No podía dejar de dibujar. Y ya ni siquiera se molestaba en acabar los dibujos. Eran bocetos, esquemas, ideas. Si sobrevivía a esa noche, tendría el esqueleto para cien cómics, o probablemente más. El problema era que no creía que fuera a sobrevivir. Ese era el otro motivo que le hacía permanecer encadenado al tablero de dibujo, sin levantar siquiera la mirada. Por lo menos hasta que se le acabó el papel. Consultó el reloj. Algo más de las once de la noche. Sin querer, lanzó una mirada furtiva hacia la ventana. La había estado evitando toda la noche, desde que la locura creativa empezó. Desde que los gritos empezaron. Y aunque los gritos prácticamente habían desaparecido ya, seguía sin atreverse a mirar.
La pregunta subyacente a sus miedos era evidente: si él no hubiese estado dibujando, ¿qué habría estado haciendo? ¿Adónde habrían ido a parar todas esas ideas y esos impulsos? Sabía que la respuesta estaba al otro lado del cristal, en la calle. O en el piso de abajo. O en el de enfrente. Lo sabía demasiado bien. Por eso corrió hasta el dormitorio, que hacía las veces de almacén, cogió más papel de una de las cajas que tenía debajo de la cama y regresó corriendo hasta su tablero. Entonces llamaron a la puerta. Lanzó una mirada aterrada hacia ella. Volvieron a llamar.
—Disculpe —dijo una voz de mujer. No conocía apenas a sus vecinos, y en ese momento no tenía ninguna intención de empezar a conocerlos. Aun así, la voz insistió—: Disculpe. Sólo será un momento.
—¡Sé que estás ahí, pedazo de mierda! —interrumpió una voz masculina—. ¡Sé lo que haces! ¡Sé lo que eres! ¡Abre!
La puerta no era ninguna maravilla, pero tenía todos los cerrojos echados, y eso era lo único que podía hacer, así que no se movió de su tablero. Ni siquiera respiró. Cuando el silencio se hubo prolongado casi cinco minutos, volvió a centrarse en los bocetos. Lo siguiente era que el padrastro entraba con los dos perros en el salón, y toda la familia vitoreaba. Luego un primer plano de la cara de…
El sonido del golpe contra la puerta fue aterrador. No era un golpe. Era un hachazo. Se dio la vuelta justo a tiempo de ver como el segundo impacto abría una fisura claramente visible en el lado interior de la puerta, cerca de las bisagras. No había tiempo. No había salida. Miró a su alrededor en busca de algo que pudiese utilizar como arma, pero sabía de sobra que no lo había, y en caso de haberlo, no iba a servirle de mucho. Miró la ventana. Quince pisos. ¿Cuántos metros era eso? Demasiados. Pero había un pequeño alféizar, y una pequeña opción resbaladiza era mejor que un hacha en la cabeza. Abrió la ventana y se encaramó a ella lo mejor que pudo. No estaba muy ágil que dijéramos. El viento le azotó peligrosamente, pero como pudo se agarró a los minúsculos salientes. Ahora el siguiente paso. La ventana del estudio contiguo. Una gota de sudor le recorrió el cuello. No había otra opción. Los gritos de al lado se habían apagado hacía más de una hora, así que cualquier horror que pudiera ver por la ventana sería mejor que el hacha que le aguardaba allí. Saltó como pudo y se agarró como pudo, entre jadeos. Mientras intentaba pegarse todo lo posible a la pared, oyó que la puerta cedía ante los golpes, y un grito triunfal. Después, silencio.
—Te dije que no estaba aquí —dijo la voz femenina.
—El muy cobarde habrá saltado —se burló la voz masculina.
Oyó que se acercaban a la ventana, pero afortunadamente no llegaron a sacar la cabeza por ella.
—Uno menos, en cualquier caso —añadió la misma voz.
Oyó ruido de papeles. Sus obras. Podían quedárselas todas.
—¿Qué pasa? —dijo la mujer.
—Estas atrocidades… Recógelas. Ahora aprenderán los niños adónde conduce la perversidad.
Tras un par de minutos que se hicieron eternos, el ruido se alejó. Sólo entonces se atrevió a respirar profundamente. Las rodillas le temblaban. ¿Sería capaz de saltar de vuelta? Pero ¿qué otra opción le quedaba? La ventana en la que estaba tenía las cortinas echadas. Al otro lado podía haber cualquier cosa. Otro asesino con un cuchillo en vez de un hacha. Una orgía. Un suicidio en masa. Había una ranura. En el extremo más alejado. Como pudo, acercó el rostro al máximo, tratando de entrever algo del interior. La esquina de un colchón. Quizás la rodilla de alguien sentado. Sangre. Sangre por todas partes. Mejor malo conocido. Sin pensárselo más, saltó de vuelta a su ventana. En el último momento, uno de sus pies resbaló. No tenía impulso suficiente. Extendió los brazos, desesperado, manoteando en busca de un asidero. Quince pisos. Los dedos rozaron el alféizar. La pierna tocó la pared de hormigón. Quince pisos. Empezó a deslizarse. Y se detuvo. El canalón. La pierna había tocado el canalón. Con un dolor agónico, afianzó las manos y trató de izarse. Pesaba demasiado. Se había vuelto gordo dibujando. Y eso le iba a matar. Quince pisos. Logró alzarse lo suficiente para colocar la cabeza sobre el alféizar, y lanzó una mano desesperada hacia el marco de la ventana. Entonces lo supo. En cuanto levantase la mirada, ahí estaría la mujer, con sus bocetos. Y el hombre, con su hacha. Esperándole. Y abajo, quince pisos. Se aferró al alféizar y se impulsó hacia arriba.
La habitación estaba vacía. A trompicones, logró entrar completamente en el estudio y se arrastró hasta la maltrecha puerta, dispuesto a bloquearla con todo lo que no estuviese fijado al suelo.