmente que le estaba dando un síncope. La cogí del brazo y la llevé a su sillón, el sillón de orejas en el que se pasaba las tardes haciendo punto. Me dijo:

—Dime que no es cierto, dime que no has dicho eso. Lo que te ha pasado en estas oposiciones no tiene por qué volverte a pasar. Si han sido los nervios, buscaremos un médico o un psicólogo o lo que sea…

Yo la dejé hablar y luego dije:

—Es mi vocación, tienes que respetarla…

—¡No me puedes hacer esto! —exclamó ella, dándose otra vez golpecitos en el pecho.

Desde aquel momento dejó de mirarme y de hablarme. Nos cruzábamos por el pasillo y mi madre soltaba un suspiro y miraba para otro lado. Nos sentábamos a la mesa y subía el volumen de la radio cada vez que yo trataba de iniciar una conversación. Un domingo, armándome de valor, le dije que no podíamos seguir así y que teníamos que poner un poco de orden en todo eso… Ella, desdeñosa, replicó:

—¿No es eso lo que hacen los secretarios?, ¿ordenar las cosas?

Pronunciaba secretario con el mismo retintín que emplearía para decir peluquero o conserje, y yo me la imaginaba ocultándoles a sus amigas que su hijo nunca iba a pasar de secretario o de peluquero o de conserje. Discutimos durante más de media hora, y al final dije que necesitaba cambiar de ambiente, encerrarme en un lugar aislado y tranquilo a preparar las oposiciones.

—Ah, el examen —dijo ella, siempre resentida, siempre despectiva, pero al menos no puso ninguna objeción a mi idea de instalarme en un piso vacío que la tía Adela, su hermana, tenía en el centro de Matadepera, a pocos kilómetros de Tarrasa.

El piso no era gran cosa, dice Pascual Ortega. Un dormitorio grande, uno pequeño, un salón-comedor. No tenía radio ni teléfono ni por supuesto televisión, pero yo lo prefería así porque no quería que nada me distrajera. Vivía como un cartujo. Me pasaba doce o trece horas al día estudiando, y sólo salía un rato por las mañanas para comprar comida y que me diera un poco el aire. Cada dos semanas viajaba a Barcelona para repasar los temas con un profesor, y entonces me desahogaba. Bueno, tampoco es que me pusiera a hacer locuras. Ni agotaba todo el alcohol de la ciudad ni me metía en broncas ni me iba de putas. Nada de eso. Me limitaba a no aparecer por casa en todo el día. ¿Para qué? ¿Para enfrentarme a las recriminaciones silenciosas de mi madre, que seguía haciéndome responsable de sus desdichas? Cualquier cosa antes que seguir aguantando sus suspiros profundos y sus miradas lánguidas… A las siete de la tarde, en cuanto concluía el repaso, me iba a tomar unos vinos a una tasca que había junto a la plaza Real. Allí siempre me encontraba con algún conocido, y cualquier excusa era buena para prolongar la juerga hasta que cerraban el último bar. A Justo lo veía casi todas las veces. Iba, como siempre, rodeado de chicas guapas, y yo, claro, me pegaba a él para ver si caía algo. Me acuerdo de una tal Lourdes, que se peinaba como Jean Seberg en Buenos días, tristeza, de otra que se llamaba Angelines y trabajaba en un puesto de flores en las Ramblas, de Cristina, que quería ser cantante y fue la primera persona que me habló de los Rolling Stones… Eran todas guapísimas, auténticas bellezas, pero la más guapa de todas era una rubita que se llamaba Aurora y que, ¿cómo no?, se enamoró perdidamente de Justo. Lo de ese hombre era increíble. ¿Qué veían las chicas en él? ¿Qué tenía Justo para que siempre las más guapas se encapricharan de él? Aurora era una chica de buena familia. Socios del Club de Polo y así. Le gustaba leer revistas de moda, iba todas las semanas a la peluquería y enseguida se frotaba los brazos como si tuviera frío: a lo mejor es que la gente fina siempre tiene frío… A mí, por muy guapa y muy fina que fuera, me parecía una cursi. En cambio, a Justo le gustaba. Le gustaba mucho. Casi diría que se enamoró de ella. Pero con él nunca se sabía, porque siempre que salía con una chica daba la sensación de estar locamente enamorado.

