Edificio Babilonia

El teléfono sonó apenas unos segundos después de que Miguel entrase por la puerta de la calle. Antes de cogerlo, miró el reloj verde de plástico barato que había sobre la televisión. Las ocho y diez.

—Que no sea del trabajo. Que no sea del trabajo —murmuró mientras levantaba lentamente el auricular.

Era del trabajo.

—Estaré allí en veinte minutos —dijo tras unos instantes, y se dejó caer en el maltrecho sofá con el auricular aún en la mano. Otra vez turno doble. Otra vez sin dormir. Con miedo a quedarse dormido allí mismo, Miguel se arrastró hasta el pequeño cuarto de baño, y metió directamente la cabeza bajo la ducha, con la esperanza de que el agua fría le despertase un poco. En ese momento llevaba veintiséis horas despierto, que incluían un turno de trabajo de doce horas, un par de horas de descanso, y cerca de diez horas bastante borrosas que habían incluido grandes cantidades de alcohol y alguna que otra droga. De hecho, todavía se sentía un poco colocado.

Con la cabeza aún bajo el agua, tanteó en busca de una toalla para no ponerlo todo perdido y cerró el grifo. Algo más despejado, contempló el rostro maltrecho que le devolvía el espejo. La verdad es que había tenido días peores, pensó con cierta suficiencia. A sus veintitrés años, la vida todavía no se había cobrado un precio demasiado caro en sus atractivas facciones morenas, y sus ojos, aunque algo empañados por el alcohol y la droga, conservaban una chispa de malicia que nunca le había fallado a la hora de ligar. Pero ahora no había tiempo para felicitarse por una noche de éxito.

Sin perder más tiempo, arrojó la ropa sudada al suelo del baño y buscó sobre la cama el uniforme de trabajo, que seguía donde lo había dejado la noche anterior. Cinco minutos después ya estaba en la entrada del metro, rozándose distraídamente la incipiente barba y pensando que ya que era su día libre no podían quejarse por su aspecto.

El metro, con su rítmico vaivén, fue un verdadero desafío. Porque aunque Miguel dormía poco si tenía algo mejor que hacer (o incluso nada, como esta noche), la verdad es que le encantada dormir. Y, sobre todo, soñar; soñar su sueño. En su sueño (que no era lo que soñaba siempre, pero que le visitaba al menos una vez a la semana) siempre era un lobo. Bueno, algo parecido a un lobo, pero más grande, más fuerte, más listo. Un depredador astuto e implacable. A veces cazaba animales pequeños, como conejos o ardillas. Otras veces cazaba animales grandes: ciervos, jabalíes. Una vez soñó que cazaba un elefante, saltándole al cuello desde lo alto de un desfiladero. Fue estupendo. Pero lo mejor era cuando cazaba humanos. Un cazador que entraba en su bosque. Un excursionista perdido. Incluso a Caperucita. No se trataba de matar. Lo importante era la caza: la emoción, la astucia, la competición. Por eso era mejor cuando cazaba humanos. No había nada como el saber que tu presa es igual de astuta que tú. O casi. El cosquilleo en el estómago. La anticipación.

En un acto reflejo, Miguel se apretó los ojos tratando de alejar el sueño. Había estado a punto de quedarse dormido, y no podía permitírselo. Mirando discretamente a un lado y a otro, sacó la última pastilla que le quedaba de la noche de excesos y se la tomó. Le esperaba un día largo por delante.

Doce horas después, tras otro turno doble, salió del almacén con la dudosa promesa del encargado de que trataría de cambiarle el turno para que no tuviese que trabajar al día siguiente. En realidad, le daba un poco igual. Sentado en el metro de vuelta a casa, sintió como el cansancio acumulado le golpeaba con la fuerza de un muro que se desplomase sobre su cabeza. Sería estupendo poder cerrar los ojos y verse envuelto por la firme precisión de los músculos del lobo. Correr sin fatiga alguna. Perseguir. Devorar. Esa era su auténtica naturaleza.

Una vibración intensa en el bolsillo le arrancó de las puertas del sueño. Bostezando, sacó el móvil, y en cuanto vio el número, incluso antes de contestar, supo que no iba a dormir, no todavía. Iba a ser otra noche larga e intensa. E iba a necesitar más drogas para mantener la máquina en marcha.

Con una sensación de déjà vu, Miguel abrió la puerta de su pequeño piso justo cuando sonaba el teléfono. Llevaba cincuenta horas sin dormir, y ese timbre sólo podía anunciar que todavía no iba a poder cerrar los ojos. Observó la cama a través de una especie de bruma, como si fuese un espejismo reflejado por el aire abrasador del desierto, y con lo que le pareció una lentitud de cámara lenta alcanzó el auricular.

—Estaré allí en veinte minutos —dijo tras unos instantes.

No podía permitirse perder el trabajo, pensó irónicamente. ¿Con qué iba a pagarse las drogas, si no? Como pudo, engulló una lata de bebida de cafeína, pero mientras lo hacía tuvo la certeza de que era inútil. En ese momento sentía que ya no era él, como mucho era un agotado maquinista tratando de manejar un tren que se mueve sólo por inercia y que puede hacerse pedazos en cualquier momento. Pero así era su vida. Al menos cuando no era un lobo, añadió mentalmente con una sonrisa mientras se lavaba la cara, y durante un segundo tuvo la certeza de que era el lobo el que le devolvía la mirada desde el espejo. Y no le resultó extraño.

Con un respingo, se enderezó. Había dado una cabezada, pero eso no era el problema. El problema era que no tenía demasiado claro cómo había llegado hasta el metro. ¿Qué se había tomado? Sintió un cosquilleo en el cuello y se rascó con la pata rápidamente. Después contempló su reflejo en la ventanilla. No, no era una pata. Era una mano. Pero tenía mucho sueño. Muchísimo sueño. Y cada vez era más difícil distinguirlo todo. Si tan sólo pudiese correr un rato, estirarse, olisquear… De nuevo, dio otro respingo, y se puso de pie para no quedarse completamente dormido.

Cincuenta y cinco horas. Quizás cincuenta y seis. La cantidad de tiempo ya había empezado a dejar de tener sentido. Desde el rincón del fondo del almacén en el que estaba apoyado contra la pared, irguió las orejas para escuchar mejor lo que hablaban en el supermercado. Olfateó el aire y sintió como se le erizaba el pelo del lomo. El encargado le llamaba. En algún lugar, una barrera se estaba rompiendo. Lo sentía. Lo sentía con toda su alma. El agotamiento. Las drogas. La falta de sueño. El lobo. Era inevitable. Estaba a punto de suceder y no podía evitarlo. Porque sería lo mejor para él. El encargado le llamó de nuevo, y comenzó a andar, y luego a trotar cada vez más deprisa. El cansancio había desaparecido. Sus músculos se tensaban con la precisión de una máquina implacable. De un empujón abrió las puertas dobles del almacén, y tres pares de ojos se volvieron hacia él. Una de las cajeras. Una clienta. El encargado. Se dio cuenta de que todavía no se habían percatado de en qué se había convertido. De quién era realmente. El encargado le hizo un gesto con la mano para que se acercase. Y se acercó. Sin dudarlo, abrió las fauces y las cerró con fuerza sobre los dedos de la mano extendida. Notó la piel y como cedía, probó el sabor intenso de la primera sangre, escuchó el dulce crujido de los huesos al mismo tiempo que sentía rasgarse los tendones y ceder el cartílago. Un mordisco limpio. Masticó un par de veces y tragó. Y entonces lanzó un aullido de total triunfo y éxtasis. Estaba libre. Por fin.