Anna literalmente corrió los metros de pasillo que separaban el ascensor de su puerta y, temblando, intentó meter la llave en la cerradura. No lo logró y las llaves cayeron al suelo con un sonido que le pareció atronador. Miró hacia el ascensor, que permanecía cerrado. Luego hacia la puerta de la escalera, que también estaba cerrada. Sólo se oía el ensordecedor tintineo de sus llaves y su respiración cada vez más rápida. Notó que empezaba a marearse y no podía permitirse caer desmayada en el pasillo. Ya casi había llegado. A duras penas logró controlar el temblor de su mano lo suficiente como para encajar la llave, y la giró. Una vuelta. Otra. Media más. La cerradura se abrió y empujó la puerta con todo el cuerpo, para después volverse y cerrar tras de sí. Una vuelta, dos vueltas. En casa. Pero ¿a salvo? El terror seguía atenazando sus entrañas, como un cangrejo de acero negro que le apretase con todas sus patas y le clavase las pinzas en los pulmones.
Mientras intentaba que esos mismos pulmones dejasen de arderle y que el corazón no se le saliese del pecho, Anna trató de recordar todo lo que había pasado en las últimas horas, buscando qué había provocado el ataque de pánico, pero no logró encontrar nada concreto. De hecho, Anna siempre tenía miedo. Siempre. Por las mañanas, el primer pensamiento al despertarse era el temor de haberse quedado ciega durante la noche y no poder abrir los ojos, o haber sufrido una apoplejía y estar paralítica. Superada esa primera sacudida de terror, pasaba a la siguiente. Terrores razonables, como resbalar en la ducha, caerse y partirse el cuello, o quedar paralizada y ver lentamente como el nivel del agua iba ascendiendo, bloqueado el desagüe por sus piernas inmóviles, y morir ahogada lenta y agónicamente. También terrores menos razonables, como que una astilla de plástico del cepillo de dientes se desprendiese, clavándose en su garganta e infectándose con las bacterias de la boca, bacterias que probablemente ya serían resistentes a los antibióticos, y que la irían devorando lentamente por dentro en horas o días. Y eso antes del desayuno. Evidentemente, Anna sabía que estaba enferma, o loca, o ambas cosas. No sabía si era neurosis, paranoia o algún otro nombre más técnico, puede que con siglas. Sólo sabía que siempre se había sentido así. El miedo para ella era como el aire: entraba, removía su interior, salía. Y enseguida volvía a entrar. Aun así, había aprendido a vivir con él, e incluso a que no se le notase. Sólo una dilatación de pupilas repentina, o un temblor inapreciable, o una sutil aceleración en la respiración, y eso en los peores momentos. Pero seguía saliendo por la puerta cada día, entrando en el metro, acudiendo al trabajo. Hablando con las personas. En ocasiones, incluso relacionándose un poco más. Pero era complicado. Ducharse era imprescindible, aunque pudiese partirse la columna y ahogarse. Lavarse los dientes era imprescindible. Pero podía vivir sin echar un polvo si así evitaba que la dejasen inconsciente durante el sexo para después despertar y ver que la iban desollando y destripando lentamente mientras la grababan en vídeo para alguna red de snuff. Luego estaban los puntos intermedios. Sabía que debería ir a un psiquiatra o a un psicólogo, pero el riesgo de que le lavasen el cerebro y la utilizasen como asesina programada era demasiado alto. Así que simplemente cogía aire, volvía a soltarlo, y seguía con su vida. Hasta esa mañana.
Desde que recordaba, para Anna el miedo siempre entraba y salía, un caleidoscopio de colores siempre cambiantes aunque de intensidad controlable. Pero esa mañana el miedo no salió. Más o menos cuando llevaba una hora en la oficina, el miedo a un corte mortal con un folio infectado con orina de rata debía dejar paso al miedo a que el agua del dispensador estuviese contaminada con lejía y le produjese unas terribles ampollas en la boca y la garganta, que ni siquiera le permitirían pedir ayuda mientras moría asfixiándose en el mismo suelo. Pero no fue así. Mientras bebía, un miedo no reemplazó al otro, sino que se le unió. Era una sensación nueva y desconocida, desconcertante y agotadora. Mientras regresaba a su puesto de trabajo ligeramente desorientada, le asaltó, como siempre que iba a sentarse, el miedo a que la silla se partiese y cayese aplastándose alguna vértebra vital, o le produjese una contusión que la matase en unas horas, y ese recién llegado se unió a los demás. Era demasiado. Cogió su bolso y corrió hacia el ascensor, donde siempre cabía la posibilidad de que un maníaco diese a la parada de emergencia y la estrangulase antes de que nadie pudiese hacer nada. Por no hablar de roturas de cables y caídas a plomo. En la calle, el riesgo de ser embestida por un conductor borracho era desorbitado, pero tuvo que dejar espacio a la caída de un cenicero de bronce desde una de las ventanas del edificio y para los ataques de perros infectados de rabia. Anna creía que ya no había sitio para nada más, que la cabeza o el corazón le iban a estallar allí mismo, pero no fue así.
Por si fuera poco, en el metro (colisiones, descarrilamientos, terroristas suicidas, atracadores, ratas, gases venenosos) recibió el impacto de una noticia real, ya que todo el mundo hablaba del secuestro de un autobús de jóvenes por parte de un psicópata fugado esa noche. La simplicidad de la realidad le pareció minúscula frente a la enormidad de las posibilidades desconocidas, pero aun así dejó en ella su fragmento de terror, sobre todo cuando detuvo la vista unos instantes en otro pasajero, un hombre fuerte con un rostro tan inexpresivo que parecía que llevaba puesta una máscara de plata. El hombre no le devolvió la mirada, sumido en sus propios pensamientos, y Anna bajó rápidamente en cuanto llegó a su parada. Y corrió. Porque entre la gigantesca ola de terror que la inundaba, tenía perfectamente claro que eso era sólo el heraldo de algo mucho mayor, mucho más concreto. Y que estaba justo detrás de él.
Ahora, en su apartamento, temblando incontrolablemente, no se sentía mucho más segura. Pero se sentía algo segura. Y era un comienzo. En cuanto abriese la puerta, eso que estaba al otro lado (y no tenía dudas de que estaba ahí) se abalanzaría sobre ella y la mataría. Rió sin alegría. Porque Anna no quería morir. Nunca. Jamás. Y el hecho de prever continuamente todas las infinitas formas de hacerlo no hacía más que reforzar sus ganas de vivir. Sólo tenía que dejar la puerta cerrada. Ahora. Para siempre. Contempló dudando la mirilla que atravesaba la puerta blindada. Sólo tenía que acercarse, dar dos pasos y mirar. Y lo vería. Sólo dos pasos.
Se dio la vuelta y corrió hasta el sofá (resbalar y caer, clavarse un clavo oxidado y contaminado), tapándose con una manta ligera (mohos y esporas mortales entre sus hebras, ácaros asesinos, dormirse con la manta alrededor del cuello y caerse del sofá ahorcándose) como si fuese una niña pequeña. O mejor, como si fuese un globo a punto de estallar. Anna recorrió con la mirada su infierno personal, repleto de máquinas de tortura y asesinos ocultos que se disponían a seguir lanzándose contra ella, y se preguntó cuánto tiempo resistiría antes de, por primera vez en sus veintiséis años de vida, desear estar muerta. Y abrir la puerta.