Gracias a Aurora conocí a Mercedes, que era la mejor amiga de una prima suya que veraneaba en Sitges, dice Pascual Ortega. Entre todas aquellas bellezas, al principio no me fijé en ella. Una chica algo grandota, de pecho generoso y rodillas redondas. Podía ser que no fuera la más guapa, pero desde luego era la más simpática y afectuosa. Cuando nos veíamos, siempre me preguntaba por mis oposiciones: si había estudiado mucho esas dos semanas, si no me convendría hacer algo de ejercicio o dormir más… Mercedes solía llevar una pulsera de oro con unas moneditas antiguas que al moverlas tintineaban. Era una pulsera algo pasada de moda, de esas que le gustaban a mi tía Adela, pero a ella le quedaba muy bien, no como a mi tía. Algunas noches, cuando nos cerraban el bar en el que apurábamos los últimos vinos y Justo desaparecía con Aurora, yo acompañaba a Mercedes. ¡Con tal de volver a casa lo más tarde posible, habría ido a cualquier lado…! En su portal ni nos besábamos ni nada. Nuestras despedidas eran de lo más casto. Intercambiábamos una sonrisa y nos decíamos adiós con la mano, y el tintineo de su pulsera sonaba en el silencio de las calles recién regadas. Una tarde, durante uno de esos viajes míos, oí a mi espalda ese mismo sonido y me volví en busca de Mercedes. Pero no era ella. Era otra mujer que llevaba una pulsera parecida. Mi decepción fue enorme, y eso me hizo pensar. Desde entonces, ya nunca volví a mirarla del mismo modo. No había pasado nada entre nosotros, no habíamos llegado a compartir confidencias ni a tener verdadera intimidad, y sin embargo me daba la sensación de que entre nosotros había… algo. Llámalo empatía. O complicidad. Llámalo como quieras. Si estábamos con más gente, nos sentábamos siempre juntos, y un roce casual de nuestra ropa bastaba para mantenerme en un estado constante de exaltación. Sentía tan cerca el calor de su cuerpo que era como si ese calor fuera el mío, como si nuestra piel estuviera en contacto directo a pesar de la tela… Dirás: A ti lo que te pasaba era que te ponía cachondo. ¡Menuda palabra, cachondo! Los toros se ponen cachondos, y los caballos, y los corderos… Pero no creo que el olor de la vaca o de la yegua les haga sentir que todo se transforma alrededor y que el mundo se vuelve por unos momentos bello, luminoso, perfecto. ¿Verdad que no es eso lo que siente un cordero mientras trata de montar a su cordera? Lo que a mí me ocurría era que la belleza de las otras chicas quedaba eclipsada por la de Mercedes, que ahora me parecía inigualable. No sólo eso, sino que las demás (es decir, todas, todas las chicas del mundo) eran guapas en la medida en que me recordaban a ella y rematadamente feas si no me la recordaban en absoluto. Mercedes se había convertido en mi patrón de belleza: unas rodillas sólo eran bonitas si eran redondas como las suyas, y unos labios sólo si eran carnosos, y unos ojos sólo si eran grandes y castaños… ¿Qué te voy a contar que no sepas? ¡Todo el mundo ha estado enamorado alguna vez! A última hora, cuando acompañaba a Mercedes al portal, lo hacía ya con la idea de pedirle que saliera conmigo. Pero nunca encontraba el momento, y al final nos despedíamos como siempre, diciéndonos adiós con la mano. Luego, en la soledad del pequeño piso de Matadepera me costaba quitármela de la cabeza, y todas las sensaciones que su compañía me había inspirado se amplificaban en su ausencia. Esas dos semanas sin verla eran un tormento. Un día descubrí que al cerrar el cajón de los cubiertos se oía un tintineo como el de las moneditas de su pulsera. Y siempre que entraba a la cocina para cualquier cosa abría y cerraba el cajón para oír ese sonido, que me parecía tan dulce y melodioso. Ridículo, ¿verdad? Puede ser, pero es que el amor, visto desde fuera, resulta siempre bastante ridículo. Una de esas noches que bajé a Barcelona no pude más, y con cualquier excusa le pedí que saliera a dar una vuelta conmigo. Cuando llegamos a Santa María del Mar, le pregunté si quería ser mi novia. Ella sonrió y bajó los ojos, y justo en ese instante, como si hubieran estado esperando agazapados, aparecieron de no se sabe dónde unos tunos con sus bandurrias y sus guitarras y sus panderetas. Sí, en aquella época era más corriente que ahora eso de ver a los de la tuna por Barcelona. El caso es que los tunos aquellos nos rodearon y se pusieron a cantar Clavelitos mientras uno bailoteaba a nuestro alrededor golpeando la pandereta con las manos, con el codo, con la coronilla… No era la escenografía que yo había soñado para mi declaración de amor, pero tampoco podía hacer nada para cambiarla.

