Edificio Babilonia

Un padre siempre tenía que estar atento a los peligros. Los peligros tangibles, por supuesto, como las enfermedades, los accidentes, la violencia. Cualquier padre sabía eso. Pero estaban los otros peligros, los intangibles. Los que eran realmente peligrosos. Los que amenazaban el alma inmortal. Esos eran los que realmente preocupaban a Oriol, los que le obsesionaban en los momentos de rezo y reflexión antes de dormir, y los que le obligaban a convertirse en una muralla infranqueable que defendiese a sus hijos. Así le habían educado, y así pensaba educarlos.

El problema era que el mundo no compartía su punto de vista. Por ejemplo, ese esfuerzo del gobierno por lavarle el cerebro a los niños, con toda esa basura a favor de la promiscuidad, el aborto y la homosexualidad. Evidentemente, sus cinco hijos acudían a un magnífico colegio religioso, pero la amenaza de la «educación sexual» estaba por todas partes. Todo ello le llevaba a medidas duras pero necesarias, como la inspección rutinaria de los cuartos de los niños. Ahora la que más le preocupaba era Carlota. Al ser la mayor, era una influencia para todos, y una referencia directa para sus dos hermanas menores, Emma y Pilar. Los niños eran distintos, iban por otro lado y requerían un poco menos de cuidado. Pero la virtud era clave en cualquier buena muchacha. Y era el deber de Oriol que sus hijas lo fueran.

Y aun así, estaba fallando en algo. La última vez encontró una de esas inmundas y pornográficas revistas «para adolescentes» escondida en la bolsa de ballet de Carlota, repleta de actores medio desnudos, cantantes vestidas como prostitutas (si es que a eso se le podía llamar ir vestidas) y artículos repugnantes sobre cómo transformar a cualquier joven buena y piadosa en una cualquiera. Cuando esa noche Carlota volvió de los grupos de oración, tuvo que tomar una decisión drástica. Ya tenía catorce años, ya era casi una mujer. No podía desviarse. Así que le ordenó que quemase la revista y luego la «guió» en la disciplina. Él llevaba años autoflagelándose, y sólo le había hecho más recto. Ella tendría que aprender igual. Esperaba también que el cilicio que le había hecho ponerse ayudase, pero aún tenía el temor en el corazón. El diablo era insidioso, y él tenía que ser una muralla no firme, infranqueable. Abrió la puerta de la habitación de las niñas.

A la derecha estaban las literas de las pequeñas y a la izquierda la cama de Carlota. Hacían sus deberes en el cuarto de estudios, con toda la familia. El exceso de intimidad sólo alentaba malas ideas. Con metódica atención, Oriol fue revisando los colchones, las mesillas de noche, los armarios, las mochilas, hasta que no hubo rincón alguno que no pasase por su paternal vigilancia. Finalmente, se permitió dar gracias a Dios y sonreír satisfecho. Aun así, en cuanto cerró la puerta a su espalda, de nuevo le dominó la inquietud. En realidad era un desasosiego que llevaba creciendo desde esa mañana y que no lograba ubicar, una inquietud especialmente extraña porque iba acompañada de una sensación de fuerza, de poder de dominio. Era la seguridad de que se estaban alzando ante él peligros cada vez mayores, y la certeza de que ninguno podría superarle. Tan intensa era la sensación, que había decidido volver a casa al mediodía en vez de quedarse en el trabajo a comer, para así poder estar solo en el piso y asegurarse de que todo estaba en orden. Y así parecía ser. Sin tener claro el siguiente paso pero con ese apremio cada vez más intenso, se asomó a la ventana, a tiempo de ver que la chica del segundo recorría los últimos metros hasta el edificio y desaparecía en el portal. Frunció el ceño. Una chica de esa edad, atractiva y sin marido, ni siquiera novio. Eso nunca indicaba nada nuevo. En la mente de Oriol las opciones se reducían a dos: o era lesbiana, o era prostituta (cobrase o no), y no tenía claro qué era peor. El sonido de la puerta y de risas le sacó de sus reflexiones. No tenía por qué haber risa en su casa a esas horas.

Cuando se asomó al recibidor, vio allí a Emma madre, con el teléfono en la mano.

—Oriol, ¿qué haces en casa a estas horas? —Parecía sorprendida, pero no mucho. ¿O sí?—. Tenías que haberme avisado para prepararte algo de comer. Voy a ver qué te encuentro.

Emma le dio un beso en la mejilla y desapareció en la cocina. No había colgado el móvil, o lo había hecho sin despedirse. Todas las alarmas se dispararon en su interior. ¿Con quién estaba hablando su mujer? ¿De qué se reía? A Oriol se le ocurrían muy pocos motivos para reírse. Dejó que su instinto fluyera, que la energía que llevaba inundándole todo el día cristalizase y ascendiese hasta su pecho, hasta sus manos. Entró en la cocina.

—¿Con quién hablas? —Emma estaba de nuevo con el teléfono en la oreja, sonriendo.

—Luego hablamos —se despidió y colgó rápidamente—. Con Luisa, del gimnasio.

No fue él, fue el instinto el que la abofeteó e hizo que el móvil saliese disparado por el aire, estrellándose contra el suelo y escupiendo la tapa y la batería.

—No me mientas.

Su mujer le miró aterrorizada un segundo, sólo un segundo. Luego bajó los ojos.

—No lo conoces —susurró, y se encogió intuyendo un nuevo golpe, pero este no llegó.

Oriol era la muralla de la virtud, no se le podía engañar, no se le podía derrotar. Pero no era cruel. Al menos, no si no hacía falta.

—No lo volverás a ver, ni hablarás con él. Nunca.

Emma asintió, con la mirada baja y las lágrimas a punto de brotar. Luego, como impulsada por la justicia que inundaba a Oriol, se arrodilló ante él y le abrazó las rodillas.

—Perdóname, mi amor, mi dueño —suplicó—. No ha pasado nada, nada.

—Lo sé —concedió magnánimo él. Y realmente lo sabía. No le podía ocultar nada—. Prepárame una tortilla y algo de embutido. En cuanto lleguen los niños, voy a ponerles las cosas muy claras. En esta casa se van a acabar los despropósitos. Para siempre.

Emma le besó la mano antes de levantarse, con un brillo de adoración y sumisión en la mirada, y fue hacia la nevera. Mientras, Oriol se sentó a la mesa de la cocina.

—Y luego lo mismo tengo que empezar a disciplinar a los vecinos —reflexionó en voz alta.