—¿Quieres o no? —volví a decir, y Mercedes sonrió otra vez y asintió con la cabeza.

Entonces la abracé y la besé, y los tunos cantaron con más fuerza y un vecino gritó desde un balcón porque no le dejaban dormir.

Entre tanto se iba acercando la fecha de las oposiciones, dice Pascual Ortega. Mi madre había acabado resignándose a la idea de que nunca sería madre de un notario y, aunque no estuviera orgullosa de mí, al menos ya no me miraba con su habitual expresión de disgusto. Entonces las oposiciones se hacían en Madrid. Mercedes no había estado nunca en Madrid, así que no me resultó difícil convencerla para que pusiera cualquier pretexto ante su familia y viniera conmigo. Iba a ser nuestro primer viaje juntos, también nuestra primera noche de amor. Fuimos en talgo y nos alojamos en el Wellington. En mis anteriores oposiciones me había alojado en una pensión económica junto a la Puerta del Sol, pero yo no quería que el recuerdo de nuestro primer encuentro amoroso quedara asociado para siempre a paredes desconchadas, olor a sardinas, ruido de cañerías. ¿El Wellington? ¡Pues el Wellington! Como además tuve que reservar dos habitaciones por no estar casados, me salió carísimo. Pero valió la pena. En fin, te ahorraré los detalles. Sólo diré que por la mañana yo era un hombre feliz, satisfecho, seguro de sí mismo. Pasé la prueba escrita sin dificultad, y al día siguiente Mercedes me acompañó a la encerrona. Los otros opositores estaban todos nerviosísimos y yo temía que pudieran contagiarme. Pero no fue así. El bedel pronunció mi nombre. Mercedes me lanzó un beso y yo le guiñé un ojo. Mi aplomo y mi confianza eran tales que yo mismo estaba sorprendido. Y por supuesto, cuando me planté delante del tribunal, ya sabía que no me iba a ocurrir lo que las otras veces. No sólo no me quedé en blanco sino que expuse el tema con fluidez y convicción, y el presidente del tribunal me interrumpió haciendo un gesto de aprobación.

—No hace falta que siga, señor Ortega, puede irse —me dijo.

Y nos volvimos a Barcelona. A mi madre le di al mismo tiempo las dos noticias, la del aprobado y la de la boda, y la pobre mujer se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Dijo que eran lágrimas de alegría, aunque quién sabe.

Yo tenía ya el aprobado, pero entre que se publicaba el nombramiento y me notificaban el destino pasaron casi tres meses, dice Pascual Ortega. Durante ese tiempo salimos casi todos los días con Justo y Aurora. Era más bien una amistad de circunstancias, porque ni yo era muy amigo de Justo ni Mercedes lo era de Aurora. Aún no sabíamos ni en qué pueblo íbamos a vivir cuando estuviéramos casados, y Mercedes se recorría las tiendas de muebles eligiendo modelos y preguntando precios y modalidades de pago. Ella decía que sólo intentaba hacerse una idea, pero se veía que disfrutaba con eso. También solía ir a probarse vestidos de novia a una tienda que había en Puerta del Ángel y a pedir presupuestos para el banquete de boda y a coger folletos para la luna de miel. Muchas veces Aurora la acompañaba, y a mí me parecía que lo hacía más por ella misma que por Mercedes. Realmente, cuando hablaban entre ellas, estaban las dos tan ilusionadas que no se sabía muy bien cuál era la que se iba a casar. Dirás: ¿Y tú qué?, ¿por qué no la acompañabas tú, si se trataba de tu boda y esos días no tenías nada mejor que hacer? Ya sé que ahora puede sonar algo machista, pero siempre he creído que esas cosas le corresponden a la mujer. Además, me sentía, ¿cómo decirlo?, algo confuso… Sí, estaba muy enamorado de Mercedes y tenía claro que era la mujer con la que quería compartir el resto de mi vida. Pero al mismo tiempo me parecía que estaba yendo todo demasiado rápido. En cualquier momento me asignarían destino, y poco después nos casaríamos y no tardarían en llegar los niños… Me daba cuenta de que estaba viviendo el final de la juventud, y a veces, estando a solas, me observaba en el espejo y me decía: Qué breve ha sido todo, Dios mío, qué breve.

Mientras ellas dos hacían recados, yo solía quedar con Justo, y después nos acercábamos a recogerlas, dice Pascual Ortega. Y nos íbamos a bañar a la playa. Justo estaba algo acomplejado porque no sabía nadar, y yo me había comprometido a enseñarle. Aunque estábamos en primavera y el agua estaba todavía muy fría, nos íbamos hasta la Barceloneta y nos pasábamos un buen rato dando brazadas entre las olas. ¡Había que ver lo mal que se movía el pobre! Agitaba los brazos y las piernas sin ningún compás, y hacía tales esfuerzos para mantenerse a flote que acababa siempre agotado. Yo le decía: ¡Así no, así no!, ¡el brazo derecho con la pierna izquierda y el brazo izquierdo con la pierna derecha! Pero él como si no escuchara. ¡Plas!, ¡plas!, ¡plas! Mucho manotazo y mucho salpicar, pero no avanzaba ni un metro. Uno de esos días, mientras íbamos a la playa a bañarnos, nos encontramos con una manifestación de sacerdotes. Era el 11 de mayo de 1966. Me acuerdo de la fecha porque era el cumpleaños de mi madre y a la vuelta tenía previsto comprarle algo en una floristería de Urquinaona. El caso es que Justo y yo bajábamos hacia la Barceloneta y vimos a un montón de curas que salían de la avenida de la catedral, subían por Vía Layetana y se detenían ante las puertas de comisaría. Serían unos doscientos, si no más, todos con sus sotanas negras. Aquello llamaba la atención: la circulación quedó interrumpida, los transeúntes se paraban a mirar, los vecinos se asomaban a los balcones… Luego supe que querían protestar contra los malos tratos de la policía a unos trabajadores y unos estudiantes detenidos. Fue llegar todos los curas a la comisaría y empezar los agentes a darles porrazos y patadas. Los curas no intentaban resistirse. Algunos caían al suelo, otros sangraban por la ceja, otros levantaban las manos o se protegían la cabeza… Los conductores hacían sonar las bocinas y en la otra acera la gente abucheaba a los policías, pero éstos seguían despachándose a gusto. Se oían exclamaciones de dolor. Después alguien gritó anem als jesuïtes!, y toda aquella masa negra echó a andar hacia la calle Caspe, unos por la misma Vía Layetana, otros metiéndose por Jonqueres. Más tarde me contaron que en los jesuitas de Caspe había más policías esperando y que iban zurrando a los curas a medida que entraban a refugiarse en la iglesia. Pero eso ya no lo vimos ni Justo ni yo, que nos fuimos para el otro lado, para la Barceloneta. Muchas veces, sabiendo lo que después hizo Justo, he pensado en este episodio, y nunca he conseguido recordar su reacción. ¿Dijo algo? ¿Hizo algún gesto del que pudieran deducirse sus simpatías por unos o por otros? No, no lo creo, o al menos yo no lo recuerdo. Y luego, ya en la playa, tampoco comentamos nada.

Bueno, el caso es que por entonces Justo estaba intentando aprender a nadar, dice Pascual Ortega. Más o menos sabía ya mantenerse a flote y coordinar los movimientos de brazos y piernas, y él decía que con eso bastaba. Una tarde, Aurora apareció con unas invitaciones para el Club de Polo. Optamos por ir el domingo siguiente. Fuimos juntos Mercedes, Justo y yo, porque Aurora, que vivía cerca, había quedado en esperarnos dentro. El portero, muy estirado, cogió nuestras invitaciones y, en lugar de abrirnos la puerta, nos preguntó cómo las habíamos conseguido. Atención al matiz: no preguntó qué socio nos había invitado sino cómo habíamos conseguido las invitaciones. Como si las hubiéramos robado o falsificado. Dimos el nombre y el apellido de Aurora, y el hombre, antes de indicarnos que podíamos pasar, nos dedicó una mirada lenta y desdeñosa. Entramos. Mercedes y yo intercambiamos una mirada avergonzada. Acabábamos de ser objeto de una humillación. Justo, tan contento, no parecía haberse dado cuenta, y lo observaba todo con una curiosidad alegre e infantil, preguntando en voz alta dónde estaría Aurora. La encontramos en la cafetería y nos llevó a ver las instalaciones: los salones, la pista de polo, las caballerizas. De vez en cuando se detenía a saludar a alguien, generalmente un pariente lejano o un vecino, y nos lo presentaba. Esa gente nos trataba con una gentileza distante y hasta altiva, pero nunca con un desprecio como el del portero. Hazme caso: no hay peor clasismo que el de los lacayos. Sin dejar de ser unos muertos de hambre, llegan a creer que forman parte de la casta de sus señores: de ahí que se sientan a la vez inferiores y superiores al resto del mundo. Fuimos después a la piscina. Estoy hablando de finales de mayo o principios de junio, o sea que había gente tomando el sol pero no había nadie en el agua. A Justo le daba lo mismo. Dijo:

—Hemos venido a bañarnos, ¿no?

Se metió en el vestuario, pero no le seguí. Cuando salió, llevaba puesto un traje de baño de cuadritos que yo no le había visto. Era como si se hubiera estado preparando para aquel momento: las clases de natación, el traje de baño nuevo… Mercedes y yo, algo envarados, estábamos al borde de la piscina hablando con una señora que Aurora nos acababa de presentar. Justo pasó por nuestro lado tan campante, nos dio el reloj para que se lo guardáramos y directamente se tiró al agua. La gente de las hamacas se volvió a mirar y alguien comentó con retintín: ¡Qué valiente! La cabeza de Justo reapareció enseguida por encima de la superficie, y todos le vimos chapotear un poco y caer hasta el fondo de la piscina. Las chicas, que ignoraban que no sabía nadar, lo miraban como si tal cosa. Yo estaba cada vez más inquieto. Pasó medio minuto. Pasó un minuto. Y Justo seguía en el fondo. ¡Se estaba ahogando! Me quité la chaqueta y los zapatos, me desabroché la camisa… Unos segundos después estaba en el agua tratando de sostener a Justo por los sobacos. La gente se arremolinó junto a la escalerilla y me ayudó a sacarlo. Fue todo un poco ridículo, porque no me había dado tiempo de desabotonarme más que un puño, y la camisa me colgaba de una manga y se me enredaba con todo. Cuando conseguí salir, los curiosos formaron un corro a nuestro alrededor. Yo estaba sin resuello. En cuanto me recuperé un poco, miré a Justo. Tenía todavía el susto en la cara, pero hacía gestos de: Estoy bien, estoy bien. Y poco después, cuando se dio cuenta del numerito que había montado, sus gestos fueron de: No ha sido nada, y en todo caso ha tenido gracia, ¿no? Como si hubiera sido una broma. O como si el salvador fuera él y el salvado yo, que estaba empapado y a medio vestir y no dejaba de jadear. Eso me molestó. Acababa de salvarle la vida y, en vez de agradecérmelo, se diría que le quitaba importancia. Algunas personas, al ver en qué había acabado todo, volvieron a sus hamacas y comentaron lo sucedido con risitas despectivas. Y lo curioso es que también yo sentía la necesidad de despreciar a ese hortera que me había puesto en una situación embarazosa. No me había avergonzado de él cuando el portero nos había tratado con desdén, pero sí ahora que todos nos observaban de reojo y sonreían. Me pregunté qué hacía yo con un paleto como aquél… Puede ser que también lo mío fuera clasismo, pero qué a gusto me quedé cuando le dije:

—No se te puede llevar a ningún sitio.

No digo que ahí se terminara nuestra amistad pero casi, dice Pascual Ortega. Hasta entonces habíamos ido ganando confianza el uno en el otro, y a partir de ese momento empezamos a distanciarnos. Se acabaron, por ejemplo, las confidencias, que eran unas confidencias por partida doble, porque Mercedes y Aurora intercambiaban las suyas y Justo y yo las nuestras… No sé si luego ellos hablarían de nosotros, pero por supuesto nosotros sí que hablábamos de ellos. Digamos que juntábamos las piezas y que así nos formábamos una idea de la clase de gente que eran. Los veíamos más o menos como a nosotros mismos, una pareja de enamorados que soñaban con casarse y que, si no anunciaban sus planes de boda, era porque se interponía algún obstáculo: tal vez la diferencia de clases o los escasos ingresos de él o la voluntad de la familia de ella… Un día, en la Barceloneta, poco antes del incidente en el Club de Polo, hablé con claridad a Justo.

—¿Pero lo vuestro va en serio o no? —le dije.

—Yo la quiero mucho, muchísimo —dijo él.

—Entonces es que sí vais en serio.

—Pues sí…

—No lo dices muy convencido. Tú siempre has tenido muchas novias…

Sonrió entonces de un modo en que jamás le había visto sonreír.

—¿Ha habido alguna a la que haya querido más que a Aurora? —dijo, como leyéndome el pensamiento. Era una pregunta, pero en el aire quedaba aleteando la sombra de una afirmación. Dije:

—¿La conozco yo?

Negó con la cabeza.

—¿Y qué pasó? —dije.

—Pasó que andábamos metidos en negocios y que los negocios no fueron bien. Tuvimos que dejar de vernos.

Estuvimos un rato en silencio y volví a decir:

—Así que con Aurora no vas tan en serio…

—¡Claro que vamos en serio! ¿No te he dicho que la quiero mucho, muchísimo?

Bueno, la cuestión es que con Justo nunca sabías a qué carta quedarte. Hablando con él, tenías la sensación de que no todo lo que te decía era verdad. O de que te ocultaba cosas. Al final llegué a la conclusión de que el problema no era que hubiera otra mujer o que él ganara poco dinero o que la familia de Aurora no le aceptara. Nada de eso. El problema era la enfermedad de la madre. Mientras la madre de Justo estuviera como estaba, ninguno de sus noviazgos prosperaría. Era una esclavitud a la que se había sometido voluntariamente: primero su madre, después todo lo demás. ¡Menudo papelón el de Aurora! Para conquistar el corazón de Justo, la pobre tenía que combatir contra el fantasma de la madre, que nunca se iba a recuperar de su enfermedad y tampoco parecía que fuera a morirse…

Hacía tiempo que yo le prestaba de vez en cuando dinero para el tratamiento médico, dice Pascual Ortega. Por aquella época empezó a pedirme con regularidad. Las cosas no debían de irle muy bien en esos negocios suyos de representaciones comerciales. Y aunque a mí no me cogía en el mejor momento, a pocos meses para la boda y sin haber cobrado todavía mi primer sueldo, las cantidades que me pedía no eran excesivas y el motivo me parecía más que justificado, así que le daba un poco una semana, otro poco a la semana siguiente… Por una de esas casualidades de la vida me enteré de que hacía más de un año que ni él ni su madre pisaban la clínica. Lo supe por Margarita, una prima segunda mía que precisamente trabajaba de administrativa en la clínica. También supe por Margarita que Justo había acabado poniéndose en manos de curanderos y gente así. ¡De todo eso no nos decía ni una palabra! ¿Cómo puedes fiarte de alguien que te miente y te oculta cosas y no para de sacarte dinero? Yo a su madre no llegué a verla nunca, pero a veces Aurora hablaba de ella a Mercedes. Cada vez que iban a su casa, que creo que era un bajo que estaba por el Barrio Chino, Justo la hacía esperar unos minutos en la calle. Por nada del mundo quería que viera a su madre. En una ocasión, Aurora se asomó sigilosamente y vio a Justo llevarla en brazos y acostarla con el mismo cuidado con que se acuesta a un bebé. Y, mientras tanto, le oía que le decía:

—He venido con unos amigos… Vamos a charlar un poco… Para no molestar cierro la puerta…

Fue ésa la única vez que la vio. ¿Qué pensó en ese instante? ¿Pensó en toda la felicidad aplazada o echada a perder por culpa de aquel cuerpo inerte? Volvió a la calle y disimuló, y enseguida Justo reapareció susurrando:

—Ya podemos entrar, ya está dormida.

¿Dormida? ¡Pero si ella misma había visto con sus propios ojos que la pobre mujer estaba como muerta y no se enteraba de nada! La madre estaba mal, muy mal, pero Justo se comportaba como si no fuera así, y Aurora tampoco se atrevía a decirle nada. Yo seguí pasándole pequeñas cantidades de dinero hasta que por fin me asignaron destino en Agramunt, en la provincia de Lérida. Cogí un autobús, tomé posesión de mi plaza y me instalé en una pensión. Mercedes llegó al cabo de unos días y nos pusimos a buscar piso. Encontramos uno grande y luminoso pero necesitado de reformas. Entre unas cosas y otras, no estaría listo hasta noviembre o diciembre, así que fijamos la fecha de la boda para un poco antes de las navidades. Durante todo ese tiempo prácticamente no volví por Barcelona, y lo poco que sabía de Justo y Aurora lo sabía por Mercedes. Que habían discutido. Que se habían reconciliado. Que habían vuelto a discutir y no parecía que esta vez fueran a reconciliarse… Mercedes se encargó de todos los detalles de la boda y, por si acaso, los invitó a los dos. Nos casamos en la parroquia de Sant Josep Oriol, la de la familia de Mercedes. Mi madre, que era la madrina, se pasó toda la ceremonia llorando. A la salida de la iglesia vi un momento a Aurora pero, entre los saludos y los abrazos y las felicitaciones de unos y otros, no pensé en Justo. Había un montón de gente. El banquete lo hicimos en el hotel Colón, enfrente de la catedral. La mesa principal la compartíamos los novios, el cura, los padres de Mercedes, su abuela materna, mi madre y la tía Adela. Los padres de Mercedes me elogiaron mucho y dijeron a mi madre que tenía que estar orgullosa de su hijo, y ella, con una sonrisa que me pareció sincera, asintió:

—Sí, estoy muy orgullosa de él.

En una mesa cercana estaban los primos y los amigos de Mercedes, y con ellos Aurora, que tenía un aspecto algo desmejorado. Como suele ocurrir en las bodas, al acabar la comida todo el mundo estaba un poco achispado o, como se decía entonces, piripi. A nosotros nos correspondió abrir el baile. Mercedes estaba deslumbrante. Tenía esa belleza especial que tienen las mujeres cuando son felices. Se lo dije y nos dimos un beso, y todos se pusieron a aplaudir y a gritar ¡vivan los novios! Enseguida los más jóvenes se animaron a saltar a la pista. Me fijé en que Aurora bailaba mucho con un primo de Mercedes. Parecía muy contenta. Pregunté a Mercedes por Justo y me dijo que no sabía nada de él: ni había acusado recibo de la invitación ni había dado ningún tipo de explicaciones. Cuando nos cansamos de bailar, volvimos a la mesa. En algún momento, Mercedes se levantó para ir al cuarto de baño, y al cabo de unos minutos, coincidiendo con una pausa de los músicos, empezamos a oír aquellos gritos.

—¡No me menciones a ese tipejo!, ¡no me vuelvas a hablar de él!, ¡me ha hecho mucho daño y no quiero ni oír su nombre! —oímos, y los invitados se volvieron a mirar a una alteradísima Aurora, que venía trastabillando por el pasillo de los lavabos y se detuvo para gritar otra vez—: ¡No quiero verle ni en pintura!

Las primas de Mercedes rodearon a Aurora e intentaron calmarla. La situación era algo embarazosa, con toda la gente mirando y cuchicheando. Corrí junto a Mercedes, que permanecía en el pasillo.

—No lo entiendo —me dijo, apurada—. Le he preguntado inocentemente por Justo, y ella ha empezado a contarme algo sobre unos curanderos y una estafa, y de repente se ha puesto a gritar como una loca. Te juro que no lo entiendo…

Las primas de Mercedes acabaron llevándose a Aurora, y nosotros volvimos al salón, hicimos una señal a la orquesta y comenzamos a bailar como si no hubiera pasado nada. Era nuestra boda y no queríamos que nada ni nadie nos la estropeara. Recuerdo que la primera canción fue la de Salud, dinero y amor, que entonces estaba de moda, y las parejas volvieron a la pista y corearon a gritos aquello de ¡tres cosas hay en la vidaaa!, ¡salud, dinero y amooor…! Mercedes era feliz, y yo era feliz, y todos a nuestro alrededor eran felices…

Unos días después, estando ya nosotros en Agramunt, Aurora llamó para disculparse, dice Pascual Ortega. Por ella supimos que la madre de Justo había sufrido un nuevo ataque y había muerto, y que él había desaparecido sin dejar rastro. Aurora se sentía vejada, y con razón. Al parecer, no era yo el único que daba dinero a Justo para lo de su madre. También Aurora le daba, y en cantidades muy superiores a las mías. Ese dinero había ido a parar a unas curanderas, unas desaprensivas que le habían prometido la curación de su madre a cambio de unos cuantos sacrificios. Unos sacrificios espirituales pero sobre todo económicos, porque aquello era sencillamente una estafa. Y Aurora, que había estado dispuesta a perdonárselo todo, se encontraba de golpe con que Justo primero le había sacado el dinero y luego, cuando ya no la necesitaba, la había abandonado: ¿era para sentirse herida o no? Mientras hablaban por teléfono, Aurora se echó a llorar y Mercedes, temiendo que tuviera otra crisis de histeria, se apresuró a consolarla. Quedaron otra vez como amigas y prometieron verse y seguir en contacto, pero yo pensé que nunca más volverían a llamarse por teléfono y que, siempre que nos la encontráramos en algún sitio, nos limitaríamos a saludarnos, hola y adiós. Tenía razón pero sólo a medias, porque esa misma semana Aurora volvió a llamar. Esa vez no llamó a casa sino a mi despacho del ayuntamiento, cosa que me sorprendió.

—Dime, Aurora —le dije.

Ella, después de muchos preámbulos, acabó pidiéndome ayuda: necesitaba hablar con Justo y estaba segura de que yo sabía dónde encontrarlo. Me insistió tanto que al final le prometí que lo intentaría y, hurgando en el recuerdo de nuestras conversaciones en la Barceloneta, rescaté algunas referencias a empresas o personas con las que decía tener alguna relación profesional. Pero las referencias eran tan vagas… La única un poco más concreta era la de la imprenta: en algún momento le había oído decir que los catálogos los mandaba hacer en una empresa de artes gráficas de la calle Tallers. En mi siguiente viaje a Barcelona busqué la imprenta, que resultó ser una papelería no muy grande. Detrás del mostrador había tres mujeres, dos de ellas jovencísimas. Me presenté y expuse el motivo de mi visita, y fue mencionar el nombre de Justo y percibir una inmediata desconfianza por parte de las tres. Una de las chicas, la más joven, empezó a interrogarme: ¿de qué conocía a Justo?, ¿cuándo le había visto por última vez? Mientras trataba de dar explicaciones, apareció un hombre con una bata azul que me apuntó con el dedo.

—Si es uno de sus acreedores, sepa que aquí no tenemos nada que ver con él —dijo.

—No me he expresado bien… —intenté decir, pero él me interrumpió:

—¡Y no piense que va a sacarle nada a mi sobrina!, ¡bastante le sacó ya ese canalla!

La jovencita se tapó entonces la cara con las manos y las otras dos acudieron a animarla. Yo, sin entender muy bien lo que ocurría, farfullé unas disculpas y salí de allí. El hombre me gritó desde la puerta:

—¡Si le ve, dígale que acabará pagando por lo que ha hecho!

Me acordé entonces de la rara confidencia que Justo me había hecho un día en la Barceloneta. ¿Podía ser que hubiera estado enamorado de alguna de esas chicas? ¿Tal vez de la más jovencita, la que se había echado a llorar? Pero a mí qué más me daba… Esa misma tarde llamé a Aurora. Le dije nada más que no había conseguido averiguar el paradero de Justo. Luego le di recuerdos de Mercedes y colgué, y después de eso no volvimos a tener noticias suyas salvo, claro está, algún hola o adiós cuando nos la hemos encontrado por casualidad. Y de Justo ni eso. A Justo jamás lo hemos vuelto a ver, aunque con el tiempo algo hemos ido sabiendo de él y de las cosas que hizo desde entonces.